Mario Szichman
Charles McGrath es
un excelente crítico literario, cuyos ensayos aparecen con frecuencia en The New York Times. Además, es un héroe
civil. Su pasión por la lectura le ha causado un desprendimiento de la retina.
Lo que hace más heroica la conducta de McGrath es que no siempre lee por
placer. A veces lo hace por pura obligación. Y en ocasiones, su desempeño se
parece al masoquismo.
El placer por la
lectura lo adquirió en la escuela primaria. Y cuando descubrió en la biblioteca
pública de su ciudad que podía pedir prestados cinco libros, y conseguir otros
cinco una vez devolviera los primeros, su júbilo se acrecentó.
Además de ensayista,
McGrath es editor –Dios bendiga a esa clase tan especial de intelectuales– y
cuando cesa de leer manuscritos en su oficina, dedica varias horas de la noche
leyendo textos en su hogar. (Esperemos que tenga vida familiar). En ciertas
épocas, dijo en una columna en The New
York Times que suele leer un libro por día.
Y este año, uno de
los seres humanos que merecen un galardón exclusivamente por su amor a la
lectura, recibió una maldición: lo nombraron jurado del National Book Awards, que recompensa ensayos y novelas. McGrath fue elegido para un
jurado de ficción. Había 407 nominados en esa categoría. Su
único consuelo consistió en que los nominados para el premio de ensayo
ascendían a 500.
El plazo para leer esos textos va de
mayo a septiembre, cuando se anuncian diez libros semifinalistas. De ese total se eligen cinco, y por último, el 20 de
noviembre, se proclama un ganador.
Es posible, no lo
podemos asegurar, que algunos miembros del jurado arrojen una mirada
superficial sobre los volúmenes que les toca examinar. Es un poco lo que ocurre
con los miembros del jurado encargados de asignar los Oscares en Hollywood.
Ignoro la cifra exacta, pero la última vez que leí algo sobre ese premio
descubrí que había más de dos mil evaluadores. Según dicen las malas lenguas,
la inmensa mayoría revisa la nómina de los Golden
Globes, y otros premios previos al Oscar, y vota a mano alzada, como en un
parlamento de pacotilla, sin haber visto un solo film. Eso permitiría explicar
por qué Greta Garbo, Edward G. Robinson y Peter O´Toole nunca ganaron un Oscar.
Y por qué Charles
Chaplin, considerado por el crítico Andrew
Sarris “el más importante artista producido por el cine, ciertamente su más
extraordinario actor, y posiblemente, su icono más universal”, ganó una sola vez
el Oscar… a la mejor partitura musical, por Candilejas.
UN PROBLEMA DE LOGÍSTICA
Tal como señalaba en un texto anterior,
los libros impresos suelen convertirse en un engorro apenas se multiplican.
McGrath no recibió los 407 libros en su tableta electrónica, sino en cajas de
cartón. Y no todos al mismo tiempo. Ni a las mismas horas, ni por la misma
empresa. Diferentes compañías, en distintos días y horas de la semana,
empezaron a depositar cajas en el umbral de su puerta. Los libros empezaron a
invadir el hogar del ensayista y se distribuyeron en diferentes habitaciones,
sin pedir permiso a nadie. Luego, ante la amenaza de su esposa: “Elige: o los
libros o yo”, McGrath decidió comprar bibliotecas y alojar los volúmenes en el
garaje.
Pero
407 libros no son fáciles de manejar. El potencial jurado tuvo que
clasificarlos por orden alfabético. Y ocurre que no todos los libros tienen el
mismo tamaño, ni han sido organizados de la misma manera. Había libros de tapa
dura, paperbacks, y también
galeradas, unidas con grampas, o con las hojas sueltas.
“Hay muchas historias de horror sobre
los National Book Awards”, dijo McGrath. “Desde jurados que
intimidan a otros, hasta jueces que no hacen su tarea, y paneles tan
irritables, que al final cesa toda comunicación”.
McGrath tuvo suerte. El jurado en que participó estaba constituido
exclusivamente por damas y caballeros. Las discusiones fueron muy placenteras. Pero, al final del día, señala el ensayista,
“no es posible que un individuo lea 407 libros con el cuidado y la consideración
que se merecen”.
La tarea de un
jurado puede ser un suplicio. ¿Por qué no reducir la cifra de libros que se
aceptan para un concurso? Porque de esa manera todo el proceso se hace aún más
arbitrario. “¿Quién decide?” se pregunta McGrath, “¿De acuerdo a qué criterio?”
Y está también otro factor a evaluar: entre centenares de libros publicados en
un año ¿Por qué decidir que solo un libro es sobresaliente?
Por supuesto, un
crítico no necesita leer un libro en su totalidad para decidir si es bueno o
malo. Pero ¿en qué momento se detiene la lectura y se pasa a otro libro que
parece más promisorio?
Voy a citar un
ejemplo. Deseo finalizar la lectura de Los
Miserables para comienzos de enero. Es mi tercer intento. Y si no funciona,
renuncio para siempre. El ejemplar (electrónico) que poseo acumula 1285
páginas. Decidí leerlo por dos razones. La primera es mi admiración por un
ensayo que escribió Víctor Hugo sobre Mirabeau, el gran parlamentario francés.
Sin ese ensayo, no creo que hubiera podido incluir a Mirabeau en mi novela Eros y la doncella. Hay personajes de la
Gran Revolución eminentemente novelables. Danton es uno de ellos, el fiscal
Fouquier de Tinville es otro, y obviamente Robespierre, Marat, María Antonieta
y Luis Capeto. Pero trate el lector de darle carne a Mirabeau. No porque le
haya faltado carnalidad. Era un sibarita, un terrible mujeriego, alguien que en
ocasiones parecía venderse al mejor postor. Pero Mirabeau tiene un serio
inconveniente para un narrador: pasó a la historia como un parlamentario. Y el
miembro de un cuerpo colegiado es difícil de causar entusiasmo entre los
lectores. Robespierre envió a centenares a la guillotina, Marat parecía gozar
de la efusión de sangre, Danton lideró asesinatos colectivos, la reina fue
víctima de un juicio totalmente injusto, en el curso del cual se la arrastró
por la cloaca de los pasquines pornográficos y el rey pasó a la historia
exclusivamente porque mostró dignidad en el cadalso. Pero ¿qué hizo Mirabeau? Una tarea tediosa, diseminada en cientos de documentos.
Sólo el gran Víctor Hugo, en 40 páginas, con una pluma brillante, logró
convertir a Mirabeau, pese a todos sus defectos, en el gran héroe de la primera
etapa de la Revolución.
La segunda razón
por la cual quiero leer Los Miserables
es porque era uno de los libros favoritos de Dostoievski. Lo que diga el gran
Fiodor, es para mí palabra sagrada. Pero inclusive el gran Fiodor debería
reconocerme que las primeras 60 páginas, hasta que aparece en la novela Jean
Valjean, podrían arrojarse a las llamas sin que nada se vea afectado. Es uno de
los comienzos más tediosos y fatuos de la gran literatura universal.
Entiendo, por lo
tanto, los dilemas confrontados por McGrath. Podría haber acelerado la lectura
de los 407 libros usando un método de lectura veloz, salteándose párrafos,
hincando los dientes en fragmentos más promisorios. Pero, como señala, el
jurado también es un ser humano. Y cuando es un buen ser humano, se siente
culpable de haber pasado algo por alto. Y entonces, lee dos veces un texto,
para ver si algo se le escapó en la primera, vertiginosa lectura.
De todas maneras,
el crítico se quedó con una sensación de malestar tras servir de jurado.
Descubrió que se produce demasiada narrativa. Y en su ensayo se pregunta algo
bastante atinado: “¿Realmente necesita el mundo centenares de nuevas novelas y
de antologías de cuentos cada año, especialmente cuando tantas de ellas son
similares?”
Su conclusión es
que escasea en estos días “prosa original y excepcionalmente bella”.
Pero, para
brindarle consuelo a McGrath, eso viene ocurriendo desde el comienzo de la
historia. La buena literatura nunca triunfa en primera instancia. Toda clase de
obstáculos se erigen para socavar la calidad, la inteligencia. El milagro es
que pese a esos estorbos, los seres humanos sigan redescubriendo a Chejov, a
Kafka, a Turgueniev, a Balzac, a Dickens, a Faulkner. Por eso mi tarea en estas
semanas, es tener un poco de paciencia, y redescubrir a Víctor Hugo.
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