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miércoles, 29 de abril de 2015

Dwight Macdonald: el simple arte de injuriar


Mario Szichman


Dwight Macdonald

Nunca temió recibir palos, o propinarlos.  Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”.  Y el novelista Gore Vidal le señaló: “Usted nada tiene que decir. Sólo añadir”.
Pero Dwight Macdonald fue uno de los mejores críticos literarios de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana, pues Macdonald diseminó su genio en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a sus amigos y enemigos. Sin embargo, los trabajos que escribió para publicaciones como Esquire, The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics, que dirigió entre 1943 y 1949, han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations” esos textos muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.

ESCRIBIENDO CON UNA PLUMA CALENTADA EN EL INFIERNO

Jorge Luis Borges, en El arte de injuriar, recordaba esta réplica del doctor Samuel Johnson, presuntamente a un rival: “Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando”. Y el propio Borges tras leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”, señaló que le llamaba la atención ese “curioso techo con un agujero en el medio”.
      Heinrich Heine era otro formidable crítico, y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional. Pero ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”, y en sus ensayos literarios no temió ni siquiera arremeter contra Goethe (“Goethe es un gran hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión), aunque en ese caso específico, Heine tuvo la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de letras.
      Mark Twain pudo explicar en qué consistía una buena novela tras mostrar que The Deerslayer, de James Fenimore Cooper, era el compendio de una mala.  En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato que no. La novela, decía el autor de Huckleberry Finn, “Carece de inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Pero, una vez todo eso se descarta –es bueno reconocerlo– lo que resta es arte”.
También fue Mark Twain quien señaló que  “Por la gracia de Dios tenemos en nuestro país tres cosas inefables: libertad de expresión, libertad de conciencia, y la prudencia de no practicar ninguna de ellas”.     
La tradición crítica de Mark Twain, quien se vanagloriaba de escribir “con una pluma calentada en el infierno”, tuvo sus ecos en Ambrose Bierce y posteriormente en Mencken. Una de las citas más famosas de Mencken es “Nadie en Estados Unidos ha ido a la bancarrota por despreciar el gusto del público norteamericano”. Cuando alguien le dijo: “Si usted encuentra tantas cosas que repudia de este país ¿Por qué vive aquí?”, Mencken respondió: “¿Por qué los seres humanos visitan los zoológicos?”
Nadie encaja mejor que Dwight MacDonald (1906-82) en esa tradición de no comer cuentos;  disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada por gente que desea parte de él”, y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras mentes cuando no las usamos para pensar”.
Quizás no alcanzó la inmortalidad porque, como señaló Dwight Garner en The New York Times, todos sus trabajos fueron difundidos en publicaciones. Fue editor de la famosa revista Partisan Review entre 1937 y 1943, y luego creó su propia revista izquierdista, Politics, que dirigió hasta 1949. Ulteriormente fue articulista de The New Yorker y crítico de cine de Esquire.
Nacido en una familia de millonarios (“No todos podemos ser proletarios”, explicó en una carta), era famoso por sus excentricidades. En su mansión de Cape Cod organizaba en los veranos fiestas donde todos debían aparecer como Dios los había traído al mundo. Garner señaló que las fiestas “solían concluir en inesperados acoplamientos entre las dunas”.
Macdonald empezó en política militando en la izquierda radical, y durante una época fue trotskista. “La velocidad con que pasé de ser un liberal a un radical y de un tibio simpatizante comunista a un ardiente estalinista todavía me asombra”, escribió en su introducción a su antología Memoirs of a Revolutionist (1957).  
Posiblemente aquello que más persista de Macdonald sean sus críticas a la mediocridad de la cultura norteamericana, y de algunos de sus epígonos. Para el ensayista, Estados Unidos era una especie de Disneylandia, pero de colosales proporciones.  Recordó en uno de sus ensayos que cuando vivía como estudiante en The Memorial Quadrangle, una residencia para estudiantes en la universidad de Yale, construida en el estilo gótico,  observó que una serie de grietas en los ventanales de su cuarto habían sido remendadas con “ondulantes tiras de plomo… Luego descubrí que tras la instalación de las ventanas varios artesanos llegaron a la residencia estudiantil. Uno de ellos resquebrajó con delicadeza algunos zócalos de vidrio usando un pequeño martillo. Luego, vino otro y reparó las fisuras usando tiras de plomo. En pocos días más, las ventanas de Harkness habían sufrido una evolución que en un sitio atrasado como la universidad de Oxford (una de las glorias de la arquitectura gótica) había demorado siglos en concretarse”.  
Tal vez MacDonald será recordado y citado de aquí en cien años por el derby de demolición que llevó a cabo en sus críticas a El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilde, y By Love Posessed, de James Gould Cozzens.  
Al mencionar la novela de Hemingway, Macdonald dijo que “el sentimiento de que la lealtad y la valentía son los principios cardinales y que la acción física es la base de una buena vida… es insuficiente para crear una filosofía”.  El ensayista citó una frase de Hemingway describiendo al protagonista de la novela: “Él era demasiado simple para preguntarse cómo había adquirido humildad. Pero sabía que la había alcanzado”, MacDonald comentó: “Un hombre humilde que sabe que ha alcanzado la humildad, me parece una contradicción en sus términos”.  
La principal falla de Hemingway, según MacDonald, era que el maestro del understatement (discreción) de sus primeros cuentos, súbitamente había pasado a editorializar emociones. “Soy un hombre extraño” le dice al viejo al niño. Y MacDonald le cae con esta frase: “¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”
El pecado de Wilder, para MacDonald, era la pomposa humildad de su estilo en la obra teatral Our Town. “Lo que hace el señor Wilder no es ni tan personal ni tan universal como lo cree”, decía el crítico. “Está construyendo un mito social, una imagen de la edad dorada que es el paradigma de hoy. Y de esa manera consigue lo mejor de los dos tiempos verbales. El pasado es encubierto por los sentimientos de nostalgia del presente, en tanto el presente es suavizado al ser exhibido en términos de un pasado remoto bien resguardado”.  Al final del ensayo, MacDonald dijo: “Estoy totalmente de acuerdo con todo lo que dice el señor Wilder, pero lucharé hasta la muerte contra su derecho a decirlo de esa manera”.  
Es posible que la joya de la corona de sus críticas sea su análisis de By Love Possessed, la novela de Cozzens. Garner dice que es la crítica más terrible que se haya publicado en Estados Unidos desde que Mark Twain lanzó sus dardos envenenados contra James Fenimore Cooper.
Cozzens ya cruzó el desván de la historia en el campo de la narrativa norteamericana. Y aunque pocos leen hoy sus novelas, ha sido inmortalizado por MacDonald, quien se tomó el trabajo de leer By Love Possessed. Pero su análisis tiene un sabroso aditamento: la diatriba contra los críticos que se deshicieron en elogios al analizar la novela.  
By Love Possessed  fue publicada en 1957, y se convirtió en un enorme bestseller. Vendió 170.000 ejemplares en las primeras seis semanas de publicación, más que el total de las 11 previas novelas de Cozzens. Según MacDonald, By Love Possessed  “es la apuesta de Cozzens a la inmortalidad, es Literatura o nada. Lamentablemente, ninguno de los críticos ha considerado seriamente la segunda alternativa”.  El ensayista se maravillaba “ante semejantes críticas, ante semejante entusiasmo, ante semejante insensatez”.
MacDonald estaba convencido de que las fabulosas ventas de By Love Possessed  eran resultado de las elogiosas críticas. “La unánime manera en que los críticos reaccionaron” ante la novela, dijo MacDonald “es que como si ellos hubieran estado poseídos”. Los comentarios de quienes habían leído la novela y no eran críticos, fueron muy diferentes. “Encontré solo dos personas a quienes les gustó”, señaló el crítico, “aunque la respuesta más común era ´Me resultó imposible leerla´”. No se debía a la dificultad, digamos como en el Ulises, de James Joyce, sino a un genuino aburrimiento.
Las frases que dedicaron los críticos a elogiar a Cozzens dejan en el paladar el gusto a espesa crema chantilly. La revista Time puso su portada en cubierta y anunció que By Love Posessed  era “la mejor novela norteamericana que se había escrito en años”. Orville Prescott dijo en The New York Times que era “magnífica”.  
Brendan Gill la elogió en The New Yorker en términos que para MacDonald “habrían parecido excesivos si el comentario hubiera estado destinado a analizar La guerra y la paz”, de Tolstoi. Estas fueron algunas de las frases de Gill a lo largo de su crítica: “Una obra maestra … La obra maestra del autor … un inmenso logro, una fascinante obra maestra”. Y todas las críticas decía MacDonald, enfilaban por la misma ruta, “el sentimiento lírico, la tartamudeante y genuina emoción, y la mala gramática”.  
MacDonald destruyó el océano de elogios con apenas la tinta que se guarda en un diminuto recipiente. Y la conclusión fue bastante escueta: “El autor es culpable de un imperdonable pecado a nivel narrativo: ignora la verdadera naturaleza de sus personajes, esto es, las palabras y acciones que les brinda conducen al lector a conclusiones diferentes a las intentadas por el autor”. Cuando Cozzens hablaba de sexo, decía MacDonald, “No era realista ni imaginativo. Mostraba la desconcertada reacción de un adolescente al descubrir que papá y mamá también hacen eso”. Las actividades eróticas descriptas por Cozzens, decía el crítico, “parecen la descripción de un proceso industrial, con el bombeo de la sangre, el profundo agrupamiento de los músculos internos, y la convulsión de la carne”.  
Quizás el mayor acto de valentía de MacDonald fue enviar a Cozzens su artículo antes de publicarlo, para que formulara observaciones.  La respuesta de Cozzens fue que ya estaba aburrido de tantos elogios a su novela, y descubrió que “las novedosas opiniones” del crítico sobre By Love Possessed  significaban “un cambio interesante”. De todas maneras, Cozzens no podía considerar a MacDonald un crítico serio “pues éste prefería a Ernest Hemingway y a William Faulkner por encima de W. Somerset Maugham”.  Cozzens admiraba a Maugham. Yo sigo prefiriendo a William Faukner y al primer Ernest Hemingway sobre W. Somerset Maugham. Aunque en los últimos años he adquirido una gran admiración por el escritor inglés, no solo por sus incomparables cuentos, sino por su novela Cakes and Ale, una amable y devastadora sátira del ambiente literario de Londres. De todas maneras, Faulkner, Hemingway y Maugham estaban a años luz de Cozzens. Es interesante que su mayor gloria, su mayor castigo, es que únicamente los leen quienes han transitado previamente por la crítica que le asestó Dwight MacDonald.




miércoles, 9 de octubre de 2013

Las malas novelas deben ser nuestra fuente de inspiración



Mario Szichman

    Cada vez que me siento deprimido por la falta de inspiración, busco como infalible numen instigador alguna mala novela. Clint Eastwood lo ha dicho mucho mejor que yo, pero en relación a las películas. Eastwood criticó la tendencia de Hollywood a hacer la remake de buenos filmes. Pues generalmente, segundas partes nunca resultan buenas. Lo que hay que hacer dice Eastwood, es la remake de malos filmes, a fin de mejorarlos.
    No voy a recomendar alguna mala novela en especial, pues son más numerosas que las estrellas en el cielo. Inclusive muchas de ellas han sido santificadas por la academia. Cada lector debe escoger por su cuenta. Hay de todos los temas y para todos los gustos. Pero una buena fuente de inspiración son las malas novelas donde el autor necesita expresar su opinión, y ridiculizar de tal manera las opiniones de sus enemigos –generalmente literarios–  que termina ganando siempre la partida.
    Toda novela es conflicto. Inclusive si en la superficie pareciese que nada ocurre. En las buenas novelas, el conflicto es entre personajes. En las malas novelas, entre el autor y sus personajes. Cuando el novelista es fabulosamente bueno, como en el caso de Dostoievski, los villanos suelen ser más lúcidos y cuentan con mayor capacidad de raciocinio que sus héroes. En Crimen y Castigo no es su protagonista Raskolnikov quien enuncia los mejores diálogos o lleva las de ganar. No, quien se roba los mejores diálogos es Svidrigailov, un ser diabólico, un seductor de mujeres inocentes, un timador. No hay personaje más repulsivo, y al mismo tiempo más patético, que Marmeladov, el padrastro de Sonia, la prostituta. Marmeladov carece de toda virtud. Tras conseguir un empleo por simple caridad, usa el dinero de su primer salario para emborracharse, pese a que toda su familia se está muriendo de hambre. Y sin embargo, no hay nada en la literatura que se asemeje al monólogo de Marmeladov cuando le explica a Raskolnikov en una taberna que “la pobreza no es un vicio, y tal vez la borrachera no es una virtud, pero mendigar sí es un vicio. En la pobreza todavía es posible retener la innata nobleza del alma. Eso es imposible cuando mendigamos. Un hombre que pide limosna no es alejado de la sociedad con un garrote. No, es barrido con una escoba”. Las explicaciones de Marmeladov nos repugnan por un lado, nos conmueven por el otro. Evocan el monólogo de Shylock en El mercader de Venecia. “¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos pasiones? ¿No se alimenta con la misma comida, no es lesionado con las mismas armas? … Si ustedes nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos causan daño ¿no buscaremos venganza?” 
    Los grandes creadores nunca nos ofrecen el plato en bandeja. Estamos tan acostumbrados a los estereotipos, a las frases hechas, a tanta falsa racionalidad, que sólo cuando le torcemos el pescuezo a todo aquello que resulta políticamente correcto, podemos obtener algunos rayos de luz capaces de iluminar nuestra prosa. Por eso es imprescindible abrevar en las malas novelas. Son una magnífica plataforma de producción de buenas novelas.
    Las obras maestras suelen ser pésimas influencias. Y no estamos hablando de Madame Bovary, de Ilusiones Perdidas, o de El Proceso, sino de obras más populares. (Todavía existe el prejuicio de que si una obra es muy popular, está manchada por alguna lacra). ¿Cuál es el propósito de querer superar a Emilio Salgari, a Rafael Sabatini, o a Alejandro Dumas? ¿Quién es capaz de crear personajes como Sandokan, Scaramouche o El conde de Montecristo? Pero una mala novela nos llena de optimismo y de esperanzas. Sus personajes son inverosímiles, sus diálogos absurdos, sus episodios incomprensibles. Allí donde impera el tedio, podemos insertar la aventura. Los ridículos personajes pueden convertirse en sublimes, apenas les aplicamos las contradictorias facetas que Dostoievski impone en cada uno de sus protagonistas. Y esa contradicción debe aflorar en los diálogos.
    Como señalábamos antes, es inevitable que en las malas novelas el autor trate de imponer su opinión. Por alguna extraña razón que es difícil elucidar, el mal novelista, como las madres posesivas, impide a sus personajes llegar a la mayoría de edad. Puesto que son sus criaturas, deben acatar sus órdenes. El mal novelista necesita enunciar tesis irrebatibles. Como ninguna tesis es irrebatible, la solución es convertir en balbuceantes idiotas a todo aquel que confronta al héroe. Pero hay una fácil solución para esa contrariedad. Simplemente invertir la situación, y convertir al sabihondo (espejo del autor) en un solemne divulgador de tonterías.
    Y por último, hay una preciosa cantera que pueden explotar los escritores ansiosos por escribir buenas novelas: el injerto.
    He conocido algunos malos novelistas. Y todos ellos padecían lo que yo definiría como “el problema del injerto”. Primero elaboraban el injerto, y luego escribían una novela donde lo incrustaban para que todo girara en torno a ese cuerpo extraño.
    Tal vez el más famoso injerto de la literatura argentina es El Informe sobre ciegos, que Ernesto Sábato incorporó a la novela Sobre héroes y tumbas. Sábato ofreció numerosas y plausibles explicaciones sobre ese deplorable injerto. Y muchos críticos quedaron convencidos de que ese cuerpo extraño era en realidad un brote natural de la novela. Todo escritor, en algún momento de su carrera, quiere copiar la hazaña de Dostoievski con El Gran Inquisidor. Pero aunque ese relato por sí solo garantiza a Dostoievski varias inmortalidades, también sigue siendo un injerto.
    A veces, el injerto consiste en introducir, en medio de una narración convencional, alguna imposibilidad. Se trata de esas malas novelas donde, como en el tango de Discépolo, se coloca la biblia junto al calefón. Tal vez el autor quiere que coexistan Adolfo Hitler y Franz Kafka en la Viena del imperio austrohúngaro. O el zar Nicolás y Lenin en Suiza. Y eso conduce, inevitablemente –y alguna vez querría descubrir la razón– a que el protagonista emprenda un viaje hacia el pasado para recuperar sus raíces. (Es el momento del descubrimiento. Habitualmente descubre que pese a haber nacido en una familia de clase media, tenía antepasados ilustres, aunque pobres de solemnidad).
    Esas malas novelas son pródigas fuentes de inspiración. Basta eliminar la hojarasca para que cualquier escritor pueda rearmarlas y transformarlas en buenas novelas sin necesidad de cometer plagio, aunque a veces sí puede incurrirse en la parodia.
Todos esos consejos derivan en un consejo final: nunca hay que dejarse guiar por el principio del placer. Y lo digo por experiencia propia.
     Hace poco concluí una novela. Una de las tareas más fatigosas para mi editora fue arremeter contra todo aquello que a mí me había encantado. ¡Oh, esas frases solemnes, esas imágenes bruñidas, esas metáforas trascendentes! Generalmente los comentarios de mi editora a vuelta de correo electrónico eran “eso sobra”, “eso me aburre”, “eso está muy largo”. “¿Cuántas veces vas a poner a tu personaje a encender su pipa?”
     Hemingway, que al parecer compartía muchas opiniones con mi editora, dijo en cierta ocasión a un escritor en ciernes: “Primero escriba y luego elimine de su texto todas las frases que a usted le parezcan geniales. Sólo el material que persista será publicable”.