miércoles, 19 de junio de 2013

"El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo" Presentación de "Eros y la doncella" en la Casa de América de Madrid.




18 de junio de 2013

Mario Szichman

I
     Hemos ingresado al reino de este mundo gracias a la actividad amatoria de nuestros progenitores, y solemos abandonarlo por desilusión, por penosas enfermedades, envenenados con gases, de aburrimiento, de soledad, de tristeza, por asesinatos, o agobiados por esa crónica enfermedad que se llama la vida.  O, para decirlo de manera escueta,  con frase de William Faulkner: “El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo”. Nuestra maldición consiste en buscar escondites para reproducirnos, y celebrar en cambio a plena luz del día al bravucón que nos conduce a las matanzas. Pero Gibbon lo dijo mucho mejor que yo: “Mientras la humanidad siga otorgando más aplausos a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar será siempre la depravación de sus personajes más enardecidos”.
     Yo creo todo lo contrario. Creo que debemos celebrar el amor y maldecir a los patrióticos asesinos que con la excusa de alcanzar la felicidad universal, siembran su camino de cadáveres.
  Creo en esos instantes tan especiales en que los amantes se despojan de sus ropas para reclamar, como una tierna obligación, la impudicia del otro, y acarician la otra carne para hacerse inmortales. Es el único momento en que el ser humano parece ingresar en un templo, sintiendo miedo, acompañado de la liturgia, y de la reverencia que anticipa el encuentro con la divinidad. 
    Creo en los héroes civiles. Detesto a los autócratas, a los iluminados, a esos seres irracionales que se creen ungidos por alguno de los profusos dioses únicos que hemos creado para alentar la guerra con la excusa de defender una religión o el reino de la razón. Me disgustan aquellos que detentan el monopolio de la verdad y crean herejías para transformar en ex personas a quienes discrepan de su autoridad. Y de esa preocupación surgió Eros y la doncella. Una doncella estilizada como una escuadra de carpintero, escueta como un atril, virtuosa como un altar, que otros rebautizaron con el nombre de guillotina. Pero no se asusten. Aborrezco las novelas de tesis, me disgustan aquellos narradores que se escudan en el ensayo para disimular sus fallas en el terreno de la narrativa. Tampoco creo en las buenas almas. Estoy en cambio convencido de que un reaccionario como Balzac, un soterrado racista como Faulkner, un tardío fascista como Celine, han llegado a explorar mejor el corazón humano que quienes hablan por los dos costados de la boca, patrocinan todos los regímenes políticos y siempre se ubican a buena distancia de aquello que ponga en peligro el suministro de premios y de becas. Amo a los desesperados, a los underdog, a los perdedores, y como Balzac, querría creer que formo parte de esa oposición que se llama la vida.
     La muerte de un ser querido afligió la redacción de Eros y la doncella, aunque al mismo tiempo la alentó. Escribí la novela tras el fallecimiento de mi esposa Laura Corbalán, pero no redacté un texto para conmemorar una muerte, sino para celebrar una vida. La vida de una persona que fue una intelectual a tiempo completo, un ser maravilloso e íntegro.
     Afortunadamente, en medio de esa desolación, que nunca fue soledad, muchas voces amigas me confortaron. Especialmente mis amigos venezolanos, entre ellos la profesora Carmen Virginia Carrillo, quien más esfuerzos hizo para que esta honorable versión de Eros y la doncella pudiese ingresar a la imprenta. Lo dije en la dedicatoria y lo repito aquí: “Amable como un hada buena en su trato personal, insobornable a la hora de señalar fallas narrativas, implacable cuando se trató de desechar partes enteras, la profesora Carrillo ha sido mucho más que una editora de este texto que a ella debe su existencia”.

   Pero no quiero incursionar en el territorio de Charles Dickens. Aunque amo la tragedia y el melodrama, detesto la aflicción. Y me aferro a las palabras de Faulkner enunciadas  por uno de sus personajes en la novela The Wild Palms: “Si me dan a elegir entre la pena y la nada, elijo la pena”.

II
 Nací en Buenos Aires, en 1945, de padres judíos. Parte de la familia de mi padre, los Szichman, logró llegar a la Argentina antes de 1933, cuando cerraron las puertas de la inmigración. El resto de los Szichman se quedó en Polonia. Era una época en que los pogroms sentían una atracción especial por los judíos, del mismo modo en que la miel atrae a las moscas. Y esa familia desapareció en la guerra, posiblemente en campos de concentración.  Parte de la saga familiar fue narrada en mi trilogía del Mar Dulce. En cuanto a mis ancestros maternos, los Szylder, lograron llegar intactos a la Argentina. La familia Szylder estaba constituida por mis abuelos y por nueve hijos, seis mujeres y tres varones. Cuando los hijos mayores de mi abuela verificaron que con sus progenitores había once bocas que alimentar, decidieron poner a mi abuela en un altar, para que mi abuelo no pudiera alcanzarla.
    Crecí en Buenos Aires, y desde que tuve uso de razón quise abandonar la Argentina porque me fascinaba el Mar Caribe. Pude lograrlo tras hacer el servicio militar. Y nunca más retorné, pues hay dos períodos en la Argentina cuando resulta difícil vivir: durante sus tétricas dictaduras, y durante sus lúgubres democracias.
En 1967, cuando tenía 21 años de edad, inicié una nueva vida en Venezuela. Descubrí que el Mar Caribe era de un azul intenso, como en las películas de piratas protagonizadas por Burt Lancaster, y que ese azul no había sido creado en un laboratorio cinematográfico. Por lo tanto decidí acoger a Venezuela como mi patria adoptiva. En Venezuela aprendí a escribir, en Venezuela me convertí en periodista. Nunca perdí contacto con Venezuela. Gracias a Venezuela pude volver a publicar, tras un hiato de veinte años. Rindo aquí mi homenaje a ese titán de la industria editorial venezolana llamado José Agustín Catalá. Mi homenaje también al Núcleo Rafael Rangel de la Universidad de Los Andes, en el estado Trujillo, que es ya mi alma mater. Les envío un cariñoso abrazo a la profesora Guadalupe Carrillo en México, y al poeta Edmundo Bracho en Londres, otros afectuosos, inteligentes, dadores de sangre intelectual.
     Y el último galardón que he obtenido de mi patria adoptiva es ser corresponsal en Nueva York del periódico Tal Cual de Caracas, un bastión de quienes aceptan la derrota sin resignarse a ella, un baluarte de los underdog, de los perdedores, de las ex personas creadas por el chavismo, y especialmente, un reducto de dignidad.
    La trilogía de la patria boba, integrada por Los Papeles de Miranda, Las dos muertes del general Simón Bolívar y Los años de la guerra a muerte constituye mi homenaje a Venezuela. Pero es un homenaje crítico. El mejor homenaje que se puede rendir a un país que se ama es destacar sus carencias, y propiciar sus virtudes. También esta novela que hoy presento en el palacio de Linares es en buena parte un homenaje a Venezuela. Homenaje que debo a la profesora Carrillo, pues ella me alentó a incluir en sus páginas al Precursor Francisco de Miranda, el personaje más seductor e increíble que ha dado la Revolución de América Latina.

III 
     Mi incursión en el territorio de la narrativa es una tardía elección, aunque comencé a recorrer ese camino cuando tenía 21 años de edad. Y aún en la actualidad no estoy seguro de imaginarme como un escritor. Se trata de una labor muy solitaria, y con tantos altibajos que es mejor protegerse con otra profesión.
Chejov, no precisamente el peor de los escritores, se protegía con la medicina. “La medicina es mi esposa legítima”, proclamaba, “y la literatura es mi amante”. En mi caso, mi esposa legítima es el periodismo, y la literatura es mi amante. El periodismo me obliga a escribir todos los días, y me hace sentir tan culpable de dedicarle varias horas, que consagro luego la misma cantidad de tiempo a mi amante. Espero que mi esposa legítima no se entere.
     Por regla general los seres humanos eligen sus profesiones por descarte. Y para mí, la escritura es un producto del descarte. Porque en realidad, mi primera opción de empleo, la tarea a la que aún no he renunciado, y que tal vez emprenda en el futuro, ha sido la de convertirme en pirata. Desde que tengo uso de razón quise ser pirata. Siempre pensé que mi vida concluiría alrededor de los 35 años de edad, y que mi última mirada estaría dedicada a observar un mar azul desde la parte más alta de un palo mayor, mientras el verdugo me colocaría una gruesa soga en torno al cuello. Todo marchaba muy bien en ese proyecto, hasta que descubrí la costosa logística de ser pirata. Por ejemplo, eran frecuentes los accidentes de trabajo entre los lobos de mar. Y aunque las indemnizaciones resultaban razonables: la pérdida de un ojo era recompensada con 100 piezas de a ocho, la pérdida del brazo derecho con 600 piezas de a ocho, y la pérdida de la pierna izquierda con 400 piezas de a ocho, tener en el bolsillo 1.100 piezas de a ocho y circular por las calles con un ojo, un brazo, y una pierna menos, me parecía escasamente elegante.
     Por lo tanto, elegí como alternativa el oficio de escritor, pues cualquiera puede escribir si cuenta con un cuaderno y un lápiz. Y por supuesto, si tiene además un buen diccionario, una buena gramática, y un theasurus, para encontrar sinónimos, antónimos y parónimos.
     Hay otras dos cosas muy importantes entre las herramientas del escritor. El equívoco y la ingenuidad. El equívoco es como los juegos de manos en un prestidigitador. Sorprende al lector, a veces lo conmueve, y otras lo hace reír. En un filme de Woody Allen, le preguntan al protagonista cómo se gana la vida. “Mi tarea”, dice el protagonista, “es vestir y desvestir a las coristas en un espectáculo de burlesco”. Y el interrogador, desconcertado, indaga: “¿Y pagan mucho?” Y el protagonista responde: “Yo pago 300 dólares por noche, porque no tengo mucho dinero”.
     En cuanto a la ingenuidad, es descubrir el mundo con ojos siempre flamantes. En su novela Absalom, Absalom, Faulkner describe a una mujer sentada erecta en una silla muy alta. Tan alta, que sus piernas cuelgan derechas y rígidas, a algunos centímetros del suelo, “Con ese aire de furia impotente de los pies infantiles”. Eso es síntesis, eso es creación, eso es mirar la vida con ojos flamantes.  
     Y finalmente, para ser un buen escritor, según decía Hemingway, es indispensable contar con un buen detector de excrementos, y a prueba de golpes. Bueno, él usaba una palabra un poco más fuerte.
IV
     Después de concluir Eros y la doncella, me ocurrió algo curioso. Comencé a pensar en la muerte. E inicié las labores destinadas a recibirla. Pensé en las exiguas ropas finales. Dos jeans, dos camisas azules, un buen par de botas para la nieve, una chaqueta con capucha, pues el invierno neoyorquino suele ser muy duro.
Medité en los parcos libros finales. Obviamente el Quijote,  el Cándido de Voltaire, los relatos de Kafka, Bouvard y Pécuchet, de Flaubert, y A la búsqueda del tiempo perdido. Especialmente la novela de Proust,  pues podía leerla con parsimonia, y así prolongar algunos meses más mi estadía en la tierra.
     Pensé también en las frugales comidas finales, en las mitigadas bebidas finales, en los raros paseos finales. Por supuesto, pensaba compensar todas esas cosas exiguas, parcas, frugales, con numerosos amoríos finales, pues uno puede ser melancólico, pero no tonto.
    Y de repente, paseando distraídamente por mi apartamento, tropecé con una caja de cartón donde guardaba cuadernos de apuntes. Y empecé a revisarlos. Y descubrí que había todavía numerosos proyectos que ni siquiera había considerado. Novelas, cuentos, ensayos satíricos. Y principié a anotar ideas. Y descubrí que para concretar todos esos proyectos no me convenía fallecer en fecha próxima. En realidad, un cálculo preliminar indica que tendré que vivir hasta los 278 años.
     Por lo tanto, decidí, en la medida de lo posible, prolongar mi estadía en el planeta tierra. Seguiré escribiendo, y seguiré apostando a lo que creo.
     Y en esto creo:
     Creo en el humor que está por encima del miedo. Cuando Sigmund Freud fue interrogado en Viena por la Gestapo, sus examinadores le exigieron que escribiera una carta reconociendo que había recibido un buen trato. Y Freud acató la orden y escribió que sí, que había recibido un buen trato, y que estaba en condiciones de recomendarle la Gestapo a todo el mundo.
     Creo, con Proust, que uno deja de ser maestro cuando se rodea de discípulos.
   Creo, con el grande entre los grandes Leonard Cohen que debemos pelear de manera cotidiana para superar la congoja y hacer que la alegría reine en el mundo. Leonard Cohen suele decir: “He ingerido gran cantidad de Prozac, Paxol, Wellbutri, Reflexol, Ritalin y Focalin ... También he estudiado en profundidad las filosofías y religiones de todo el mundo … pero siempre la felicidad logró interferir … y además  triunfar.          Como Cohen, yo también tuve mis altibajos, mis búsquedas, y desencuentros. Por eso es siempre grato encontrar seres humanos que suavizan la melancolía, alientan la euforia, y contribuyen a que la alegría se siga desbordando.
     Creo, con Roberto Arlt, que el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo.
     Creo, con Faulkner, que el hombre no sólo sobrellevará aflicciones sino que prevalecerá, y que es inmortal, no por su inagotable voz, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio, y de resistencia.
     Y creo, no, de esto me siento muy seguro, que al final mi sueño original se cumplirá, y podré concluir mis días como pirata.
     Ustedes seguramente conocen a Ambrose Bierce, el autor de El diccionario del diablo, un diccionario donde se califica de cínico a aquel que debido a su defectuosa visión, ve las cosas como son, y no como deberían ser. Pues bien, cuando Bierce tenía 71 años de edad, decidió averiguar cómo era una revolución en carne viva, en su caso, la mexicana. Sus amigos le alertaron del peligro que podía correr, pero él les respondió: “Oh, morir en México: ¡qué bella forma de eutanasia!”
     Por lo tanto, no descarto que algún día, un verdugo me conduzca al palo mayor de un barco, ponga una soga en torno a mi cuello, y me haga morir como un pirata. Espero tener en esa ocasión el coraje de decirle al verdugo que no me arrepiento de haber formado parte de esa oposición que se llama la vida.
     Tal vez, quien sabe, mi sueño se convierta en realidad. ¡Oh, morir como un pirata, qué bella forma de eutanasia!




1 comentario:

  1. Mario: Tu texto es muy bello: revela una gran erudición, inteligencia, pero, sobre todo, un sentido de lo humano que conmueve porque va más allá de la simple experiencia de vida. Es la reflexión de esa vida, de muchas vidas que apuestan por la luz, la alegría y el azul del mar. Aunque ser pirata no es para ti una metáfora, considera que de alguna forma ya lo eres. Te has subido al mástil de la escritura y desde ella ves el horizonte azul. Gracias por permitirnos disfrutar de ese extraordinario texto. Y mil felicidades por la presentación de Eros y La Doncella.

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