Mario
Szichman
Para
Guadalupe Isabel Carrillo
Vladimir
Nabokov, un escritor que nunca ha despertado mi interés, aunque escribió
algunas narraciones muy buenas cuando aún vivía en Europa, entre ellas un
relato titulado El ojo, dijo de
Borges que parecía un pórtico griego. “Uno lo atraviesa”, señalaba Nabokov, “y
detrás no hay absolutamente nada”. (Otro buen comentario de Nabokov es el que
comparaba a Salvador Dalí con Norman Rockwell, un genio del kitsch. Nabokov
decía que ambos parecían “hermanos gemelos, secuestrados por gitanos en su
infancia”).
He
precedido la frase de Nabokov para escudarme por lo que voy a añadir ahora: Creo
que la escritura de Borges se hubiera beneficiado con un buen editor.
En los
últimos años la crítica literaria en América Latina ha decaído bastante, y la
tendencia es no tocar ni un cabello a los mitos consagrados. Existe una cierta tradición de sumisión y
obsecuencia con respecto al texto y al escritor que ingresó al Parnaso
literario. Y los libros de crítica suelen ser bastante aburridos. Por lo tanto,
de vez en cuando, se necesitan algunos puñetazos (totalmente simbólicos, no
como los que prodigan los chavistas a sus adversarios políticos). Brecht decía
que los puñetazos son mejores que el aburrimiento, pues el aburrimiento es lo
peor de todo.
Uno de
los mejores comienzos de novela que conozco pertenece a Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, un excelente escritor
polaco. El protagonista de Ferdydurke,
“en medio del camino de la vida”, como Dante, de repente regresa a la niñez y
al colegio. En una clase, un maestro ordena a sus alumnos sentir una enorme
admiración por un poeta. La clase de ese día está destinada a “explicar y
aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el
amor, la admiración y el goce”. Y a continuación, el maestro dice: “Así, pues,
señores, yo primero recitaré mi lección y después ustedes recitarán la suya”.
Pero de
repente, estalla la rebelión en el aula. Uno de los alumnos le informa al
maestro que a él no le encanta el gran poeta Slowacki. “No puedo leer más que
dos estrofas y aún eso me aburre. ¡Dios mío, socorro, ¿cómo me encanta si no me
encanta?” pregunta desesperado.
Ante la
intransigencia del alumno, el maestro comienza a angustiarse y le explica que
él tiene mujer y un hijo, y otras bocas que alimentar. “¡Tenga por lo menos
piedad del niño!” grita el maestro. “Es indudable que la gran poesía debe
admirarnos y conmovernos… Y si a lo mejor Slowacki no le conmueve, no me diga,
oh, no me diga que no le sacuden en lo más profundo Mickiewicz y Byron,
Pushkin, Shelley, Goethe…”
Pero el
alumno no cede. “A nadie sacuden. Nadie se interesa, todos se aburren”, dice el
alumno al maestro. “Nadie puede leer más que dos o tres estrofas. ¡Oh, Dios! No
puedo. Nadie puede”.
El
sudor empieza a bañar la frente del maestro. Toda la estantería de la enseñanza
que se aprende sin ton ni son, de memoria, con la lengua a un costado de la
boca, está a punto de derrumbarse. Como recurso desesperado el maestro saca de
su billetera las fotografías de su esposa y de su hijo, y se las muestra al
alumno, con el propósito de emocionarlo. De esa manera, el educando podrá
empezar a conmoverse con el poeta Slowacki, admirarlo sin críticas ni reparos,
y sentirse sacudido por sus versos.
Algo
así me ocurre con esa corporación de adoradores y adoratrices de Borges cuando
escucho algunas de sus ponencias. Es como si Borges nunca hubiera cometido
errores. Hasta Homero se quedó dormido en ciertas ocasiones, pero no Borges,
que como el hombre invisible era insomne, pues sus párpados no bloqueaban la
luz.
He
estado leyendo a Borges desde la década del setenta. Inclusive en una ocasión,
en 1975, lo entrevisté en su apartamento. Tuve que hacer una cita previa por
teléfono. Borges me preguntó mi apellido, y me pidió que se lo deletreara.
Creo
que la cita era al día siguiente. Borges me abrió la puerta. Vestía con mucha
elegancia. A pesar de que la entrevista había sido acordada para la mañana,
Borges estaba ataviado con saco y pantalón gris, camisa y corbata. En la solapa
había una especie de botón plateado del cual emergía una delgada cadenita de
plata que se hundía en el bolsillo superior de su saco. Después me enteré que
dentro del bolsillo había un reloj.
Tras
sentarnos, Borges comentó que encima de su apartamento vivía su madre, y que su
madre se estaba muriendo. Y enseguida arremetió con mi apellido. Me explicó la
genealogía del apellido Szichman, y eso me puso muy orgulloso. Con tantos
pogroms que la familia Szichman había tenido que eludir (bueno, no todos) con
tantas asechanzas y fugas, a nadie se le había ocurrido inspeccionar nuestra
genealogía, o averiguar si contábamos con un escudo de armas. Así estuvo Borges
divagando, durante diez minutos. Pero yo estaba prevenido. Pues en los círculos
literarios de Buenos Aires se sabía que Borges tenía una coqueta manera de mostrar
su sapiencia. Solía preguntar a sus entrevistadores el apellido, los citaba
para el día siguiente, y en el ínterin pedía a alguna de sus ayudantes que
revisaran el apellido en algún diccionario genealógico[i].
Recuerdo
la entrevista porque ya en esa época me encandilaban las ideas de Borges, y ya
en esa época su estilo me hacía chirriar los dientes. Pierre Menard, autor del Quijote es una ocurrencia genial. Tratados
enteros podrían escribirse sobre el cuento en que un escritor contemporáneo de Bertrand Russell decide componer no otro
Quijote, “sino el Quijote”
trastornando, con ese solo gesto, toda la idea de la literatura. El texto de
Menard es absolutamente igual al de Cervantes. Excepto que su estilo es
“arcaizante” y “adolece de alguna afectación”, a diferencia de su precursor
“que maneja con desenfado el español corriente de su época”.
De
todas maneras, un buen editor le hubiera recomendado a Borges amputar buena parte de las tres primeras páginas del
relato, donde tanto la erudición como el humor son abigarrados y deplorables.
Cuando
Borges no se preocupaba por el público al que se dirigía, y al que necesitaba seducir,
era incomparable. Puedo citar muchísimos relatos y ensayos, pero creo que es suficiente
con mencionar El idioma analítico de John
Wilkins, Kafka y sus precursores o El
acercamiento a Almotasim para verificar que era un maestro. Es el Borges
que todavía no estaba muy al tanto de que era borgesiano. Basta recordar que
una sola frase de El idioma analítico de John Wilkins desató el texto de Las palabras y las cosas, de Michel
Foucault[ii]. En
Kafka y sus precursores Borges
invierte la causa y el efecto, y en lugar de mostrar a los escritores marcados
por Kafka, muestra aquellos que Kafka ha transformado en sus antecesores, pues
“su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el
futuro”. Y en El acercamiento a Almotasim
Borges nos brinda el argumento para una magnífica novela: “La insaciable
busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en
otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el
fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del
bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a
Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos”.
Hay frases por las cuales daría (simbólicamente) mi brazo derecho. Me deslumbra
su evocación de “aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al
nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe”. ¿Y quién puede
superar esta frase para definir al etéreo personaje de H.G. Wells?: “El acosado
hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus
párpados no excluyen la luz, es nuestra soledad y nuestro terror”. En ocasiones,
inclusive un ultramontano como Borges podía ser muy sabio, como cuando señalaba
que “quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas, suelen referirse a
doctrinas contrarias a las suyas”.
¡NO LO DIGAS, VIEJO, DEMUÉSTRALO!
Pero
a pesar de todo creo que
Borges se hubiera beneficiado con un buen editor. Hay ciertas palabras y frases
que parecen escritas por un hombre con oído de lata. Por ejemplo, en Funes el memorioso, el primer recuerdo que tiene el narrador del
protagonista es “muy perspicuo”. (¿Perspicuo?[iii]) Y después, abundan en su prosa
las abominables menciones a una variedad de cosas abominables, además de las aguas elementales, los
nubarrones sin límites, mucha infamia,
innumerables antepasados, desvanecidas primaveras, idénticas noches, los colores de los otoños,
las confesiones íntimas y generales, eso que le ocurre a un hombre y que le
ocurre a todos los hombres, tantas cosas remotas y perdidas (a veces un
paisaje, otras un soldado), tantas
puertas infinitas, tantos fatigados atardeceres, esos desvaríos laboriosos y empobrecedores, las
lámparas que ilustran los
andenes, y
especialmente esos espejos que además de ser abominables, porque como la cópula, multiplican
el número de los hombres, nunca
reflejan una figura de cuerpo entero y se dedican en cambio a inquietar el
fondo de los corredores. Después de cierto tiempo, tanta frase bonita comienza a atacar los nervios
del lector.
Uno de
mis ídolos en materia de crítica literaria es Dwight MacDonald, pues nunca temió recibir palos, o propinarlos. Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene
derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”. Y el novelista Gore Vidal señaló que
MacDonald “Nada tiene que decir, sólo añadir”.
Pero es indudable que Dwight Macdonald fue uno de
los mejores críticos literarios y políticos de Estados Unidos a mediados del
siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de
H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si
se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana. Y es que
Macdonald volcó su producción en revistas. Su única producción monumental
consistió en cartas enviadas a amigos y a enemigos. Pero los trabajos que
escribió para publicaciones como Esquire,
The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics –que dirigió entre 1943 y 1949–
han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los
libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations”
muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose
Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola
frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.
MacDonald
disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o
contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de
dinero totalmente rodeada de gente que desea parte de él”. Y dio esta
definición de la revista Time: “Del
mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no
las estamos usando, Time nos permite
hacer algo con nuestras mentes cuando no estamos pensando”.
Su
trabajo más famoso es Masscult and
Midcult[iv],
donde MacDonald analiza algunos productos de la cultura de masas, y sus
manifestaciones “literarias”, como El
viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our
Town, de Thornton Wilder, J.B. de
Archibald MacLeish, y John Brown´s Body,
de Stephen Vincent Benét. Pero entre las reseñas sobresale la crítica a la
novela de Hemingway, escrita con una evidente mala leche. El Hemingway que
inventó el diálogo moderno en la literatura norteamericana aparece como un ser
pomposo, que escribe “en esa falsa prosa bíblica que usó Pearl Buck en The Good Earth”, dice MacDonald. Hay
apenas dos personajes, y no son individualizados. Uno es “el viejo”, y el otro
“el muchacho”, pues, como explica MacDonald, darles nombre y apellido podría
eliminar “el Significado Universal”. Inclusive MacDonald cuestiona la decisión
de Hemingway de darle un nombre específico al pez (es un marlín) aunque en
líneas generales, el escritor sólo alude a “El gran pez”.
El
diálogo es al mismo tiempo “anticuado”, y “digno”, y también “muy poético”. Y
cuando se discute el talento de Joe di Maggio como beisbolista, Hemingway
intenta una fusión de “literatura y democracia”, y el resultado, como lo
demuestra McDonald, es absolutamente deprimente.
Pero el
gran final de la crítica es cuando el protagonista enuncia su célebre frase: “I
am a strange old man”, Soy un viejo extraño. Y ahí MacDonald demuele la novela con
su frase: “Prove it, old man, don´t say it.” No lo digas, viejo, demuéstralo.
Creo
que Borges empezó a trastabillar cuando descubrió que era borgesiano. Algún
alma caritativa tendría que haberle aconsejado dejar de ser maestro, y no
cultivar tantos discípulos. Pero ¿Quién podía convencer a Borges? De todas
maneras, muchas de sus descripciones, muchos de sus inventarios, muchos de sus
catálogos, podrían haber sido descartados sin afectar su prosa. Por el
contrario, la hubieran mejorado. Alguien tendría que haberle dicho en alguna
ocasión: No lo digas, viejo, demuéstralo.
[i]
Hace algunas semanas, conversando con un entrañable amigo, Carlos Perellón
(autor de una excelente novela, La ciudad
doble), me contó que en una ocasión tropezó literalmente con Borges en el
hotel Plaza de Nueva York, y le pidió una entrevista. Borges lo citó para un
desayuno al día siguiente, y lo primero que hizo fue explicarle la genealogía
del apellido Perellón.
[ii] La frase que maravilló a Foucault alude a
una enciclopedia china donde “está escrito que los animales se dividen en (a)
pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones,
(e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta
clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados
con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de
romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
[iii] Perspicuo:
Claro, transparente y terso. Dícese de la persona que se explica con claridad,
y del mismo estilo inteligible. Diccionario
de la Real Academia Española.
[iv] Masscult and Midcult, Essays Against the American Grain. New York Review Books,
2011.
Mario: El texto es excelente. Muestras una erudición que pasma, en serio lo digo. Y estoy de acuerdo en lo que señalas: no debemos crear tótems. Lo mismo que comentas en tu otro artículo sobre Cortázar es verdad. Ángel Rama en su artículo sobre el Boom Latinoamericano señala justamente cómo estos exitosos escritores cayeron en la tentación de publicar textos deficientes y de poca calidad, entre ellos nombra a Cortázar con Rayuela y El libro de Manuel. Rama critica con justa razón la medianía de esos novelas, como también lo percibes tú. es lo mismo que pasa hoy con Roberto Bolaño cuya verborrea muchas veces deja exhaustos a los lectores que hemos sentido curiosidad por su estridente fama. Hay que seguir haciendo un trabajo de justa crítica sin temor a hablar de los aplaudidos. Mil felicidades,
ResponderEliminarGuadalupe Carrillo
Investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de México.