jueves, 19 de diciembre de 2013

Leer por obligación




Mario Szichman


Charles McGrath es un excelente crítico literario, cuyos ensayos aparecen con frecuencia en The New York Times. Además, es un héroe civil. Su pasión por la lectura le ha causado un desprendimiento de la retina. Lo que hace más heroica la conducta de McGrath es que no siempre lee por placer. A veces lo hace por pura obligación. Y en ocasiones, su desempeño se parece al masoquismo.
El placer por la lectura lo adquirió en la escuela primaria. Y cuando descubrió en la biblioteca pública de su ciudad que podía pedir prestados cinco libros, y conseguir otros cinco una vez devolviera los primeros, su júbilo se acrecentó.
Además de ensayista, McGrath es editor –Dios bendiga a esa clase tan especial de intelectuales– y cuando cesa de leer manuscritos en su oficina, dedica varias horas de la noche leyendo textos en su hogar. (Esperemos que tenga vida familiar). En ciertas épocas, dijo en una columna en The New York Times que suele leer un libro por día.
Y este año, uno de los seres humanos que merecen un galardón exclusivamente por su amor a la lectura, recibió una maldición: lo nombraron jurado del National Book Awards, que recompensa ensayos y novelas. McGrath fue elegido para un jurado de ficción. Había 407 nominados en esa categoría. Su único consuelo consistió en que los nominados para el premio de ensayo ascendían a 500.
El plazo para leer esos textos va de mayo a septiembre, cuando se anuncian diez libros semifinalistas. De ese total se eligen cinco, y por último, el 20 de noviembre, se proclama un ganador.
Es posible, no lo podemos asegurar, que algunos miembros del jurado arrojen una mirada superficial sobre los volúmenes que les toca examinar. Es un poco lo que ocurre con los miembros del jurado encargados de asignar los Oscares en Hollywood. Ignoro la cifra exacta, pero la última vez que leí algo sobre ese premio descubrí que había más de dos mil evaluadores. Según dicen las malas lenguas, la inmensa mayoría revisa la nómina de los Golden Globes, y otros premios previos al Oscar, y vota a mano alzada, como en un parlamento de pacotilla, sin haber visto un solo film. Eso permitiría explicar por qué Greta Garbo, Edward G. Robinson y Peter O´Toole nunca ganaron un Oscar. Y por qué Charles Chaplin, considerado por el crítico Andrew Sarris “el más importante artista producido por el cine, ciertamente su más extraordinario actor, y posiblemente, su icono más universal”, ganó una sola vez el Oscar… a la mejor partitura musical, por Candilejas.

UN PROBLEMA DE LOGÍSTICA

Tal como señalaba en un texto anterior, los libros impresos suelen convertirse en un engorro apenas se multiplican. McGrath no recibió los 407 libros en su tableta electrónica, sino en cajas de cartón. Y no todos al mismo tiempo. Ni a las mismas horas, ni por la misma empresa. Diferentes compañías, en distintos días y horas de la semana, empezaron a depositar cajas en el umbral de su puerta. Los libros empezaron a invadir el hogar del ensayista y se distribuyeron en diferentes habitaciones, sin pedir permiso a nadie. Luego, ante la amenaza de su esposa: “Elige: o los libros o yo”, McGrath decidió comprar bibliotecas y alojar los volúmenes en el garaje.
Pero 407 libros no son fáciles de manejar. El potencial jurado tuvo que clasificarlos por orden alfabético. Y ocurre que no todos los libros tienen el mismo tamaño, ni han sido organizados de la misma manera. Había libros de tapa dura, paperbacks, y también galeradas, unidas con grampas, o con las hojas sueltas.
“Hay muchas historias de horror sobre los National Book Awards”, dijo McGrath. “Desde jurados que intimidan a otros, hasta jueces que no hacen su tarea, y paneles tan irritables, que al final cesa toda comunicación”.
McGrath tuvo suerte. El jurado en que participó estaba constituido exclusivamente por damas y caballeros. Las discusiones fueron muy placenteras.  Pero, al final del día, señala el ensayista, “no es posible que un individuo lea 407 libros con el cuidado y la consideración que se merecen”.
La tarea de un jurado puede ser un suplicio. ¿Por qué no reducir la cifra de libros que se aceptan para un concurso? Porque de esa manera todo el proceso se hace aún más arbitrario. “¿Quién decide?” se pregunta McGrath, “¿De acuerdo a qué criterio?” Y está también otro factor a evaluar: entre centenares de libros publicados en un año ¿Por qué decidir que solo un libro es sobresaliente?
Por supuesto, un crítico no necesita leer un libro en su totalidad para decidir si es bueno o malo. Pero ¿en qué momento se detiene la lectura y se pasa a otro libro que parece más promisorio?
Voy a citar un ejemplo. Deseo finalizar la lectura de Los Miserables para comienzos de enero. Es mi tercer intento. Y si no funciona, renuncio para siempre. El ejemplar (electrónico) que poseo acumula 1285 páginas. Decidí leerlo por dos razones. La primera es mi admiración por un ensayo que escribió Víctor Hugo sobre Mirabeau, el gran parlamentario francés. Sin ese ensayo, no creo que hubiera podido incluir a Mirabeau en mi novela Eros y la doncella. Hay personajes de la Gran Revolución eminentemente novelables. Danton es uno de ellos, el fiscal Fouquier de Tinville es otro, y obviamente Robespierre, Marat, María Antonieta y Luis Capeto. Pero trate el lector de darle carne a Mirabeau. No porque le haya faltado carnalidad. Era un sibarita, un terrible mujeriego, alguien que en ocasiones parecía venderse al mejor postor. Pero Mirabeau tiene un serio inconveniente para un narrador: pasó a la historia como un parlamentario. Y el miembro de un cuerpo colegiado es difícil de causar entusiasmo entre los lectores. Robespierre envió a centenares a la guillotina, Marat parecía gozar de la efusión de sangre, Danton lideró asesinatos colectivos, la reina fue víctima de un juicio totalmente injusto, en el curso del cual se la arrastró por la cloaca de los pasquines pornográficos y el rey pasó a la historia exclusivamente porque mostró dignidad en el cadalso. Pero ¿qué hizo Mirabeau? Una tarea tediosa, diseminada en cientos de documentos. Sólo el gran Víctor Hugo, en 40 páginas, con una pluma brillante, logró convertir a Mirabeau, pese a todos sus defectos, en el gran héroe de la primera etapa de la Revolución.
La segunda razón por la cual quiero leer Los Miserables es porque era uno de los libros favoritos de Dostoievski. Lo que diga el gran Fiodor, es para mí palabra sagrada. Pero inclusive el gran Fiodor debería reconocerme que las primeras 60 páginas, hasta que aparece en la novela Jean Valjean, podrían arrojarse a las llamas sin que nada se vea afectado. Es uno de los comienzos más tediosos y fatuos de la gran literatura universal.
Entiendo, por lo tanto, los dilemas confrontados por McGrath. Podría haber acelerado la lectura de los 407 libros usando un método de lectura veloz, salteándose párrafos, hincando los dientes en fragmentos más promisorios. Pero, como señala, el jurado también es un ser humano. Y cuando es un buen ser humano, se siente culpable de haber pasado algo por alto. Y entonces, lee dos veces un texto, para ver si algo se le escapó en la primera, vertiginosa lectura.
De todas maneras, el crítico se quedó con una sensación de malestar tras servir de jurado. Descubrió que se produce demasiada narrativa. Y en su ensayo se pregunta algo bastante atinado: “¿Realmente necesita el mundo centenares de nuevas novelas y de antologías de cuentos cada año, especialmente cuando tantas de ellas son similares?”
Su conclusión es que escasea en estos días “prosa original y excepcionalmente bella”.
Pero, para brindarle consuelo a McGrath, eso viene ocurriendo desde el comienzo de la historia. La buena literatura nunca triunfa en primera instancia. Toda clase de obstáculos se erigen para socavar la calidad, la inteligencia. El milagro es que pese a esos estorbos, los seres humanos sigan redescubriendo a Chejov, a Kafka, a Turgueniev, a Balzac, a Dickens, a Faulkner. Por eso mi tarea en estas semanas, es tener un poco de paciencia, y redescubrir a Víctor Hugo.


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