sábado, 31 de mayo de 2014

Las narrativas imposibles


Mario Szichman

¿Por qué ciertas narrativas crecen fecundas en un suelo, y otras nunca prosperan, ni siquiera con un buen trasplante? ¿Por qué El buen soldado Schweik de Jaroslav Hasek es inimaginable fuera de Europa oriental? ¿Es factible un Robinson Crusoe español? ¿Es viable un Buscón inglés?
Cada  uno de los protagonistas mencionados padece  un conflicto insoluble.  El buen soldado Schweik está henchido de ardor patriótico pero ignora quien es dueño de esa patria. No es lo mismo ser patriota en la patria de uno que patriota en carne ajena. Schweik es checo, y su país ha sido subyugado por la monarquía austro-húngara. La forma que tiene el buen soldado de mostrar su lealtad es rehusarse a servir de carne de cañón en la patria que le ha impuesto el ocupante. Y todas sus aventuras parten de ese desgarramiento entre lo que es y lo que quieren hacerle creer que es. Valiente, cargado de enfermedades, varias físicas, una mental (carga orgulloso los certificados donde se demuestra que es un imbécil) posterga eternamente su arribo a la línea del frente.
¿Es verosímil transferir Robinson Crusoe a una isla española? Según los historiadores, Robinson Crusoe es la versión novelada de un auténtico náufrago, Alexander Selkirk, un marino escocés que pasó cuatro años en una isla desierta. El naufragio de Selkirk se registró a fines del siglo XVII, cuando esa ocurrencia era moneda corriente en las principales líneas de navegación del Atlántico. Muchos españoles fueron víctimas de naufragios. Pero ¿qué convierte a Robinson Crusoe en una epopeya difícil de imitar en el mundo de habla hispana? Tal vez su esencia mercantil, poco afín al espíritu español, o quizás su flexibilidad, secuela de un ímpetu capitalista.

Cada población humana distingue ciertos objetos por la incidencia que tiene en sus vidas. En los lenguajes Sami, del norte de Escandinavia, nos informa Peter Trudgill en su excelente trabajo Sociolinguistics, hay muchas palabras asociadas con el reno. Por su parte, entre los beduinos árabes, abundan las palabras vinculadas con el camello.
¿Qué harían los anglosajones sin la palabra business? Posiblemente se extinguirían. Tengo en mi pantalla el diccionario electrónico Oxford. Abro la ventanita de “business,” y me informa que la palabra se puede traducir como “negocios”, o “comercio”. Pero cuando se comienzan a analizar las frases hechas que incluyen “business”, el volumen es abrumador. Si un anglosajón quiere impedir que otro se entrometa en sus asuntos personales, le dice, “That´s none of your business”, (eso no es asunto tuyo). A mi perra la saco a pasear para que haga sus “business”. Cuando el gobierno de Washington debe arrojar por la borda a una de esas pesadas cargas que son sus secretarios de gabinete, hace creer que es “business as usual”, que no ha pasado nada.
En nuestros países tenemos los refranes: Antes es la obligación que la devoción, o Primero el deber, y después el placer. Predomina el sentimiento estoico, religioso. En Estados Unidos eso se traduce como “business before pleasure”, negocios antes que el placer.

Y Robinson Crusoe es la primera figura de la literatura moderna que piensa como un comerciante. ¿Cuál es la esencia del espíritu mercantil? Que se acomoda a la naturaleza, en vez de enfrentarse a ella. Así como la naturaleza odia la artritis, el comerciante aborrece todo aquello que entorpece sus deseos de ganancia. En el mundo del vestuario, un sucedáneo de la artritis es la armadura. Seguramente un Robinson Crusoe español nunca se hubiera querido librar de la armadura, aunque no hubiera sobrevivido a la puesta del sol. (No hay mejor prueba del realismo cervantino que las maravillosas vicisitudes enfrentadas por el Quijote por su rechazo a prescindir de algún elemento de su armadura).
Robinson Crusoe cree en el trabajo, y necesita ropajes cómodos para trabajar. Descubre, a diferencia del conquistador español, que el oro es totalmente inútil en la isla desierta. Además, Robinson Crusoe es un personaje práctico, le parece más importante conseguirse una ridícula sombrilla para protegerse del sol, que ponerse de rodillas y rezar para que Dios lo salve de los elementos. (El náufrago sólo eleva sus oraciones al señor tras una agotadora jornada de trabajo).

Es arduo imaginar un Robinson Crusoe español carente de rígidos brocados, de camisas que concluyen en cuellos envarados, de casacas que parecen hechas de latón, o de esos guantes de cabritilla que oprimen las manos y estrangulan los dedos, o de jubones estrechos y de tela tiesa, o de esas botas de caña entera, o de sus espuelas, o de sus cascos metálicos, o de su criado.
En cambio, un Robinson Crusoe español demostraría una moral invencible, capaz de imitar a ese monarca cuyas ropas comenzaron a incendiarse cerca de la chimenea y prefirió achicharrarse antes que pedir ayuda.

¿Qué haría Robinson Crusoe, el auténtico, al tropezar con una armadura? Supongo que la fraccionaría y la volvería a componer. Y eso, por cierto, es lo que ocurrió en las colonias del norte de América cuando llegaron los primeros peregrinos. También ellos traían armaduras enteras. Pronto descubrieron que se trataba de pésimos atavíos para enfrentar a los indios, pues eran muy pesados, por lo tanto, los herreros decidieron seccionar las armaduras y unir sus partes con argollas. De esa manera, se hicieron más livianas, se adaptaron mejor al cuerpo, y protegían mejor contra las flechas. Al mismo tiempo, de cada armadura original podían obtenerse cuatro o cinco, una técnica más capitalista que feudal.
Y si Robinson Crusoe nunca podría prosperar en suelo donde se habla el español, uno de los géneros de la literatura española, la picaresca, muy difícilmente encuentra un sucedáneo en otras lenguas, especialmente la inglesa.

¿Qué tiene el Buscón que lo hace intransferible a otros idiomas? Bueno, en primer lugar, sus inagotables juegos de palabras. Don Pablos, el Buscón, al comentar la supuesta nobleza del bribón de su progenitor, señala, “Dicen que era de muy buena cepa, y según él bebía es cosa para creer”. El hermano del Buscón, un ladrón, muere “de unos azotes que le dieron en la cárcel”. Y su madre lo siente mucho “por ser tal que robaba a todos las voluntades”.

¿Cómo traducir la hambruna que pasan don Pablos y don Diego Coronel en la casa del licenciado Cabra? El licenciado tiene “las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas”. Don Diego Coronel le explica al Buscón que intenta “persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer”. ¿Cómo explicar en inglés las peripecias del Buscón en la corte de Madrid, rodeado de pícaros que se hacen pasar por gentilhombres, y deben mentir para sobrevivir? Uno de ellos enuncia “Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos, y advertimos que los tales señores, o están muertos o muy lejos”. Inclusive las ropas cumplen una función impensable para Robinson Crusoe. Hay una genealogía de la vestimenta que se asocia exclusivamente con la sobrevivencia. “No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia”, enuncia uno de esos gentilhombres. “Esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos de él polvos para resucitar los zapatos, que de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos”.

Leyendo reseñas de críticos anglosajones sobre El Buscón, sigo encontrando rechazo, hasta repugnancia por la falta de moral de Don Pablos. ¿Qué ética puede encontrarse en un personaje que tiene como progenitores a un ladrón y a una hechicera? ¿Qué personaje puede ser rescatado en el peregrinaje que emprende don Pablos desde su hogar hasta la Corte? Y entonces reflexiono nuevamente en Robinson Crusoe, con su moral flexible, y sus suaves hipocresías –como abominar del maldito oro, y luego guardárselo en su faltriquera-- y observo a don Pablos, que es de una sola pieza, acatando las desdichas que le ha tocado sufrir, sin mentir nunca, sin tratar de disculparse, y mi admiración continúa intacta. Pienso que si alguien lo enfrentara para reprocharle su actitud, lo miraría, arrogante y altanero, y le respondería con una frase que suena mucho mejor en inglés: “That´s none of your business.”



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