Mario Szichman
Para Daniel Zadunaisky
“Él estaba
completamente muerto,
Se los puedo
asegurar.
Había sido baleado,
apuñaleado y estrangulado.
Tal vez alguno se la
tenía jurada.
O lo asesinaron
cuatro personas a la vez.
O quizás estaba en
presencia del suicidio
más ingenioso que
contemplé en mi vida”.
Richard S. Prather,
Take a Murder, Darling
Marcel Proust
solía hartarse de la pulcritud de Flaubert y Mallarmé y reclamaba en los autores una verdad vulgar,
como la expresada por Balzac. Proust decía en uno de sus ensayos literarios que
tras una dieta alimenticia cargada de albúmina, era necesaria una dosis de sal,
como “Esos salvajes que tienen mal sabor de boca y se lanzan sobre otros
salvajes para consumir la sal que su piel contiene”.
Me imagino que
algunos lectores, tras esa dieta con albúmina que consiste en leer libros del
canon literario rociados con sacarina académica, agradecen zambullirse en
novelas policiales. Y cuando estoy hablando de novelas policiales aludo de
manera estricta a las norteamericanas, no a las perversas y deprimentes novelas
del sueco Stieg Larsson, ni a las del gran Georges Simenon, o las de Agatha
Christie o Dorothy L.Sayers, sino a las creadas en las fábricas del pulp fiction.
UN MAESTRO DE LA CRÍTICA
La reputación
literaria de Bill Pronzini proviene de su veintena de novelas policiales, que
tiene como protagonista a the nameless
detective (el detective sin nombre), y de su algo más de centenar de
antologías de misterio y de horror. Pero es posible que su fama perdure largo
tiempo gracias a dos libros de ensayos, Gun
in Cheek y Son of a Gun in Cheek.
(The Mysterious Press, Nueva York, 1987, 1992).
Buena parte de
las malas novelas que analiza Pronzini son paperback
originals. Esto es, salieron de la imprenta como libros de bolsillo, sin
que la edición fuera precedida por hardcover
books, libros de tapa dura. Aunque la
industria editorial en muchos países presta escasa atención a primeras
ediciones de tapa dura, en Estados Unidos ningún autor que se precie puede
aceptar que el lanzamiento de su libro sea en una portada blanda. Y eso, por
razones de prestigio, que son en realidad razones de dinero. Un hardcover book muy difícilmente cueste
menos de 21 dólares. Y un paperback
se vende, generalmente, a unos diez dólares menos. Por cada ejemplar de tapa
dura, el autor recibe un diez por ciento del precio de tapa. Por un paperback las regalías pueden ser de
entre un cinco y uno por ciento. Y aunque las ganancias se obtienen en
definitiva de la venta de grandes cantidades de libros, y un éxito editorial en
hardcover se multiplica en paperback, todavía los autores prefieren
garantizar sus ventas conquistando el prestigio del hardcover. Además, hay un factor inconsciente. Si un lector
descubre que la primera edición de un libro no ha sido en tapa dura, desconfía
de las virtudes del autor.
En el terreno
de la mystery story, eso es fácil de
verificar. En una época no existía para un escritor de policiales mejor forma
de pasar al olvido que publicar en las colecciones de libros de bolsillo. El
más famoso de los escritores de paperback
originals es Jim Thompson, un genio al que se le ha comparado con
Dostoievsky y con Céline, y que fue puntualmente ignorado durante más de tres
décadas, mientras sus 29 novelas eran continuos éxitos de venta en Francia. Tal
vez el segundo en calidad es Peter Rabe, de profesión psiquiatra, quien
combinaba “plots” extravagantes con
una prosa tan filosa como un escalpelo. Por ejemplo en The Box, un gánster intenta traicionar a su jefe, y éste descubre
la traición y ordena a sus secuaces que
metan al ingrato en una gran caja de madera, con suficiente agua y comida para
que su agonía dure semanas. Y luego, el boss
despacha la caja de madera en un barco que toca numerosos puertos en el
norte de África.
Es obvio que
no todos los autores de pulps eran
genios. La mayoría de ellos eran laboriosos artesanos con frondosa imaginación
y escaso sentido del humor que abrevaron en todos los géneros surgidos de la crime fiction, en todos los personajes y
en todas las frases hechas.
En el ensayo
de Pronzini aparecen la flora y la fauna del policial, desde el hard-boiled de Mickey Spillane hasta el
relato de espionaje de William Le Queux y el thriller étnico de las preguerras, popularizado por Sydney Horler,
donde japoneses, alemanes, judíos e italianos alternan miradas aviesas y rayos
mortales, pasando por la investigación pseudocientífica de Eric Heath.
El private eye, el detective amateur, el archivillano, exhiben sus
mejores galas, mientras todos los clichés se hacen presentes. Uno de los más
famosos es éste: “Un centímetro más cerca y la bala, en vez de rozarme la sien,
me hubiera volado los sesos”.
Pero, como
ocurre en Estados Unidos con todo lo que se ha descartado de prisa para dar
paso a otras modas efímeras, la industria de la nostalgia ha salido al rescate
de la desdeñada novela negra para descubrir, a veces con creces, que en ella no
todos los gatos son igualmente pardos o que varias de las obras simulan ser
perfectas caricaturas del género y corresponde al lector decidir si la parodia
es involuntaria o intencionada.
En ciertos
casos estudiados por Pronzini es fácil advertir que la parodia es involuntaria.
Un escritor escasamente proclive a la ironía como Mickey Spillane no está
burlándose de sus predecesores cuando en I,
the Jury (1947), su novela más famosa, describe un asesinato en una fiesta
a la que asisten 250 invitados y permite a su héroe Mike Hammer librar de culpa
y cargo a los 250 aún antes de que se disipe el olor de la pólvora porque,
asegura, todos tienen una coartada perfecta.
Algo similar
puede decirse de William Le Queux, un incómodo precursor de John Buchan, Eric
Ambler y John Le Carré quien, en The
Mystery of the Green Ray (1915), inserta este tipo de reflexiones en boca
de su protagonista Ronald Ewart: “Han robado un perro ciego. ¿Por qué? Me
parece que un hombre que roba un perro ciego lo roba porque, por una u otra
razón, desea poseer un perro ciego. Y es posible que sea el mismo perro que
acaba de robar”. Y en la misma corriente circula Heath, creador del detective amateur Wade Anthony, quien en la novela
Murder of a Mystery Writer (1955)
pone a su héroe a desayunar en el dormitorio de su bella secretaria Penny Lake
y, mientras reflexiona sobre un reciente crimen y distraídamente mordisquea una
tostada, observa la solitaria taza de café de la mujer y le hace esta
inadvertida insinuación: “¿Podría mojar la tostada? Disculpe el atrevimiento,
es una cosa que hago únicamente en privado”. Y cuando Penny Lake le dice que
sí, que moje todas las tostadas que quiera, el distraído detective continúa
ensimismado en sus reflexiones pues reserva la sutileza a su teoría de la
detección y prevención del crimen mediante el registro cinematográfico de todos
los sospechosos del mundo.
Pero si
Spillane, Le Queux y Heath cometen la parodia a pesar de sí mismos, otros
autores han reflexionado sobre las cómicas posibilidades ofrecidas por el
género policial.
En un país en
el que la narrativa escrita por profesores -de Saul Bellow a John Updike- ha
hecho pensar que el universo es la universidad, embarcarse en las intrigas de
la “alternative crime fiction”
practicada por autores como Michael Avallone, Knight Rhoades y Prather, es como
imitar a esos tribeños mencionados por Proust.
Después de
leer una novela que transcurre entre el dormitorio de un decano y el pasillo de
una universidad, es saludable sumergirse en una obra como Shoot it Again, Samaa, de
Avallone (1972), donde su protagonista, Ed Noon, debe proteger el cadáver de un
astro de Hollywood y en el curso de un viaje en tren es secuestrado por agentes
chinos que usan sosias de Clark Gable, James Cagney y Peter Lorre para
convencerlo de que en realidad es Sam Spade (tal como fue interpretado por
Humphrey Bogart, por supuesto) a fin de obligarlo a asesinar al presidente de
los Estados Unidos, o She Died on the
Stairway, de Rhoades (1947). En esa novela, el detective Price Price
investiga un asesinato en una casa mal construida a propósito, pues una
hechicera pronosticó al dueño que será asesinado si concluyen la construcción
de la residencia siguiendo el diseño original. Por eso en la mansión hay cuatro
cocinas, escaleras que no conducen a ninguna parte y chimeneas de trazado
oblicuo, pese a lo cual, la profecía se cumple puntualmente.
Para completar
el desenfreno, nada como Strip for Murder,
de Prather (1955), en la cual el detective Scott investiga un asesinato en un
campo nudista, es perseguido por mafiosos, logra escaparse desnudo en un globo
de aire caliente y los vientos lo transportan hasta el edificio de la alcaldía
de Los Angeles, momento en que una secretaria se asoma por una ventana y lo
reconoce al observar una parte de su anatomía alejada de su cara, o The Cockeyed Corpse (1964), historia de
un crimen en un estudio cinematográfico que Scott investiga disfrazado de roca
de papel maché.
Prather
descuella en todo, inclusive en las frases cortas. Tras examinar a una bella
mujer que luce en una fiesta un vestido
casi inexistente, el Private Eye
Scott dice: “Cuando se trata de ropas, las mujeres ricas gastan enormes sumas
de dinero para adquirir la menor cantidad posible de tela. Y esa chica tenía
puesta tan poca ropa que debía ser una multimillonaria”.
Prather vendió
más de 40 millones de ejemplares de sus novelas, nunca practicó la parodia de
manera involuntaria. Además de construir tramas perfectas y personajes
perdurables, era un genio cómico que sabía burlarse de sí mismo. En 1986, luego
de una ausencia de diez años, Prather hizo retornar a su famoso y rijoso
detective, Shell Scott, en The Amber
Effect. Y para no dejar dudas sobre sus intenciones, el primer párrafo
comienza así: “¿Me creerá el lector si le digo que cuando abrí la puerta de mi
departamento en ese atardecer de septiembre una mujer absolutamente asombrosa y
estupendamente curvilínea me aguardaba desnuda?
“No, seguramente que el lector no
me creerá”.
Si el grado de
conciencia de algunos autores con respecto al potencial cómico de sus
personajes es difícil de evaluar, pues todos ellos escribían o escriben para
los pulp y, fuera del salario
percibido, resulta complicado conocer sus motivaciones, es seguro que sus
continuadores, con menor talento y mayor astucia, proclamarán desde el primer
capítulo de sus obras su intención de escribir un policial que es en realidad
una reflexión (paródica) sobre el policial.
Y es que el
policial se presta a eso, al ser un género saturado de clichés. Tiene la
ventaja de que, en caso de fallar la trama o los personajes, el escritor puede
alegar el carácter paródico de su fiasco.
Un recurso que,
según contó Alfred Hitchcock a François Truffaut, era muy utilizado en la época
del cine mudo. “Si un drama había sido mal rodado, mal interpretado, y
resultaba ridículo”, decía Hitchcock, “se escribían subtítulos con diálogos de
comedia y la película se convertía en un éxito de taquilla porque se la
consideraba una sátira”.
Mario, gracias por la dedicatoria! Soy amante de la novela negra, y hasta traduje (para Emecé) "El largo adiós" de Raymond Chandler, uno de mis autores favoritos del género. Otros son Cain y Hammet. Pero debo hacer una confesión: nunca leí a Jim Thompson. Por cuál podría empezar?
ResponderEliminarGracias, querido Daniel, por tu comentario. No recordaba que habías traducido para Emecé "El largo adiós". Pero sí recuerdo que hubo elogiosos comentarios de mis amigos por esa bella traducción. Yo también leí tu traducción de Chandler. Fue un soplo de aire fresco. Y la razón es que por la época en que la leí, algunas editoriales solían publicar en Buenos Aires infames traducciones de policiales norteamericanos. La intención de los jefes de esas editoriales era hacer hablar al atildado detective Philip Marlowe como un malevo del Bajo Flores. Tú hiciste algo diferente: hiciste hablar a Philip Marlowe como si se hubiera tratado de Philip Marlowe. Y esa es la tarea de los buenos traductores: ser imperceptibles. Todavía hoy me rechinan los dientes al recordar esas traducciones a la violeta de quienes transformaban the dough, en slang el dinero, en "la guita". ¡Mi dios, qué sacrilegio! Por cierto, y como una nota al margen, algo similar cometen algunas editoriales españolas traicionando a nuestros ídolos con sus pésimas traducciones.
ResponderEliminarCon respecto a Jim Thompson (esta parte te la escribo de pie, en su homenaje), yo creo que sus mejores novelas son Pop. 1280, The Killer Inside Me, Savage Night, A Hell of a Woman, The Nothing Man y The Getaway, en ese orden. Por cierto, no existe nada en la literatura norteamericana, policial o clásica, que pueda competir con las últimas 40 páginas de The Getaway. Es la mejor descripción del infierno que he leído.
De todas maneras, Thompson nunca escribió una novela mala, mediocre o aburrida. Y realmente es una hazaña, pues produjo 29 novelas. Además, tiene dos libros de memorias, Bad Boy y Roughneck, que son buenísimos.
Disculpas por la lata, Daniel, pero se trata de Big Jim.
(He vuelto a sentarme en mi sillón).