Mario Szichman
A la memoria de Laura
Corbalán Szichman,
acatando su pedido.
¿Cómo podían
escribir tan mal y narrar tan bien? Me lo pregunto al analizar a escritores de
diferente calidad artística. Roberto Arlt, el único genio que ha dado la
literatura argentina, escribía muy mal, pero narraba con la pluma de un ángel.
Arlt escribía “mal” en el sentido de que a veces no respetaba las reglas
gramaticales. El mismo lo reconocía. En un célebre prólogo a su novela Los
lanzallamas señalaba: “Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier
manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a
quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias”.
Otro que
escribía “mal” y cuyos libros han sido devorados por millones de lectores es
Emilio Salgari, el creador del pirata Sandokan y del Corsario Negro. Durante
muchos años intenté no reelerlo, pues sus melodramáticas aventuras me tentaban
a hacer parodias, y yo nunca voy a hacer eso con un escritor al que he
reservado un altar. (El otro está reservado a Jim Thompson, que además de
escribir novelas absolutamente devorables, tenía la ventaja de ser un gran estilista).
Pero ahora que he osado releerlo, descubro que Salgari, más allá de algunos
epítetos como “¡Voto a bríos!” y “¡A mí, tigrecitos!” conocía bien sus temas, y
detallaba con gran eficacia, desde las embarcaciones hasta las tripulaciones
piratas, desde los animales hasta las plantas, desde los amaneceres, hasta los
atardeceres, desde los días de un calor agobiante, con un sol inmóvil en el
centro del cielo, hasta sus espléndidas tempestades. Leí las novelas de Salgari
cuando era niño, y todavía evoco algunas de sus descripciones. Por ejemplo, la
de un asesino malayo que era además muy piadoso, y cultivaba una planta en la
palma de su mano izquierda. En su ahuecada palma había echado tierra, e
insertado una planta diminuta que regaba todos los días. Al cabo de algunos
años en esa incómoda posición, la mano parecía haberse fosilizado en torno a la
planta. Pero el asesino podía usar la mano derecha para causar estragos con su
puñal. (¿O era una daga?)
La tercera
clase de mal escritor y espectacular narrador es Edmundo D´Amicis, autor de Corazón, esa biblia del sufrimiento, la
congoja y el sadismo. D´Amicis es en el territorio del melodrama y de los
golpes bajos el equivalente de un buen pornógrafo en la literatura erótica.
Recuerdo un veraneo en que mis padres me llevaron a San Clemente del Tuyú,
donde hay una de las mejores playas de la costa atlántica argentina. Allí nos
encontramos con unos parientes. Y una de mis primas había descubierto Corazón. Debía tener once años, era
alta, delgada, y terriblemente melancólica. Mi madre siempre decía que tenía
“ojos tristones”. Bueno, esa prima era la mayor del grupo, y llevaba la voz
cantante. El resto de los primos oscilábamos entre los seis y los ocho años de
edad.
Mi prima
extrajo Corazón de un bolso de playa,
lo alzó para mostrarnos la portada, y luego lo apretó contra su pecho. No he
podido retener sus palabras exactas, pero sí el contenido. Nos iba a leer un
cuento que, prometió solemne, nos iba a conmover hasta las lágrimas. Y
realmente lo consiguió. Nosotros, niños de cinco, seis y ocho años, lloramos
con una aflicción que partía el alma. Olvidé el contenido del cuento que leyó
mi prima. Pero la temática de D´Amicis tenía escasas variantes. Había por un
lado niños patriotas: el pequeño patriota paduano, el pequeño vigía lombardo,
el tamborcillo sardo. La única misión de esos niños era inmolarse por la
patria. Había niños trabajadores, como el hijo del fogonero, el hijo del deshollinador, el hijo del panadero,
cuya característica era el rostro tiznado, ya fuese con hollín, o con harina.
Había albañilitos moribundos, payasitos tísicos, niños ciegos, los heridos del
trabajo, y los convalecientes. Abundaban también los huérfanos de madre viuda.
En Corazón, las unidades alimenticias
eran el mendrugo, las cáscaras de queso y los corazones de manzana. Pero a
pesar de las increíbles hambrunas, todos esos párvulos eran buenos y felices. Y
aunque las catástrofes estaban a la orden del día, en ellos persistían la
bondad y la felicidad. Los niños y adolescentes de D´Amicis avanzaban hacia sus
hogares riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el
carbón o blanqueadas por la harina.
Durante muchos
años postergué mi anhelo de escribir un relato en el estilo que D´Amicis impuso
en Corazón. Laura Corbalán, mi esposa
por 36 años, siempre quiso que escribiera un libro de cuentos en el estilo de
D´Amicis. Este es el primero de los relatos, narrado, espero, en el estilo del
maestro. No lo intenté como parodia, sino como un simple homenaje. Pues Edmundo
D´Amicis se merece todos los homenajes del mundo. Como verás, Laura, cumplí
finalmente con tu pedido.
––-0––-
El último día de Sardi
Ayer fue el
primer día de clase para todos los alumnos de nuestra querida escuelita, pero
no para Sardi, el hijo del deshollinador. Para Sardi, ese niño canijo que
siempre andaba con el rostro tiznado, fue su último día de clase. Ayer lo
velamos.
Como yo era el
amigo preferido de Sardi varios de mis queridos maestros se acercaron para preguntarme
si sabía la causa de la muerte del infortunado niño. Y cada vez que escuchaba
esa pregunta se me hacía un nudo en la garganta. “Yo no sé cuál es la causa”,
les decía mirando al suelo, intentando controlar la pena en mi voz. “Yo no sé
cuál es la causa”, repetía, mirando las baldosas del patio donde salíamos al
recreo, y tratando de mantenerme alejado de Coretti, el malo del grado. Pues
había llovido, una de las baldosas estaba floja, y Coretti, haciéndose el
distraído, había dejado descansar un pie en la baldosa para apoyarlo con vigor
apenas pasara cerca un alumno desprevenido.
Y si bien yo
ignoraba cuál era la causa de la muerte de Sardi, tenía como un presentimiento.
Otros podrán decir que el pobre niño siempre fue muy debilucho, y que esa fue
la causa de su muerte. Es posible. Pues Sardi tenía buen corazón, y aunque
siempre pasaba hambre, era capaz de sacarse el pan de la boca para alimentar a
sus compañeritos. ¡Cuántas veces vi a Sardi traer en su valija pulcramente
remendada algunos mendrugos de pan, algunas cáscaras de queso, y algunos
corazones de manzana para repartirlos entre los niños más pobres que él! Como
por ejemplo Sagunti, que era tan pobre que debía compartir su lápiz y su
sacapuntas con sus otros cuatro hermanos y con su padre, el carpintero. Pero
inclusive si los condiscípulos de Sardi no eran pobres, el demacrado niño
insistía en compartir sus mendrugos con ellos y se ofendía si se los
rechazaban. ¿No le ofreció mendrugos a Capozzi, aunque el padre de Capozzi
usaba zapatos de charol y estaba ahorrando para comprarse también los cordones?
Y es que Sardi era un ángel de bondad. Tal vez como era muy debilucho y pasaba
hambre, se murió de tanto quitarse el pan de la boca. Sí, esa puede haber sido
la causa de la muerte de Sardi. Y sin embargo… y sin embargo, creo que Sardi se
murió por otra razón: sí, cuando más lo pienso, más estoy convencido de que
Sardi se murió por visitar la escuela el primer día de clase.
Todos los que
conocían a Sardi sabían que para el cenceño niño la escuela era el sitio de la
felicidad. Cada vez que Sardi sonreía en la clase, su sonrisa iluminaba el
aula. Y cuando salíamos al recreo, su sonrisa iluminaba también el patio de la
escuela. Y en ocasiones, hasta el cuarto donde los celadores guardaban las tizas.
Y la plaza donde se halla la estatua de nuestro héroe epónimo, aquel que se
lanzó al río junto con el caballo para no entregar su estandarte al enemigo.
Pero no el primer día de clase. Ese día, la sonrisa era reemplazada por la
melancolía.
Cuando Sardi
atravesaba el portón de la escuela en su primer día de clase, se hundía en la
congoja. Y aunque el pobre hijo del deshollinador intentaba sonreír, las
lágrimas rodaban por su rostro, trazando surcos en su tiznada piel. Más de una
vez me tomó la mano y me murmuró quedamente: “Me la veo venir”, pues muchos de
los queridos ex maestros aprovechaban el primer día de clase para despedirse de
sus ex alumnos. Los ex maestros sufrían de penosas enfermedades y a una escena
conmovedora le seguía otra aún más conmovedora. Y este último año, en ese
primer día de clase, a tanta congoja se sumó la tragedia del grupo escultórico,
y se cumplieron los peores augurios del enclenque niño.
Apenas Sardi
cruzó el umbral de la escuela, observó a lo lejos a don Curzio, el ex maestro
de segundo grado, que había venido a despedirse para siempre de sus discípulos.
Cuando Sardi vio a don Curzio desde una cuadra de distancia se sintió embargado
por la emoción e intentó esconderse en la carbonera. Pero don Curzio, aunque
aquejado de dolorosas enfermedades, conservaba una vista de lince y gran vigor
en las piernas. En unas pocas zancadas logró meterse en la carbonera y le gritó
al niño con metálica voz quejumbrosa:
–Entonces,
pequeño amigo ¿esta es la última vez que te veré en este aciago mundo?
Sardi se quedó
aturdido por esas palabras. Y aún más, por el tono de su ex maestro. Y
especialmente por el vendaje que rodeaba su garganta. Pues las cuerdas vocales
del ex maestro de canto habían sido operadas y…. En fin, no quiero mencionar el
terrible mal que afectaba las cuerdas vocales de don Curzio.
Al observar a
su querido ex maestro, Sardi comenzó a temblar como una hoja. Pero, sacando
fuerzas de su flaqueza, osó preguntar:
– ¿Por qué no
voy a verlo más, querido maestro?
– ¿Cómo, no te
contaron? – Le preguntó el maestro siempre sonriente.
– ¿Recuerdas
mi problema en las cuerdas vocales? Pues ahora, el mal se me subió a la cabeza
y... – Don Curzio inclinó la cabeza y Sardi vio que en el centro de su cráneo
había una especie de corcho, como los de sidra.
–Oh, es una
secuela de la trepanación– comentó don Curzio apuntando al tapón con el índice
de su mano izquierda.
– ¿Es grave? –
Le preguntó Sardi apoyando una mano en la pared. Tuve que sostener a mi amigo
para que no se resbalara al suelo.
–No hay por qué preocuparse – dijo el ex
maestro. –El cirujano está seguro que me voy a poner mucho mejor cuando me
extraigan el punzón. En el apuro por suturarme, se les olvidó un punzón cerca
del cerebelo. Pero es un punzón pequeño. De este tamaño.
El ex maestro
señaló el pulgar de su mano derecha.
–Querido
maestro– musitó Sardi –Mientras hay vida hay esperanzas.
– Por supuesto
que sí, por supuesto que sí– dijo el ex maestro con beatífica sonrisa. –Lo que
me preocupa no es el punzón sino el tapón en el centro del cráneo: está
filtrando. Pero el médico me dijo que ahora hay unos tapones muy buenos, de
plástico. Bueno, pero no te quiero hacer perder más tiempo. Seguro que deseas
estar en la primera fila durante la ceremonia en que rendiremos homenaje a los muertos
por la patria.
El ex maestro
le tendió a Sardi su mano, y abandonó la carbonera. Lo observamos cuando se
alejaba para siempre, mientras les decía a otros alumnos que pasaban a su lado:
“Sepan mis queridos alumnos, que yo siempre, siempre, los recordaré con afecto.
Disculpen esta tos tan persistente. Es causada por el bacilo de Koch. Quiero
aprovechar también para despedirme del resto de los educandos, inclusive de
aquellos que no desean saludarme. Sus razones tendrán”.
Cuando pasamos
por el salón principal había como veinte alumnos rodeando al señor Garófalo, el
director de la escuela. El señor Garófalo estaba acariciando la cabeza del
alumno Robetti, el más reciente de los huérfanos de nuestro plantel. El rostro
de Robetti estaba siempre manchado de cal pues el pobre tullido había ayudado a
su padre en sus humildes menesteres como pintor de brocha gorda hasta el
terrible accidente.
Luego de
algunos segundos de silencio en que intentó vanamente controlar su emoción y
limpiarse con el pañuelo las manchas de cal que le habían quedado adheridas
tras acariciar la cabeza de Robetti, el señor Garófalo anunció que la escuela
había decidido adelantar la fecha de conmemoración de los difuntos y develar un
monumento integrado por el padre de Robetti, tres albañiles, y una pobre viuda.
El padre de Robetti había fallecido al caer en cal viva, mientras trataba de
salvar a la viuda, quien se había arrojado a la peligrosa mezcla tras enterarse
que su marido la engañaba con una barragana. En el penoso accidente habían
muerto también tres albañiles que intentaron salvar al padre de Robetti y a la
viuda. Pese a la premura con que actuaron las autoridades, la cal se enfrió y
se endureció en torno a los cadáveres. Pero Perlotti, el escultor contratado
por el obispo para reparar los bajorrelieves en la catedral, se ofreció a
tallar las figuras rescatadas de la gigantesca tina de cal, creando un
conmovedor grupo escultórico. El señor Garófalo informó a los alumnos los
detalles del programa que se llevaría a cabo mientras tomaba de un pupitre una
sábana plegada y la apretaba contra su pecho. En ese momento comenzaron los
truenos.
Marchamos de
dos en fila hacia el grupo escultórico, emplazado en el centro del patio de la
escuela, mientras caían las primeras gotas. Allí nos aguardaba Perlotti el
escultor, quien lucía una boina negra sobre su enmarañada cabellera, y una
ancha bata de escultor. Perlotti tomó el paraguas que colgaba de su brazo
izquierdo y lo desplegó para protegerse de la lluvia.
Mientras el
señor Garófalo desplegaba la sábana y se protegía con ella –la sábana estaba
destinada a cubrir el grupo escultórico– el escultor le susurró algo al oído,
ignorando la perfecta acústica existente en el centro del patio. Oímos
acongojados que algunas partes de la cal habían comenzado a desprenderse del
grupo escultórico, mostrando la deteriorada carne de los cadáveres.
Observé el rostro
de Sardi. Parecía haber adquirido el color de las manzanas cuando les quitan la
cáscara. Primero adquirió un tono rojo, luego morado, y al final azul con
matices verdosos. Antes que pudiéramos reaccionar, Sardi huyó como alma en
pena, y buscó refugio en el santuario donde se guardan las reliquias de Santa
Eduvigis.
Cuando llegó
la hora del recreo, el señor Garófalo fue a buscar a Sardi al santuario, y lo
trajo de regreso al aula, preguntándole si se sentía bien. Curiosamente, en ese
momento Sardi parecía el más sano de los educandos, pues habían desaparecido
los matices verdosos de su rostro. En cambio, el resto de los alumnos de
nuestra clase parecía haber adquirido las tonalidades del rostro de Sardi, tras
escuchar otros detalles del escultor Perlotti sobre el deterioro registrado en
los cadáveres del grupo escultórico.
Y fue en ese
momento, tras carraspear dos o tres veces, que el señor Garófalo anunció la
buena nueva:
– ¿Sabéis
niños a quienes debemos consagrar esta vez la conmemoración de los difuntos? –
Nos preguntó. Y antes de que alguien osara responder, continuó: – ¡A todos
aquellos que han muerto por vosotros!
Mientras la
lluvia caía con furia sobre los tejados y desprendía trozos de argamasa del
grupo escultórico, el señor Garófalo dedicó los veinte minutos siguientes a
recordar no solo al padre de Robetti, y a los tres albañiles, y a la pobre
viuda, sino a los padres que se habían inmolado en el cumplimiento de su deber,
y a las madres que habían fallecido como resultado de las privaciones, o
enloquecidas de dolor por haber perdido a un hijo. También recordó a los
maestros que habían fallecido de enfermedades contagiosas y aquellos que
agonizaban tras sufrir un penoso mal que tras atacarles las cuerdas vocales se
había trepado a la cabeza obligándolos a usar un corcho, y que sin embargo,
seguían sonriendo a sus educandos con luminosa sonrisa. Y enseguida recordó a
los que habían muerto en naufragios y en incendios, y especialmente a los que
habían cedido a los niños la última cuerda para salvarse de las llamas. Pues
esos mártires habían expirado convencidos de que su último sacrificio había
servido al menos para salvar la vida de un pequeño inocente, aunque el destino
había intervenido y el pequeño inocente había perecido cuando apenas le faltaban
tres brazadas para llegar a la costa.
En ese momento
se escuchó un trueno aterrador. Un relámpago iluminó el patio y pudimos
observar que el grupo escultórico yacía en el suelo. El señor Garófalo observó
la escena, y de inmediato se dirigió al comedor. Poco después emergió del
amplio salón acompañado de dos cocineros y tres empleados de limpieza. Todos
llevaban manteles en sus brazos, que usaron para cubrir a los integrantes del
grupo escultórico.
Y entre tanto,
el rostro de Sardi adquirió un aspecto beatífico. Con paso lerdo se acercó a la
ventana y observó la caótica escena. En ese momento, un rayo de sol atravesó
una de las ventanas del aula e iluminó su cabeza. Pienso que ya en ese momento
Sardi había cruzado el umbral y enfilado hacia un sitio más bello.
Al otro día
cuando la madre quiso despertar a Sardi, descubrió que su hijo estaba muerto.
Una sonrisa embellecía su rostro. Cuando más lo pienso, más estoy convencido de
que Sardi no se murió de hambre, sino de algo todavía peor: yo tengo el presentimiento
de que Sardi se murió de congoja tras visitar la escuela el primer día de
clase.
La verdad, nunca se me había ocurrido eso de que d'Amicis era un mal escritor pero un buen narrador. Estoy de acuerdo, pero no te voy a permitir que digas lo mismo del sublime Salgari, quien si tenía un defecto, era el de ser un poco reiterativo. Nunca faltaba en sus libros un capítulo llamado "Una tortura espantosa" (y de verdad era espantosa).
ResponderEliminarRebobinando, otro de esa categoría era el viejo y querido Jack London, no te parece?
Pero me estoy desviando de lo que quería decirte: tu cuento "d'amiciano" me hizo llorar a carcajadas.
Gracias, Daniel, por tu generosidad. Creo que pertenecemos a la misma generación, sufrimos con los mismos narradores, y los amamos con igual ferocidad.
ResponderEliminarNo hay nadie que los pueda superar en pathos!
En cuanto a Jack London, prometo escribir pronto en el blog sobre sus cuentos (To Build a Fire es una obra maestra) y sobre sus inolvidables novelas, como Martin Eden y The Sea-Wolf.
Un abrazo cómplice
Mario