Mario Szichman
“Nuestra
época de dependencia,
nuestro largo aprendizaje
del saber de otros países,
está a punto de terminar.
Los millones de personas
que a nuestro alrededor
ingresan en la vida con premura,
no pueden alimentarse siempre
de los restos marchitos
de cosechas extrañas”
Ralph Waldo
Emerson
Siempre me
fascinó una bravuconada de Danton, uno de los jefes de la Revolución Francesa.
(Gracias, Fernando Rodríguez Lafuente por recordarla). Cuando Francia estaba
rodeada de ejércitos que intentaban aplastar la revolución, Danton dijo en la
Convención Nacional: “Los reyes unidos nos amenazan. Pues nosotros arrojamos a
sus pies, como un desafío, la cabeza de un rey”.
En la
América Latina de mediados y fines del siglo XIX, no eran muchos los
intelectuales dispuestos a entablar desafíos con la cultura europea.
Proliferaban aquellos que se aferraban a los restos marchitos de cosechas
extrañas, aquejados por cierto complejo de inferioridad. Domingo Faustino Sarmiento,
tal vez el más formidable intelectual que dio la Argentina a mediados del siglo
XIX, seguía pensando que Europa era la civilización, y América la barbarie. Y
aunque Sarmiento reclamaba soltura y libertad a los intelectuales, lo seguía
haciendo desde una posición subalterna. Sarmiento quería soltar la prosa –y ahí
está su magnífico Facundo, o su Diario de la Campaña del Ejército Grande–
pero sin desamarrar las ataduras de la dependencia con Francia o con Gran
Bretaña. “Escribid con amor, con corazón, lo que os alcance, lo que se os
antoje”, decía Sarmiento en uno de sus ensayos, “que eso será bueno en el
fondo, aunque la forma sea incorrecta; será apasionado, aunque a veces sea
inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso; no se parecerá a lo de
nadie; pero, bueno o malo, será vuestro, nadie os lo disputará; entonces habrá
prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza”.
Se trataba
de un magnífico programa para un intelectual. Pero en el plano puramente
intelectual. Hubo otros que acometieron el desafío desde un ángulo distinto.
Uno de ellos fue José María Vargas Vila y otro fue ese indispensable héroe
literario y político llamado José Martí, quien consiguió la hazaña de
revitalizar el idioma español marchando no hacia adelante, sino hacia atrás, abrevando
en las fuentes del Romancero.
Anticipándose
a Karl Kraus, Martí consideraba que: “la meta es el origen”. Y esa tarea de
renovación del idioma la ejerció Martí al mismo tiempo que arrojaba a los reyes
de España, como un desafío, la propuesta
de independencia para Cuba. Le debemos a Luis Rafael que gracias a su ensayo Entre Prometeo y Narciso, el siglo
modernista (1880–1980)[i]
la figura de Martí persista en su relumbre y en el deslumbramiento.
El HOMBRE NUEVO
Parecería
que en América Latina, lo único que persiste es el olvido, y el desprecio por todo
aquello no sancionado por el canon europeo. Inclusive los autores
latinoamericanos que hablan de los protagonistas de su prosa o de su poesía, suelen
ofrecer demasiadas explicaciones al comentar algunos autores. Muy pocos se
salvan del escrutinio tolerante. Parecería como si estudiásemos explícitos autores
no por su valía, sino porque nos ordenan leerlos.
Algunos de
nuestros precursores inclusive son disculpados porque no llegaron a tocar el
cielo con las manos, o porque se alimentaron de los restos marchitos de
cosechas extrañas. Y sus promotores suelen pedir disculpas porque se dictan
seminarios sobre sus obras, o por haberse especializado en algunas de ellas.
Bueno, nos dicen: este autor no ha alcanzado la sublimidad de Baudelaire, pero,
sin embargo…. O: la prosa de este otro no ha logrado cubrir la temática de
Renan, o a explorar personajes con la hondura de Balzac. Aunque, si examinamos
bien este pasaje, podría decirse que …
Pero en su
libro Entre Prometeo y Narciso, Luis
Rafael Hernández nos muestra uno de los escasos intelectuales latinoamericanos
de quienes nunca necesitamos pedir disculpas. No hay que dar explicaciones
sobre Martí. Nadie nos ordena leerlo. Sus versos están grabados en el
cancionero popular (Guantanamera),
sus frases pertenecen al saber popular, y persisten como los dichos de
Cervantes, y poseen el mismo escalpelo que algún verso de Quevedo. Nos dice
Quevedo en su Epístola Satírica y Censoria contra las costumbres presentes de los
castellanos escrita al Conde-Duque de Olivares:
No he
de callar, por más que con el dedo,
Ya
tocando la boca, ya la frente,
Me
representes o silencio o miedo.
¿No ha
de haber un espíritu valiente?
¿Siempre
se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca
se ha de decir lo que se siente?
Nos dice
Martí:
Oculto en mi pecho bravo
La pena que me lo hiere:
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él, calla y muere,
Ó
No me pongan en lo oscuro,
A morir como un traidor.
Yo soy bueno, y como bueno
Moriré de cara al sol.
Nuestro es el Martí de “Grato es morir: horrible vivir muerto”, o
el de “Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco
parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España”. El Martí que
nos pertenece no se doblega, no se rinde. Se trata de un Martí tan preciso, tan
certero, tan contundente en su poesía, como lo es en su prosa, tanto en su
prosa literaria como en su prosa política. Martí nunca traiciona. Cuando se
trata de otros intelectuales siempre llega el momento en que tememos su
aflojada, su debilidad, su caída. Eso es ajeno a Martí. Del principio al final
de su vida la trayectoria no cambia. El Apóstol se limita a afilar los
instrumentos para que su itinerario se mantenga diáfano. Los halagos del
poderoso no lo distraen de su faena, que es conseguir la independencia de Cuba,
e impedir que Puerto Rico caiga en manos de Estados Unidos.
Confrontado con el enorme y endeble Rubén Darío, Martí crece día a
día. Y al analizar las dos vertientes del Modernismo latinoamericano, la
calmada pluma de Luis Rafael muestra la superioridad del prócer cubano.
En uno de sus primeros libros, Evaristo
Carriego, cuando Jorge Luis Borges todavía no sabía que era Jorge Luis
Borges, enunció algunas divertidas invectivas contra Rubén Darío. Decía Borges
que “el verdadero y famoso padre de esa relajación” –aludía al preciosismo de
cierta poesía finisecular– había sido Darío, quien “a trueque de importar del
francés unas comodidades métricas, amuebló a mansalva su versos en el Petit Larousse con una tan infinita
ausencia de escrúpulos, que panteísmo
y cristianismo eran palabras
sinónimas para él y que al representarse aburrimiento
escribía nirvana[ii].
Ignoro si Borges habló
alguna vez de Martí. Pero estoy seguro que no hubiera podido criticarlo
acusándolo de amueblar a mansalva sus versos en el Petit Larousse, o de usar palabras sinónimas que no lo eran, o
simplemente de ausencia de escrúpulos.
José Ramón Jiménez fue uno de los mejores en resumir la belleza, el
poder, la integridad de la prosa de Martí. Recuerda Luis Rafael en su libro que
el autor de Platero y yo sentía
rechazo por Darío pues “nunca me conquistaron las princesas exóticas, los
griegos y romanos de medallón, las japonerías ´caprichosas´” o los “hidalgos
´edad de oro´”. Pero Martí “era otra cosa”. Y la otra cosa consistía en que
Martí era “más derecho, más acerado, más discreto, más fino, más secreto, más
nacional y más universal”.
Cada vez resulta más difícil hacer las paces con los enemigos de
nuestra juventud, cada vez son más peliagudos los dilemas existentes entre la
originalidad cargada de defectos y la rastrera imitación que rinde homenaje a
quienes consideramos superiores a nosotros. En ese sentido, Martí es diferente.
Lejos de apelar a los restos marchitos de cosechas extrañas, Martí, hizo el
viaje hacia la semilla. De ese cantar de los cantares que es la poesía española
a partir del arcipreste de Hita, y hasta Góngora, moldeó y refinó un lenguaje.
No marchó de lo sencillo a lo complejo. Se limitó a refinar aún más lo
sencillo. Y al usar el vino viejo en odres nuevos renovó la poesía
hispanoamericana y ejerció vasta influencia en algunos de los mejores poetas
españoles.
Entre
Prometeo y Narciso cuenta con numerosas virtudes. Voy a
destacar una, y a mencionar la esencial. La virtud cardinal es que Luis Rafael no trabaja sobre una
plantilla enganchando ideas prestadas de otros autores no muy originales.
Tampoco baraja distintas tesis, sin optar por ninguna de ellas, dejando al lector
que decida. El ensayo no se pierde en vericuetos, o dilapida el objetivo.
Cuando Luis Rafael cita, es para aclarar un concepto, o robustecer su tesis. La
bibliografía no es como esa nariz del verso de Quevedo, a la que estaba pegado
un hombre. La bibliografía es un andamio, jamás la parte principal del
discurso.
En cuanto a la virtud esencial, consiste en la pasión. Luis Rafael
quiere mostrar, y demuestra, que el mejor Modernismo es el encarnado por Martí.
Y para eso muestra la lección del Maestro siguiendo su límpida trayectoria, sin
visitar predios ajenos. Y si esa trayectoria tiene alguna curva, es la misma
que sigue una flecha antes de llegar a su destino.
Luis Rafael es un poeta, narrador y
ensayista nacido en Cuba.
Ha publicado una veintena de libros, entre ellos:
Narrativa: La magia de
ET, Piratas y Corsarios del Caribe, Liz desea, Cuentos para dormir, Mulato, El dueño de los caballitos, El detective Perrín
acude al llamado (cuento policíacos para niños)
Ensayo: Eliseo Diego: donde la demasiada
luz.
Poesía: Babel, Cartas
al hijo.
[i] Editorial Complutense, 2013.
[ii] En posteriores ediciones del libro, Borges dijo que conservaba
“estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito. En aquel tiempo
creía que los poemas de Lugones eran superiores a los de Darío. Es verdad que
también creía que los de Quevedo eran superiores a los de Góngora”.
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