18 de junio
de 2013
Mario
Szichman
I
Hemos ingresado
al reino de este mundo gracias a la actividad amatoria de nuestros
progenitores, y solemos abandonarlo por desilusión, por penosas enfermedades,
envenenados con gases, de aburrimiento, de soledad, de tristeza, por asesinatos,
o agobiados por esa crónica enfermedad que se llama la vida. O, para decirlo de manera escueta, con frase de William Faulkner: “El sexo y la
muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo”. Nuestra maldición consiste
en buscar escondites para reproducirnos, y celebrar en cambio a plena luz del
día al bravucón que nos conduce a las matanzas. Pero Gibbon lo dijo mucho mejor
que yo: “Mientras la humanidad siga otorgando más aplausos a sus destructores
que a sus benefactores, la sed de gloria militar será siempre la depravación de
sus personajes más enardecidos”.
Yo creo todo
lo contrario. Creo que debemos celebrar el amor y maldecir a los patrióticos
asesinos que con la excusa de alcanzar la felicidad universal, siembran su
camino de cadáveres.
Creo en esos
instantes tan especiales en que los amantes se despojan de sus ropas para
reclamar, como una tierna obligación, la impudicia del otro, y acarician la
otra carne para hacerse inmortales. Es el único
momento en que el ser humano parece ingresar en un templo, sintiendo miedo,
acompañado de la liturgia, y de la reverencia que anticipa el encuentro con la
divinidad.
Creo en los
héroes civiles. Detesto a los autócratas, a los iluminados, a esos seres
irracionales que se creen ungidos por alguno de los profusos dioses únicos que
hemos creado para alentar la guerra con la excusa de defender una religión o el
reino de la razón. Me disgustan aquellos que detentan el monopolio de la verdad
y crean herejías para transformar en ex personas a quienes discrepan de su autoridad.
Y de esa preocupación surgió Eros y la
doncella. Una doncella estilizada como una escuadra de carpintero, escueta
como un atril, virtuosa como un altar, que otros rebautizaron con el nombre de
guillotina. Pero no se asusten. Aborrezco las novelas de tesis, me disgustan
aquellos narradores que se escudan en el ensayo para disimular sus fallas en el
terreno de la narrativa. Tampoco creo en las buenas almas. Estoy en cambio
convencido de que un reaccionario como Balzac,
un soterrado racista como Faulkner, un tardío fascista como Celine, han llegado
a explorar mejor el corazón humano que quienes hablan por los dos costados de
la boca, patrocinan todos los regímenes políticos y siempre se ubican a buena
distancia de aquello que ponga en peligro el suministro de premios y de becas. Amo
a los desesperados, a los underdog, a
los perdedores, y como Balzac, querría creer que formo parte de esa oposición
que se llama la vida.
La muerte de
un ser querido afligió la redacción de Eros
y la doncella, aunque al mismo tiempo la alentó. Escribí la novela tras el
fallecimiento de mi esposa Laura Corbalán, pero no redacté un texto para
conmemorar una muerte, sino para celebrar una vida. La vida de una persona que
fue una intelectual a tiempo completo, un ser maravilloso e íntegro.
Afortunadamente,
en medio de esa desolación, que nunca fue soledad, muchas voces amigas me confortaron.
Especialmente mis amigos venezolanos, entre ellos la profesora Carmen Virginia
Carrillo, quien más esfuerzos hizo para que esta honorable versión de Eros y la doncella pudiese ingresar a la imprenta. Lo dije en la
dedicatoria y lo repito aquí: “Amable como un hada buena en su trato personal,
insobornable a la hora de señalar fallas narrativas, implacable cuando se trató
de desechar partes enteras, la profesora Carrillo ha sido mucho más que una
editora de este texto que a ella debe su existencia”.
Pero no
quiero incursionar en el territorio de Charles Dickens. Aunque amo la tragedia
y el melodrama, detesto la aflicción. Y me aferro a las palabras de Faulkner enunciadas por uno de sus personajes en la novela The Wild Palms: “Si me dan a elegir
entre la pena y la nada, elijo la pena”.
II
Nací en
Buenos Aires, en 1945, de padres judíos. Parte de la familia de mi padre, los
Szichman, logró llegar a la Argentina antes de 1933, cuando cerraron las
puertas de la inmigración. El resto de los Szichman se quedó en Polonia. Era
una época en que los pogroms sentían una atracción especial por los judíos, del
mismo modo en que la miel atrae a las moscas. Y esa familia desapareció en la
guerra, posiblemente en campos de concentración. Parte de la saga familiar fue narrada en mi
trilogía del Mar Dulce. En cuanto a mis ancestros maternos, los Szylder,
lograron llegar intactos a la Argentina. La familia Szylder estaba constituida
por mis abuelos y por nueve hijos, seis mujeres y tres varones. Cuando los
hijos mayores de mi abuela verificaron que con sus progenitores había once
bocas que alimentar, decidieron poner a mi abuela en un altar, para que mi
abuelo no pudiera alcanzarla.
Crecí en
Buenos Aires, y desde que tuve uso de razón quise abandonar la Argentina porque
me fascinaba el Mar Caribe. Pude lograrlo tras hacer el servicio militar. Y
nunca más retorné, pues hay dos períodos en la Argentina cuando resulta difícil
vivir: durante sus tétricas dictaduras, y durante sus lúgubres democracias.
En 1967, cuando tenía 21 años de edad, inicié
una nueva vida en Venezuela. Descubrí que el Mar Caribe era de un azul intenso,
como en las películas de piratas protagonizadas por Burt Lancaster, y que ese
azul no había sido creado en un laboratorio cinematográfico. Por lo tanto
decidí acoger a Venezuela como mi patria adoptiva. En Venezuela aprendí a
escribir, en Venezuela me convertí en periodista. Nunca perdí contacto con Venezuela.
Gracias a Venezuela pude volver a publicar, tras un hiato de veinte años. Rindo
aquí mi homenaje a ese titán de la industria editorial venezolana llamado José
Agustín Catalá. Mi homenaje también al Núcleo Rafael Rangel de la Universidad
de Los Andes, en el estado Trujillo, que es ya mi alma mater. Les envío un cariñoso abrazo a la profesora Guadalupe
Carrillo en México, y al poeta Edmundo Bracho en Londres, otros afectuosos,
inteligentes, dadores de sangre intelectual.
Y el último galardón que he obtenido de mi
patria adoptiva es ser corresponsal en Nueva York del periódico Tal Cual de Caracas, un bastión de
quienes aceptan la derrota sin resignarse a ella, un baluarte de los underdog, de los perdedores, de las ex
personas creadas por el chavismo, y especialmente, un reducto de dignidad.
La trilogía
de la patria boba, integrada por Los
Papeles de Miranda, Las dos muertes
del general Simón Bolívar y Los años
de la guerra a muerte constituye mi homenaje a Venezuela. Pero es un
homenaje crítico. El mejor homenaje que se puede rendir a un país que se ama es
destacar sus carencias, y propiciar sus virtudes. También esta novela que hoy presento
en el palacio de Linares es en buena parte un homenaje a Venezuela. Homenaje
que debo a la profesora Carrillo, pues ella me alentó a incluir en sus páginas
al Precursor Francisco de Miranda, el personaje más seductor e increíble que ha
dado la Revolución de América Latina.
III
Mi incursión
en el territorio de la narrativa es una tardía elección, aunque comencé a
recorrer ese camino cuando tenía 21 años de edad. Y aún en la actualidad no
estoy seguro de imaginarme como un escritor. Se trata de una labor muy
solitaria, y con tantos altibajos que es mejor protegerse con otra profesión.
Chejov, no
precisamente el peor de los escritores, se protegía con la medicina. “La
medicina es mi esposa legítima”, proclamaba, “y la literatura es mi amante”. En
mi caso, mi esposa legítima es el periodismo, y la literatura es mi amante. El
periodismo me obliga a escribir todos los días, y me hace sentir tan culpable
de dedicarle varias horas, que consagro luego la misma cantidad de tiempo a mi
amante. Espero que mi esposa legítima no se entere.
Por regla
general los seres humanos eligen sus profesiones por descarte. Y para mí, la
escritura es un producto del descarte. Porque en realidad, mi primera opción de
empleo, la tarea a la que aún no he renunciado, y que tal vez emprenda en el
futuro, ha sido la de convertirme en pirata. Desde que tengo uso de razón quise
ser pirata. Siempre pensé que mi vida concluiría alrededor de los 35 años de
edad, y que mi última mirada estaría dedicada a observar un mar azul desde la
parte más alta de un palo mayor, mientras el verdugo me colocaría una gruesa
soga en torno al cuello. Todo marchaba muy bien en ese proyecto, hasta que descubrí
la costosa logística de ser pirata. Por ejemplo, eran frecuentes los accidentes
de trabajo entre los lobos de mar. Y aunque las indemnizaciones resultaban
razonables: la pérdida de un ojo era recompensada con 100 piezas de a ocho, la
pérdida del brazo derecho con 600 piezas de a ocho, y la pérdida de la pierna
izquierda con 400 piezas de a ocho, tener en el bolsillo 1.100 piezas de a ocho
y circular por las calles con un ojo, un brazo, y una pierna menos, me parecía escasamente
elegante.
Por lo
tanto, elegí como alternativa el oficio de escritor, pues cualquiera puede escribir
si cuenta con un cuaderno y un lápiz. Y por supuesto, si tiene además un buen
diccionario, una buena gramática, y un theasurus,
para encontrar sinónimos, antónimos y parónimos.
Hay otras
dos cosas muy importantes entre las herramientas del escritor. El equívoco y la
ingenuidad. El equívoco es como los juegos de manos en un prestidigitador.
Sorprende al lector, a veces lo conmueve, y otras lo hace reír. En un filme de
Woody Allen, le preguntan al protagonista cómo se gana la vida. “Mi tarea”,
dice el protagonista, “es vestir y desvestir a las coristas en un espectáculo
de burlesco”. Y el interrogador, desconcertado, indaga: “¿Y pagan mucho?” Y el
protagonista responde: “Yo pago 300 dólares por noche, porque no tengo mucho
dinero”.
En cuanto a
la ingenuidad, es descubrir el mundo con ojos siempre flamantes. En su novela Absalom, Absalom, Faulkner describe a
una mujer sentada erecta en una silla muy alta. Tan alta, que sus piernas
cuelgan derechas y rígidas, a algunos centímetros del suelo, “Con ese aire de
furia impotente de los pies infantiles”. Eso es síntesis, eso es creación, eso
es mirar la vida con ojos flamantes.
Y finalmente,
para ser un buen escritor, según decía Hemingway, es indispensable contar con
un buen detector de excrementos, y a prueba de golpes. Bueno, él usaba una
palabra un poco más fuerte.
IV
Después de concluir Eros y la doncella, me ocurrió algo curioso. Comencé a pensar en la
muerte. E inicié las labores destinadas a recibirla. Pensé en las exiguas ropas
finales. Dos jeans, dos camisas azules, un buen par de botas para la nieve, una
chaqueta con capucha, pues el invierno neoyorquino suele ser muy duro.
Medité en
los parcos libros finales. Obviamente el Quijote, el Cándido
de Voltaire, los relatos de Kafka, Bouvard
y Pécuchet, de Flaubert, y A la
búsqueda del tiempo perdido. Especialmente la novela de Proust, pues podía leerla con parsimonia, y así
prolongar algunos meses más mi estadía en la tierra.
Pensé
también en las frugales comidas finales, en las mitigadas bebidas finales, en
los raros paseos finales. Por supuesto, pensaba compensar todas esas cosas
exiguas, parcas, frugales, con numerosos amoríos finales, pues uno puede ser melancólico,
pero no tonto.
Y de
repente, paseando distraídamente por mi apartamento, tropecé con una caja de cartón
donde guardaba cuadernos de apuntes. Y empecé a revisarlos. Y descubrí que
había todavía numerosos proyectos que ni siquiera había considerado. Novelas,
cuentos, ensayos satíricos. Y principié a anotar ideas. Y descubrí que para
concretar todos esos proyectos no me convenía fallecer en fecha próxima. En
realidad, un cálculo preliminar indica que tendré que vivir hasta los 278 años.
Por lo
tanto, decidí, en la medida de lo posible, prolongar mi estadía en el planeta
tierra. Seguiré escribiendo, y seguiré apostando a lo que creo.
Y en esto
creo:
Creo en el
humor que está por encima del miedo. Cuando Sigmund Freud fue interrogado en
Viena por la Gestapo, sus examinadores le exigieron que escribiera una carta reconociendo
que había recibido un buen trato. Y Freud acató la orden y escribió que sí, que
había recibido un buen trato, y que estaba en condiciones de recomendarle la
Gestapo a todo el mundo.
Creo, con
Proust, que uno deja de ser maestro cuando se rodea de discípulos.
Creo, con el
grande entre los grandes Leonard Cohen que debemos pelear de manera cotidiana
para superar la congoja y hacer que la alegría reine en el mundo. Leonard Cohen
suele decir: “He ingerido gran cantidad de
Prozac, Paxol, Wellbutri, Reflexol, Ritalin y Focalin ... También he estudiado
en profundidad las filosofías y religiones de todo el mundo … pero siempre la
felicidad logró interferir … y además
triunfar. Como Cohen, yo también tuve mis altibajos, mis
búsquedas, y desencuentros. Por eso es siempre grato encontrar seres humanos
que suavizan la melancolía, alientan la euforia, y contribuyen a que la alegría
se siga desbordando.
Creo, con
Roberto Arlt, que el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo.
Creo, con
Faulkner, que el hombre no sólo sobrellevará aflicciones sino que prevalecerá,
y que es inmortal, no por su inagotable voz, sino porque tiene un alma, un
espíritu capaz de compasión, de sacrificio, y de resistencia.
Y creo, no,
de esto me siento muy seguro, que al final mi sueño original se cumplirá, y
podré concluir mis días como pirata.
Ustedes
seguramente conocen a Ambrose Bierce, el autor de El diccionario del diablo, un diccionario donde se califica de
cínico a aquel que debido a su defectuosa visión, ve las cosas como son, y no
como deberían ser. Pues bien, cuando Bierce tenía 71 años de edad, decidió
averiguar cómo era una revolución en carne viva, en su caso, la mexicana. Sus
amigos le alertaron del peligro que podía correr, pero él les respondió: “Oh,
morir en México: ¡qué bella forma de eutanasia!”
Por lo
tanto, no descarto que algún día, un verdugo me conduzca al palo mayor de un
barco, ponga una soga en torno a mi cuello, y me haga morir como un pirata.
Espero tener en esa ocasión el coraje de decirle al verdugo que no me
arrepiento de haber formado parte de esa oposición que se llama la vida.
Tal vez,
quien sabe, mi sueño se convierta en realidad. ¡Oh, morir como un pirata, qué
bella forma de eutanasia!
Mario: Tu texto es muy bello: revela una gran erudición, inteligencia, pero, sobre todo, un sentido de lo humano que conmueve porque va más allá de la simple experiencia de vida. Es la reflexión de esa vida, de muchas vidas que apuestan por la luz, la alegría y el azul del mar. Aunque ser pirata no es para ti una metáfora, considera que de alguna forma ya lo eres. Te has subido al mástil de la escritura y desde ella ves el horizonte azul. Gracias por permitirnos disfrutar de ese extraordinario texto. Y mil felicidades por la presentación de Eros y La Doncella.
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