Mario Szichman
Como periodista he tenido que navegar
durante varias décadas las aguas procelosas de la política latinoamericana, y
la consigna que me ha resultado más útil es esta: Hay que arrojar la piedra y
esconder la mano. Y eso involucra el uso de seudónimos.
Ya he perdido la cuenta de cuantos
seudónimos usé en mi carrera periodística –al menos media docena, y la mayoría
en Venezuela. Y aunque el uso de seudónimos empezó siendo una costumbre para
eludir la mano pesada del poder, terminó siendo un método para sobrevivir en
los empleos.
Creo que la etapa más dura fue en Buenos
Aires, entre 1971 y 1975. En esa época trabajé primero en una librería y luego
en la agencia noticiosa Inter Press Service. También publiqué mi primera
segunda novela La verdadera crónica falsa en la editorial Cedal (Centro Editor
de América Latina). Y en los tres lugares algo desagradable ocurrió. Un día
pusieron una bomba en La librería, propiedad de un entrañable amigo. Eso debe
haber sido en 1972 o en 1973. Creo que todavía gobernaba una junta militar
presidida por el general Alejandro Lanusse, y había una fuerte actividad
guerrillera liderada por el grupo peronista Montoneros y por el grupo
trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo. A algún sector militar debe
haberle disgustado la cantidad de textos que se vendían en la librería, o los
títulos de algunos de ellos. Y no estoy hablando de textos como El Diario del Che o los libros de Martha
Harnecker, sino de títulos perfectamente anodinos, y de temas a años luz de las
preocupaciones de un guerrillero. En esa época ya los militares habían decidido
que las matemáticas modernas eran subversivas, y me imagino que en la misma
volteada habían caído libros sobre álgebra, topología, o los fractales, esos
objetos geométricos cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite
a diferentes escalas (Ver Wikipedia).
Por lo tanto, para eliminar la subversión, o por lo menos para darles
una buena lección a quienes la miraban con aire de aprobación, alguna
repartición decidió hacer tronar el escarmiento.
Recuerdo cuando fui al día siguiente a la librería. Tuve la experiencia
de los sordos. No había oído la explosión, pero avizoraba con nitidez los
resultados. Los restos de su gran vitrina brillaban fragmentados en el suelo,
como esas lentejuelas que adornan los árboles de Navidad. Había libros
parcialmente quemados, y el interior era un total desbarajuste. Fue la primera
vez desde mi retorno de Venezuela que pensé seriamente en regresar a la que
terminaría siendo mi patria adoptiva. En ese momento había entre los
intelectuales y personas allegadas al ambiente cultural dos escuelas de
pensamiento. Una, la que recomendaba acatar la fábula popularizada tras el
golpe de estado del general Augusto Pinochet en Chile. La fábula decía que un
conejo estaba huyendo de Chile tras haber sido informado que los soldados de
Pinochet estaban matando tigres. Y cuando alguien le preguntaba cuál era la
premura, si él era un simple conejo, el conejo respondía: “Aquí disparan
primero y preguntan después”. La otra escuela de pensamiento consistía en
ignorar lo que ocurría delante de los ojos. Tal vez la bomba no había sido
puesta para destruir la librería. Tal vez los perpetradores se habían
equivocado, y en realidad, querían volarle la cabeza a alguien que vivía en las
cercanías.
Por esa misma época conseguí que la editorial Cedal me publicara La
verdadera crónica falsa. Un día fui a Cedal para buscar las pruebas de galera.
El editor no había ido a trabajar. Creo que fue un viernes, porque me dijeron
que volviera a pasar el lunes. Cuando retorné el lunes, me informaron que el
editor había sido secuestrado y asesinado junto con algunos de sus compañeros
de estudio.
De la librería pasé a trabajar en Inter Press. Una serie de episodios me
revelaron las ventajas de hacer pasar mi nombre y apellido a segundo plano. No
era conveniente “jettonear”, exhibir excesivamente el rostro. En ocasiones,
porque algún grupo armado podía sentirse tentado de privar a uno del rostro. Y
en otras, porque ser “hombre” o “mujer” de algunas de las tribunas de doctrina
que proliferaban en Buenos Aires significaba incinerarse para siempre. Recuerdo
que varios de mis colegas eran uruguayos. (Como decía Macedonio Fernández, “Lo
único que tengo de uruguayo es que toda la vida viví en Buenos Aires”). Uno de
ellos era corresponsal de otra tribuna de doctrina de Montevideo. Y le daba
tanta vergüenza trabajar para esa publicación, muy cercana al gobierno del
vilipendiado José María Bordaberre, que cuando le preguntaban por su oficio
decía que estaba empleado como pianista en un prostíbulo.
Creo que en la época en que empecé a
trabajar para Inter Press la agencia tenía 18 empleados, entre periodistas,
teletipistas y personal administrativo. Un día, cinco de los periodistas fueron
secuestrados, y nunca más aparecieron. Eso debe haber sido a mediados de 1975.
Evalué las posibilidades. ¿Debía ignorar lo que transcurría delante de mis
ojos, o copiar al conejo de la fábula? Y aunque nunca fui partidario de la
violencia pensé que ya había llegado a la Argentina la época en que disparaban
primero y averiguaban después. Por lo tanto, decidí volver a Venezuela.
Otras voces
Otros ámbitos
Entre 1975 y 1980 viví con mi esposa Laura
Corbalán en Venezuela. En esa época, trabajé en varias revistas y periódicos.
No recuerdo ni una sola vez en que un jefe de redacción me haya censurado
siquiera una coma. Gobernaba la denigrada Cuarta República, liderada por Carlos
Andrés Pérez, y en general, se respetaba la libertad de prensa. Carlos Andrés
(nadie osaba llamar de otra manera al jefe de estado) tenía sus propias
inquinas, y famosos encontronazos con Jorge Olavarría, el editor de la revista
Resumen, que derivaron en una serie de persecuciones. También la presidencia
anterior, la de Rafael Caldera, la emprendió contra otro empresario
periodístico, Miguel Angel Capriles, propietario de la Cadena Capriles, y autor
de Memorias de la Inconformidad, ensayo que debería ser enseñado en todas las
cátedras de periodismo de América Latina. Si hay algún dueño de periódicos que
se parece al Citizen Kane, es don Miguel. Nunca tuvo pelos en la lengua, y en
sus memorias reconoció inclusive algunos actos non sanctos. Recuerdo que cuando
le pregunté cómo se había animado a revelar esos datos, me dijo: “Es que el
gobierno de Caldera me había quitado los periódicos, estaba desesperado y pensé
seriamente en suicidarme. Por lo tanto, me dije: ´ ¡Qué coño! Vamos a contar la
verdad´. Lamentablemente, después me arrepentí y cuando quise frenar la salida
de mis memorias ya los libros habían sido distribuidos”.
Por esa época multipliqué mis seudónimos.
No porque me sintiera perseguido sino porque trabajaba como free-lance, y
vendía mis artículos en diferentes publicaciones, algunas que competían entre
sí.
TAL PARA CUAL
En 1980, viajamos con Laura para Nueva York. Trabajé en agencias
noticiosas, primero en United Press International, luego en The Associated
Press. Pero nunca dejé de colaborar con periódicos latinoamericanos. Durante mi
etapa en UPI colaboré con Brecha de Montevideo, La Jornada de ciudad de México,
y la Cadena Capriles de Caracas, firmando con mi nombre y apellido. En 1987
empecé a trabajar para AP, y cambiaron las reglas de juego. La agencia no
permitía que sus periodistas usaran su firma en otros medios. Tuve que retornar
al seudónimo, pues yo sufro del síndrome de John Wayne. The Duke era lo que se conoce en estos ámbitos como “workaholic.”
Lo único que le interesaba era estar en un set y actuar. Y a veces, dirigió
segmentos de algunos de los filmes de John Ford. Bueno, yo también soy un workaholic. Tanto me fascina el
periodismo, que inclusive estoy dispuesto a usar seudónimos para que aparezcan
mis artículos en la prensa.
Y de pronto, tropecé con Tal Cual.
En el año 2000 fui a presentar en Caracas
mi novela Los papeles de Miranda. Hacía escasos meses que Tal Cual, el
periódico dirigido por Teodoro Petkoff, había comenzado a circular en Caracas
como vespertino. Conocía a Teodoro de mucho tiempo atrás, aproximadamente desde
el año 1976, pero acostumbrado al formalismo de los argentinos, le envié un
solemne email, de esos que comienzan: “Señor Teodoro Petkoff, de mi mayor
consideración. No se si me recuerda. He vivido varios años en Venezuela, donde
colaboré en diferentes publicaciones. Le escribo la presente para preguntarle
si estaría interesado en contar con un corresponsal en Nueva York. Le adjunto
mi curriculum… Se despide atte. Mario Szichman”.
Recibí, aproximadamente diez minutos
después, un email de Teodoro donde decía, aproximadamente: “Chico, no jodas.
¿Cómo no voy a acordar de ti? Tú le caíste encima a Miguel Otero Silva en un
libro. Claro que me interesa tener un corresponsal en Nueva York”.
Fue, como también dicen aquí, “A Marriage made in heaven.” El único problema, según le expliqué a
Teodoro, era que no podía usar en los artículos mi nombre en apellido. Señor
Teodoro Petkoff, de mi mayor consideración: ¿es posible que use un seudónimo?
Teodoro, que vivió varios años en la
clandestinidad, y siempre fue un excelente escritor y periodista, entendió muy
bien mi necesidad del seudónimo. Y el seudónimo me lo inspiró Teodoro. Su
seudónimo más frecuente es Simón Boccanegra. Traduje Boccanegra al inglés, y
surgió Blackmouth. En cuanto al Harry, creo que fue mi involuntario homenaje a
The Trouble with Harry, una película de Alfred Hitchcock.
Empecé a colaborar con Tal Cual
a fines del 2000, pero mi espaldarazo llegó el 11 de septiembre de 2011, cuando
destruyeron las Torres Gemelas. Como Tal
Cual era vespertino, fue el único periódico venezolano que ese mismo día
contó con una crónica de un corresponsal en el sitio de los acontecimientos, en
lugar de usar los servicios de agencias noticiosas.
Todo este largo recuento para informar en este blog que he decidido
quitarle la careta a Harry Blackmouth e informar que detrás se encuentra Clark
Kent.
Hace trece años que Blackmouth escribe para
Tal Cual sus "Crónicas desde el
imperio".
A
partir de ahora, las crónicas también podrán verse en este blog. ¿Cuál es la
diferencia entre las crónicas de Blackmouth en el suplemento dominical de Tal
Cual y mis artículos de los jueves con mi nombre y apellido? Blackmouth se
interesa más por la gente que por la política, ya se trate de un coleccionista
de pinturas que muere sepultado bajo ellas y su casero demora semanas en
descubrir el cadáver, hasta un atracador con delirios de grandeza que hace un
video musical para exaltar sus hazañas y usa en el video el mismo carro que
empleó para atracar negocios. Es increíble cómo un cambio de nombre o de
formato periodístico genera nuevas ideas de escritura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario