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miércoles, 29 de abril de 2015

Dwight Macdonald: el simple arte de injuriar


Mario Szichman


Dwight Macdonald

Nunca temió recibir palos, o propinarlos.  Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”.  Y el novelista Gore Vidal le señaló: “Usted nada tiene que decir. Sólo añadir”.
Pero Dwight Macdonald fue uno de los mejores críticos literarios de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana, pues Macdonald diseminó su genio en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a sus amigos y enemigos. Sin embargo, los trabajos que escribió para publicaciones como Esquire, The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics, que dirigió entre 1943 y 1949, han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations” esos textos muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.

ESCRIBIENDO CON UNA PLUMA CALENTADA EN EL INFIERNO

Jorge Luis Borges, en El arte de injuriar, recordaba esta réplica del doctor Samuel Johnson, presuntamente a un rival: “Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando”. Y el propio Borges tras leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”, señaló que le llamaba la atención ese “curioso techo con un agujero en el medio”.
      Heinrich Heine era otro formidable crítico, y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional. Pero ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”, y en sus ensayos literarios no temió ni siquiera arremeter contra Goethe (“Goethe es un gran hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión), aunque en ese caso específico, Heine tuvo la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de letras.
      Mark Twain pudo explicar en qué consistía una buena novela tras mostrar que The Deerslayer, de James Fenimore Cooper, era el compendio de una mala.  En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato que no. La novela, decía el autor de Huckleberry Finn, “Carece de inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Pero, una vez todo eso se descarta –es bueno reconocerlo– lo que resta es arte”.
También fue Mark Twain quien señaló que  “Por la gracia de Dios tenemos en nuestro país tres cosas inefables: libertad de expresión, libertad de conciencia, y la prudencia de no practicar ninguna de ellas”.     
La tradición crítica de Mark Twain, quien se vanagloriaba de escribir “con una pluma calentada en el infierno”, tuvo sus ecos en Ambrose Bierce y posteriormente en Mencken. Una de las citas más famosas de Mencken es “Nadie en Estados Unidos ha ido a la bancarrota por despreciar el gusto del público norteamericano”. Cuando alguien le dijo: “Si usted encuentra tantas cosas que repudia de este país ¿Por qué vive aquí?”, Mencken respondió: “¿Por qué los seres humanos visitan los zoológicos?”
Nadie encaja mejor que Dwight MacDonald (1906-82) en esa tradición de no comer cuentos;  disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada por gente que desea parte de él”, y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras mentes cuando no las usamos para pensar”.
Quizás no alcanzó la inmortalidad porque, como señaló Dwight Garner en The New York Times, todos sus trabajos fueron difundidos en publicaciones. Fue editor de la famosa revista Partisan Review entre 1937 y 1943, y luego creó su propia revista izquierdista, Politics, que dirigió hasta 1949. Ulteriormente fue articulista de The New Yorker y crítico de cine de Esquire.
Nacido en una familia de millonarios (“No todos podemos ser proletarios”, explicó en una carta), era famoso por sus excentricidades. En su mansión de Cape Cod organizaba en los veranos fiestas donde todos debían aparecer como Dios los había traído al mundo. Garner señaló que las fiestas “solían concluir en inesperados acoplamientos entre las dunas”.
Macdonald empezó en política militando en la izquierda radical, y durante una época fue trotskista. “La velocidad con que pasé de ser un liberal a un radical y de un tibio simpatizante comunista a un ardiente estalinista todavía me asombra”, escribió en su introducción a su antología Memoirs of a Revolutionist (1957).  
Posiblemente aquello que más persista de Macdonald sean sus críticas a la mediocridad de la cultura norteamericana, y de algunos de sus epígonos. Para el ensayista, Estados Unidos era una especie de Disneylandia, pero de colosales proporciones.  Recordó en uno de sus ensayos que cuando vivía como estudiante en The Memorial Quadrangle, una residencia para estudiantes en la universidad de Yale, construida en el estilo gótico,  observó que una serie de grietas en los ventanales de su cuarto habían sido remendadas con “ondulantes tiras de plomo… Luego descubrí que tras la instalación de las ventanas varios artesanos llegaron a la residencia estudiantil. Uno de ellos resquebrajó con delicadeza algunos zócalos de vidrio usando un pequeño martillo. Luego, vino otro y reparó las fisuras usando tiras de plomo. En pocos días más, las ventanas de Harkness habían sufrido una evolución que en un sitio atrasado como la universidad de Oxford (una de las glorias de la arquitectura gótica) había demorado siglos en concretarse”.  
Tal vez MacDonald será recordado y citado de aquí en cien años por el derby de demolición que llevó a cabo en sus críticas a El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilde, y By Love Posessed, de James Gould Cozzens.  
Al mencionar la novela de Hemingway, Macdonald dijo que “el sentimiento de que la lealtad y la valentía son los principios cardinales y que la acción física es la base de una buena vida… es insuficiente para crear una filosofía”.  El ensayista citó una frase de Hemingway describiendo al protagonista de la novela: “Él era demasiado simple para preguntarse cómo había adquirido humildad. Pero sabía que la había alcanzado”, MacDonald comentó: “Un hombre humilde que sabe que ha alcanzado la humildad, me parece una contradicción en sus términos”.  
La principal falla de Hemingway, según MacDonald, era que el maestro del understatement (discreción) de sus primeros cuentos, súbitamente había pasado a editorializar emociones. “Soy un hombre extraño” le dice al viejo al niño. Y MacDonald le cae con esta frase: “¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”
El pecado de Wilder, para MacDonald, era la pomposa humildad de su estilo en la obra teatral Our Town. “Lo que hace el señor Wilder no es ni tan personal ni tan universal como lo cree”, decía el crítico. “Está construyendo un mito social, una imagen de la edad dorada que es el paradigma de hoy. Y de esa manera consigue lo mejor de los dos tiempos verbales. El pasado es encubierto por los sentimientos de nostalgia del presente, en tanto el presente es suavizado al ser exhibido en términos de un pasado remoto bien resguardado”.  Al final del ensayo, MacDonald dijo: “Estoy totalmente de acuerdo con todo lo que dice el señor Wilder, pero lucharé hasta la muerte contra su derecho a decirlo de esa manera”.  
Es posible que la joya de la corona de sus críticas sea su análisis de By Love Possessed, la novela de Cozzens. Garner dice que es la crítica más terrible que se haya publicado en Estados Unidos desde que Mark Twain lanzó sus dardos envenenados contra James Fenimore Cooper.
Cozzens ya cruzó el desván de la historia en el campo de la narrativa norteamericana. Y aunque pocos leen hoy sus novelas, ha sido inmortalizado por MacDonald, quien se tomó el trabajo de leer By Love Possessed. Pero su análisis tiene un sabroso aditamento: la diatriba contra los críticos que se deshicieron en elogios al analizar la novela.  
By Love Possessed  fue publicada en 1957, y se convirtió en un enorme bestseller. Vendió 170.000 ejemplares en las primeras seis semanas de publicación, más que el total de las 11 previas novelas de Cozzens. Según MacDonald, By Love Possessed  “es la apuesta de Cozzens a la inmortalidad, es Literatura o nada. Lamentablemente, ninguno de los críticos ha considerado seriamente la segunda alternativa”.  El ensayista se maravillaba “ante semejantes críticas, ante semejante entusiasmo, ante semejante insensatez”.
MacDonald estaba convencido de que las fabulosas ventas de By Love Possessed  eran resultado de las elogiosas críticas. “La unánime manera en que los críticos reaccionaron” ante la novela, dijo MacDonald “es que como si ellos hubieran estado poseídos”. Los comentarios de quienes habían leído la novela y no eran críticos, fueron muy diferentes. “Encontré solo dos personas a quienes les gustó”, señaló el crítico, “aunque la respuesta más común era ´Me resultó imposible leerla´”. No se debía a la dificultad, digamos como en el Ulises, de James Joyce, sino a un genuino aburrimiento.
Las frases que dedicaron los críticos a elogiar a Cozzens dejan en el paladar el gusto a espesa crema chantilly. La revista Time puso su portada en cubierta y anunció que By Love Posessed  era “la mejor novela norteamericana que se había escrito en años”. Orville Prescott dijo en The New York Times que era “magnífica”.  
Brendan Gill la elogió en The New Yorker en términos que para MacDonald “habrían parecido excesivos si el comentario hubiera estado destinado a analizar La guerra y la paz”, de Tolstoi. Estas fueron algunas de las frases de Gill a lo largo de su crítica: “Una obra maestra … La obra maestra del autor … un inmenso logro, una fascinante obra maestra”. Y todas las críticas decía MacDonald, enfilaban por la misma ruta, “el sentimiento lírico, la tartamudeante y genuina emoción, y la mala gramática”.  
MacDonald destruyó el océano de elogios con apenas la tinta que se guarda en un diminuto recipiente. Y la conclusión fue bastante escueta: “El autor es culpable de un imperdonable pecado a nivel narrativo: ignora la verdadera naturaleza de sus personajes, esto es, las palabras y acciones que les brinda conducen al lector a conclusiones diferentes a las intentadas por el autor”. Cuando Cozzens hablaba de sexo, decía MacDonald, “No era realista ni imaginativo. Mostraba la desconcertada reacción de un adolescente al descubrir que papá y mamá también hacen eso”. Las actividades eróticas descriptas por Cozzens, decía el crítico, “parecen la descripción de un proceso industrial, con el bombeo de la sangre, el profundo agrupamiento de los músculos internos, y la convulsión de la carne”.  
Quizás el mayor acto de valentía de MacDonald fue enviar a Cozzens su artículo antes de publicarlo, para que formulara observaciones.  La respuesta de Cozzens fue que ya estaba aburrido de tantos elogios a su novela, y descubrió que “las novedosas opiniones” del crítico sobre By Love Possessed  significaban “un cambio interesante”. De todas maneras, Cozzens no podía considerar a MacDonald un crítico serio “pues éste prefería a Ernest Hemingway y a William Faulkner por encima de W. Somerset Maugham”.  Cozzens admiraba a Maugham. Yo sigo prefiriendo a William Faukner y al primer Ernest Hemingway sobre W. Somerset Maugham. Aunque en los últimos años he adquirido una gran admiración por el escritor inglés, no solo por sus incomparables cuentos, sino por su novela Cakes and Ale, una amable y devastadora sátira del ambiente literario de Londres. De todas maneras, Faulkner, Hemingway y Maugham estaban a años luz de Cozzens. Es interesante que su mayor gloria, su mayor castigo, es que únicamente los leen quienes han transitado previamente por la crítica que le asestó Dwight MacDonald.




lunes, 13 de mayo de 2013

La escritura escindida de Jorge Luis Borges



Mario Szichman

Para Guadalupe Isabel Carrillo

     Vladimir Nabokov, un escritor que nunca ha despertado mi interés, aunque escribió algunas narraciones muy buenas cuando aún vivía en Europa, entre ellas un relato titulado El ojo, dijo de Borges que parecía un pórtico griego. “Uno lo atraviesa”, señalaba Nabokov, “y detrás no hay absolutamente nada”. (Otro buen comentario de Nabokov es el que comparaba a Salvador Dalí con Norman Rockwell, un genio del kitsch. Nabokov decía que ambos parecían “hermanos gemelos, secuestrados por gitanos en su infancia”).
     He precedido la frase de Nabokov para escudarme por lo que voy a añadir ahora: Creo que la escritura de Borges se hubiera beneficiado con un buen editor.
     En los últimos años la crítica literaria en América Latina ha decaído bastante, y la tendencia es no tocar ni un cabello a los mitos consagrados.  Existe una cierta tradición de sumisión y obsecuencia con respecto al texto y al escritor que ingresó al Parnaso literario. Y los libros de crítica suelen ser bastante aburridos. Por lo tanto, de vez en cuando, se necesitan algunos puñetazos (totalmente simbólicos, no como los que prodigan los chavistas a sus adversarios políticos). Brecht decía que los puñetazos son mejores que el aburrimiento, pues el aburrimiento es lo peor de todo. 
    Uno de los mejores comienzos de novela que conozco pertenece a Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, un excelente escritor polaco. El protagonista de Ferdydurke, “en medio del camino de la vida”, como Dante, de repente regresa a la niñez y al colegio. En una clase, un maestro ordena a sus alumnos sentir una enorme admiración por un poeta. La clase de ese día está destinada a “explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce”. Y a continuación, el maestro dice: “Así, pues, señores, yo primero recitaré mi lección y después ustedes recitarán la suya”.
     Pero de repente, estalla la rebelión en el aula. Uno de los alumnos le informa al maestro que a él no le encanta el gran poeta Slowacki. “No puedo leer más que dos estrofas y aún eso me aburre. ¡Dios mío, socorro, ¿cómo me encanta si no me encanta?” pregunta desesperado.
     Ante la intransigencia del alumno, el maestro comienza a angustiarse y le explica que él tiene mujer y un hijo, y otras bocas que alimentar. “¡Tenga por lo menos piedad del niño!” grita el maestro. “Es indudable que la gran poesía debe admirarnos y conmovernos… Y si a lo mejor Slowacki no le conmueve, no me diga, oh, no me diga que no le sacuden en lo más profundo Mickiewicz y Byron, Pushkin, Shelley, Goethe…”
     Pero el alumno no cede. “A nadie sacuden. Nadie se interesa, todos se aburren”, dice el alumno al maestro. “Nadie puede leer más que dos o tres estrofas. ¡Oh, Dios! No puedo. Nadie puede”.
     El sudor empieza a bañar la frente del maestro. Toda la estantería de la enseñanza que se aprende sin ton ni son, de memoria, con la lengua a un costado de la boca, está a punto de derrumbarse. Como recurso desesperado el maestro saca de su billetera las fotografías de su esposa y de su hijo, y se las muestra al alumno, con el propósito de emocionarlo. De esa manera, el educando podrá empezar a conmoverse con el poeta Slowacki, admirarlo sin críticas ni reparos, y sentirse sacudido por sus versos.
    Algo así me ocurre con esa corporación de adoradores y adoratrices de Borges cuando escucho algunas de sus ponencias. Es como si Borges nunca hubiera cometido errores. Hasta Homero se quedó dormido en ciertas ocasiones, pero no Borges, que como el hombre invisible era insomne, pues sus párpados no bloqueaban la luz.
     He estado leyendo a Borges desde la década del setenta. Inclusive en una ocasión, en 1975, lo entrevisté en su apartamento. Tuve que hacer una cita previa por teléfono. Borges me preguntó mi apellido, y me pidió que se lo deletreara.
Creo que la cita era al día siguiente. Borges me abrió la puerta. Vestía con mucha elegancia. A pesar de que la entrevista había sido acordada para la mañana, Borges estaba ataviado con saco y pantalón gris, camisa y corbata. En la solapa había una especie de botón plateado del cual emergía una delgada cadenita de plata que se hundía en el bolsillo superior de su saco. Después me enteré que dentro del bolsillo había un reloj.
    Tras sentarnos, Borges comentó que encima de su apartamento vivía su madre, y que su madre se estaba muriendo. Y enseguida arremetió con mi apellido. Me explicó la genealogía del apellido Szichman, y eso me puso muy orgulloso. Con tantos pogroms que la familia Szichman había tenido que eludir (bueno, no todos) con tantas asechanzas y fugas, a nadie se le había ocurrido inspeccionar nuestra genealogía, o averiguar si contábamos con un escudo de armas. Así estuvo Borges divagando, durante diez minutos. Pero yo estaba prevenido. Pues en los círculos literarios de Buenos Aires se sabía que Borges tenía una coqueta manera de mostrar su sapiencia. Solía preguntar a sus entrevistadores el apellido, los citaba para el día siguiente, y en el ínterin pedía a alguna de sus ayudantes que revisaran el apellido en algún diccionario genealógico[i].
     Recuerdo la entrevista porque ya en esa época me encandilaban las ideas de Borges, y ya en esa época su estilo me hacía chirriar los dientes. Pierre Menard, autor del Quijote es una ocurrencia genial. Tratados enteros podrían escribirse sobre el cuento en que un escritor contemporáneo de  Bertrand Russell decide componer no otro Quijote, “sino el Quijote” trastornando, con ese solo gesto, toda la idea de la literatura. El texto de Menard es absolutamente igual al de Cervantes. Excepto que su estilo es “arcaizante” y “adolece de alguna afectación”, a diferencia de su precursor “que maneja con desenfado el español corriente de su época”.
    De todas maneras, un buen editor le hubiera recomendado a Borges amputar  buena parte de las tres primeras páginas del relato, donde tanto la erudición como el humor son abigarrados y deplorables.
     Cuando Borges no se preocupaba por el público al que se dirigía, y al que necesitaba seducir, era incomparable. Puedo citar muchísimos relatos y ensayos, pero creo que es suficiente con mencionar El idioma analítico de John Wilkins, Kafka y sus precursores o El acercamiento a Almotasim para verificar que era un maestro. Es el Borges que todavía no estaba muy al tanto de que era borgesiano. Basta recordar que una sola frase de  El idioma analítico de John Wilkins desató el texto de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault[ii]. En Kafka y sus precursores Borges invierte la causa y el efecto, y en lugar de mostrar a los escritores marcados por Kafka, muestra aquellos que Kafka ha transformado en sus antecesores, pues “su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Y en El acercamiento a Almotasim Borges nos brinda el argumento para una magnífica novela: “La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos”. Hay frases por las cuales daría (simbólicamente) mi brazo derecho. Me deslumbra su evocación de “aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe”. ¿Y quién puede superar esta frase para definir al etéreo personaje de H.G. Wells?: “El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz, es nuestra soledad y nuestro terror”. En ocasiones, inclusive un ultramontano como Borges podía ser muy sabio, como cuando señalaba que “quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas, suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas”.

¡NO LO DIGAS, VIEJO, DEMUÉSTRALO!

     Pero a pesar de todo creo que Borges se hubiera beneficiado con un buen editor. Hay ciertas palabras y frases que parecen escritas por un hombre con oído de lata. Por ejemplo, en Funes el memorioso,  el primer recuerdo que tiene el narrador del protagonista es “muy perspicuo”. (¿Perspicuo?[iii]) Y después, abundan en su prosa las abominables menciones a una variedad de cosas abominables, además de las aguas elementales, los nubarrones sin límites, mucha infamia,  innumerables antepasados, desvanecidas primaveras,  idénticas noches, los colores de los otoños, las confesiones íntimas y generales, eso que le ocurre a un hombre y que le ocurre a todos los hombres, tantas cosas remotas y perdidas (a veces un paisaje, otras un  soldado), tantas puertas infinitas, tantos fatigados atardeceres, esos desvaríos laboriosos y empobrecedores, las lámparas que ilustran los andenes, y especialmente esos espejos que además de ser abominables, porque como la cópula, multiplican el número de los hombres, nunca reflejan una figura de cuerpo entero y se dedican en cambio a inquietar el fondo de los corredores. Después de cierto tiempo, tanta frase bonita comienza a atacar los nervios del lector.
      Uno de mis ídolos en materia de crítica literaria es Dwight MacDonald, pues nunca temió recibir palos, o propinarlos.  Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”.  Y el novelista Gore Vidal señaló que MacDonald “Nada tiene que decir, sólo añadir”.
     Pero es indudable que Dwight Macdonald fue uno de los mejores críticos literarios y políticos de Estados Unidos a mediados del siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana. Y es que Macdonald volcó su producción en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a amigos y a enemigos. Pero los trabajos que escribió para publicaciones como Esquire, The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics –que dirigió entre 1943 y 1949– han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations” muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.
     MacDonald disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada de gente que desea parte de él”. Y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras mentes cuando no estamos pensando”.
     Su trabajo más famoso es Masscult and Midcult[iv], donde MacDonald analiza algunos productos de la cultura de masas, y sus manifestaciones “literarias”, como El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilder, J.B. de Archibald MacLeish, y John Brown´s Body, de Stephen Vincent Benét. Pero entre las reseñas sobresale la crítica a la novela de Hemingway, escrita con una evidente mala leche. El Hemingway que inventó el diálogo moderno en la literatura norteamericana aparece como un ser pomposo, que escribe “en esa falsa prosa bíblica que usó Pearl Buck en The Good Earth”, dice MacDonald. Hay apenas dos personajes, y no son individualizados. Uno es “el viejo”, y el otro “el muchacho”, pues, como explica MacDonald, darles nombre y apellido podría eliminar “el Significado Universal”. Inclusive MacDonald cuestiona la decisión de Hemingway de darle un nombre específico al pez (es un marlín) aunque en líneas generales, el escritor sólo alude a “El gran pez”.
    El diálogo es al mismo tiempo “anticuado”, y “digno”, y también “muy poético”. Y cuando se discute el talento de Joe di Maggio como beisbolista, Hemingway intenta una fusión de “literatura y democracia”, y el resultado, como lo demuestra McDonald, es absolutamente deprimente.
Pero el gran final de la crítica es cuando el protagonista enuncia su célebre frase: “I am a strange old man”, Soy un viejo extraño. Y ahí MacDonald demuele la novela con su frase: “Prove it, old man, don´t say it.” No lo digas, viejo, demuéstralo.
     Creo que Borges empezó a trastabillar cuando descubrió que era borgesiano. Algún alma caritativa tendría que haberle aconsejado dejar de ser maestro, y no cultivar tantos discípulos. Pero ¿Quién podía convencer a Borges? De todas maneras, muchas de sus descripciones, muchos de sus inventarios, muchos de sus catálogos, podrían haber sido descartados sin afectar su prosa. Por el contrario, la hubieran mejorado. Alguien tendría que haberle dicho en alguna ocasión: No lo digas, viejo, demuéstralo.



[i] Hace algunas semanas, conversando con un entrañable amigo, Carlos Perellón (autor de una excelente novela, La ciudad doble), me contó que en una ocasión tropezó literalmente con Borges en el hotel Plaza de Nueva York, y le pidió una entrevista. Borges lo citó para un desayuno al día siguiente, y lo primero que hizo fue explicarle la genealogía del apellido Perellón.
[ii]  La frase que maravilló a Foucault alude a una enciclopedia china donde “está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”. 
[iii] Perspicuo: Claro, transparente y terso. Dícese de la persona que se explica con claridad, y del mismo estilo inteligible. Diccionario de la Real Academia Española.
[iv] Masscult and Midcult, Essays Against the American Grain. New York Review Books, 2011.