Mario Szichman
En la industria editorial norteamericana, como
en cualquier otra industria de esta nación, el personaje más importante es el
intermediario. En este caso, su nombre es agente, y su apellido es literario. Y
la misión del agente literario es actuar como un cancerbero, impidiendo a todo
escritor en ciernes que cruce el umbral de una editorial, excepto sobre su
cadáver. En ese sentido, hay un libro que merecería ser un clásico de quienes
han desistido de escribir. Su título es The First Five Pages, las primeras
cinco páginas, y su autor es Noah Lukeman, un agente literario que vive –o
vivía– en Nueva York. (Los escritores frustrados suelen ser muy vengativos, y
más de un agente literario ha tenido que cambiar su profesión, su domicilio y
su aspecto físico para no ser linchado).
La misión de Lukeman en esta vida
es rechazar manuscritos. Como indica en su introducción, “Los agentes y
editores no leen manuscritos para disfrutar de ellos. Los leen… solamente con
el propósito de descartarlos. Y créanme, ellos buscarán cualquier razón que
puedan esgrimir” para descartarlos. El propósito ostensible del libro de
Lukeman es, por lo tanto, enseñar a los escritores novatos o veteranos cómo
impedir a esos agentes literarios (entre quienes se incluye) el rechazo de sus
manuscritos.
Libros imposibles de prever
La contraparte al libro de
Lukeman es Plot, de Ansen Dibell (un seudónimo). Antes de iniciar un nuevo
proyecto narrativo, leo de punta a punta el libro de Dibell. Y nunca me ha
decepcionado.
Hay ciertos libros, en los
territorios de la ficción o del ensayo, que se destacan de una manera muy
particular. Proust decía que muchos lectores bostezan de aburrimiento cuando
les hablan de un nuevo libro muy bueno, porque se imaginan algo así como un compuesto
de todos los libros buenos que han leído previamente. Pero la magia de la buena
escritura es que no se trata de un agregado. “Un libro realmente bueno”, decía
Proust, “es particular, imposible de vaticinar, y no consiste en la suma de
todas las obras maestras anteriores. Es algo que no se logra habiendo asimilado
perfectamente esa suma, porque está ciertamente fuera de ella”.
Gracias a ese trastorno del libro
imprevisto, el canon literario se mantiene en equilibrio inestable. Proust es
un ejemplo. A la búsqueda del tiempo perdido no es otra buena novela que viene
a ocupar un lugar preciso en la historia de la literatura. Es una novela que
reacomoda la narrativa. Creo que era Brecht quien decía que había una manera de
escribir previa a Proust, y otra posterior. (¿O tal vez fue Walter Benjamin?)
¿Y quién puede imaginar cómo sería la literatura moderna sin Faulkner o sin
Kafka? Eso puede observarse de manera ejemplar en el narrador venezolano
Guillermo Meneses, en la evolución que tuvo su prosa desde el costumbrismo de
El mestizo José Vargas o La balandra Isabel llegó esta tarde, a los
experimentos vanguardistas de sus novelas El falso cuaderno de Narciso Espejo y
La máscara de Arlequín, o del cuento La mano junto al muro. Meneses parecía una
esponja a la hora de absorber nuevas ideas literarias y de transfigurar el vino
viejo en odres nuevos, mostrando cómo al alterar la forma de un relato se lo
transforma, suministrando profundidad a la temática, y confiriendo tres
dimensiones a personajes que carecían previamente de humanidad. Por supuesto,
también puede ocurrir el fenómeno contrario. Julio Cortázar escribió cuentos
perfectos al comienzo de su carrera. Pero luego, incurrió en las novelas
Rayuela, o en 62 modelo para armar. Lamento ir contra el canon, pero creo que
Cortázar perdurará por esos primeros cuentos, y que las novelas que he
mencionado son muy coquetas, absolutamente deplorables, y con exigua
perdurabilidad[i].
Libros al margen
Se han escrito muchísimos libros
sobre la Antártida. Pero nada supera The Ice, a Journey to Antarctica, de
Stephen J. Pyne. Antes de leerlo, creía que la Antártida era una vasta llanura
blanca. Es lo mismo que decir que Crimen y Castigo es la historia de un
estudiante pobre que asesina a una usurera. Tras leer The Ice, entendí la
fascinación de Poe, de Melville y de Lovecraft con el hielo, y por qué fueron
capaces de construir relatos tan minuciosos de esos paisajes blancos, que
parecen un retrato en negativo de bosques medievales. Y lo mismo ocurre con esa
maravilla de libro que es The Gnostic Gospels, de Elaine Page, un análisis de
los tres primeros siglos de la cristiandad, y del rol que desempeñaron las
mujeres al comienzo del cristianismo. Pero The Gnostic Gospels es mucho más. Es
un libro que permite explicar el dogma de muchas revoluciones, lo absurdo de
algunas de sus premisas, la real función
que cumple la acusación de hereje. Y la primera herejía condenada por el
naciente cristianismo fue la presencia de la mujer en los rituales. Era un
sacrilegio que las mujeres cumplieran la misma tarea que los hombres en el
ejercicio del sacerdocio. Y luego vinieron otras herejías. Fueron condenados
como herejes todos aquellos que cuestionaban las premisas de los ortodoxos,
dueños absolutos de la verdad.
“El credo”, dice Pagels, “exige
que los cristianos consideren a Dios un ser perfecto, quien, sin embargo, ha
creado un mundo que incluye dolor, injusticia y muerte. O que Jesús de Nazaret
fue concebido por una virgen, y que, tras ser ejecutado por Poncio Pilatos,
emergió tres días después de la tumba”. La autora se pregunta por qué la
iglesia cristiana “no sólo acepta esos asombrosos puntos de vista sino que
además los establece como la única verdad de la doctrina cristiana”.
El libro de Pagels se puede
aplicar a toda doctrina donde el líder es un autócrata, y permite entender los
mitos creados tras la muerte del presidente de Venezuela Hugo Chávez. Los
racionalistas, que se burlan de los aspectos más cómicos y absurdos de la
evangelización de Chávez pueden descubrir en el ensayo de Pagels la manera en
que esos mitos perduran tercamente, sin importar su infrecuencia. Hasta ahora,
Chávez no se ha acercado a ningún ser humano convertido en pajarito y
gorjeándole consejos en su oreja. Excepto al casi presidente de Venezuela
Nicolás Maduro[ii].
La biblia del escritor
Soy un fanático de los self-help
books, los libros de auto ayuda. Y especialmente, aquellos relacionados con mi
profesión. Desde que llegué a Estados Unidos he adquirido docenas de libros
donde enseñan cómo escribir todo tipo de novelas (mainstream fiction, novelas
históricas, novelas policiales, y novelas de aventuras), o cómo organizar un
plot, o argumento.
Como señalaba antes, el mejor de
esos libros que intentan enseñarnos a escribir novelas es Plot, de Ansen Dibell.
Si alguien es incapaz de aprender a escribir una buena novela siguiendo las
indicaciones de Dibell, nunca lo podrá hacer.
Otra de las ventajas del libro de
Dibell es que no da consejos para ofrecer el manuscrito a las editoriales. Pues
esas guías prácticas para escribir y publicar –incluyo al libro de Lukeman–
abundan en muy buenas recomendaciones para pulir el texto, no aburrir al lector
con abundancia de adjetivos y adverbios, y no importunarlo con largas
descripciones, diálogos o personajes trillados, situaciones incomprensibles o
escenas extraídas de telenovelas. Si no fuera por la parte deprimente, esos
libros serían perfectos. La parte deprimente es que todos esos textos incluyen
consejos para vender el manuscrito. Página tras página de la parte final de
esos manuales son tan lúgubres como un obituario. Pues, al parecer, no es fácil
vender un manuscrito. En realidad, es un trabajo para Sísifo, que empujaba la
roca hasta la cumbre de una montaña, y cuando le faltaba un tramo corto para
concretar el ascenso, la roca se soltaba de sus manos y volvía a rodar hasta el
fondo del valle.
El libro de Dibell prefiere
convocar la parte optimista: la creación. En primer lugar, sin importar las
complicaciones del texto, el autor debe concentrarse en el objetivo de crear
una trama, y controlarla. La novela traza un camino que hay que seguir. Hay que
diseñar su principio y su fin. Hay que crearle una topografía y colocar
personajes en esa topografía. Esos personajes deben hacer un viaje de
descubrimiento, o de conquista, y tropezar con dificultades cada vez más
grandes, casi imposibles de superar.
No hemos avanzado mucho desde la
tragedia griega, the great daddy de todas las tramas. Nuestros antepasados, que
eran más astutos que nosotros, no intentaban ser originales. Se dedicaban en
cambio a copiar fórmulas que habían tenido éxito. En vez de imaginar a
Shakespeare como un iluminado, debemos percibirlo como un copista con cierto
talento. Todas sus obras las plagió de las tramas de libros históricos.
Cualquier novelista venezolano puede crear gran variedad de historias
simplemente acudiendo a las crónicas de Eduardo Blanco Venezuela Heroica,
especialmente si sabe desbrozar la paja del trigo, pues algunos de los relatos
no son excesivamente confiables. Pero la pasión, los grandes conflictos, el
peso de la historia, se encuentran en esos relatos, así como personajes de
increíble fascinación.
Los clásicos tenían una virtud:
sabían to cut to the chase, ir directo al grano. Todo aquello que hacía fácil
la vida al personaje era eliminado. Todo personaje secundario que no sirviera a
la trama principal, era anulado. Todo aquello que parecía soso, era apuntalado
mediante la exageración. El melodrama, tan vilipendiado en nuestra época, era
la levadura de los mejores escritores del siglo diecinueve. Victor Hugo,
Balzac, Dostoievski, Eugenio Sue, Dickens, nos ponían a llorar hasta dejarnos
exhaustos. Oscar Wilde, comentando la trama de The Old Curiosity Shop, de
Dickens, dijo que “Se necesita un corazón de piedra para no reprimir la
carcajada ante la descripción de la muerte de la pequeña Nell”.
No hay mejor guía que Dibell en
la excursión entre el primer esbozo de una novela, y su versión final. Por
supuesto, Dibell cree que el apetito del escritor viene comiendo. No hay que
esperar a que nos venga la inspiración. La inspiración proviene de la
escritura. De un trabajo cotidiano. De la persistencia. A algunos les lleva
muchos años escribir una novela. Pero no siempre. Faulkner escribió la mayoría
de sus obras maestras en algunas semanas. Y eso incluye The Sound and the Fury, y Wild Palms. Balzac
escribió todas sus novelas en escasas semanas. Y lo mismo puede decirse de
Dickens. Dostoievski escribió Crimen y Castigo en menos de dos años. Y en el
ínterin, arrojó a las llamas buena parte de la primera versión. Robert Louis
Stevenson escribió Doctor Jekyll and Mr. Hyde en tres días. Su esposa quedó en
tal estado de shock tras leer el relato, que le ordenó quemar el manuscrito.
Stevenson la obedeció. Y uno o dos años más tarde, volvió a escribir el mismo
relato. Y otra vez demoró tres días.
La parte más difícil
Ydespués de tanto esfuerzo, y de
tanto placer, y de tantas noches sin dormir, llega finalmente para el autor la
hora de su mayor triunfo: la conclusión del manuscrito, y el momento de la
verdad: ese manuscrito debe venderlo. Y todas esas guías prácticas de que
hablábamos al principio, y que parecen guías prácticas para no vender libros,
ofrecen un consejo que puede ser muy sádico: no desfallecer. Hay como una
especie de goce en narrar las desventuras de Fulanito, que envió copias de su
manuscrito a doscientas o trescientas editoriales y todas ellas le devolvieron
el manuscrito con un "rejection slip", una nota de rechazo. (La
devolución del manuscrito está sujeta a esta condición: que el remitente lo
haya enviado con un SASE, siglas de "self-addressed stamped
envelope", esto es, con sobre franqueado a nombre del despachante. Por lo
tanto, apenas la editorial o el agente literario reciben el manuscrito y
descubren el sobre con el SASE, veloces como una saeta lo devuelven al
remitente, pues no necesitan pagar gastos de reenvío).
Por supuesto, entre millares de
fulanitos que nunca logran publicar sus manuscritos, hay uno o dos que cruzan
la barrera, y se convierten en escritores famosos. O que deciden publicar los
libros por su cuenta. Y algunos de ellos son autores nada desdeñables. Mark
Twain era uno de ellos. Howard Fast se vio obligado a hacerlo cuando lo
pusieron en la lista negra de las editoriales por su pertenencia al partido
Comunista. De todos modos, no son ejemplos útiles. Tanto Mark Twain como Howard
Fast eran ya famosos autores cuando decidieron publicar libros por su cuenta.
Por cierto, fueron castigados de inmediato con el desdeñoso rótulo de
"autores de vanity press" (publicaciones autofinanciadas por alguien
que no ha pasado por las horcas caudinas de las editoriales).
¿Cómo lograron esos dos
escritores publicar sus primeros trabajos? Obviamente, no enviaron sus textos a
trescientas editoriales para que se los rechazaran. No, ambos se iniciaron como
periodistas. Y como algunos de sus colegas habían publicado libros, esos
colegas los conectaron con editores. Esto es, se valieron del trato personal
que siempre resulta tan útil. Basta ver lo ocurrido con Faulkner. Su primer
manuscrito, Soldier´s Pay, encontró un editor gracias a su amigo, Sherwood
Anderson, el excelente narrador de Winnesburg, Ohio. Según contó Faulkner
luego, Anderson le propuso un trato: “Si no tengo que leer tu manuscrito, le
pediré al editor que te lo acepte”.
Por supuesto, eso elimina muchos
intermediarios. ¿De qué serviría la profesión de agente literario si los
autores pueden comunicarse directamente con los editores? Es por eso que libros
de auto ayuda como The First Five Pages parecen tener como propósito ayudar
exclusivamente a sus autores, sean agentes literarios, editores o autores que
escriben ese tipo de manuales. Resulta claro que todos ellos nunca siguieron
los consejos que prodigan en sus libros. Especialmente a la hora de cruzar la
barrera y contactarse con editores eludiendo a los agentes literarios.
En su libro How to Write Mysteries,
la novelista Shannon OCork explica cómo aceptar con coraje los rejection slips.
Pero ella nunca tuvo que sufrir esos rechazos, pues se casó con Hillary Waugh,
un excelente y famoso narrador de policiales, y Grand Master de la organización
Mystery Writers of America. Los contactos de Waugh en las editoriales abrieron
el camino a los manuscritos de su esposa. En cuanto a Lukeman, el agente
literario que anuncia como su misión en la vida rechazar manuscritos, nunca ha
enfrentado hostiles agentes literarios. Su libro The First Five Pages está
dedicado, entre otras personas, a su madre, quien “mostró mi primer (terrible)
novela a su agente cuando yo tenía 16 años, y ha respaldado mi escritura con
igual fervor desde entonces”. Eso indicaría que la madre de Lukeman era una
escritora, y que el agente literario de la madre, en este caso no ejerció su
tarea principal, la de rechazar manuscritos. Aceptó en cambio leer una novela
de un adolescente de 16 años que no tenía ciertamente el genio de Rimbaud. Al
parecer, el trato personal, y la amistad, siguen imperando en todas partes,
inclusive en el país de los intermediarios.
[i] Hay dos metamorfosis en el
escritor, una marcada por las leyes del mercado, y otra por su evolución
interna. Cuando el escritor va cambiando de estilo porque se siente
insatisfecho con sus textos, es casi seguro que el resultado será bueno, como
lo demuestra Meneses, o también Manuel Puig. Pero cuando el mercado dicta las
órdenes, la evolución es reemplazada por
la mutación. Y las costuras se notan.
[ii] Tertuliano decía: “Creo
porque es absurdo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario