Mario Szichman
“¡Oh, qué gran genio
es el señor
Pococurante!
Nada le gusta”.
Voltaire, Cándido
En su introducción a The Oxford Book of Parodies[i], John Gross dice que una parodia exagera los rasgos de una obra o de un
estilo, para alcanzar un efecto cómico. La parodia está flanqueada de un lado
por el pastiche, y del otro lado por el burlesco. El pastiche se acerca más al
ejercicio de estilo, e imita el modo de un artista. En cambio el burlesco usa la
literatura de alto cuño, y la adapta a fines inferiores.
Federico Fellini hizo una obra maestra
del pastiche en su filme Ginger y Fred,
donde una pareja de comediantes interpretada por Giuletta Massina y Marcelo
Mastroianni intenta reverdecer glorias imitando a la pareja de Ginger Rogers y
Fred Astaire. Es un doble homenaje, a los icónicos astros de Hollywood, y a dos
monstruos sagrados del cine italiano.
No hay mejor ejemplo del burlesco que Don
Quijote. Cervantes se burla de todo y de todos, y lanza sus pullas, entre
otros objetos de irrisión, contra las doncellas que saturan los versos y los
dramas de Lope Vega al presentarnos como contrapartida de la heroína romántica
a Dulcinea del Toboso. En tanto el Quijote observa a su platónica amante con
los ojos de Lope de Vega, Cervantes se limita a decir que “Esta Dulcinea del
Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano
para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”. (En ese sentido, la
etérea Remedios La Bella de Gabriel García Márquez sería la antiparodia de
Dulcinea).
El buen parodista escribe, con Tongue
in cheek, en tono de burla. Una traducción más apropiada sería: con la
lengua reposando en la parte interior de la mejilla, un oculto gesto de
menosprecio. Pero la burla, para ser eficaz, debe ser casi imperceptible. Una
famosa parodia de Alan Bennett, Forty
Years On, toma a la chacota los villanos de John Buchan, el autor de la
novela Los 39 escalones, llevada al
cine por Alfred Hitchcock. Bennett dice por ejemplo que que uno de los villanos
“tenía el hábito nervioso de mover sus labios cuando hablaba”.
En The Man Who Liked Dickens,
Evelyn Waugh expresa su desdén por la producción del gran escritor inglés relatando
la historia de un explorador que se pierde en el Amazonas y es rescatado por el
señor Todd, un devoto del autor de Great
Expectations. Mientras el explorador
se va curando de sus heridas, y aguarda con impaciencia por su rescate, acepta leer
al señor Todd las novelas de Dickens. Finalmente, el anfitrión anuncia que al
día siguiente llegará el ansiado rescate. Pero cuando el explorador intenta
llegar al claro en la selva donde lo aguarda la avioneta que lo devolverá a la
civilización, algo ocurre, y termina prisionero de su anfitrión. El señor Todd
lo tranquiliza señalando que en el interín pueden pasar el tiempo de manera
agradable volviendo a leer todo Dickens desde el comienzo.
El relato era inicialmente un capítulo de A Handful of Dust, una de las mejores novelas de Waugh. Pero la
parodia es más recordada que la narración de la cual fue extraída. Waugh no
necesita ofrecerle al lector su opinión sobre Dickens. Pero es muy difícil que
inclusive un admirador del novelista, aterrado ante la devoción del señor Todd,
vuelva a revisar sus narraciones con la misma ingenuidad.
Por cierto, otro subgénero narrativo, que es conocido en Estados Unidos
como Quiet Horror, basa su eficacia
en la parodia de las corteses costumbres que suelen encubrir una veta de
sadismo. Del mismo modo en que tras el relato de Waugh ya no leemos a Dickens con
igual júbilo, en los relatos de Stanley Ellin, un cultor del género del horror
sedado, los buenos modales empiezan a hacerse sospechosos. La eficacia de Ellin
consiste en mostrar cómo tras la cortesía pueden acechar desde los asesinatos
conyugales hasta el canibalismo. Nadie que haya leído de Ellin The Specialty of the House regresará a
un restaurante exhibiendo la serenidad de quien ignora ese relato. El
maravilloso tono impreso por Ellin a su cuento, uno de los más antologizados en
la literatura anglosajona, es una combinación de gestos banales, irreprochables
principios, y crueldad. Un día, el ejecutivo de una empresa invita a uno de sus
más promisorios empleados a un restaurante de Nueva York. El establecimiento no
figura en la guía telefónica, ni en avisos publicitarios. Es el secreto mejor
guardado de la ciudad, tanto como su cocina, a la cual ningún comensal tiene
acceso. Su propietario es el untuoso señor Sbirro y la obra culinaria maestra,
la especialidad de la casa, es Lamb Armistan, cordero a la Armistan, plato que
solo se sirve en contadas ocasiones, generalmente luego de que alguno de los
comensales, gracias a un generoso gesto del señor Sbirro, es invitado a
visitar la cocina, de la cual nunca regresa.
DEL GÉNERO
A LA CRÍTICA DEL GÉNERO
En tanto han crecido las
parodias de obras famosas, o al menos muy conocidas, el género ha menguado en
sus cultores, aunque es uno de los más antiguos y más nobles. La narrativa de
los últimos cinco siglos no tendría los atributos actuales de no ser por cinco
parodias: El elogio de la locura, Don Quijote, Gargantúa y Pantagruel, Los viajes de Gulliver, y el Cándido. La obra de Erasmo se burla de
dos milenios de tratados filosóficos, y Don
Quijote de las novelas de caballería, tan populares en su época como las
novelas románticas de Corín Tellado en el siglo veinte. Gargantúa y Pantagruel, así como el Cándido, arremeten contra la religión al informar de las secuelas
causadas por la pérdida del paraíso, y Los
viajes de Gulliver demuele las novelas de aventuras, ya se trate de las
leyendas griegas, especialmente La Odisea
de Homero, el subgénero de los relatos de naúfragos, o las autobiografías de
famosos navegantes. En todos los casos, esas obras crearon mundos alternativos
que, como espejos deformes, nos advierten sobre todo lo que anda mal en nuestra
sociedad.
Hay, por cierto, algunos
cultores modernos de la parodia que siguen la tradición de los maestros. En el
libro compilado por Gross hay dos que sobresalen: John Crace, quien escribe
para el periódico británico The Guardian
la columna “Digested Reads,” lecturas digeridas, y Alan Sokal, autor de lo que
ha sido bautizado como “The Sokal Hoax,” o la artimaña de Sokal.
Crace se dedica alegremente a demoler
libros famosos en menos de 700 palabras. Todas sus crónicas son devastadoras.
Por supuesto, también depende del conocimiento que tenga el público de las
obras comentadas. Quizás sea mejor empezar con su libro Brideshead Abreviated, donde Crace revisa las novelas más famosas
del último siglo, y le cae con la misma impiedad a Marcel Proust que a Franz
Kafka. (Ya es una hazaña condensar Por el
camino de Swann en algunos centenares de palabras). En cuanto a Sokal,
publicó en mayo de 1996 en la revista Social
Text, uno de los iconos de los estudios culturales en Estados Unidos, su
ensayo Transgressing the Boundaries.
Sokal usó citas textuales de los paladines del desconstruccionismo, entre ellos
Jacques Derrida.
El ensayo fue recibido con
extraordinario beneplácito por la revista y la mayoría de sus colaboradores,
hasta que Sokal se vio obligado a informar que el texto era una parodia y que
su propósito era mostrar los dudosos y fraudulentos aspectos de muchos temas
usados por los deconstruccionistas.
Aunque muchos de quienes elogiaron su
trabajo querrían verlo ahora colgado del palo más alto de una fragata, Sokal ha
seguido con su tarea de cuestionar a los falsos profetas con su libro Intellectual Impostures.
Pues si los herederos del señor
Pococurante necesitan mostrar su importancia indicando que nada les gusta, el
segundo paso es siempre escribir en un lenguaje incomprensible que les permite
tomar distancias de sus vasallos. Y Sokal no parece dispuesto a aceptarlo.
Mario, tus blogs además de tan interesantes y entretenidos son una fuente inagotable de nuevas lecturas. Hace poco fue esa sátira de Voltaire, ahora este maravilloso cuento de Ellin, The Specialty of the House. Y desde ya me anoto para la columna de Crace.
ResponderEliminarQuerido Daniel: uno de los privilegios de haber trabajado en la Associated Press es haberte conocido. Uno de los secretos "perks" de la tarea periodística es frecuentar personajes de una sabiduría enciclopédica, como en tu caso. Y, además de las profusas lecturas descubiertas o compartidas, es un placer conversar con alguien que tiene un persistente sentido del humor.
ResponderEliminarLa imaginación dialógica funciona en ambas direcciones, y yo siempre me he nutrido de tus lecturas.
Gracias por tu comentario. Me encanta haber redescubierto contigo esa sátira poco conocida y tan desopilante de Voltaire relacionada con el doctor Akakia.
En cuanto a Stanley Ellin, es realmente un maestro de los relatos macabros, un moderno Ambrose Bierce.
Con respecto a John Crace, es un hallazgo reciente. A veces sus crónicas en The Guardian requieren la minuciosa lectura del texto que está demoliendo, para entender las múltiples alusiones. Pero cuando les cae con su hacha a textos conocidos, y además parodia el estilo de los autores, las carcajadas abundan. Un abrazo
Mario