martes, 31 de diciembre de 2013

El prisionero



Mario Szichman


Alexandre Davy de la Pailleterie hizo algo inusual para el hijo de un noble francés: apenas llegó a la edad de la razón optó por el apellido de su progenitora, Marie-Cessette Dumas, y no por su padre, Alexandre-Antoine Davy de la Pailleterie. Y eso resulta bastante osado si se piensa que su madre era una esclava negra en Santo Domingo, en la parte que hoy es Haití.
Luego, Alexandre Davy de la Pailleterie decidió alejarse aún más de la herencia paterna, y llamarse Alex Dumas. Su padre no mostró muchos escrúpulos hacia los hijos que engendró con Marie-Cessette. Una vez llegaron a la pubertad, los vendió como esclavos. Pero al parecer, tenía una extraña predilección por el hijo que no deseaba portar su apellido. Cuando Alex tenía 14 años de edad, su padre regresó con él a Francia. Eso ocurrió en 1776. Trece años después, estalló la revolución en Francia y Alex Dumas, entonces un mulato[i] de 27 años de edad, se alistó en el ejército. Las revoluciones suelen convertir a jóvenes en generales (Napoleón obtuvo ese grado cuando tenía 24 años), y Alex Dumas pasó en escasos veinte meses de simple soldado en el cuerpo de dragones de la reina, a general.  
Alex Dumas era muy orgulloso, y despreciaba a Napoleón. Decía que sólo debía obediencia a la República que guillotinó a los reyes de Francia. Napoleón nunca le perdonó la altanería, y le hizo pagar muy caro sus desplantes.
En 1799, Dumas participó en la campaña de Napoleón en Egipto. Luego enfermó y decidió retornar a Francia en un barco, La Belle Maltaise. Aunque Dumas era enemigo de Napoleón, pertenecía, como decía Faulkner, a esa resplandeciente galaxia de canallas que lideraban las huestes del emperador.  No deseaba retornar a Francia con las manos vacías y se embarcó en La Belle Maltaise con once caballos árabes y unos dos mil kilos de café. Es muy dudoso que haya pagado un solo céntimo por esa mercancía., pero Alex Dumas era un hombre de escasa suerte y La Belle Maltaise, una embarcación inconfiable. Una serie de tormentas y filtraciones de agua en la bodega obligaron a los tripulantes a librarse de los sacos de café y de los caballos, y buscar refugio en el puerto de Taranto, perteneciente al reino de Nápoles. Dumas estaba seguro de que los napolitanos lo recibirían con los brazos abiertos, pues el reino había sido conquistado por Napoleón, quien instrumentó una serie de medidas progresistas. Sin embargo, poco antes de anclar La Belle Maltaise en Taranto, estalló en el reino una rebelión. El ejército de la Santa Fé, liderado por el cardenal Fabrizio Ruffo, en alianza con el rey Fernando IV, desalojó a los franceses.
Dumas y el resto de los pasajeros de La Belle Maltaise fueron a parar a la cárcel. El general francés tuvo que soportar dos años de confinamiento solitario.
Mal alimentado, sin atención médica, cuando en 1801 fue finalmente liberado, parecía un anciano. Quedó parcialmente paralizado, ciego de un ojo y medio sordo. Estaba seguro de que los napolitanos habían puesto veneno en sus magras raciones. Alex Dumas escribió un informe al gobierno francés, explicando las circunstancias de su apresamiento y el maltrato en la cárcel.
Quien daría buena cuenta de su testimonio sería uno de sus hijos, Alexandre Dumas, nacido en 1802, un año después de su liberación. Es obvio que Edmundo Dantes, encerrado en el Château d’If, antes de convertirse en el protagonista de El conde de Monte Cristo, se llamaba Alex Dumas, y había pasado dos años terribles en una prisión de Nápoles. (Falleció en 1806, muy pobre. Napoleón le negó la pensión militar que le correspondía como general de la república).
FUENTES DE INSPIRACIÓN


Además de la prisión padecida por su padre, Alexandre Dumas basó su trama en “El diamante de la venganza”, extraído de Les Mémoires historiques tirés des archives de la police de Paris compiladas por Jacques Peuchet, y publicadas en 1838. Peuchet merecería ser el héroe o antihéroe de una novela de aventuras. Durante casi cuatro décadas, desde el estallido de la Revolución Francesa hasta la Restauración borbónica, trabajó como archivista de la policía. Prácticamente todos los días recibía confesiones, generalmente, de moribundos. Algunas de ellas hubieran servido para enviar a la cárcel o al patíbulo a seres importantes. Pero Peuchet no siempre las hacía públicas. Especialmente si se trataba de aristócratas. Su paso por París, en la época más turbulenta de la Revolución, lo había convertido en enemigo de la turba. Le disgustaba su comportamiento, su falta de nobleza. Y se había convertido en un partidario de la realeza, pero su fama lo había precedido, y eso le permitía pasar como revolucionario y lograr que le abrieran su corazón. Durante años, y a cambio de mucho dinero, había sido el benefactor de todo aquel que intentaba emigrar. La única diferencia era que solía delatar a los revolucionarios, aunque nunca a los emigrados. Sentía una enorme devoción por la nobleza. Creía que el hábito hace al monje. No le importaba que se tratara de seres tan innobles como los revolucionarios, que esos curas refractarios, esos aristócratas, esos conspiradores, fueran sepulcros encalados. Al menos, no eran revolucionarios.
Cuando le reprochaban sus delaciones decía: “Está bien, formo parte de la jauría, pero no comparto sus meriendas”. Debía sentirse un poco como Dios, decidiendo quienes iban a salvarse, y quienes deberían sucumbir.
Leyendo las memorias de Peuchet, Alexandre Dumas descubrió un texto, El diamante de la venganza, donde están los principales elementos de El conde de Montecristo.
En la novela, Edmundo Dantes llega al puerto de Marsella como piloto de una embarcación, El Faraón, pues su capitán ha muerto durante el viaje. Morrell, el propietario del navío, promete a Edmundo que lo nombrará capitán. Edmundo podrá ahora casarse con su novia, Mercedes. Pero tres de los enemigos del protagonista, envidiosos de sus logros, conspiran para arruinarlo. Dantes es arrestado el día de su boda, tras ser acusado de intentar llevar una carta a Napoleón, prisionero en esa época en la isla de Elba. Dantes es conducido al castillo d'If.
El relato de Peuchet es muy similar. También en ese caso, un joven artesano, Francois Picaud, está a punto de casarse con una bella dama. Contento con su suerte, Picaud ingresa a un café, e informa al dueño, y a tres de los parroquianos, de su próximo matrimonio. Los enemigos de Picaud denuncian al joven, acusándolo de ser un espía de los ingleses.
Picaud pasa siete años en una prisión. Y cuando sale, avejentado, sin ilusiones, se dedica a asesinar a quienes destruyeron su vida.
La manera en que Dumas transformó esa anécdota en una obra maestra nos muestra, una vez más, los entretelones de la profesión de escritor, la necesidad de trabajar en equipo.
Tras sus primeros logros, azuzado por el éxito y las ganancias que brindaba escribir folletines para los principales periódicos de París, Dumas creó una especie de fábrica de manuscritos. Bajo sus órdenes trabajaban varios “negros”. (Es curioso que se aplique ese nombre a los asistentes de un escritor. Especialmente cuando se piensa en el color de piel de Dumas). El escritor producía en masa. Se calcula que Dumas firmó cien mil páginas con su nombre.
En la confección de El conde de Montecristo tuvo una participación fundamental su colaborador Auguste Maquet. Aunque Dumas escribió la novela, Maquet hizo la tarea que en el cine moderno se asigna a un “scout”: buscar escenarios donde se desarrolla la trama, y obtener detalles sobre las vestimentas, los modales y las comidas. Pero Maquet hizo también un aporte genial al “plot”: reacomodar el orden de los eventos. Dumas pensó que la traición que sufre Dantes, y su arresto, debía ser un flashback, una escena retrospectiva, tras los primeros capítulos. Maquet dijo que la novela debía comenzar con la traición. Imagine el lector la novela sin ese espectacular inicio. (Basta leer el fatigoso inicio de esa obra maestra que es Los miserables para concluir que Victor Hugo se hubiera beneficiado con un asistente como Maquet).
EL ENTIERRO PREMATURO
Dos genios, del siglo diecinueve, Dostoievski y Goya, conocieron la cárcel. Uno real, la otra metafísica.  
Cuando Dostoievski recién comenzaba como novelista, fue arrestado y llevado al pelotón de fusilamiento por vagas sospechas de pertenecer a un círculo de estudiantes “radicales”.
A última hora, el zar perdonó a Dostoievski, y lo envió a una colonia penal donde estuvo sometido a trabajos forzados durante casi una década. El Dostoievski que emergió de la prisión era un hombre distinto, devoto del zar y enemigo de toda idea de progreso. Pero también dotado de un coraje personal y de una mirada sobre el ser humano que si bien parece inmisericordiosa, es al mismo tiempo compasiva. Goya padeció otra clase de prisión: se quedó totalmente sordo. Encarcelado en su cuerpo, privado de todo contacto con sus semejantes, excepto a través del magro lenguaje por señas, vivió los últimos años de su vida en una especie de perpetua alucinación. Siguió pintando retratos, pero el verdadero Goya está en Los Caprichos. Es el aguafuerte número 43 de una serie de 80 estampas, y enuncia que El sueño de la razón produce monstruos.
MIS PRISIONES
Escribiendo en The New York Review of Books, el excelente ensayista Peter Brooks dice que El conde de Montecristo tocó una fibra muy delicada en los contemporáneos de Dumas con esa “pesadilla de un encarcelamiento sin proceso, sin explicación, sin razón alguna”. Mazamorras como La Bastilla, como las de la Inquisición en España, como las que abundaban en Italia o en Rusia, eran el infierno en la tierra. En la imaginación romántica, dice Brooks, la prisión está en todas partes. Representa “la hiperbólica agonía humana, que tanto fascinó a una época donde surgió el melodrama”. Cuando una persona ignora las razones de su reclusión y es sometida al capricho de sus captores, muy difícilmente logre escapar de las garras de la locura. Dumas debe haber oído relatos sobre los sufrimientos mentales y físicos de su padre en prisión.
Parecería que ese tipo de confinamientos son cosas del pasado remoto. Sin embargo, ya en el siglo veintiuno, seguimos escuchando relatos de prisioneros que continúan presos ignorando las razones de su reclusión, sometidos al capricho de sus captores. Regímenes de América Latina considerados progresistas siguen afligiendo a seres indefensos no con el peso de la ley, sino con el de la venganza. Esperemos que el 2014 alivie sus pesares, y que el sueño de la razón no siga engendrando monstruos.



[i] Destaco ese hecho por las siguientes razones: es insólito encontrar un general mulato en el ejército napoleónico, y son excepcionales las circunstancias en que Alex Dumas pudo llegar a un cargo tan alto. Los convencionistas revolucionarios abolieron la esclavitud en 1794. Ocho años después, en 1802, Napoleón la restableció. Se cree que por presiones de su esposa, Josefina, quien había nacido en Martinica, donde poseía esclavos.

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