Mario Szichman
Para Libertad León
González
“Los
informes sobre mi muerte”, escribió Mark Twain tras descubrir en los periódicos
que había muerto en un accidente, “son algo exagerados”.
Puedo
asegurar, tras unos días de permanencia en Madrid, que los informes sobre la
muerte de la cultura son también algo exagerados. Viajé para asistir a la feria
del libro y presentar mi novela Eros y la
doncella. Es una buena experiencia para adquirir humildad y buenos modales.
Debo informar que no soy tan famoso como la duquesa de Alba, y que no puedo
competir con un conjunto musical de quinceañeros que presentaron su biografía
conjunta en uno de los stands de la
feria. Por cierto ¿Qué clase de biografía puede divulgar un quinceañero?
Ninguno de los integrantes del ensamble parecía un niño precoz, como Mozart. Lo
cierto es que los integrantes del conjunto musical estuvieron durante cuatro
horas rodeados por sus fans, que sus fans no cesaron un solo momento de
aullar, y que lograron vender muchas biografías. No creo que les hayan puesto
dedicatorias. Las admiradoras no hubieran permitido esa ofrenda a sus rivales.
Pude
observar la confusa escena –las espaldas y los saltos de las admiradoras,
aunque a ninguno de los miembros del elenco musical– pues estaba justo enfrente
de ellos, en la caseta 133 de la editorial Verbum,
que publicó mi novela. Había veteranos ensayistas y escritores que observaban
la acción y escuchaban el clamor con grandes sonrisas y amplia comprensión. Yo
no compartía la comprensión. Esas jóvenes me ponían tan nervioso como los
neoyorquinos que siempre intentan embestirme con sus patinetas.
Recordé una
escena de la película Cabaret. Los
protagonistas se dirigen a una hostería en una bella tarde de verano. Los concurrentes
beben cerveza y devoran manjares. Parecen burgueses satisfechos con su vida.
Pero de repente, aparecen unos bellísimos adolescentes luciendo uniformes
nazis. Y uno empieza a cantar con dulce voz e informa que The future belong to us, El futuro nos pertenece. Y pronto, varios
asistentes les hacen coro. La melodía es muy pegadiza, y despierta profundas
emociones. Y va in crescendo. Es
imposible no sentir júbilo ante esos marciales acordes. Y al final, todos los
huéspedes de la posada, guiados por el adolescente nazi, se levantan de sus
asientos y mientras cantan cada vez con más agresividad, alzan al unísono el
brazo derecho, haciendo el saludo nazi. Sólo un anciano se queda sentado. Su
rostro no es bello. Está ajado por los años. Luce redondos lentes que acentúan
su ridiculez, y trata de controlar su miedo. ¿Será un judío? No se sabe. Pero
lo cierto es que está marginado de esa bizarría. Bueno, algo remotamente
similar exhibían esos ensayistas y escritores. Acostumbrados a sentarse en
cafés para revisar con avidez los libros que compran, era evidente que se
sentían incómodos ante ese espectáculo. Tal vez envidiaban a esos adolescentes
que habían llegado a la feria para presentar su inexistente autobiografía.
Entonces, alguien recordó que diez años atrás otros adolescentes con talento
artístico presentaron otro libro de similar formato, tema y repercusión, y
ahora ¿Dónde estaban todos ellos? Por suerte, el mismo medio que los había
lanzado al estrellato había usado un equipo de investigadores para seguirles la
pista. Algunos ¿qué otra cosa podía esperarse de ellos? Se hallaban en proceso
de rehabilitación en alguna clínica para drogadictos. Otros habían pasado al
total anonimato. Y estaba también el máximo ejemplo de lo efímero que es la
fama. Y ese ejemplo era un lugar común. Pues lo escuché en otros países. El
ejemplo era que el célebre vocalista del conjunto trabajaba ahora en un restaurante
de comida rápida. En Estados Unidos, los ex artistas famosos utilizados para dar
el ejemplo recalaban en Burger´s King.
En España, el sitio favorito era un Macdonalds.
TODO ANDA MAL. MUY MAL
Otro
diagnóstico pesimista que vengo escuchando desde que tengo uso de razón es que
la literatura está muerta, o en vías de extinción. Lo mismo decían en el
Renacimiento. Y en la Edad Media, y en la época más gloriosa de Roma. Y estoy
seguro que los romanos sólo repetían lo que el griego Aristófanes señalaba en
sus comedias. No hay duda que todo tiempo pasado fue mejor. Y lo seguirá
siendo, mucho tiempo después que todos nosotros estemos disfrutando de unas
buenas vacaciones en los Campos Elíseos.
Al primero
que le escuché ese diagnóstico fue a Gabriel García Márquez, en 1967, cuando lo
entrevisté en Caracas para una agencia noticiosa. El “Gabo”, como lo llaman
todos aquellos que nunca lo han visto en su vida, me informó, en un hotel de la
avenida Solano, que el boom estaba muerto, y que las próximas generaciones de
escritores tendrían grandes dificultades para publicar sus obras.
Y si se
analiza un poco el desarrollo de nuestra cultura, se verá que el dictamen no es
tan errado. Otras veces escuché diagnósticos similares de algunos pesimistas.
Aunque los motivos eran diferentes. Generalmente, había un invento que estaba
acabando con las artes. En la época del cine mudo se pensaba que el cine sonoro
iba a acabar con el cine. Y luego, otro ominoso invento, la televisión, iba a
acabar con el cine sonoro y además con la radio. Y era obvio que la tecnología
digital iba a acabar con las artes visuales, y el internet con los medios
impresos de comunicación, de la misma manera en que la imprenta acabó con los
libros iluminados.
Bueno, los
informes sobre la muerte de la cultura son muy exagerados. Así como otros pronósticos
sobre la diseminación universal de la tontería. Sí, un conjunto musical de
adolescentes puede vender más libros que Mario Vargas Llosa en una feria del
libro. Pero esa biografía será olvidada en algunas semanas, y Vargas Llosa,
quien viene vendiendo libros desde hace medio siglo, los seguirá vendiendo
después de muerto. Sí, esa adorable costumbre de abrir un libro con tierna
anticipación, recorrer sus páginas con el índice, y sentir la textura del
papel, y olerlo, ha sido reemplazada por la práctica costumbre de comprar un
libro electrónico y bajarlo en una tableta. Pero hay también ventajas
incalculables. La primera es que todo libro electrónico cuesta la mitad de ese
mismo libro impreso. Y que los clásicos son ridículamente baratos. Uno puede
comprar las obras completas de Balzac, de Dostoievsky, de Stendhal, de Tolstoi,
de Dostoievski, o de Robert Louis Stevenson a un promedio de tres dólares cada
colección. Y transportar además esos clásicos en un artefacto tan pequeño como
un libro de bolsillo. Lejanas están las épocas en que el equipaje más pesado de
un escritor como Somerset Maugham no eran sus ropas sino sus libros. Y uno
puede subrayar un libro electrónico, añadirle notas, y saltar capítulos, o
buscar un personaje en especial y encontrarlo al instante. O pasar de un libro
a otro.
Tal vez la
cultura está muerta, y el libro en vías de extinción. Pero las nuevas
tecnologías permiten inclusive eludir las
hogueras del pasado. ¿Qué hubiera ocurrido en la Alemania de Hitler si
hubieran existido libros electrónicos? ¿Cómo harían los nazis para organizar
enormes fogatas a fin de lanzar a la hoguera los libros de autores indeseables?
¿Hubieran optado en cambio por lanzar a la hoguera libros electrónicos?
Lamentablemente para los enemigos de la cultura, una tableta no arde como el
papel a 451 grados Fahrenheit. Y además, el libro impreso tiene cierto aroma
tolerable cuando un nazi lo incinera. Pero el olor que desprende una tableta
electrónica al ser quemada es absolutamente insoportable. Y a eso se suma que el artefacto achicharrado, a diferencia del
papel, es casi imposible de descartar una vez se lo arroja a las llamas.
Enteros bosques han desaparecido convertido en pulpa de papel. Y la pulpa de
papel es desechable, mientras todo producto plástico llegó para quedarse, como
el uranio enriquecido o la maldad humana.
No observé a
la cultura a punto de desaparecer durante mi visita a la feria del libro en
Madrid. Por el contrario, sigue floreciendo en todas sus manifestaciones, desde
las más irritantes hasta las más bellas y las más profundas. Más de 150
editoriales siguen distribuyendo distintas formas del saber universal, para
todos los gustos, y para todas las edades. Uno de los milagros son los libros
infantiles. Uno creería que no hay nada bueno bajo el sol en materia de
literatura infantil. Es un grave error. Hay excelentes escritores, y entre
ellos muchos latinoamericanos, que siguen seduciendo a los niños con relatos en
muchas ocasiones superiores a los contrincantes que escriben para un público
adulto.
Sí, la
situación en algunos países de América Latina no es muy grata para las
editoriales españolas. En países como Venezuela, Argentina o Bolivia, donde los
gobiernos antiimperialistas han acaparado los dólares para promover los
bolsillos de sus gobernantes, es difícil que las autoridades otorguen dólares a
precio preferencial a libreros que importan su producto. Pero los libros se
siguen imprimiendo en América Latina. Y los lectores latinoamericanos siguen
comprando libros. Hay también una crisis en la industria editorial española.
Todas las grandes editoriales han sido adquiridas por consorcios
norteamericanos o europeos. Es posible
que eso tenga repercusiones en la calidad de los productos. Pero hay muchísimas
editoriales que vuelan por debajo del radar, que lanzan libros de calidad, y hacen
traducciones excelentes.
Y aunque en
todas las épocas se trata de bajar nuestras defensas alegando que la cultura ha
desaparecido, que el lector es estúpido, que las nuevas técnicas acabarán con
nuestra perpetua búsqueda de la perfección y la belleza, también en todas las
épocas el escritor seguirá escribiendo, el artista seguirá pintando o
esculpiendo, y los intelectuales seguirán indagando en las verdades últimas, y
cada uno de ellos seguirá pensando lo que pensaba Roberto Arlt hace ochenta
años: que el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo.
En cuanto al
lector, seguirá leyendo, y seguirá celebrando su cotidiano pacto con el autor
que le permite emerger de su cotidiano mundo.
Y digan lo que digan, cada vez se lee más. Todavía los autores pueden
establecer diálogos con un lector. Y un lector puede convertir esos arbitrarios
símbolos que un escritor inserta en un papel en jornadas donde logra disfrutar
de la felicidad de la letra.
Un escritor,
un buen escritor, es capaz de un milagro que sólo las religiones pueden
disputar: el milagro de emocionar, de afligir, de otorgar valentía, o
simplemente, de ofrecer una calma espiritual difícil de descubrir fuera de un
libro. A veces, como dice el crítico William Sloane, la gloria de un libro es
la de transformar al lector en otra persona, alguien más honesto, más valiente,
más benévolo. (Aunque, hay que reconocerlo, también logra causar el deplorable
efecto contrario). Pues como señalaba Maurice Blanchot, todo, siempre, concluye
en un libro.
Cierto Mario, todo concluye en un libro, es una gran forma de sugerirnos que apenas todo comienza a pensarse como posibilidad inacabada que necesariamente nos hace acudir a otros y otros libros, a un autor y toda su obra o a otros autores con los que dialogue
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