Mario Szichman
Maxwell Perkins
Uno de los filmes clásicos de Ernest Lubistch es The Shop Around the Corner, la historia de dos empleados de una
tienda bastante lujosa, Matuschek y Compañía, situada en Budapest, que se la
pasan peleando todo el día. Alfred Kralik (James Stewart) y Klara Novak
(Margaret Sullavan) se odian de manera fervorosa. Ignoran que son amigos por
correspondencia, y el mismo desagrado que muestran en público, resulta de
alguna manera un incentivo para enamorarse de sus pen pals. Pero el personaje más interesante y trágico es Matuschek
(Frank Morgan), el dueño de la tienda, quien es rastreramente engañado por su
esposa. El señor Matuschek es un hombre digno, un buen padre de familia, pero
renuente a aceptar consejos. Y cada vez que se pone a buscar a uno de sus
empleados, Pirovitch (Felix Bressart) para que le brinde su honesta
opinión sobre algún tema, Pirovitch huye despavorido.
Al igual que Pirovich, suelo huir despavorido cuando algún amigo escritor
me pide que revise uno de sus manuscritos. Mis experiencias han sido de
pesadilla. Hace muchos años, un escritor bonaerense me pidió que le ofreciera
mi opinión sobre uno de sus libros de cuentos. Le dije que me habían encantado
–cosa que no era totalmente cierta– pero que había algunos detalles no muy
creíbles. Le señalé dos o tres de ellos, y me respondió: “Che ¿pero vos quien
te crees que sos, Balzac?” Mi amigo tenía la opinión de que Balzac era un mal
escritor, y que yo ignoraba los principios básicos de la narrativa. Es posible.
En otra ocasión, una excelente escritora –y esta vez lo ratifico, excelente pues una de sus novelas es de
las mejores que he leído en varias décadas– me despachó uno de sus manuscritos
para que le diera mi dictamen. Siempre he creído que solo los tontos se
aprietan los dedos dos veces en la misma puerta. Bueno, reiteré la tontería, e
incurrí en el error cometido con el escritor bonaerense. Traté de ser lo más
benigno posible. Pero señalé algunos detalles que me parecían exagerados. Había
olvidado que en general, quien nos pide un consejo, es muy renuente a
aceptarlo, y decide convertirse súbitamente en nuestro enemigo. En realidad, la
mayoría de quienes nos piden consejos exigen nuestro total beneplácito y
acatamiento. He perdido otra muy valiosa amistad. Hubiera sido preferible huir
despavorido, como el señor Pirovitch.
No he hecho una investigación en profundidad, pero pienso que muchos
redactores de manuscritos son homicidas en potencia. Algunos logran sublimar
sus instintos asesinos, y otros pasan al territorio de la política, como Joseph
Goebbels, que tras escribir su novela Michael,
se convirtió en ministro de Propaganda de Adolf Hitler.
¿Por qué las palabras diseminadas en una hoja de papel tienen tanta carga
emocional? ¿Por qué tantas personas están convencidas que esas palabras están
esculpidas en piedra? No lo pensaban William Faulkner, Honorato de Balzac, Ernest
Hemingway, Leon Tolstoi, o Fiodor Dostoievski. Es un placer observar las
corregidas galeradas de cualquiera de ellos, sus numerosas reescrituras.
Tengo algunas hipótesis. Los instintos homicidas se diseminan con más
asiduidad entre los amateurs. La mayoría de los entrañables narradores
mencionados más arriba se ganaban la vida con sus novelas y cuentos.
Necesitaban obtener dinero con su trabajo, pagar la comida, la renta, la ropa,
en ocasiones la educación de sus hijos, o sus juicios de divorcio. Por lo
tanto, pretendían vender sus producciones literarias, y en gran cantidad.
El amateur, en cambio, trabaja por
amor al arte, esa es la primera señal de sus instintos homicidas. Recuerdo que
en la película Bullets over Broadway,
dirigida por Woody Allen, un dramaturgo amateur se congratulaba de que
dieciocho de sus obras teatrales hubiesen sido rechazadas por productores.
“Porque tú eres un genio”, le decía un admirador. “Tú no te doblegas ante las
fuerzas del mercado”.
La otra hipótesis es que la redacción de un texto nos coloca en paños
menores. Estamos en inferioridad de condiciones ante lectores con las ropas
puestas. No abundan los escritores claramente seguros de que sus textos sean
impecables o imperecederos. La escritora sudafricana Nadine Gordimer, premio
Nobel de Literatura, decía que escribir una novela era como subirse a un palo
enjabonado. Cuando el narrador creía llegar a la cúspide, era el momento en que
sobrevenía el inevitable resbalón.
Un dramaturgo, un guionista de cine, no pueden prescindir del otro. No
están diseñando personajes en el papel, sino dando atributos a seres que
repetirán sus palabras en un escenario. En los últimos años ha surgido toda una
escuela cinematográfica que difunde sus conocimientos en los discos compactos
donde se graban películas. Todo filme clásico es acompañado de comentarios de
famosos artistas, guionistas y coreógrafos donde explican los entretelones de
cualquier filme famoso. Algunos comentarios son inclusive más interesantes que
los mismos filmes. No todas las películas reseñadas son Top of the world, pero sí las reseñas. Ahí se explica desde la
elaboración de una escena, hasta la luz empleada, o las tomas finalmente
elegidas. Tengo un set con cuatro de
los filmes más famosos de Fred Astaire y Ginger Rogers. En uno de los
comentarios se muestra el diseño completo de cada uno de los guiones. Inclusive
se cronometraban los minutos para decidir en qué momento debía surgir una
situación cómica, o los famosos one–liners,
esos chistes que se expresan en una sola frase. Por ejemplo: “Desearía morir de
manera pacífica en mi sueño, al igual que mi abuelo, no lanzando alaridos, como
los pasajeros que viajaban en su automóvil”.
LA MIRADA DEL
OTRO
Ya en otro post comenté la admiración que siento por Maxwell Perkins, editor
de editores, quien se encargó de revisar los manuscritos de Ernest Hemingway,
Ring Lardner, Thomas Wolfe, Erskine Caldwell y James Jones, entre otros grandes
de la literatura estadounidense. Pero fue Francis Scott Fitzgerald quien le
trajo más problemas a Perkins y, al mismo tiempo, más triunfos. La novela más
famosa de Scott Fitzgerald, The Great
Gatsby, hubiera pasado por las librerías sin pena ni gloria, de no ser por
la reformulación de la trama y los capítulos, o por el rediseño del
protagonista.
Nick Carraway, el narrador de El Gran
Gatsby, demoraba en explicar, en la primera versión, quién era el
misterioso millonario que vivía cerca de su pequeño cottage en una enorme mansión del extremo de Long Island. Jay
Gatsby solía ofrecer suntuosas fiestas a decenas de invitados. Muy pocos lo
conocían en persona, aunque corría el rumor que “en cierta ocasión había
asesinado a un hombre”.
En el original de Scott Fitzgerald, todo era ambiguo cuando se aludía a Jay
Gatsby. Ni siquiera Scott Fitzgerald estaba muy enterado de su linaje. Algunas
referencias indican que el escritor pensó al principio en su protagonista como
“un negro de piel clara”, en tanto algunos críticos sugieren que, en realidad,
“era un judío que intentaba hacerse pasar por gentil”.
¿Qué hizo Perkins con el manuscrito de Scott Fitzgerald? En el caso de los
equívocos orígenes de Gatsby, le aconsejó a Scott Fitzgerald resaltar las
dudas. Pues el personaje, desesperado por cautivar a una auténtica
angloestadounidense como Daisy, el perpetuo amor de su vida, avanza
impetuosamente hacia su trágico destino, y al mismo tiempo trastabilla en el
incómodo mundo de la alta sociedad, donde más de uno acepta sus invitaciones, y
al mismo tiempo lo elude recelando su origen. (Cuando Gatsby es asesinado, solo
Nick Carraway, junto con el padre del gángster y un casual invitado a su
residencia, asisten a su entierro).
El crucial sexto capítulo cambió toda la novela. Perkins intervino
decisivamente en esa parte de la novela. Hasta ese momento, Scott Fitzgerald ni
siquiera había ofrecido una edad aproximada de Gatsby. ¿Era de mediana edad, o
un veinteañero? Gatsby surgía como una figura evanescente en medio de
personajes bien delineados como Nick Carraway, como Daisy, como Tom Buchanan,
el esposo de Daisy, un matón y un cobarde.
Perkins entendía que Gatsby debía ser algo misterioso, pero ¿cómo había
obtenido su inmensa fortuna? ¿Era el personaje una herramienta inocente en
manos de criminales, o se trataba de un veterano delincuente? ¿Cuál era la
razón de que invitara a tantas personas a sus fiestas, la mayoría de las cuales
no lo habían visto en su vida?
Por lo tanto, Perkins pidió al escritor que reformulara el capítulo sexto.
Y en ese momento se revela el grandioso esquema de Gatsby. Ha estado enamorado
de Daisy toda su vida, pero cuando la conoció, era un pobre soldado. Y luego,
tras adquirir una fortuna por medios ilícitos, decide reconquistarla a través
de la adquisición de una enorme mansión, cerca de donde ella reside, organizar
recepciones, y finalmente atraerla a sus brazos.
Todo eso funciona al principio como un cuento de hadas, con Nick Carraway,
amigo de Daisy, actuando de Celestina. Luego, el romance se desbarranca en una
estúpida tragedia.
Analizar el método usado por Perkins para mejorar la novela y contribuir a
su trascendencia es casi tan apasionante como la novela misma. La tarea de
Perkins era muy creadora porque acabó con la escritura “plana” y permitió
colocarla en tres dimensiones. Un solo ejemplo: en la primera versión de la
novela, Scott Fitzgerald mencionaba al pasar un enorme cartel que aparecía al
costado de la ruta que seguía Nick Carraway en su viaje a Long Island. En el
cartel aparecían los enormes ojos del doctor T.J. Eckleburg, un optometrista
del condado neoyorquino de Queens. Pero a medida que la novela iba avanzando, y
gracias a las sugerencias de Perkins, el optometrista va creciendo en la
narración. Hasta que al final Wilson, el asesino de Gatsby, observó con un
estremecimiento el anuncio de T.J. Eckleburg, “que había surgido pálido, y
enorme, de la noche en disolución”. Wilson decidió la suerte de Gatsby tras
exclamar: “Dios todo lo contempla”.
Por alguna razón, necesitamos que una buena novela se nutra de simbolismos.
La mirada de un optometrista deviene para Scott Fitzgerald en la mirada de Dios
¿Sería Ilusiones Perdidas una novela
tan excepcional si estuviera ausente la temática central, las transformaciones
que sufre el papel? Primero el papel
pasa por las manos del impresor David Sechard, luego es usado por Lucien de Chardon,
un periodista que se vende al mejor postor, y finalmente, se metaboliza en el
devorador de papel, una fábula narrada por el abate Carlos Herrera, en
realidad, el convicto Vautrin, quien intenta corromper a Lucien.
Si hay una tarea solitaria que requiere estar bien acompañado, es la del
escritor. El editor cumple dos funciones: por un lado, contiene la locura del
narrador. Por el otro lado, de manera
bastante curiosa, se encarga de promover sus ideas más desatinadas, pero en un
marco comprensible.
He pasado por todas las etapas en materia de escritura. En una época, creía
que había que escribir trilogías, y escribí dos. En época más reciente, me
apasiona la novela sin antecedentes o consecuentes. Una de mis novelas me llevó
cinco años: A las 20:25 la señora pasó a
la inmortalidad. De contar con una editora como la profesora Carmen
Virginia Carrillo, estoy seguro que la hubiera concluido en menos de un año,
aproximadamente el tiempo que me demoró escribir con su invalorable
colaboración mis novelas más recientes, Eros
y la doncella y La región vacía.
(Hay otras dos aún inéditas, y el lapso de confección fue similar).
Cuando alguien escribe de manera solitaria, a menos se llame Balzac, o
Dostoievski, o Tolstoi, o Marcel Proust, o Alejandro Dumas, puede enfilar en
cualquier dirección, y perderse en toda clase de vericuetos. De todas maneras,
dudo que esos autores hayan escrito en completa soledad. Como lo demostró luego
la “fábrica” de escritores de Dumas, todos ellos debían contar con asesores, o
al menos algo parecido a los editores de la actualidad. Tal vez les facilitaban
pautas de trabajo. Es imposible producir tantos libros excepcionales a la buena
de Dios.
Nadie me ha podido disuadir, al menos hasta el momento, que las grandes
obras son resultado de la inspiración. Estoy, por el contrario convencido, de
que son producto de la imaginación dialógica. Se necesita un sounding board que pueda recibir el
mensaje y aceptar textos, o recomendar cambios. En realidad, ahora que lo
pienso, había una percepción más genial en Perkins que en Scott Fitzgerald, una
capacidad de síntesis que el novelista no poseía en ese momento, pero sí el
editor, pues ya había tropezado con escenarios parecidos al analizar otros
manuscritos.
Algún día me gustaría volver a revisar el manuscrito original de Eros y la doncella, y confrontarlo con
el que surgió tras varias revisiones de la profesora Carrillo, pero recuerdo
una escena donde intenté describir, desde los manuales de historia, la primera
reunión de los Estados Generales en París, el sábado 2 de mayo de 1789, para
debatir la difícil situación que vivía Francia. En el original, traté de
describir situaciones. La profesora Carrillo me propuso encarnar esas
situaciones en personajes, que es, en definitiva, la manera de narrar, no de
historiar. En los manuales de historia la Revolución avanza impetuosa, sin
mirar ni a derecha o a izquierda, pero en la novela es diferente, pues la
Revolución aún no ha logrado ensamblar sus instrumentos de ejecución. La
doncella, la guillotina, duerme aún el sueño de los justos. En los manuales de
historia, era la hora de la esperanza. En la novela, era la hora de la
esperanza sumada a la inquietud. En los libros de historia todo era diáfano. En
la novela, todo era muy confuso. Recién después, mucho después, la Revolución
alcanzaría el aspecto de un fresco donde desfilarían, uno por vez, jefes
revolucionarios que morirían jóvenes, tanto los futuros verdugos como sus
ulteriores víctimas. Ese territorio pertenecía a la narrativa, no a la historia.
El encuadre era muy diferente.
La historia puede relatar episodios, pero es muy parca a la hora de narrar
pasiones. En definitiva, la novela se introduce en los resquicios de la
historia, la sobresalta, generalmente le obliga a formular más preguntas que
respuestas. El Robespierre de una novela no es el Robespierre de la historia.
Sin embargo, lo que pierde en estatura gana en tres dimensiones.
Lo más importante para un escritor es no confundir géneros. Quise aferrarme
a la historia, y la novela hubiera perdido eficacia. Maxwell Perkins supo ver
en un optometrista la mirada de Dios. La profesora Carrillo descubrió en la
espalda de Robespierre un secreto que los libros de historia se niegan a
explorar, y logró dar a la narración, un vuelco totalmente inesperado.
No conozco tarea tan poco gratificante como la del editor, y que pueda
brindar tantas recompensas al narrador. Hay que tener una madera muy especial,
y lidiar con unos egos gigantescos. Es fácil descubrir tendencias homicidas en
los escritores. Es otra de las ingratas tareas de los editores, tratar de
sofocar los intentos de asesinato. La otra parte, la que poco se revela, es la
tarea curativa de un buen editor, su enorme capacidad de perdonar y reparar, y
su capacidad creadora. Ah, y además, su incalculable aporte a que una narración
adquiera tres dimensiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario