Mario Szichman
No
practico muchos deportes, excepto la natación y la caminata. Puedo pasarme
horas caminando. Recuerdo lo que decía Peter O´Toole del trote: “El único
momento en que troto es cuando intento seguir el cortejo fúnebre de mis amigos
cuyo deporte favorito era trotar”.
Vivo
en una zona de New Jersey bordeada por Boulevard East, una avenida que da al
río Hudson, y pespunteada de parques, y de “memorials”
en homenaje a los soldados caídos en las dos guerras mundiales. Hacia finales
de la primavera, y hasta comienzos del otoño, florecen las novias. No pasa
sábado sin que se estacionen limusinas en el Boulevard East y desciendan
bellísimas novias, con sus prometidos y sus cortejos, a fin de tomarse fotos. Como
telón de fondo tienen los rascacielos de Manhattan.
El
resto de la semana, en los meses templados, los parques están repletos de
habitués y de curiosos. Y realmente hay mucho que observar, especialmente
ardillas y marmotas, una vegetación exhuberante, canchas de tenis y de fútbol,
y también adolescentes en patineta que han desarrollado una increíble destreza
para maniobrar unos de los vehículos más peligrosos inventados por el hombre.
Un
día estaba observando las increíbles evoluciones de esos jóvenes cuando se me
acercó un señor, con indudable acento cubano, y me preguntó si eran realmente
marmotas las que estaban circulando por el parque. Aludía a las marmotas Monax, una especie de ardilla gigante
que reside en el área. Algunas marmotas se pasean en parejas, otras van acompañadas
de sus vástagos. Le dije al hombre que presumía eran marmotas, aunque mi
conocimiento de la fauna y de la flora no es muy extenso.
–Son
un exquisito manjar– me dijo. Y luego me explicó todas los métodos usados en
Cuba para aderezar marmotas. Por cierto, le asombraba que las marmotas pudieran
circular en la zona con toda libertad, o que las ardillas se pasearan por New
Jersey como Pancho por su casa.
Le
expliqué que muchos norteamericanos, sobre todo en la costa Este, eran “heart bleeding liberals”, liberales de
corazón sangrante. Excepto por las especies que venden en los supermercados,
esos liberales quieren proteger al resto de los animales de ese terrible
depredador que es el hombre. Un día la casa de un amigo mío, que vivía en el
Village, fue invadida por ardillas. Cincuenta, sesenta ardillas, se habían
instalado en su patio. Algunas de ellas tenían atributos psicopáticos, y apenas
descubrieron el corazón sangrante de mi amigo, empezaron a acosarlo. Al
amanecer, apenas salía al patio con su periódico bajo el brazo para leer las noticias
del día, era rodeado por ardillas que se ponían en dos patas y lo miraban con
unos ojos que partían el alma. Mi amigo tenía que levantarse del asiento, ir a
la alacena, y traer nueces, decenas de nueces. Inclusive había hecho un cálculo
para estipular cuantas nueces necesitaban las pedigüeñas a fin de que les
permitiera leer tranquilo el primer cuerpo del New York Times, donde se concentran las noticias internacionales,
las nacionales, las páginas de opinión, y especialmente los consoladores
obituarios, pues el diario siempre se las ingenia para introducir a un
nonagenario entre varios genios malogrados a temprana edad.
–En
Cuba su amigo no hubiera tenido esa molestia. Digo, la de las ardillas– Señaló
mi interlocutor cubano. –Hay un fricassé
de ardillas …
No
le permití terminar. Le expliqué que mi amigo logró librarse de las ardillas
sin necesidad de apelar a la eutanasia. Un día empezó a recolectar las ardillas
en jaulas, contrató una camioneta en U
Haul, y se las llevó hasta una zona boscosa de Vermont, a casi 500
kilómetros de distancia, y luego las soltó. Las ardillas observaron la zona, se
treparon a los árboles, y desaparecieron de la vista de mi amigo.
–¿Cuánto
tardaron en regresar? – preguntó mi interlocutor.
–¿Cómo
lo sabe?
–
Un animal no suele olvidar a su proveedor de alimentos– me explicó.
Y
era cierto. En el curso de algunos semanas, todas las ardillas que mi amigo
soltó en los bosques de Vermont retornaron a su patio, aunque más cautelosas. Intentar
atraparlas era más difícil que agarrar un cerdo enjabonado. Eso sí, sus ojos
lastimeros seguían reclamando nueces.
Mi
interlocutor cubano criaba ardillas, pero en jaulas. Y también marmotas, en
jaulas. Eran un manjar, me explicó. También criaba cotorras, aunque las vendía
vivas a clientes. Por cierto, ganaba más dinero subastando cotorras que en sus
tareas de psicoterapeuta. Podía vender una cotorra por el equivalente de 40
dólares. Su sueldo como psicoterapeuta era de 400 pesos mensuales, que en el
mercado negro equivalía a 17,77 dólares. También cultivaba mamey y sandía (que
en Venezuela se conoce como patilla). Afortunadamente, la tierra de Cuba es de
una extraordinaria riqueza, y produce frutas y vegetales en abundancia, y de un
exquisito sabor. Mi interlocutor estaba bien enterado, porque antes de
licenciarse en psicología había sido ingeniero forestal. Al parecer, hay en
Cuba una tierra roja que cubre prácticamente toda la isla, y sus nutrientes dan
un sabor especial a los productos de cultivo. De todas maneras, había decidido
cambiar de oficio, pues su trabajo como ingeniero forestal era mal remunerado.
Mi
interlocutor vestía de manera impecable, era una persona muy inteligente, y no
parecía estar pasando hambre. Por supuesto, tenía un primo que vivía en New
Jersey y lo ayudaba. Con su salario nominal le hubiera resultado imposible
pagarse el viaje a Estados Unidos. Pero por lo demás, no se quejaba. Por su
conversación pude advertir que aunque respetaba opiniones discrepantes, le
encantaban los líderes mesiánicos. Calculé que por su edad había nacido ya
avanzada la Revolución Cubana. Su lógica era impecable, su pensamiento muy
racional, y algunas de sus conclusiones, inquietantes.
Me
explicó que Cuba ha desarrollado una economía informal que permite ganar dinero
extra. Y sus habitantes tienen un ingenio increíble a fin de sobrevivir de
manera cotidiana. Admitía que había que superar vastos obstáculos, pero estaba
seguro del triunfo final.
En
fecha reciente, el periódico Tal Cual
de Venezuela publicó una nota muy interesante de Juan O. Tamayo, titulado “La
creatividad cubana no tiene límites”. Allí mostraba numerosas facetas de la
agudeza cubana. Tamayo recordó que el líder, Fidel Castro, “propuso en una
ocasión criar vacas en miniatura para pastar en el patio de las casas”, y el reto
planteado por Castro a los cubanos fue recogido sin vacilación. Por supuesto, hasta
ahora ningún cubano se ha puesto a criar una vaca en miniatura, o a dotar de
botones el cuero de los animales, a fin de evitar desollarlos previo a su
coción. Tampoco ha prosperado una cultura pesquera, aunque Cuba sigue siendo
una isla rodeada de agua. Mi interlocutor me explicó que la culpa era del
embargo. Por cierto, en la tarjeta de racionamiento cubano hay un ítem que dice
“pescado”. Cada vez que un proveedor entrega a un cubano un alimento sin
procesar, tacha siempre de su tarjeta la palabra “pescado”, aunque en realidad
le ha entregado pollo o cerdo.
Donde
se muestra el ingenio de los cubanos, dice Tamayo, es en artículos no
comestibles de uso cotidiano. Por ejemplo, los cubanos “abren huecos en el
fondo de una botella de agua, y, por arte de magia, es un cabezal de ducha”. O
“Si no encuentran pilas AA para el control remoto del televisor, le sujetan una
pila C con una liga, sueldan algunos alambres y allá va eso”. Con el mismo
ingenio, asan “perros calientes y hamburguesas en el asiento de una silla de
metal, echan un huevo crudo en el radiador de un carro para detener un
salidero, y usan una pastilla de jabón para evitar que se salga el aceite de un
carro”.
El
diseñador cubano Ernesto Oroza, actualmente radicado en Miami, viene
coleccionando esos inventos desde la década del noventa, indica Tamayo.
Los
inventos del período especial alcanzan a las cubanas. Por ejemplo, las mujeres
usan como maquillaje tizas de colores sacadas de las escuelas, “betún de
zapatos en las pestañas, carbón de pilas molido para oscurecerse el cabello y
el antiácido Alusil como gel para el cabello”. (Se trata de consejos prodigados
por la bloguera de La Habana Regina Coyula).
Le
comuniqué a mi interlocutor cubano la nota de Tamayo. Me dijo que no estaba al
tanto de esos inventos, aunque le parecían algo frívolos. Su especialidad se
orientaba por otros rumbos. De todas maneras, aparte de las marmotas y de las
ardillas, se mostró muy interesado en los increíbles brincos que hacían los
adolescentes con sus patinetas. Era evidente que allí se movían varias fuentes
de energía, me explicó, desde los pies de los patinadores hasta las ruedas del
inestable vehículo. Y eso sin olvidar el fenómeno de la fricción, de las ruedas
contra el pavimento, de los sneakers
de los patinadores contra el terreno durante la propulsión del artefacto. Pero
nada de eso interesaba a los adolescentes, para ellos, todo consistía en el
puro juego, en la exaltación de los sentidos. En un momento dado, mi
interlocutor dijo:
–Ponga
esa energía en un compartimiento estanco, inmovilice las patinetas, haga que
esos adolescentes repitan el movimiento de sus pies siempre en el mismo
espacio, conecte las ruedas a un generador, y con un poco de práctica, y
numerosas patinetas, sería posible iluminar ciudades.
Me
inquietaron las fantasías de mi sagaz interlocutor. Además, había algo muy
especial en su mirada. Estoy seguro que deseaba mejorar la calidad de vida de
sus coterráneos y que su invento podía resultar muy práctico, si olvidamos que
poner a numerosos adolescentes a repetir el movimiento de sus pies siempre en
el mismo espacio se acerca a pasos agigantados a la esclavitud.
Mi
padre solía recordar la anécdota del muyik, el campesino ruso, que amaestró a
su caballo para que dejara de comer, a fin de permitirle ahorrar algunos
rublos. El caballo aprendió la técnica a la perfección, hasta que un día se
murió.
Muchas
grandes ideas comienzan con premisas tan sencillas como la enunciada por mi
interlocutor. En el medio, siempre se interpone cierta cuota de fanatismo. Al
final, persiste tanto la impecable racionalidad como el fanatismo. Todo fulgura
en los planes, los proyectos lucen perfectos, así como sus tiempos de ejecución
y los recursos requeridos para llevarlos a cabo. Y entre tanto, los seres
vivientes, paulatinamente, son relegados al olvido.
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