lunes, 2 de septiembre de 2013

Best-sellers secretos




Mario Szichman

                                                                                  



      Uno de los millonarios más exitosos y menos conocidos de Estados Unidos vive en mi edificio, y cuando la crisis económica comenzó a morderle los tobillos decidió transformar su modesta imprenta en una publishing house, una editorial.

     Mack (un seudónimo) siempre pensó que la publicación de libros en Estados Unidos era una actividad en vías de extinción. Por supuesto, en este país se venden más libros que nunca. No existe época en Estados Unidos en que no se vendan más libros que nunca. Debe tener algo que ver con la economía de escala. O simplemente con la economía de Estados Unidos.

     Quien mejor lo explicó fue Joseph Heller en Catch 22, posiblemente la mejor novela cómica que se escribió en Estados Unidos después  de Tom Sawyer Abroad, de Mark Twain. La trama central de Catch 22 se basa en las aventuras del soldado Yossarian durante la segunda guerra mundial. Yossarian tiene una obsesión: cree que los soldados del ejército enemigo lo quieren matar. Y cuando alguno de sus camaradas le dice que no se preocupe, que los soldados del ejército enemigo no sólo lo quieren matar a él, sino al resto de sus compañeros, Yossarian responde con impecable lógica: “¿Y cuál es la diferencia?”

     Pero Catch 22 tiene un subtexto: la guerra considerada como una empresa comercial. Abundan en la novela los especuladores que usan los aviones de la fuerza aérea no para derribar aeronaves enemigas o bombardear poblaciones sino para transportar mercancías que luego revenden obteniendo grandes ganancias. También hay soldados cuyos padres son agricultores que reciben dinero del gobierno si se comprometen a no sembrar algún producto agrícola. El padre de un mayor del ejército, dice Heller, se especializaba en no cultivar alfalfa. “El gobierno le pagaba muy bien por cada bushel de alfalfa que no cultivaba. A medida que fue aumentando la cantidad de alfalfa que no producía, más dinero recibía del gobierno”. Cada centavo que el agricultor recibía del gobierno para que se abstuviera de cultivar alfalfa, lo gastaba comprando tierras a fin de incrementar la cantidad de alfalfa que no estaba dispuesto a sembrar. El agricultor se deslomaba en su predio, catorce, dieciséis horas por día,  en su agotadora labor de no cultivar alfalfa.

     La lógica de Catch 22 podría aplicarse también a la producción de libros en Estados Unidos. Cada día se lanzan millares de ejemplares al mercado. Y alrededor del noventa y nueve por ciento de esos ejemplares se convierten en basura casi imposible de reciclar, luego que las editoriales hacen el simulacro de ofrecerlos al público. Los ejemplares permanecen un día, o una semana, en los estantes de las librerías. Luego, terminan en depósitos. Algunos son adquiridos por bibliotecas públicas, otros por flamantes libreros de viejo (es asombroso lo rápido que envejecen los libros en Estados Unidos). El resto son enviados a plantas de reciclaje.

     Mack, el millonario que vive en mi edificio, se ahorra ese paso intermedio. Sus libros nunca pasan por las librerías ni recalan en las bibliotecas públicas. De la imprenta van directo al depósito.

     Es el mismo recurso que usa la editorial Monte Ávila de Venezuela para no difundir sus libros. Pero al menos la directiva de Monte Ávila tenía un propósito en la vida: ocultar en sus depósitos libros importantes a fin de impedir que algún avaricioso lector incurra en la tentación de leerlos. No es ésa la intención de mi amigo Mack. Sus libros van directo de la imprenta al depósito pues es allí donde comienzan a redituarle gran cantidad de dinero. Estoy seguro de que ni uno solo de sus libros ha ido a parar a las plantas de reciclaje. La editorial de Mack opera con esta fórmula ganadora: los libros que publica son vendidos sólo a las personas que aparecen en sus páginas.

     Mack comenzó con una pequeña imprenta, que le garantizaba una parca manera de morirse de hambre. Hasta que un día tropezó con un filón de oro, como dicen en las películas. Y el emisario de su buena fortuna fue un hombre que un día ingresó en su imprenta para editar un trabajo sobre la extinción de un cardo que crece en partes de Arizona y de Texas. Mack hojeó el manuscrito y lo encontró bastante aburrido. Sin embargo, el hombre ordenó a Mack una primera edición de 10 mil ejemplares. Mack quiso disuadirlo de esa extravagancia, proponiéndole que imprimiera una edición príncipe de 50 ejemplares. Y si después el libro era un best-seller, le dijo, podría editar todas las copias que se le ocurrieran, pues ya contaría con las planchas. Pero el hombre se obstinó. Diez mil ejemplares o nada. Si no, llevaría su manuscrito a otra imprenta.

     Mack aceptó el encargo, se llevó el manuscrito a su casa y lo leyó. Se aburrió como una ostra. Lo único que le llamó la atención era esto: el cardo es una planta anual, de la familia de las compuestas, que alcanza un metro de altura, tiene hojas grandes y espinosas como las de la alcachofa, flores azules en cabezuela, y pencas que se comen crudas o cocidas.

     Al día siguiente, mi amigo hizo un segundo intento por disuadir al cliente. ¿Por qué no probaba inicialmente con un tiraje de cien ejemplares? Cuando Mack escuchó una especie de rugido desde el otro extremo del teléfono, se encogió de hombros e imprimió los 10 mil ejemplares. Un mes más tarde, el cliente reapareció para encargar una segunda edición: en esa ocasión, la tirada sería de 25 mil ejemplares.

     Mack quedó anonadado. ¿Era posible que tantos lectores estuvieran cautivados por un libro sobre esa planta anual de la familia de las compuestas? Mi amigo no lo podía entender. Volvió a revisar el libro y lo encontró aún más aburrido que la primera vez. Lo volvió a leer una tercera vez, y descubrió el secreto. Era como La carta robada de Edgar Allan Poe. El secreto era que el libro se iniciaba con una dedicatoria a alrededor de trescientas cincuenta personas que habían ayudado al escritor en su investigación sobre el cardo, y concluía con una bibliografía de unas treinta páginas donde se mencionaba a cuanto autor había investigado alguna vez la posible extinción de esa planta anual de hojas grandes y espinosas. El libro tenía una audiencia cautiva: aquellos que habían recibido una dedicatoria del autor, o cuyos trabajos habían sido citados en la bibliografía.

     Mack nunca se había preocupado mucho por el papel del narcisismo en los negocios. Pero una vez que descubrió su utilidad, se anotó en un curso de literatura en la Universidad de Columbia.

     “El curso tenía que ver con los personajes y la identificación del lector”, me explicó mi amigo. “Nuestro profesor nos preguntó el primer día ´ ¿Por qué una persona compra una novela?´ Simplemente porque necesita identificarse con alguno de sus personajes. ¿Por qué compra un libro de autoayuda? Porque se identifica con los síntomas que se describen en ese libro. Ya se trate de la caída del cabello, de la psoriasis o de una decepción amorosa, todo es cuestión de identificación”. Pues bien, Mack decidió crear libros donde las personas, en lugar de identificarse con otras, apareciesen en el rol de sí mismas.

     Digamos que Juan Pérez es un agente de bienes raíces. Pues bien, ¿para qué necesita Juan Pérez leer la historia de Michael Nicholas, un agente de bienes raíces, cuando Juan Pérez puede leer en cambio la historia del agente de bienes raíces Juan Pérez?

     Y fue así como Mack creó su exitosa casa editorial. Ha impreso sus guías de Who is Who? (¿Quién es quién?) para agentes de bienes raíces, plomeros, políticos, profesores universitarios, peluqueros y empresarios de pompas fúnebres. La fórmula es irresistible. En primer lugar, en la portada aparece algún héroe de la patria que antes de dedicarse a sus heroísmos fue agente de bienes raíces, o peluquero, o plomero o empresario de pompas fúnebres. Eso es algo sencillo de encontrar en Estados Unidos, donde la leyenda de Horatio Alger hace creer que los padres fundadores empezaron vendiendo periódicos o running errands. Y si no hay muchos héroes disponibles, Mack extrae un retrato de Benjamin Franklin, que durante su extensa vida hizo prácticamente de todo. Al retrato del héroe de antaño Mack añade en las portadas de sus guías algún emprendedor personaje del presente (digamos Donald Trump, si se trata de promocionar a los agentes de bienes raíces), y en las páginas interiores ofrece los nombres de unos diez seres conocidos, y otros cuatro o cinco mil desconocidos.

     Las guías se hacen más gordas con cada año que pasa. Está demostrado –no tengo las estadísticas a mano– que la vanidad prospera más rápido que los índices demográficos. Todos esos ilustres desconocidos pueden codearse con ilustres conocidos en las mismas páginas. Cada uno de los representados aparece en el libro con su fotografía y su currículo, que cada año se hace más extenso. (Mack cobra extras por un currículo ampliado o por fotografías de calidad).

     Nadie puede comprar esas guías, excepto los biografiados, y ni siquiera todos ellos. Mack es muy estrictor. En su contrato de ventas estipula que se requiere alcanzar cierto puntaje para hacerse acreedor a ellos. Una de las maneras más fáciles de adquirir puntos es recomendar a otros que comparten la misma actividad u oficio y que acepten ingresar a la guía. Es un negocio perfecto.

     Mack vive satisfecho y feliz, sabiendo que también sus clientes están satisfechos y felices, con sus biografías y sus rostros encerrados en textos clandestinos, gozando de una fama tan secreta como los best-sellers que han hecho su fortuna.

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