Mario Szichman
“Una fundación es
una gran masa de dinero
rodeada de personas
que intentan obtener
una parte de él”.
Dwight MacDonald
John D. MacArthur
se transformó en millonario vendiendo pólizas de seguro de vida al precio de un
dólar por desdichado durante los años de la Gran Depresión. En 1976 la revista Parade calificó su fortuna de “dudosa” y
sus hábitos de “insólitos”. El más llamativo de ellos era el de guardar en sus
bolsillos la comida sobrante de los banquetes.
En 1977, MacArthur
dio un salto gigantesco en su búsqueda de la inmortalidad: falleció, dejando
cerca de mil millones de dólares a una fundación que acarreaba su nombre. El
hijo de MacArthur culminó la tarea de elevar el pedestal del filántropo. En
1981, Roderick MacArthur anunció la concesión de 21 becas de trabajo a
“personas excepcionalmente talentosas que han dado muestras de originalidad y
dedicación en tareas creativas”. Cada ganador fue dotado con becas de entre 24
mil y 60 dólares anuales, para que durante un lustro se dedicara a cultivar
alguna musa.
UNA BECA
ES OTRA BECA
ES OTRA BECA
ES OTRA BECA
En los comienzos
de su proyecto, Roderick MacArthur se vanaglorió de los “altos riesgos de la
aventura”. Su propósito era propulsar a genios incomprendidos o marginados por
la sociedad. Pero cuando mencionó a esos ilustres desconocidos, la hilaridad
fue general. Entre los favorecidos anuales figuraba el poeta Robert Penn
Warren, decano en el arte de ser galardonado. La primera beca, la Rhodes Scholarship,
le fue otorgada en 1928. (La MacArthur le fue concedida 53 años después de su
primer galardón). Penn Warren fue además poeta oficial de la Biblioteca del
Congreso, becario Gugenheim, ganador de los premios Levinson, Carolina Sinkler,
Shelley, Edna Saint Vincent Millay, Medalla Nacional de Literatura, Premio
Pulitzer en tres ocasiones, y doctor honoris causa en Harvard, Yale, y en otras
12 universidades.
Otros ilustres desconocidos de la beca MacArthur habían obtenido premios
Pulitzer, entre ellos Robert Coles, Carl Schorske y Alain MacPherson. Inclusive
recipientes menos famosos como Lesie Marmon Silko y Robert Root-Bernstein
habían sido previamente condecorados. El primero, por su poesía, sus películas
y sus obras de teatro, y el segundo, por sus trabajos en bioquímica.
El crítico Michael Kinsley dijo en la revista The New Republic que los becarios de MacArthur “parecen haber sido
recompensados exclusivamente por el gran talento que han demostrado para
recibir homenajes”. Según Kinsley, las recompensas urdidas por personas como
MacArthur consisten en premiar “a seres condicionados para ganar becas,
personajes dotados de astucia, volubilidad, y de un servilismo que oscila entre
la moderación y el exceso”.
LA CONSPIRACIÓN DE LOS MECENAS
La beca MacArthur puede parecer a primera vista la excentricidad de un rico
heredero ansioso por borrar las huellas digitales de su padre –en su caso, de
los platos de comida– pero es en realidad hija legítima de una institución que
en Estados Unidos funciona a las mil maravillas: la del mecenazgo.
El Servicio de Rentas Internas de Estados Unidos tiene en sus listas
decenas de miles de fundaciones filantrópicas cuyo capital supera en su
conjunto la deuda externa de varias naciones latinoamericanas. Se trata de un
altruismo que permite perpetuar las fortunas. Sin la opción de las fundaciones
la mayor parte de la fortuna de un millonario muerto iría a parar al fisco en
concepto de impuestos a la herencia. Además, brinda a los donantes el título de
benefactor.
Teniendo en cuenta que los padres fundadores del capitalismo norteamericano
como Rockefeller, Morgan, Vanderbilt, Carnegie, Harriman, Gould y Frick, entre
otros, han sido inmortalizados como los “robber barons” –asaltantes de caminos– disponer de una
cohorte de intelectuales agradecidos ofrece una considerable ventaja en este
mundo cruel.
Pero hay otro factor de importancia. Las fundaciones ofrecen la posibilidad
de enderezar cierto tipo de estudios hacia territorios que el mecenas desea
investigar por razones personales.
En su libro America´s 60 Families,
publicado en 1937, el economista Ferdinand Lundberg informó que en 1927, John
P. Morgan entregó 200 mil dólares para equipar el Instituto Neurológico de
Nueva York, a fin de que investigara la enfermedad del sueño. Dos años antes,
la esposa de Morgan había fallecido víctima de ese mal. Por su parte, el
Instituto Rockefeller ofreció vastos fondos para el estudio de las enfermedades
tropicales. Lundberg dijo que ese estudio era “una labor de enorme importancia
para la explotación económica de América Latina, donde los Rockefeller tienen
vastas concesiones petrolíferas”, especialmente en Venezuela.
Y como el dinero todo lo puede, algunos filántropos han usado becas para
satisfacer venganzas personales. Ben Whitaker, en su libro The Foundations, reveló el costado lunático de ciertos donantes,
como aquel millonario norteamericano que estableció un subsidio para incitar a
los campesinos franceses a disfrazarse de toreros y bailarines de hula-hula,
pues deseaba confirmar su tesis de que “el pueblo de Francia, con tal de
conseguir algunas monedas, es capaz de someterse a cualquier clase de degradación”.
LOS PENSIONISTAS
NEURÓTICOS
En The Sociology of Literary Taste,
Levin Schücking decía
que la historia de las artes era, en gran parte, la historia de su protección
por parte de algunos príncipes. En el último siglo, los príncipes han sido
reemplazados por reyes: el rey del petróleo Rockefeller, el rey del automóvil
Ford, o el rey de las pólizas de seguro MacArthur. Gracias a trovadores
complacientes, esos monarcas han conseguido derrotar a espíritus hostiles. Pero
los trovadores terminan pagando un precio. Tal como indicó el novelista Paul
Theroux, los subsidiados genios se han convertido “en pensionistas neuróticos,
siempre a la defensiva, y sobre todo ociosos, incapaces de mover un dedo a
menos se los tiente con una beca deducible de impuestos”.
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