Mario Szichman
En mi tableta electrónica tengo en
estos momentos doscientos once volúmenes. Digo volúmenes y no libros porque en
esos tomos están las obras completas de Balzac, Dickens, Dostoievski, Tolstoi,
Alejandro Dumas, Robert Louis Stevenson, Edgar Allan Poe, Anton Chejov, Julio
Verne, Mark Twain, Gogol, los cuentos completos de Kafka, de Flannery O´Connor,
A la búsqueda del tiempo perdido, de
Proust, y las Memorias de Chateaubriand y de Saint Simon, entre otros textos.
Sólo Balzac, Dickens, Alejandro Dumas y Julio Verne se llevarían el espacio
correspondiente a unos cuatrocientos libros. En cambio, todo eso está guardado
en una tableta apenas más grande que un paperback.
Recuerdo un ensayo de Somerset Maugham donde
hablaba de los problemas que tenía para viajar en barco. Los problemas no eran
sus maletas sino los libros que llevaba en sus duffle bags, y que entorpecían su traslado.
LA NUEVA ERA
En líneas generales, detesto los
inventos modernos, especialmente cuando se trata de cocinar o de preparar café.
Pero dos de ellos me resultan indispensables: la cámara fotográfica digital y
los libros electrónicos. No puedo creer que desde Daguerre hasta
aproximadamente el año 1985, un fotógrafo ignorase si había tomado una foto
buena o mala, y tuviese que esperar varias horas o días el dictamen del
revelado. En la actualidad podemos tomar foto tras foto, revisar qué tal
salieron, desechar aquellas que no nos gustan, y seguir oprimiendo el
disparador hasta quedar satisfechos. E inclusive si las fotos no han salido muy
bien siempre están los programas de computadoras que corrigen el color, el
contraste, el brillo, hacen desaparecer ojos enrojecidos, como los de lobos
acechando en la oscuridad, y anulan partes desagradables, especialmente al
nivel de la cintura.
Aquí voy a hacer un aparte, algo que
permite el blog, y prohíben en las salas de redacción. He descubierto que las
máquinas fotográficas tradicionales son mejores que las digitales a la hora de
crear suspenso en una novela, y desempeñan un rol esencial en la vida de
algunos de sus personajes.
Es curioso cómo instrumentos mecánicos
o legales alteran la manera de narrar una historia. Ya mencioné en otra nota la
importancia que tuvo en la narrativa francesa la modificación de las leyes de
divorcio. Balzac, que se conocía al dedillo el funcionamiento de la sociedad
francesa –inclusive se proclamaba como su secretario–demolió en una crítica la
novela de un rival al echar abajo su argumento principal. La trama de esa novela, que transcurría
durante la Revolución Francesa, consistía en las tribulaciones que pasaba su
protagonista, hijo de un hombre muy acaudalado, cuando quemaban los archivos de
su ciudad natal y le negaban el acceso a su fortuna. Pero Balzac decía que en
los años en que transcurría la novela se habían modificado las leyes sobre el
registro de partidas de nacimiento. Esos documentos de identidad debían
emitirse por triplicado, y consignarse, al menos uno de ellos, en una
dependencia situada en París. Por lo tanto, la víctima podía tranquilamente
conseguir otra copia de la partida de nacimiento al margen de la jurisdicción
local.
Salgo del aparte.
Sin embargo, la maravilla de las
maravillas sigue siendo el libro electrónico. ¿Ha intentado el lector encontrar
citas en libros impresos? Inclusive si las ha subrayado con lápiz amarillo, y
ha colocado etiquetas rojas o azules para marcar la página, puede perder horas,
días enteros tratando de encontrar la cita. Les voy a dar un ejemplo. En una
ocasión leí que durante una cena Stendhal fue sentado frente a una mujer muy
bella y muy tonta. Durante toda la velada, el narrador estuvo dando vueltas a
esta pregunta: “¿Cuál es el mecanismo óptico que crea una expresión estúpida en
ojos grandes e inclusive bellos?”
Esa noche, al retornar a sus aposentos,
Stendhal llenó su diario personal con dibujos de ojos inteligentes y de ojos
necios. Su propósito, dice F. C. Green, “era descubrir la curva exacta del párpado
responsable de tan extraña transformación” (Citado en Stendhal, de F.C. Green, página 99, Cambridge University Press, 1939).
Trabajé esa cita en mi novela Los judíos del Mar Dulce, cuya primera
edición data de 1971. (La segunda edición, muy, pero muy superior, acaba de
aparecer en ebook, esta vez bajo la
edición de la profesora Carmen Virginia Carrillo). En mi caso, uno de los protagonistas, que
posiblemente era yo, iba a las fiestas de la familia con el propósito exclusivo
de observar la estupidez en rostros de seres que detestaba. Como se imaginarán,
se trataba de un personaje bastante mezquino y desdichado. En la actualidad,
ese mismo personaje disfruta bastante de las fiestas, sino por la conversación,
al menos por los pasapalos y los tragos.
Bueno, entre 1971 y comienzos de este
año, me fue imposible volver a encontrar la brillante cita de Stendhal. Recién
cuando entré en Google books e hice un search
con varias palabras claves, la redescubrí. Toda la búsqueda me debe haber
llevado media hora.
EXPLORACIONES
¿Ha tratado el lector de barajar
doscientos libros en algún trabajo de investigación? ¿O encontrar correlaciones
en frases del mismo autor o de distintos autores? ¿O descubrir la miserable
manera en que se han copiado unos de otros? Como diría Borges, se trata de una
tarea vasta y empobrecedora. Pero eso se puede hacer tranquilamente en una
tableta, y sin complicaciones.
Aquí voy a hacer otro aparte.
A partir del momento en que descubrí Google books, muy difícilmente voy a la
biblioteca pública de la calle 42, en Manhattan. La biblioteca debe ser la
mejor de Estados Unidos después de la Library
of the Congress, en Washington. En ciertas instancias, es muy superior a la Library of the Congress. Y los libros que uno busca se transmutan
generalmente en tomos pesados, y sus hojas suelen poseer la consistencia de una
oblea de hojaldre. Pero cuando se hace una búsqueda en Google books, todos los libros –en líneas generales– se hallan tan
nuevos como el día de su impresión. Bueno, cuando se analiza un tema de
historia y se piden varios libros electrónicos que aluden al mismo tema, se
descubre cómo los historiadores se robaban entre sí. Y no estoy mencionando una
simple frase. No, capítulos enteros. Me ocurrió cuando estaba realizando la
investigación para escribir mi última novela
Eros
y la doncella, una novela sobre el Reino del Terror. Busqué la bibliografía
en inglés, porque la mayoría de los historiadores ingleses odiaban de manera
fervorosa la Gran Revolución, y sabían cómo escudriñar sus entretelas. Hay
libros seminales, entre ellos los de Carlyle, que escribía en una insoportable
prosa barroca y los de Crocker, el mejor cronista de la guillotina. Y también
hay decenas, quizás centenares de volúmenes, que se limitan a copiar lo que
dijeron Carlyle y Crocker.
Fin del segundo aparte.
Volviendo al tema principal, recomiendo
a todos los amantes de la lectura que empiecen a darle cierta consideración a
los libros electrónicos. Empecemos por el precio. Los libros impresos suelen
ser muy caros en el mundo de habla hispana. Especialmente cuando han pasado
algunos años desde su publicación. Y los libreros de viejo, al menos es mi
experiencia personal, son unos linces a la hora de justipreciar sus joyas.
Curiosamente, eso no ocurre en Nueva York, la sede mundial del capitalismo
salvaje.
Recuerdo que en una ocasión entré en Strand, la librería de viejo más grande
de Nueva York, con kilómetros y kilómetros de estanterías repletas de libros
viejos –pero inmaculadas– y descubrí la primera edición de un libro de viajes
escrito por Mark Twain. El libro tiene las siguientes ventajas: fue
magníficamente impreso (en la printing house que poseía Mark Twain, en
Connecticut). Además de estar encuadernado en cuero, el libro viene protegido
por una caja cuyas cubiertas son en imitación cuero. El libro parece nuevo, pese
a que fue impreso alrededor de 1880… y me costó tres dólares.
Recuerdo mis búsquedas de libros de
viejo en Buenos Aires. Los libros podían estar descuajeringados, y sus hojas
ser tan perdurables como la arena que se filtra de un reloj clepsidra, pero los
precios eran absolutamente flamantes.
Bueno, nada de eso ocurre con los
libros electrónicos. Siempre están flamantes, aunque uno puede subrayarlos,
tomar notas, y revisarlos de manera constante. Claro está, si uno pierde una de
esas tabletas, la reposición puede costarle entre 60 y 90 dólares. Pero los
libros nunca se pierden.
Y las gangas son increíbles. Los
volúmenes completos de Balzac, Dickens, o cualquiera de los indelebles
maestros, se cotizan entre tres y cuatro dólares. En fecha reciente incorporé a
mi biblioteca (electrónica) esas obras maestras que son La evolución creadora y La
risa, de Henri Bergson, y los textos de Sigmund Freud La interpretación de los sueños, El chiste y su relación con el
inconsciente, la psicopatología de la vida cotidiana, y Moisés y el monoteísmo. Estoy hablando
de las versiones en inglés. Bueno, el más costoso fue La Evolución Creadora: el precio era de 2,99 dólares. El resto costó 0,99 dólares el ejemplar. Moisés y el monoteísmo me salió gratis.
Y ahora sí, el último aparte: cuando se
lee a Bergson, se descubren sus íntimos lazos intelectuales con su primo,
Marcel Proust. Bergson escribía tratados científicos que parecen redactados por
un poeta. Son iluminadores, pero además precisos. Lo mismo ocurre con Freud. Muchos
reconocen que el psicoanálisis tuvo un gran impacto en el mundo gracias a la
maravillosa prosa de Freud y de algunos de sus discípulos como Theodor Reik y
Karl Abraham.
Es interesante que tanto Bergson como
Freud escribieron dos de los mejores tratados que existen sobre el humor, y
casi por la misma época. La risa es, creo, el mejor tratado sobre
los mecanismos que nos hacen soltar la carcajada. Si alguien quiere escribir
comedia, necesita leer La risa. Y El chiste y su relación con el inconsciente,
es regocijante del principio al fin. Es obvio que Freud (pardon my French) gozó una bola escribiendo ese tratado. No sé qué
excusa inventó para redactarlo, pero es obvio que lo hizo por simple placer. Y
además, pudo destacar uno de los mejores atributos de nuestra tribu (los judíos
tendremos terribles defectos, pero créanme, es muy difícil que nos ganen a la
hora de burlarnos de nosotros mismos. Excluyo a los israelíes de esta
ecuación). Y en cuanto a Moisés y el
monoteísmo, es el análisis más devastador que hizo Freud sobre la religión
judía. Es uno de mis libros favoritos, y tiene una famosa ironía. Tan famosa
como la de Proust al narrar en una novela de más de tres mil páginas las
tribulaciones de un escritor que no puede sentarse a escribir una novela. En el
caso de Moisés y el monoteísmo, Freud
señala que los judíos siempre buscaron a un redentor. Al principio, el resto de
los pueblos se burlaba de esa pretensión. Hasta que el redentor finalmente
llegó. Y buena parte de los europeos lo aceptaron. Y se dijeron a sí mismos:
“Después de todo, ese pueblo al que hemos vilipendiado tanto, y seguiremos
vilipendiando hasta el fin de los tiempos porque se lo merece, ha conseguido
algo meritorio. Ese Jesús es un mozuelo con ciertos méritos”. Todo eso puede
haber funcionado muy bien con los gentiles. Pero no entre los judíos. Ellos se
consideraban tan superiores al resto de los seres humanos, que desdeñaron al
redentor. Consideraron que no les llegaba ni a la suela de sus coturnos. Y lo pagaron (lo pagamos) muy caro.
Moisés y
el monoteísmo fue publicado por Freud en 1939,
cuando ya las hordas nazis merodeaban por toda Europa. No era el mejor momento
para recordar esa nuca tan dura que tienen los judíos a la hora de aceptar a
extraños, aunque se hagan pasar por redentores. En realidad, era infinitamente
mejor no recordarle a nadie que alguien contaba con antepasados judíos.
Recuerdo un chiste que circulaba en esa época. Una patrulla nazi entraba en una
sinagoga e interrogaba a los feligreses sobre su origen. Uno de los judíos
respondía: “Yo soy goy”.
Freud ha sido siempre un bocado difícil
de tragar por los judíos. Era el convidado de piedra que arruinaba cualquier
banquete. Bueno, pero eso ya merece otro aparte. Por ahora me limito a
recomendar los libros electrónicos. Tienen sus inconvenientes, es cierto. Por
ejemplo, es imposible dedicar libros electrónicos a los lectores (aunque ya
surgirá alguna empresa del Sillicon Valley ofreciendo una pluma mágica a los
autores). Admito que algunos millonarios se mueren por exhibir libros en sus
bibliotecas, especialmente si son incunables y los compraron en una subasta en
Christie´s. No es lo mismo que mostrar
una tableta íngrima y sola y decir: “Y aquí pueden observar mi espléndida
biblioteca”.
Pero aparte de eso, hay muy poco que
recomendar en materia de libros impresos. Los libros electrónicos son mucho más
baratos, nunca se descuadernan, agotan, o acumulan polvo en las bibliotecas.
Además, el espacio hoy asignado a los estantes se puede dedicar a ampliar el living room o la cocina. O a montar un
jacuzzi en el baño.
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