miércoles, 7 de mayo de 2014

Pobres, pero felices

Mario Szichman

No practico muchos deportes, excepto la natación y la caminata. Puedo pasarme horas caminando. Recuerdo lo que decía Peter O´Toole del trote: “El único momento en que troto es cuando intento seguir el cortejo fúnebre de mis amigos cuyo deporte favorito era trotar”.
Vivo en una zona de New Jersey bordeada por Boulevard East, una avenida que da al río Hudson, y pespunteada de parques, y de “memorials” en homenaje a los soldados caídos en las dos guerras mundiales. Hacia finales de la primavera, y hasta comienzos del otoño, florecen las novias. No pasa sábado sin que se estacionen limusinas en el Boulevard East y desciendan bellísimas novias, con sus prometidos y sus cortejos, a fin de tomarse fotos. Como telón de fondo tienen los rascacielos de Manhattan.
El resto de la semana, en los meses templados, los parques están repletos de habitués y de curiosos. Y realmente hay mucho que observar, especialmente ardillas y marmotas, una vegetación exhuberante, canchas de tenis y de fútbol, y también adolescentes en patineta que han desarrollado una increíble destreza para maniobrar unos de los vehículos más peligrosos inventados por el hombre.
Un día estaba observando las increíbles evoluciones de esos jóvenes cuando se me acercó un señor, con indudable acento cubano, y me preguntó si eran realmente marmotas las que estaban circulando por el parque. Aludía a las marmotas Monax, una especie de ardilla gigante que reside en el área. Algunas marmotas se pasean en parejas, otras van acompañadas de sus vástagos. Le dije al hombre que presumía eran marmotas, aunque mi conocimiento de la fauna y de la flora no es muy extenso.
–Son un exquisito manjar– me dijo. Y luego me explicó todas los métodos usados en Cuba para aderezar marmotas. Por cierto, le asombraba que las marmotas pudieran circular en la zona con toda libertad, o que las ardillas se pasearan por New Jersey como Pancho por su casa.
Le expliqué que muchos norteamericanos, sobre todo en la costa Este, eran “heart bleeding liberals”, liberales de corazón sangrante. Excepto por las especies que venden en los supermercados, esos liberales quieren proteger al resto de los animales de ese terrible depredador que es el hombre. Un día la casa de un amigo mío, que vivía en el Village, fue invadida por ardillas. Cincuenta, sesenta ardillas, se habían instalado en su patio. Algunas de ellas tenían atributos psicopáticos, y apenas descubrieron el corazón sangrante de mi amigo, empezaron a acosarlo. Al amanecer, apenas salía al patio con su periódico bajo el brazo para leer las noticias del día, era rodeado por ardillas que se ponían en dos patas y lo miraban con unos ojos que partían el alma. Mi amigo tenía que levantarse del asiento, ir a la alacena, y traer nueces, decenas de nueces. Inclusive había hecho un cálculo para estipular cuantas nueces necesitaban las pedigüeñas a fin de que les permitiera leer tranquilo el primer cuerpo del New York Times, donde se concentran las noticias internacionales, las nacionales, las páginas de opinión, y especialmente los consoladores obituarios, pues el diario siempre se las ingenia para introducir a un nonagenario entre varios genios malogrados a temprana edad.
–En Cuba su amigo no hubiera tenido esa molestia. Digo, la de las ardillas– Señaló mi interlocutor cubano. –Hay un fricassé de ardillas …
No le permití terminar. Le expliqué que mi amigo logró librarse de las ardillas sin necesidad de apelar a la eutanasia. Un día empezó a recolectar las ardillas en jaulas, contrató una camioneta en U Haul, y se las llevó hasta una zona boscosa de Vermont, a casi 500 kilómetros de distancia, y luego las soltó. Las ardillas observaron la zona, se treparon a los árboles, y desaparecieron de la vista de mi amigo.
–¿Cuánto tardaron en regresar? – preguntó mi interlocutor.
–¿Cómo lo sabe?
– Un animal no suele olvidar a su proveedor de alimentos– me explicó.
Y era cierto. En el curso de algunos semanas, todas las ardillas que mi amigo soltó en los bosques de Vermont retornaron a su patio, aunque más cautelosas. Intentar atraparlas era más difícil que agarrar un cerdo enjabonado. Eso sí, sus ojos lastimeros seguían reclamando nueces.
Mi interlocutor cubano criaba ardillas, pero en jaulas. Y también marmotas, en jaulas. Eran un manjar, me explicó. También criaba cotorras, aunque las vendía vivas a clientes. Por cierto, ganaba más dinero subastando cotorras que en sus tareas de psicoterapeuta. Podía vender una cotorra por el equivalente de 40 dólares. Su sueldo como psicoterapeuta era de 400 pesos mensuales, que en el mercado negro equivalía a 17,77 dólares. También cultivaba mamey y sandía (que en Venezuela se conoce como patilla). Afortunadamente, la tierra de Cuba es de una extraordinaria riqueza, y produce frutas y vegetales en abundancia, y de un exquisito sabor. Mi interlocutor estaba bien enterado, porque antes de licenciarse en psicología había sido ingeniero forestal. Al parecer, hay en Cuba una tierra roja que cubre prácticamente toda la isla, y sus nutrientes dan un sabor especial a los productos de cultivo. De todas maneras, había decidido cambiar de oficio, pues su trabajo como ingeniero forestal era mal remunerado.
Mi interlocutor vestía de manera impecable, era una persona muy inteligente, y no parecía estar pasando hambre. Por supuesto, tenía un primo que vivía en New Jersey y lo ayudaba. Con su salario nominal le hubiera resultado imposible pagarse el viaje a Estados Unidos. Pero por lo demás, no se quejaba. Por su conversación pude advertir que aunque respetaba opiniones discrepantes, le encantaban los líderes mesiánicos. Calculé que por su edad había nacido ya avanzada la Revolución Cubana. Su lógica era impecable, su pensamiento muy racional, y algunas de sus conclusiones, inquietantes.
Me explicó que Cuba ha desarrollado una economía informal que permite ganar dinero extra. Y sus habitantes tienen un ingenio increíble a fin de sobrevivir de manera cotidiana. Admitía que había que superar vastos obstáculos, pero estaba seguro del triunfo final.
En fecha reciente, el periódico Tal Cual de Venezuela publicó una nota muy interesante de Juan O. Tamayo, titulado “La creatividad cubana no tiene límites”. Allí mostraba numerosas facetas de la agudeza cubana. Tamayo recordó que el líder, Fidel Castro, “propuso en una ocasión criar vacas en miniatura para pastar en el patio de las casas”, y el reto planteado por Castro a los cubanos fue recogido sin vacilación. Por supuesto, hasta ahora ningún cubano se ha puesto a criar una vaca en miniatura, o a dotar de botones el cuero de los animales, a fin de evitar desollarlos previo a su coción. Tampoco ha prosperado una cultura pesquera, aunque Cuba sigue siendo una isla rodeada de agua. Mi interlocutor me explicó que la culpa era del embargo. Por cierto, en la tarjeta de racionamiento cubano hay un ítem que dice “pescado”. Cada vez que un proveedor entrega a un cubano un alimento sin procesar, tacha siempre de su tarjeta la palabra “pescado”, aunque en realidad le ha entregado pollo o cerdo.
Donde se muestra el ingenio de los cubanos, dice Tamayo, es en artículos no comestibles de uso cotidiano. Por ejemplo, los cubanos “abren huecos en el fondo de una botella de agua, y, por arte de magia, es un cabezal de ducha”. O “Si no encuentran pilas AA para el control remoto del televisor, le sujetan una pila C con una liga, sueldan algunos alambres y allá va eso”. Con el mismo ingenio, asan “perros calientes y hamburguesas en el asiento de una silla de metal, echan un huevo crudo en el radiador de un carro para detener un salidero, y usan una pastilla de jabón para evitar que se salga el aceite de un carro”.
El diseñador cubano Ernesto Oroza, actualmente radicado en Miami, viene coleccionando esos inventos desde la década del noventa, indica Tamayo.
Los inventos del período especial alcanzan a las cubanas. Por ejemplo, las mujeres usan como maquillaje tizas de colores sacadas de las escuelas, “betún de zapatos en las pestañas, carbón de pilas molido para oscurecerse el cabello y el antiácido Alusil como gel para el cabello”. (Se trata de consejos prodigados por la bloguera de La Habana Regina Coyula).
Le comuniqué a mi interlocutor cubano la nota de Tamayo. Me dijo que no estaba al tanto de esos inventos, aunque le parecían algo frívolos. Su especialidad se orientaba por otros rumbos. De todas maneras, aparte de las marmotas y de las ardillas, se mostró muy interesado en los increíbles brincos que hacían los adolescentes con sus patinetas. Era evidente que allí se movían varias fuentes de energía, me explicó, desde los pies de los patinadores hasta las ruedas del inestable vehículo. Y eso sin olvidar el fenómeno de la fricción, de las ruedas contra el pavimento, de los sneakers de los patinadores contra el terreno durante la propulsión del artefacto. Pero nada de eso interesaba a los adolescentes, para ellos, todo consistía en el puro juego, en la exaltación de los sentidos. En un momento dado, mi interlocutor dijo:
–Ponga esa energía en un compartimiento estanco, inmovilice las patinetas, haga que esos adolescentes repitan el movimiento de sus pies siempre en el mismo espacio, conecte las ruedas a un generador, y con un poco de práctica, y numerosas patinetas, sería posible iluminar ciudades.
Me inquietaron las fantasías de mi sagaz interlocutor. Además, había algo muy especial en su mirada. Estoy seguro que deseaba mejorar la calidad de vida de sus coterráneos y que su invento podía resultar muy práctico, si olvidamos que poner a numerosos adolescentes a repetir el movimiento de sus pies siempre en el mismo espacio se acerca a pasos agigantados a la esclavitud.
Mi padre solía recordar la anécdota del muyik, el campesino ruso, que amaestró a su caballo para que dejara de comer, a fin de permitirle ahorrar algunos rublos. El caballo aprendió la técnica a la perfección, hasta que un día se murió.
Muchas grandes ideas comienzan con premisas tan sencillas como la enunciada por mi interlocutor. En el medio, siempre se interpone cierta cuota de fanatismo. Al final, persiste tanto la impecable racionalidad como el fanatismo. Todo fulgura en los planes, los proyectos lucen perfectos, así como sus tiempos de ejecución y los recursos requeridos para llevarlos a cabo. Y entre tanto, los seres vivientes, paulatinamente, son relegados al olvido.




No hay comentarios:

Publicar un comentario