Mario Szichman
Alexandre Davy de la Pailleterie hizo
algo inusual para el hijo de un noble francés: apenas llegó a la edad de la
razón optó por el apellido de su progenitora, Marie-Cessette Dumas, y no por su
padre, Alexandre-Antoine Davy de la Pailleterie. Y eso resulta bastante osado
si se piensa que su madre era una esclava negra en Santo Domingo, en la parte
que hoy es Haití.
Luego, Alexandre Davy de la Pailleterie
decidió alejarse aún más de la herencia paterna, y llamarse Alex Dumas. Su
padre no mostró muchos escrúpulos hacia los hijos que engendró con
Marie-Cessette. Una vez llegaron a la pubertad, los vendió como esclavos. Pero
al parecer, tenía una extraña predilección por el hijo que no deseaba portar su
apellido. Cuando Alex tenía 14 años de edad, su padre regresó con él a Francia.
Eso ocurrió en 1776. Trece años después, estalló la revolución en Francia y
Alex Dumas, entonces un mulato[i] de 27 años de
edad, se alistó en el ejército. Las revoluciones suelen convertir a jóvenes en generales
(Napoleón obtuvo ese grado cuando tenía 24 años), y Alex Dumas pasó en escasos
veinte meses de simple soldado en el cuerpo de dragones de la reina, a general.
Alex Dumas era muy
orgulloso, y despreciaba a Napoleón. Decía que sólo debía obediencia a la
República que guillotinó a los reyes de Francia. Napoleón nunca le perdonó la
altanería, y le hizo pagar muy caro sus desplantes.
En 1799, Dumas
participó en la campaña de Napoleón en Egipto. Luego enfermó y decidió retornar
a Francia en un barco, La Belle Maltaise.
Aunque Dumas era enemigo de Napoleón, pertenecía, como decía Faulkner, a esa
resplandeciente galaxia de canallas que lideraban las huestes del emperador. No deseaba retornar a Francia con las manos
vacías y se embarcó en La Belle Maltaise
con once caballos árabes y unos dos mil kilos de café. Es muy dudoso que haya
pagado un solo céntimo por esa mercancía., pero Alex Dumas era un hombre de
escasa suerte y La Belle Maltaise, una
embarcación inconfiable. Una serie de tormentas y filtraciones de agua en la
bodega obligaron a los tripulantes a librarse de los sacos de café y de los
caballos, y buscar refugio en el puerto de Taranto, perteneciente al reino de Nápoles.
Dumas estaba seguro de que los napolitanos lo recibirían con los brazos
abiertos, pues el reino había sido conquistado por Napoleón, quien instrumentó
una serie de medidas progresistas. Sin embargo, poco antes de anclar La Belle Maltaise en Taranto, estalló en
el reino una rebelión. El ejército de la Santa Fé, liderado por el cardenal
Fabrizio Ruffo, en alianza con el rey Fernando IV, desalojó a los franceses.
Dumas y el resto de
los pasajeros de La Belle Maltaise
fueron a parar a la cárcel. El general francés tuvo que soportar dos años de
confinamiento solitario.
Mal alimentado, sin
atención médica, cuando en 1801 fue finalmente liberado, parecía un anciano.
Quedó parcialmente paralizado, ciego de un ojo y medio sordo. Estaba seguro de que
los napolitanos habían puesto veneno en sus magras raciones. Alex Dumas
escribió un informe al gobierno francés, explicando las circunstancias de su
apresamiento y el maltrato en la cárcel.
Quien daría buena
cuenta de su testimonio sería uno de sus hijos, Alexandre Dumas, nacido en
1802, un año después de su liberación. Es obvio que Edmundo Dantes, encerrado
en el Château d’If, antes de convertirse en el protagonista de El conde de Monte Cristo, se llamaba
Alex Dumas, y había pasado dos años terribles en una prisión de Nápoles.
(Falleció en 1806, muy pobre. Napoleón le negó la pensión militar que le
correspondía como general de la república).
FUENTES DE INSPIRACIÓN
Además de la prisión
padecida por su padre, Alexandre Dumas basó su trama en “El diamante de la
venganza”, extraído de Les Mémoires
historiques tirés des archives de la police de Paris compiladas por Jacques
Peuchet, y publicadas en 1838. Peuchet merecería ser el héroe o antihéroe de
una novela de aventuras. Durante casi cuatro décadas, desde el estallido de la
Revolución Francesa hasta la Restauración borbónica, trabajó como archivista de
la policía. Prácticamente todos los días recibía confesiones,
generalmente, de moribundos. Algunas de ellas hubieran servido para enviar a la
cárcel o al patíbulo a seres importantes. Pero Peuchet no siempre las hacía
públicas. Especialmente si se trataba de aristócratas. Su paso por París, en la
época más turbulenta de la Revolución, lo había convertido en enemigo de la
turba. Le disgustaba su comportamiento, su falta de nobleza. Y se había
convertido en un partidario de la realeza, pero su fama lo había precedido, y
eso le permitía pasar como revolucionario y lograr que le abrieran su corazón.
Durante años, y a cambio de mucho dinero, había sido el benefactor de todo aquel
que intentaba emigrar. La única diferencia era que solía delatar a los
revolucionarios, aunque nunca a los emigrados. Sentía una enorme devoción por
la nobleza. Creía que el hábito hace al monje. No le importaba que se tratara
de seres tan innobles como los revolucionarios, que esos curas refractarios,
esos aristócratas, esos conspiradores, fueran sepulcros encalados. Al menos, no
eran revolucionarios.
Cuando le reprochaban sus delaciones
decía: “Está bien, formo parte de la jauría, pero no comparto sus meriendas”. Debía
sentirse un poco como Dios, decidiendo quienes iban a salvarse, y quienes
deberían sucumbir.
Leyendo las memorias de Peuchet,
Alexandre Dumas descubrió un texto, El
diamante de la venganza, donde están los principales elementos de El conde de Montecristo.
En la novela, Edmundo Dantes llega al puerto de Marsella como piloto de una
embarcación, El Faraón, pues su
capitán ha muerto durante el viaje. Morrell, el propietario del navío, promete
a Edmundo que lo nombrará capitán. Edmundo podrá ahora casarse con su novia,
Mercedes. Pero tres de los enemigos del protagonista, envidiosos de sus logros,
conspiran para arruinarlo. Dantes es arrestado el día de su boda, tras ser
acusado de intentar llevar una carta a Napoleón, prisionero en esa época en la
isla de Elba. Dantes es conducido al castillo d'If.
El relato de Peuchet es
muy similar. También en ese caso, un joven artesano, Francois Picaud, está a
punto de casarse con una bella dama. Contento con su suerte, Picaud ingresa a
un café, e informa al dueño, y a tres de los parroquianos, de su próximo
matrimonio. Los enemigos de Picaud denuncian al joven, acusándolo de ser un espía
de los ingleses.
Picaud pasa siete años en
una prisión. Y cuando sale, avejentado, sin ilusiones, se dedica a asesinar a
quienes destruyeron su vida.
La manera en que Dumas
transformó esa anécdota en una obra maestra nos muestra, una vez más, los
entretelones de la profesión de escritor, la necesidad de trabajar en equipo.
Tras sus primeros logros,
azuzado por el éxito y las ganancias que brindaba escribir folletines para los
principales periódicos de París, Dumas creó una especie de fábrica de
manuscritos. Bajo sus órdenes trabajaban varios “negros”. (Es curioso que se
aplique ese nombre a los asistentes de un escritor. Especialmente cuando se
piensa en el color de piel de Dumas). El escritor producía en masa. Se calcula
que Dumas firmó cien mil páginas con su nombre.
En la confección de El conde de Montecristo tuvo una
participación fundamental su colaborador Auguste Maquet. Aunque Dumas escribió
la novela, Maquet hizo la tarea que en el cine moderno se asigna a un “scout”: buscar
escenarios donde se desarrolla la trama, y obtener detalles sobre las
vestimentas, los modales y las comidas. Pero Maquet hizo también un aporte
genial al “plot”: reacomodar el orden
de los eventos. Dumas pensó que la traición que sufre Dantes, y su arresto,
debía ser un flashback, una escena
retrospectiva, tras los primeros capítulos. Maquet dijo que la novela debía
comenzar con la traición. Imagine el lector la novela sin ese espectacular
inicio. (Basta leer el fatigoso inicio de esa obra maestra que es Los miserables para concluir que Victor
Hugo se hubiera beneficiado con un asistente como Maquet).
EL ENTIERRO PREMATURO
Dos genios, del siglo
diecinueve, Dostoievski y Goya, conocieron la cárcel. Uno real, la otra
metafísica.
Cuando Dostoievski
recién comenzaba como novelista, fue arrestado y llevado al pelotón de
fusilamiento por vagas sospechas de pertenecer a un círculo de estudiantes
“radicales”.
A última hora, el zar
perdonó a Dostoievski, y lo envió a una colonia penal donde estuvo sometido a
trabajos forzados durante casi una década. El Dostoievski que emergió de la
prisión era un hombre distinto, devoto del zar y enemigo de toda idea de
progreso. Pero también dotado de un coraje personal y de una mirada sobre el
ser humano que si bien parece inmisericordiosa, es al mismo tiempo compasiva.
Goya padeció otra clase de prisión: se quedó totalmente sordo. Encarcelado en
su cuerpo, privado de todo contacto con sus semejantes, excepto a través del
magro lenguaje por señas, vivió los últimos años de su vida en una especie de
perpetua alucinación. Siguió pintando retratos, pero el verdadero Goya está en Los Caprichos. Es el aguafuerte número
43 de una serie de 80 estampas, y enuncia que El sueño de la razón produce monstruos.
MIS PRISIONES
Escribiendo en The New York Review of Books, el
excelente ensayista Peter Brooks dice que El
conde de Montecristo tocó una fibra muy delicada en los contemporáneos de
Dumas con esa “pesadilla de un encarcelamiento sin proceso, sin explicación,
sin razón alguna”. Mazamorras como La Bastilla, como las de la Inquisición en
España, como las que abundaban en Italia o en Rusia, eran el infierno en la
tierra. En la imaginación romántica, dice Brooks, la prisión está en todas
partes. Representa “la hiperbólica agonía humana, que tanto fascinó a una época
donde surgió el melodrama”. Cuando una persona ignora las razones de su reclusión
y es sometida al capricho de sus captores, muy difícilmente logre escapar de
las garras de la locura. Dumas debe haber oído relatos sobre los sufrimientos
mentales y físicos de su padre en prisión.
Parecería que ese tipo
de confinamientos son cosas del pasado remoto. Sin embargo, ya en el siglo
veintiuno, seguimos escuchando relatos de prisioneros que continúan presos
ignorando las razones de su reclusión, sometidos al capricho de sus captores.
Regímenes de América Latina considerados progresistas siguen afligiendo a seres
indefensos no con el peso de la ley, sino con el de la venganza. Esperemos que
el 2014 alivie sus pesares, y que el sueño de la razón no siga engendrando
monstruos.
[i] Destaco ese hecho por las siguientes razones: es insólito encontrar un
general mulato en el ejército napoleónico, y son excepcionales las
circunstancias en que Alex Dumas pudo llegar a un cargo tan alto. Los
convencionistas revolucionarios abolieron la esclavitud en 1794. Ocho años
después, en 1802, Napoleón la restableció. Se cree que por presiones de su
esposa, Josefina, quien había nacido en Martinica, donde poseía esclavos.
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