Mario Szichman
Para Fernando Da
Costa Carrillo,
Que subió más alto y
llegó más lejos.
Ya he declarado en diversas ocasiones mi
intención de morir como un pirata, colgado del travesaño del palo mayor de un
navío comandado por bucaneros. Pero en realidad, si me dieran a elegir, querría
seguir viviendo algunos años más, dedicándome a una variante de la profesión de
periodista que nunca pude disfrutar a plenitud: la de reportero.
En Caracas escribí sobre toda clase de
eventos, inclusive algunas interesantes crónicas de asesinatos. Y en 1967,
trabajando para la agencia Inter Press Service, cubrí el terremoto del
Cuatricentenario, y dormí varios días a la intemperie.
LAS HOGUERAS MÁS ALTAS
Entre agosto y comienzos de septiembre,
poco ocurre en las redacciones de los periódicos. O poco ocurría. A partir de
la primavera árabe, ocurre de todo. Pero antes del inicio del siglo veintiuno,
agosto era un mes muerto para la prensa. Por supuesto, siempre había un
descarrilamiento espectacular, la caída de un avión, alguna princesa que daba a
luz. Pero eso era más la excepción que la regla. Hay una gran novela de Karel
Capek, La guerra de las salamandras, cuya trama consiste precisamente en esos
meses en que nada ocurre. Un par de empeñosos periodistas intenta reflotar una
noticia que antes pasó desapercibida: el capitán de un barco dice que en alguna
parte del sudeste asiática ha empleado salamandras para que extraigan perlas
del fondo del mar. El mes muerto resucita, aunque muchas muertes ocurren.
A mediados de agosto de 1976, cuando nada
ocurría, ocurrió de repente la erupción del volcán La Soufriere, en la isla
caribeña de Guadalupe. Yo trabajaba free
lance para la Cadena Capriles de Caracas. Escribía artículos para sus
diferentes publicaciones (Venezuela Gráfica, Elite, Últimas Noticias, El Mundo),
y me pagaban a destajo. Pero era joven, cuasi indocumentado, y sentía que
estaba en el centro de la acción, sin tener que trabajar ocho horas, como un
oficinista cualquiera. Además, en Venezuela Gráfica había trabajado Gabriel
García Márquez. Eso constituía ya un galardón.
Mi permanencia en
la Plaza de la Victoria no duró ni media hora. Tenía que ir a cubrir con el
fotógrafo, José Luis Blasco, la erupción de La Soufriere, un volcán rebautizado
sucesivamente como “El más sexy”, “el más fotogénico”, y finalmente, como “El
más constipado”. Un día, el volcán registró una actividad cercana a los mil
temblores, con períodos “pico” de hasta once minutos de duración que dislocaron
las agujas de los sismógrafos del laboratorio Geofísico Globe–en–Parnasse.
Guadalupe tiene
la burda forma de una mariposa. Una de las alas tiene el nombre de
Grande–Terre. La otra se llama Basse–Terre. En esta última se encuentra el
volcán, de 1.467 metros de altura. La Soufriere se puede ver nítidamente desde
Pointe–a–Pitre, una ciudad que en 1976 tenía 28 mil habitantes y cuya arquitectura
había sido urdida por funcionarios coloniales franceses que se estancaron en el
1.900.
Dos cosas
recuerdo de la visita a Guadalupe: el éxodo de sus habitantes y el desencanto
que me causó el volcán.
La zona de la Basse–Terre donde se hallaba el volcán había
quedado tétricamente vacía, mientras algunos artilugios mecánicos mantenían
su actividad. Los semáforos habilitaban
el tráfico cada cuarenta y cinco segundos, pero sólo funcionaban para nosotros.
Los relojes que imponían su presencia en la torre de vetustas iglesias marcaban
las horas con un doblar como el que convoca a una misa de difuntos.
La Soufriere tuvo
muchas erupciones. Se puede observar en los cementerios pequeños y bien
cuidados que fueron distribuyendo la muerte de trecho en trecho para evitar la
sobrepoblación de cadáveres. Sus distintos deterioros, los diferentes grados de
suciedad en las lápidas, informaban de los años que habían transcurrido entre
una y otra erupción. Varios perros retozaban entre las tumbas. Si uno se les
acercaba corrían regocijados, agitando las colas y revolcándose en el suelo.
Eran los últimos perros amables de la Base Terre. La mayoría de los perros
sueltos andaban en patota, cerriles y hambrientos. Primero atacaban a los
perros que habían sido amarrados por sus dueños de antes de proceder a la
evacuación, y luego la emprendían con cabras, cerdos y vacas.
La Soufriere me
defraudó porque era un volcán de lava fría. La ceniza volcánica formaba una
pasta gris de medio metro de profundidad. Subimos por un camino empinado. A los
costados había grietas verdes salpicadas de óxido. Por las mismas se escapaba
gas sulfúrico, cuyo desagradable olor a huevo podrido se incentivaba con cada
metro de ascensión. Curiosamente, mientras de la tierra se alzaba un calor que
atravesaba el suelo de las botas, el agua que descendía del cráter era muy
fría.
No pudimos llegar
con el fotógrafo Blasco a la cumbre. De repente, en nuestro ascenso,
aparecieron soldados franceses y científicos que nos ordenaron desandar la
marcha. Un sismólogo nos dijo que las emanaciones del volcán podían
asfixiarnos. Y de repente, hubo una violentísima ráfaga de viento, oímos un
ruido bastante fuerte que repercutió en nuestros pies, y emprendimos el
descenso como alma en pena.
Pero no olvidé la
advertencia de mi jefe, Nelson Luis Martínez. Tenía que instalar un prop
melodramático. Un ascenso a un volcán necesitaba ser recordado por algo capaz
de activar la imaginación del lector de la Cadena Capriles. Por lo tanto,
instalé el prop melodramático en una de las historias. “El único vestigio de un
ser viviente”, escribí en una de mis historias, “era una cabra muerta. Tenía
las patas traseras hundidas en el lodo y la mitad del cuerpo calcinado por la
lava. La parte que afloraba de la tierra estaba intacta. Alguien comentó que
debía ser desagradable agonizar en un cincuenta por ciento de su anatomía”.
MÁS LEJOS Y MÁS ALTO
Conocí a Fernando
Da Costa Carrillo en Valera, estado Trujillo, Venezuela. Fernando es psicólogo
deportivo de los Cardenales de Lara y del equipo de baloncesto Los Guaros de
Lara. Pero es además de esas personas que, como dicen en Estados Unidos, Puts
his money where his mouth is. No sólo está interesado en la salud mental de los
deportistas. Es también un excelente deportista. Tiene una resistencia física
que me pasma. Yo creo que a las personas no hay que conocerlas de cuerpo
entero, sino a través de la mirada lateral.
(Por cierto, en medicina forense se usan microscopios de iluminación
lateral. Pues el foco directo, lejos de revelar, enceguece al observador. No
recuerdo muy bien el concepto, pero si el método. Un investigador coloca un
objeto en la probeta, y lo ilumina desde un costado. Y de esa manera, asoman
toda clase de relieves). Un día, la mirada lateral me mostró que Fernando, tras
una jornada agotadora en su tarea como psicólogo deportivo se fue a una cancha
de fútbol to unwind, para estirar los músculos. Y creo que hizo algo muy sabio.
Pues uno de sus mantras es doblegar el cuerpo para que acate los dictados de la
mente.
Fernando
realiza tareas que requieren una enorme destreza física. Y todas se basan en un
férreo control del cuerpo. Que requieren más maña que fuerza. O al menos, tanta
maña como fuerza.
En el 2009, acompañado de otros tres montañistas
venezolanos, Fernando decidió subir al Cotopaxi, en Ecuador, uno de los
volcanes activos más altos del mundo.
El Cotopaxi tiene una altura de 5.897 metros sobre el nivel
del mar. “Para lograr su ascenso”, me dijo Fernando, “tuvimos que realizar una preparación de altura con la
finalidad de que el cuerpo no sufriera una descompensación”. La preparación se
hizo también en Ecuador, en otros volcanes de menor altura.
Fernando logró filmar un video del ascenso. Que quita el
aliento. Este es su relato:
“El día del ascenso fuimos al parque en el cual se
encontraba ubicado el volcán. Sus
enormes paredes de hielo brillaban a lo lejos. Nos dirigimos al Refugio
José Félix Rivas, donde descansaríamos hasta la 1:00 de la madrugada, hora de
salida para hacer el ascenso a la cumbre.
“A las 6:30 de la tarde dejamos todo el equipo acomodado
para la hora de partir. A eso de las 7 de la noche hicimos un esfuerzo por
dormir. Pero entre los nervios y la ansiedad nos resultó difícil.
Finalmente, a las 12 de la noche nos
fuimos despertando, con el ruido que hacían en la madera las pesadas botas de
los montañistas, que esa noche intentarían la cumbre. Según nos dijeron, esa
noche durmieron en el refugio alrededor de 65 montañistas de distintas partes
del mundo.
“A la 1:00 de la mañana se abrió la puerta del refugio. Un
frío helado se coló por el pasillo. Al salir vimos que una luna llena iluminaba
gran parte del volcán. En ese momento había unos cinco grados centígrados bajo
cero. Dos de los integrantes del equipo se vieron afectados por la falta de
oxígeno en el refugio, ya que nos encontrábamos a 4.800 metros sobre el nivel
del mar.
“La caminata comenzó con un frío soportable. El grado de
inclinación de la pendiente era bastante pronunciado. Al rato empezamos a
sentir el agotamiento. A los 45 minutos
de iniciar la caminata ingresamos a la zona de hielo. Tuvimos que colocarnos un
equipo especial. Y en ese momento al agotamiento se sumó la incomodidad. Era
como si la temperatura hubiera descendido de un instante para otro. La
presencia del hielo nos obligó a ascender de manera diferente. El agotamiento
se acentuó. Cada vez que pisábamos el hielo nos hundíamos hasta las rodillas.
El esfuerzo físico para alzar cada pie se hacía mayor.
“A las 4:00 de la mañana tuvimos que separarnos en dos
grupos ya que dos miembros del equipo no pudieron continuar. Solo Luis Aparicio
y yo decidimos seguir adelante. Creo que
fue el momento culminante del ascenso, pues en ese instante se inició una fuerte
nevada. La temperatura pronto alcanzó los 15 grados centígrados bajo cero.
Aunque sentíamos gran cansancio, todavía contábamos con la capacidad física y
mental para continuar hasta la cima. Pero el aspecto mental fue el más
importante. En varias oportunidades tuvimos que detener la marcha. El cuerpo
nos decía que no. La mente nos ordenaba seguir. Luchamos como dos horas
tratando de controlar nuestros cuerpos. Finalmente, lo logramos. Luis y yo
llegamos a la cima luego de siete horas y media de caminata en el hielo. Fue un
momento indescriptible, mágico, especial. Y al mismo tiempo aterrador. Pues
había que recorrer el mismo camino de regreso al refugio. Ya para ese momento
no existía el cuerpo, sólo la mente. Por medio del control mental logramos
evitar el quiebre.
“Eran las tres de la tarde cuando llegamos al refugio, tras caminar 14 horas en el hielo”.
Entrevista de Mario Szichman a Fernando da Costa Carrillo:
Mario Szichman:
–¿Qué es lo que tiene el Cotopaxi como atractivo especial para un montañista?
Fernando da Costa
Carrillo: –Para los montañistas todas las montañas son especiales. Tal vez el
Cotopaxi es especial no sólo por ser uno de los volcanes activos más altos del
mundo, sino por la panorámica que ofrece. Se puede ver surgir entre las nubes a
otros volcanes.
M.S: ¿Cómo se hace
para evitar el pánico en circunstancias tan especiales como son el ascenso a un
volcán?
F.DC:
Generalmente se utilizan técnicas de respiración para no hiperventilar. Es muy
importante serenar la mente. El agotamiento y la falta de oxígeno afectan los
procesos cognitivos. Al final, uno aprende a hablar consigo mismo. Y a
alentarse. Eso es muy importante.
M. S: ¿En qué
consiste la preparación de altura?
F. DC:
Básicamente, en adaptar el cuerpo a la relativa falta de oxígeno. Es un proceso
que sufre la sangre por el aumento de los glóbulos rojos. Ese entrenamiento se
puede realizar de forma progresiva, a partir de los 2.700 metros de altura. En
nuestro caso, subimos primero al volcán Rucu Pichincha, situado a 4.784 metros
sobre el nivel del mar. Y una noche dormimos en la base de la salida al mismo
volcán, ubicada a 4.050 metros de altura.
M.S: ¿Por qué iniciaron el ascenso al Cotopaxi a
la una de la madrugada? ¿No hubiera sido mejor a una hora con temperaturas más
altas?
F.DC: Es una cuestión de simple logística.
Efectivamente el frío a la una de la madrugada era indescriptible. Pero el
ascenso se inicia a esa hora pues a una altura de 5.200 metros el Cotopaxi
tiene una fisura y sólo se puede pasar por un puente natural de un metro de
largo por uno de ancho. Ese tramo es imposible de transitar luego de las 11:00
de la mañana. El sol lo debilita. Por eso partimos a la una de la madrugada.
Para atravesar la fisura a las 5:00 de la mañana y poder regresar alrededor de
las 9:00. Si uno escala el Cotopaxi de día existe la posibilidad de que el
hielo se resquebraje en ese punto.
M.S: ¿Cómo se hace
para evitar el pánico en circunstancias tan especiales como son el ascenso a un
volcán?
F.DC:
Generalmente se utilizan técnicas de respiración para no hiperventilar. Es muy
importante serenar la mente. El agotamiento y la falta de oxígeno afectan los
procesos cognitivos. Al final, uno aprende a hablar consigo mismo. Y a
alentarse. Eso es muy importante.
M.S: ¿Qué sensación tuvo al concluir el ascenso?
F.DC: Lo primero
que sentí al lograr la cumbre fue una mezcla de emociones de gran intensidad.
Unas ganas de llorar incontrolables por el agotamiento físico y por haber
logrado el objetivo que nos habíamos trazado un año antes.
Por mi cabeza pasaron
infinidad de imágenes y pensamientos: pensé en mi familia y deseé haber podido
compartir ese momento y esa maravillosa
vista, la inmensidad de paisaje, con ellos.
Puse en práctica
mis conocimientos sobre el entrenamiento mental en el deporte,
y comprobé los resultados en mi propio reto. Sin duda, me pesaba el agotamiento
y la idea de que tenía que recorrer el mismo trayecto para regresar al refugio,
pero el goce del logro lo compensaba.