jueves, 27 de junio de 2013

La honda de David



Mario Szichman


 “Nuestra época de dependencia,
nuestro largo aprendizaje
del saber de otros países,
está a punto de terminar.
Los millones de personas
que a nuestro alrededor
ingresan en la vida con premura,
no pueden alimentarse siempre
de los restos marchitos
de cosechas extrañas”

Ralph Waldo Emerson


     Siempre me fascinó una bravuconada de Danton, uno de los jefes de la Revolución Francesa. (Gracias, Fernando Rodríguez Lafuente por recordarla). Cuando Francia estaba rodeada de ejércitos que intentaban aplastar la revolución, Danton dijo en la Convención Nacional: “Los reyes unidos nos amenazan. Pues nosotros arrojamos a sus pies, como un desafío, la cabeza de un rey”. 
     En la América Latina de mediados y fines del siglo XIX, no eran muchos los intelectuales dispuestos a entablar desafíos con la cultura europea. Proliferaban aquellos que se aferraban a los restos marchitos de cosechas extrañas, aquejados por cierto complejo de inferioridad. Domingo Faustino Sarmiento, tal vez el más formidable intelectual que dio la Argentina a mediados del siglo XIX, seguía pensando que Europa era la civilización, y América la barbarie. Y aunque Sarmiento reclamaba soltura y libertad a los intelectuales, lo seguía haciendo desde una posición subalterna. Sarmiento quería soltar la prosa –y ahí está su magnífico Facundo, o su Diario de la Campaña del Ejército Grande– pero sin desamarrar las ataduras de la dependencia con Francia o con Gran Bretaña. “Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que se os antoje”, decía Sarmiento en uno de sus ensayos, “que eso será bueno en el fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de nadie; pero, bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza”.
     Se trataba de un magnífico programa para un intelectual. Pero en el plano puramente intelectual. Hubo otros que acometieron el desafío desde un ángulo distinto. Uno de ellos fue José María Vargas Vila y otro fue ese indispensable héroe literario y político llamado José Martí, quien consiguió la hazaña de revitalizar el idioma español marchando no hacia adelante, sino hacia atrás, abrevando en las fuentes del Romancero.
Anticipándose a Karl Kraus, Martí consideraba que: “la meta es el origen”. Y esa tarea de renovación del idioma la ejerció Martí al mismo tiempo que arrojaba a los reyes de España, como un desafío, la  propuesta de independencia para Cuba. Le debemos a Luis Rafael que gracias a su ensayo Entre Prometeo y Narciso, el siglo modernista (1880–1980)[i] la figura de Martí persista en su relumbre y en el deslumbramiento.


      El HOMBRE NUEVO

    Parecería que en América Latina, lo único que persiste es el olvido, y el desprecio por todo aquello no sancionado por el canon europeo. Inclusive los autores latinoamericanos que hablan de los protagonistas de su prosa o de su poesía, suelen ofrecer demasiadas explicaciones al comentar algunos autores. Muy pocos se salvan del escrutinio tolerante. Parecería como si estudiásemos explícitos autores no por su valía, sino porque nos ordenan leerlos.
     Algunos de nuestros precursores inclusive son disculpados porque no llegaron a tocar el cielo con las manos, o porque se alimentaron de los restos marchitos de cosechas extrañas. Y sus promotores suelen pedir disculpas porque se dictan seminarios sobre sus obras, o por haberse especializado en algunas de ellas. Bueno, nos dicen: este autor no ha alcanzado la sublimidad de Baudelaire, pero, sin embargo…. O: la prosa de este otro no ha logrado cubrir la temática de Renan, o a explorar personajes con la hondura de Balzac. Aunque, si examinamos bien este pasaje, podría decirse que …
     Pero en su libro Entre Prometeo y Narciso, Luis Rafael Hernández nos muestra uno de los escasos intelectuales latinoamericanos de quienes nunca necesitamos pedir disculpas.  No hay que dar explicaciones sobre Martí. Nadie nos ordena leerlo. Sus versos están grabados en el cancionero popular (Guantanamera), sus frases pertenecen al saber popular, y persisten como los dichos de Cervantes, y poseen el mismo escalpelo que algún verso de Quevedo. Nos dice Quevedo en su Epístola Satírica y Censoria contra las costumbres presentes de los castellanos escrita al Conde-Duque de Olivares:

No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca, ya la frente,
Me representes o silencio o miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Nos dice Martí:
Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere,
Ó
No me pongan en lo oscuro,
A morir como un traidor.
Yo soy bueno, y como bueno
Moriré de cara al sol.

Nuestro es el Martí de “Grato es morir: horrible vivir muerto”, o el de “Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. El Martí que nos pertenece no se doblega, no se rinde. Se trata de un Martí tan preciso, tan certero, tan contundente en su poesía, como lo es en su prosa, tanto en su prosa literaria como en su prosa política. Martí nunca traiciona. Cuando se trata de otros intelectuales siempre llega el momento en que tememos su aflojada, su debilidad, su caída. Eso es ajeno a Martí. Del principio al final de su vida la trayectoria no cambia. El Apóstol se limita a afilar los instrumentos para que su itinerario se mantenga diáfano. Los halagos del poderoso no lo distraen de su faena, que es conseguir la independencia de Cuba, e impedir que Puerto Rico caiga en manos de Estados Unidos.
Confrontado con el enorme y endeble Rubén Darío, Martí crece día a día. Y al analizar las dos vertientes del Modernismo latinoamericano, la calmada pluma de Luis Rafael muestra la superioridad del prócer cubano.
En uno de sus primeros libros, Evaristo Carriego, cuando Jorge Luis Borges todavía no sabía que era Jorge Luis Borges, enunció algunas divertidas invectivas contra Rubén Darío. Decía Borges que “el verdadero y famoso padre de esa relajación” –aludía al preciosismo de cierta poesía finisecular– había sido Darío, quien “a trueque de importar del francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva su versos en el Petit Larousse con una tan infinita ausencia de escrúpulos, que panteísmo y cristianismo eran palabras sinónimas para él y que al representarse aburrimiento escribía nirvana[ii].
Ignoro si  Borges habló alguna vez de Martí. Pero estoy seguro que no hubiera podido criticarlo acusándolo de amueblar a mansalva sus versos en el Petit Larousse, o de usar palabras sinónimas que no lo eran, o simplemente de ausencia de escrúpulos.
José Ramón Jiménez fue uno de los mejores en resumir la belleza, el poder, la integridad de la prosa de Martí. Recuerda Luis Rafael en su libro que el autor de Platero y yo sentía rechazo por Darío pues “nunca me conquistaron las princesas exóticas, los griegos y romanos de medallón, las japonerías ´caprichosas´” o los “hidalgos ´edad de oro´”. Pero Martí “era otra cosa”. Y la otra cosa consistía en que Martí era “más derecho, más acerado, más discreto, más fino, más secreto, más nacional y más universal”.
Cada vez resulta más difícil hacer las paces con los enemigos de nuestra juventud, cada vez son más peliagudos los dilemas existentes entre la originalidad cargada de defectos y la rastrera imitación que rinde homenaje a quienes consideramos superiores a nosotros. En ese sentido, Martí es diferente. Lejos de apelar a los restos marchitos de cosechas extrañas, Martí, hizo el viaje hacia la semilla. De ese cantar de los cantares que es la poesía española a partir del arcipreste de Hita, y hasta Góngora, moldeó y refinó un lenguaje. No marchó de lo sencillo a lo complejo. Se limitó a refinar aún más lo sencillo. Y al usar el vino viejo en odres nuevos renovó la poesía hispanoamericana y ejerció vasta influencia en algunos de los mejores poetas españoles.
 Entre Prometeo y Narciso cuenta con numerosas virtudes. Voy a destacar una, y a mencionar la esencial. La virtud cardinal es que Luis Rafael no trabaja sobre una plantilla enganchando ideas prestadas de otros autores no muy originales. Tampoco baraja distintas tesis, sin optar por ninguna de ellas, dejando al lector que decida. El ensayo no se pierde en vericuetos, o dilapida el objetivo. Cuando Luis Rafael cita, es para aclarar un concepto, o robustecer su tesis. La bibliografía no es como esa nariz del verso de Quevedo, a la que estaba pegado un hombre. La bibliografía es un andamio, jamás la parte principal del discurso.
En cuanto a la virtud esencial, consiste en la pasión. Luis Rafael quiere mostrar, y demuestra, que el mejor Modernismo es el encarnado por Martí. Y para eso muestra la lección del Maestro siguiendo su límpida trayectoria, sin visitar predios ajenos. Y si esa trayectoria tiene alguna curva, es la misma que sigue una flecha antes de llegar a su destino.  

Luis Rafael es un poeta, narrador y ensayista nacido en Cuba.
Ha publicado una veintena de libros, entre ellos:
            Narrativa: La magia de ET, Piratas y Corsarios del Caribe, Liz desea,  Cuentos   para dormir, Mulato, El dueño de los caballitos, El detective Perrín acude al llamado (cuento policíacos para niños)    
Ensayo:  Eliseo Diego: donde la demasiada luz.  
Poesía: Babel,  Cartas al hijo.




[i] Editorial Complutense, 2013.
[ii] En posteriores ediciones del libro, Borges dijo que conservaba “estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo creía que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que también creía que los de Quevedo eran superiores a los de Góngora”.

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