domingo, 11 de mayo de 2014

El cese del recelo



Mario Szichman

The suspension of disbelief,” una pausa en la incredulidad, permite al lector depositar su confianza en el narrador. El término fue acuñado por el poeta Samuel Taylor Coleridge, quien aludía esencialmente a la narrativa gótica. Si un escritor lograba que un relato fantástico tuviera algún “parecido con la verdad”, y ofrecía interés humano, señalaba Coleridge, el lector suspendería su juicio y brindaría al escritor el beneficio de la duda. Por supuesto, Coleridge partía de una premisa falsa. ¿Por qué es más “verdadero” Don Quijote que La historia verdadera de Luciano? ¿Hay alguna realidad confiable en la novela realista o hiperrrealista?
Es cierto, hay narraciones más probables que otras, y solemos aceptar lo inexplicable cuando nos brinda placer. Jesús, quien podía multiplicar los panes y los peces, usaba métodos no muy diferentes a los de un mago que serrucha a una mujer por la mitad. (Por cierto, una biografía del Nazareno sugiere que todo predicador religioso de su época solía apelar a trucos de magia para seducir a la multitud).
En el caso de la narración, el cese de la incredulidad es de dos tipos, aquel vinculado a los personajes, y el relacionado con la trama. Cuando tropezamos con Sherlock Holmes, con Don Quijote, con Tom Jones, con Robinson Crusoe, esperamos de ellos cierta conducta coherente que nos permita acompañarlos en sus aventuras, es la única manera de proseguir la lectura.
Cuando nos dicen que una novela se basa en episodios históricos ¿podemos creer en ellos? El dramaturgo rumano Eugene Ionesco decía que cuando estudiaba en su país de origen, comprobó que el ejército había salido invencible en todas sus batallas. Luego, Ionesco se mudó a Francia, y descubrió que el ejército francés había derrotado a los rumanos en todas las batallas donde los rumanos habían salido invictos.
Después de la Biblia, posiblemente las biografías de Napoleón y de Adolfo Hitler son los libros más vendidos a nivel mundial. Cada episodio en la vida de esos personajes ha sido analizado hasta el último detalle. No hay un solo historiador que coincida con otro en la apreciación de sus biografiados. ¿A quien creer?
      Inclusive grandes narradores han sido más hijos de su época que de sus padres, y han puesto su glosa personal al incorporar famosos personajes a sus novelas. Tolstoi, el gran Tolstoi, trazó un retrato sórdido de Napoleón. Le toca al lector mostrar su incredulidad al observar al escritor convertido en un ser humano más. El aristócrata y patriota ruso olvidó en esos momentos que era el mejor escritor de su tiempo, y se dejó arrastrar por la mezquindad.
        Y están después los narradores que cuando deben describir períodos oscuros o inexplicables aprovechan las lagunas registradas en los libros de historia para alterar episodios a fin de rehabilitar próceres.
      Sería también interesante escribir un ensayo sobre el escritor y sus apartes. Porque el narrador, en algunos momentos, abandona lo que podría llamarse su persona y nos inquieta descendiendo del pedestal, imitando ese recurso de los comediantes que en las películas miran de repente a la cámara, y formulan una observación al espectador.
      En el relato The Adventure of the Copper Beeches, una de las más famosas aventuras de Sherlock Holmes, el protagonista ofrece a su ayudante, el doctor Watson, una aterradora visión de un área rural. “Tu observas esas casas diseminadas”, dice el detective, “y quedas impresionado por su belleza. Yo las observo, y el único pensamiento que me viene a la mente es la sensación de aislamiento y de la impunidad con que puede cometerse un crimen en la zona”. Según Sherlock Holmes, “Los callejones más bajos y más viles de Londres no presentan un registro más espantoso de pecados que las alegres y bellas zonas campestres”.
Cada vez que leo ese relato, me inquieta. La suspensión de la incredulidad es reemplazada por la intrusión. Quien está hablando no es ya Sherlock Holmes sino su creador. La personalidad de Sherlock Holmes lo exhibe como un amante de la vida rural. El detective es un arquetipo victoriano, y la vida rural era muy elogiada por los victorianos. ¿Qué obligó a Conan Doyle a desplazar a su personaje de un empujón y a formular un juicio no compartido por su héroe? 

“¡NO NOS HAGAS ESO, CLINT!”

Podemos perdonar muchas cosas a un ídolo, menos su caída del pedestal. Inclusive cuando muestra que es un ser humano, su humanidad necesita ser diferente a la de cualquier otra persona.
El presidente de Estados Unidos Richard Nixon era un gran admirador de las películas de la serie Dirty Harry protagonizadas por Clint Eastwood. Pero en uno de los filmes, quizá influido por la permisividad que empezó a afligir a Hollywood en la década del setenta, el guionista hizo que Dirty Harry ingresara en un massage parlor para que le dieran un tratamiento especial. Y aseguran que Nixon le dijo a uno de sus ayudantes: “Clint no tendría que habernos hecho eso”. Ahí se borró toda ilusión entre el personaje y quien lo encarnaba en el filme.
Creo que donde puede observarse con claridad esa dicotomía entre el personaje y el escritor (o el actor) es en la serie policial que tiene como protagonista a Jack Reacher, la creación de Lee Child (seudónimo del novelista británico Jim Grant).
      El genio de Lee Child consiste en haber convertido a un personaje de dos dimensiones en otro de tres. Jack Reacher es un producto de los folletines y de los comics. Su origen hay que buscarlo en La pimpinela escarlata, de la baronesa Emma Orczy. El protagonista de esa novela, Sir Percy Blakeney, es un aristócrata inglés que rescata ciudadanos franceses durante el Reino del Terror. El encanto principal de ese héroe es su doble personalidad. Por un lado, es un patán que sólo inspira desprecio en sus pares, por el otro, un hombre de gran coraje y dispuesto a hacer toda clase de sacrificios para rescatar a condenados a la guillotina. Los comics están plagados de esos héroes, desde Clark Kent, el tímido reportero que se esconde en una caseta telefónica para emerger convertido en Superman, hasta Don Diego de la Vega, el Zorro, o Bruce Wayne, alias Batman.
      Lee Child usó ese arquetipo de una manera muy original: su persona es al mismo tiempo su disfraz. Es un vagabundo que percibe una pensión de la Policía Militar. Su pasión es viajar por todas partes, y resolver entuertos. Posee un conocimiento especial de las artes marciales, y su masculinidad no es agresiva.
      En realidad, “The suspension of disbelief,” la pausa en la incredulidad, tiene que ver con cada novela de Lee Child. Si el lector o la lectora buscan algún tipo de credibilidad, todo se desmorona como un castillo de naipes. Es el caso, por ejemplo, de Running Blind.
     Un sumario del plot sería el siguiente: Jack Reacher está en un restaurante de Manhattan aguardando a su novia. De repente, observa que dos hombres han ingresado al local, y amenazan al dueño. Si no paga cierta suma de dinero semanal, le destruirán el local. Le dan una hora para que tome su decisión. Prometen retornar. Por lo tanto, Reacher decide darles a los mafiosos un escarmiento. Se dirige a un negocio tipo Staples, compra una maquinita para hacer etiquetas de plástico y un pegamento muy poderoso. Luego escribe dos frases en las etiquetas de plástico, les cae a golpes a los mafiosos, y pega en sus frentes las etiquetas con las leyendas, sugiriendo que pertenece a una organización rival de mafiosos. Por lo tanto, es mejor que dejen en paz al dueño del restaurante. Una hora más tarde, cuando Reacher llega a su vivienda, en las afueras de Nueva York, es rodeado por agentes del FBI, quienes lo interrogan sobre dos asesinatos de mujeres. Ambas habían presentado denuncias de hostigamiento sexual ante Reacher, cuando este trabajaba para la Policía Militar. Un equipo del FBI había hecho un criminal profiling, y al parecer, el asesino era una persona muy parecida a Reacher. Tras el interrogatorio, dejan a Reacher en libertad, pero el FBI vuelve a la carga cuando aparece otra mujer muerta.
La trama es absolutamente irreal. Cuando Reacher estaba en el restaurante, sólo había un par de comensales. Luego se descubre que ambos eran miembros del FBI y le venían siguiendo los pasos a Reacher desde hacía una semana, a raíz del asesinato de las dos mujeres. ¿Cuántas probabilidades hay en la vida real o en la narrativa que un sospechoso corrobore las conjeturas de una organización policial cayéndole a golpes a dos mafiosos a la vista y paciencia de dos agentes del FBI? No solo eso, lo hace además de una manera tan sádica como para acrecentar las sospechas, pues quien asesinó a las dos mujeres tenía una técnica casi idéntica a la de Reacher.
Y sin embargo, Lee Child se sale con la suya. Tal vez su mayor acto de magia es lograr que la pausa en la incredulidad del lector transcurra durante las 400 páginas de la novela. Sus diálogos son veloces, como el chasquido de los dedos. Sus descripciones escuetas, precisas. A cada rato aparecen nuevos interrogantes. Reacher conoce mucho de investigación policial. Cuando se lee cualquiera de sus novelas vale la pena preguntarse qué clase de pausa en la incredulidad es aceptable para un lector. Existe algo más allá de la trama que precede a la narración. Inclusive supera las enigmáticas casualidades. Hay un método que excluye la desconfianza del lector. Tal vez tiene que ver con la dificultad de detenerse un momento, rascarse la cabeza, y pensar: “Hay algo muy absurdo en esta historia”.
En su libro de ensayos Danse Macabre, Stephen King dice que una de las escenas más famosas que invitan a la cancelación de la incredulidad es cuando Robinson Crusoe nada hacia el barco hundido que lo obligó a buscar refugio en una isla, y llena sus bolsillos con toda clase de vituallas. El único problema es que Robinson Crusoe se hallaba totalmente desnudo en momentos de nadar hacia el barco.
No creo que un solo lector haya abandonado Robinson Crusoe por ese descuido del autor. Y dudo que los lectores suspendan la lectura de una novela de Lee Child porque lejos de ser un mecanismo de relojería, luce más bien como un rompecabezas de difícil ensamblaje. Tal vez nos conformamos simplemente con admirar a un héroe de historieta. O quizás la leyenda nos fascina siempre más que la verdad.

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