miércoles, 18 de noviembre de 2015

La tarea del editor es muy poco gratificante… Y sin embargo ¿qué haríamos, sin ese personaje tan creador?


Mario Szichman


Maxwell Perkins

Uno de los filmes clásicos de Ernest Lubistch es The Shop Around the Corner, la historia de dos empleados de una tienda bastante lujosa, Matuschek y Compañía, situada en Budapest, que se la pasan peleando todo el día. Alfred Kralik (James Stewart) y Klara Novak (Margaret Sullavan) se odian de manera fervorosa. Ignoran que son amigos por correspondencia, y el mismo desagrado que muestran en público, resulta de alguna manera un incentivo para enamorarse de sus pen pals. Pero el personaje más interesante y trágico es Matuschek (Frank Morgan), el dueño de la tienda, quien es rastreramente engañado por su esposa. El señor Matuschek es un hombre digno, un buen padre de familia, pero renuente a aceptar consejos. Y cada vez que se pone a buscar a uno de sus empleados, Pirovitch (Felix Bressart) para que le brinde su honesta opinión sobre algún tema, Pirovitch huye despavorido.
Al igual que Pirovich, suelo huir despavorido cuando algún amigo escritor me pide que revise uno de sus manuscritos. Mis experiencias han sido de pesadilla. Hace muchos años, un escritor bonaerense me pidió que le ofreciera mi opinión sobre uno de sus libros de cuentos. Le dije que me habían encantado –cosa que no era totalmente cierta– pero que había algunos detalles no muy creíbles. Le señalé dos o tres de ellos, y me respondió: “Che ¿pero vos quien te crees que sos, Balzac?” Mi amigo tenía la opinión de que Balzac era un mal escritor, y que yo ignoraba los principios básicos de la narrativa. Es posible.
En otra ocasión, una excelente escritora –y esta vez lo ratifico, excelente pues una de sus novelas es de las mejores que he leído en varias décadas– me despachó uno de sus manuscritos para que le diera mi dictamen. Siempre he creído que solo los tontos se aprietan los dedos dos veces en la misma puerta. Bueno, reiteré la tontería, e incurrí en el error cometido con el escritor bonaerense. Traté de ser lo más benigno posible. Pero señalé algunos detalles que me parecían exagerados. Había olvidado que en general, quien nos pide un consejo, es muy renuente a aceptarlo, y decide convertirse súbitamente en nuestro enemigo. En realidad, la mayoría de quienes nos piden consejos exigen nuestro total beneplácito y acatamiento. He perdido otra muy valiosa amistad. Hubiera sido preferible huir despavorido, como el señor Pirovitch.
No he hecho una investigación en profundidad, pero pienso que muchos redactores de manuscritos son homicidas en potencia. Algunos logran sublimar sus instintos asesinos, y otros pasan al territorio de la política, como Joseph Goebbels, que tras escribir su novela Michael, se convirtió en ministro de Propaganda de Adolf Hitler.
¿Por qué las palabras diseminadas en una hoja de papel tienen tanta carga emocional? ¿Por qué tantas personas están convencidas que esas palabras están esculpidas en piedra? No lo pensaban William Faulkner, Honorato de Balzac, Ernest Hemingway, Leon Tolstoi, o Fiodor Dostoievski. Es un placer observar las corregidas galeradas de cualquiera de ellos, sus numerosas reescrituras. 
Tengo algunas hipótesis. Los instintos homicidas se diseminan con más asiduidad entre los amateurs. La mayoría de los entrañables narradores mencionados más arriba se ganaban la vida con sus novelas y cuentos. Necesitaban obtener dinero con su trabajo, pagar la comida, la renta, la ropa, en ocasiones la educación de sus hijos, o sus juicios de divorcio. Por lo tanto, pretendían vender sus producciones literarias, y en gran cantidad.
El amateur, en  cambio, trabaja por amor al arte, esa es la primera señal de sus instintos homicidas. Recuerdo que en la película Bullets over Broadway, dirigida por Woody Allen, un dramaturgo amateur se congratulaba de que dieciocho de sus obras teatrales hubiesen sido rechazadas por productores. “Porque tú eres un genio”, le decía un admirador. “Tú no te doblegas ante las fuerzas del mercado”.
La otra hipótesis es que la redacción de un texto nos coloca en paños menores. Estamos en inferioridad de condiciones ante lectores con las ropas puestas. No abundan los escritores claramente seguros de que sus textos sean impecables o imperecederos. La escritora sudafricana Nadine Gordimer, premio Nobel de Literatura, decía que escribir una novela era como subirse a un palo enjabonado. Cuando el narrador creía llegar a la cúspide, era el momento en que sobrevenía el inevitable resbalón.
Un dramaturgo, un guionista de cine, no pueden prescindir del otro. No están diseñando personajes en el papel, sino dando atributos a seres que repetirán sus palabras en un escenario. En los últimos años ha surgido toda una escuela cinematográfica que difunde sus conocimientos en los discos compactos donde se graban películas. Todo filme clásico es acompañado de comentarios de famosos artistas, guionistas y coreógrafos donde explican los entretelones de cualquier filme famoso. Algunos comentarios son inclusive más interesantes que los mismos filmes. No todas las películas reseñadas son Top of the world, pero sí las reseñas. Ahí se explica desde la elaboración de una escena, hasta la luz empleada, o las tomas finalmente elegidas. Tengo un set con cuatro de los filmes más famosos de Fred Astaire y Ginger Rogers. En uno de los comentarios se muestra el diseño completo de cada uno de los guiones. Inclusive se cronometraban los minutos para decidir en qué momento debía surgir una situación cómica, o los famosos one–liners, esos chistes que se expresan en una sola frase. Por ejemplo: “Desearía morir de manera pacífica en mi sueño, al igual que mi abuelo, no lanzando alaridos, como los pasajeros que viajaban en su automóvil”. 

LA MIRADA DEL OTRO

Ya en otro post comenté la admiración que siento por Maxwell Perkins, editor de editores, quien se encargó de revisar los manuscritos de Ernest Hemingway, Ring Lardner, Thomas Wolfe, Erskine Caldwell y James Jones, entre otros grandes de la literatura estadounidense. Pero fue Francis Scott Fitzgerald quien le trajo más problemas a Perkins y, al mismo tiempo, más triunfos. La novela más famosa de Scott Fitzgerald, The Great Gatsby, hubiera pasado por las librerías sin pena ni gloria, de no ser por la reformulación de la trama y los capítulos, o por el rediseño del protagonista.
Nick Carraway, el narrador de El Gran Gatsby, demoraba en explicar, en la primera versión, quién era el misterioso millonario que vivía cerca de su pequeño cottage en una enorme mansión del extremo de Long Island. Jay Gatsby solía ofrecer suntuosas fiestas a decenas de invitados. Muy pocos lo conocían en persona, aunque corría el rumor que “en cierta ocasión había asesinado a un hombre”.


En el original de Scott Fitzgerald, todo era ambiguo cuando se aludía a Jay Gatsby. Ni siquiera Scott Fitzgerald estaba muy enterado de su linaje. Algunas referencias indican que el escritor pensó al principio en su protagonista como “un negro de piel clara”, en tanto algunos críticos sugieren que, en realidad, “era un judío que intentaba hacerse pasar por gentil”.
¿Qué hizo Perkins con el manuscrito de Scott Fitzgerald? En el caso de los equívocos orígenes de Gatsby, le aconsejó a Scott Fitzgerald resaltar las dudas. Pues el personaje, desesperado por cautivar a una auténtica angloestadounidense como Daisy, el perpetuo amor de su vida, avanza impetuosamente hacia su trágico destino, y al mismo tiempo trastabilla en el incómodo mundo de la alta sociedad, donde más de uno acepta sus invitaciones, y al mismo tiempo lo elude recelando su origen. (Cuando Gatsby es asesinado, solo Nick Carraway, junto con el padre del gángster y un casual invitado a su residencia, asisten a su entierro). 
El crucial sexto capítulo cambió toda la novela. Perkins intervino decisivamente en esa parte de la novela. Hasta ese momento, Scott Fitzgerald ni siquiera había ofrecido una edad aproximada de Gatsby. ¿Era de mediana edad, o un veinteañero? Gatsby surgía como una figura evanescente en medio de personajes bien delineados como Nick Carraway, como Daisy, como Tom Buchanan, el esposo de Daisy, un matón y un cobarde.
Perkins entendía que Gatsby debía ser algo misterioso, pero ¿cómo había obtenido su inmensa fortuna? ¿Era el personaje una herramienta inocente en manos de criminales, o se trataba de un veterano delincuente? ¿Cuál era la razón de que invitara a tantas personas a sus fiestas, la mayoría de las cuales no lo habían visto en su vida?
Por lo tanto, Perkins pidió al escritor que reformulara el capítulo sexto. Y en ese momento se revela el grandioso esquema de Gatsby. Ha estado enamorado de Daisy toda su vida, pero cuando la conoció, era un pobre soldado. Y luego, tras adquirir una fortuna por medios ilícitos, decide reconquistarla a través de la adquisición de una enorme mansión, cerca de donde ella reside, organizar recepciones, y finalmente atraerla a sus brazos. 
Todo eso funciona al principio como un cuento de hadas, con Nick Carraway, amigo de Daisy, actuando de Celestina. Luego, el romance se desbarranca en una estúpida tragedia. 
Analizar el método usado por Perkins para mejorar la novela y contribuir a su trascendencia es casi tan apasionante como la novela misma. La tarea de Perkins era muy creadora porque acabó con la escritura “plana” y permitió colocarla en tres dimensiones. Un solo ejemplo: en la primera versión de la novela, Scott Fitzgerald mencionaba al pasar un enorme cartel que aparecía al costado de la ruta que seguía Nick Carraway en su viaje a Long Island. En el cartel aparecían los enormes ojos del doctor T.J. Eckleburg, un optometrista del condado neoyorquino de Queens. Pero a medida que la novela iba avanzando, y gracias a las sugerencias de Perkins, el optometrista va creciendo en la narración. Hasta que al final Wilson, el asesino de Gatsby, observó con un estremecimiento el anuncio de T.J. Eckleburg, “que había surgido pálido, y enorme, de la noche en disolución”. Wilson decidió la suerte de Gatsby tras exclamar: “Dios todo lo contempla”.
Por alguna razón, necesitamos que una buena novela se nutra de simbolismos. La mirada de un optometrista deviene para Scott Fitzgerald en la mirada de Dios ¿Sería Ilusiones Perdidas una novela tan excepcional si estuviera ausente la temática central, las transformaciones que sufre el papel?  Primero el papel pasa por las manos del impresor David Sechard, luego es usado por Lucien de Chardon, un periodista que se vende al mejor postor, y finalmente, se metaboliza en el devorador de papel, una fábula narrada por el abate Carlos Herrera, en realidad, el convicto Vautrin, quien intenta corromper a Lucien.
Si hay una tarea solitaria que requiere estar bien acompañado, es la del escritor. El editor cumple dos funciones: por un lado, contiene la locura del narrador.  Por el otro lado, de manera bastante curiosa, se encarga de promover sus ideas más desatinadas, pero en un marco comprensible.
He pasado por todas las etapas en materia de escritura. En una época, creía que había que escribir trilogías, y escribí dos. En época más reciente, me apasiona la novela sin antecedentes o consecuentes. Una de mis novelas me llevó cinco años: A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. De contar con una editora como la profesora Carmen Virginia Carrillo, estoy seguro que la hubiera concluido en menos de un año, aproximadamente el tiempo que me demoró escribir con su invalorable colaboración mis novelas más recientes, Eros y la doncella y La región vacía. (Hay otras dos aún inéditas, y el lapso de confección fue similar).
Cuando alguien escribe de manera solitaria, a menos se llame Balzac, o Dostoievski, o Tolstoi, o Marcel Proust, o Alejandro Dumas, puede enfilar en cualquier dirección, y perderse en toda clase de vericuetos. De todas maneras, dudo que esos autores hayan escrito en completa soledad. Como lo demostró luego la “fábrica” de escritores de Dumas, todos ellos debían contar con asesores, o al menos algo parecido a los editores de la actualidad. Tal vez les facilitaban pautas de trabajo. Es imposible producir tantos libros excepcionales a la buena de Dios.
Nadie me ha podido disuadir, al menos hasta el momento, que las grandes obras son resultado de la inspiración. Estoy, por el contrario convencido, de que son producto de la imaginación dialógica. Se necesita un sounding board que pueda recibir el mensaje y aceptar textos, o recomendar cambios. En realidad, ahora que lo pienso, había una percepción más genial en Perkins que en Scott Fitzgerald, una capacidad de síntesis que el novelista no poseía en ese momento, pero sí el editor, pues ya había tropezado con escenarios parecidos al analizar otros manuscritos.

Algún día me gustaría volver a revisar el manuscrito original de Eros y la doncella, y confrontarlo con el que surgió tras varias revisiones de la profesora Carrillo, pero recuerdo una escena donde intenté describir, desde los manuales de historia, la primera reunión de los Estados Generales en París, el sábado 2 de mayo de 1789, para debatir la difícil situación que vivía Francia. En el original, traté de describir situaciones. La profesora Carrillo me propuso encarnar esas situaciones en personajes, que es, en definitiva, la manera de narrar, no de historiar. En los manuales de historia la Revolución avanza impetuosa, sin mirar ni a derecha o a izquierda, pero en la novela es diferente, pues la Revolución aún no ha logrado ensamblar sus instrumentos de ejecución. La doncella, la guillotina, duerme aún el sueño de los justos. En los manuales de historia, era la hora de la esperanza. En la novela, era la hora de la esperanza sumada a la inquietud. En los libros de historia todo era diáfano. En la novela, todo era muy confuso. Recién después, mucho después, la Revolución alcanzaría el aspecto de un fresco donde desfilarían, uno por vez, jefes revolucionarios que morirían jóvenes, tanto los futuros verdugos como sus ulteriores víctimas. Ese territorio pertenecía a la narrativa, no a la historia. El encuadre era muy diferente.
La historia puede relatar episodios, pero es muy parca a la hora de narrar pasiones. En definitiva, la novela se introduce en los resquicios de la historia, la sobresalta, generalmente le obliga a formular más preguntas que respuestas. El Robespierre de una novela no es el Robespierre de la historia. Sin embargo, lo que pierde en estatura gana en tres dimensiones.
Lo más importante para un escritor es no confundir géneros. Quise aferrarme a la historia, y la novela hubiera perdido eficacia. Maxwell Perkins supo ver en un optometrista la mirada de Dios. La profesora Carrillo descubrió en la espalda de Robespierre un secreto que los libros de historia se niegan a explorar, y logró dar a la narración, un vuelco totalmente inesperado.

No conozco tarea tan poco gratificante como la del editor, y que pueda brindar tantas recompensas al narrador. Hay que tener una madera muy especial, y lidiar con unos egos gigantescos. Es fácil descubrir tendencias homicidas en los escritores. Es otra de las ingratas tareas de los editores, tratar de sofocar los intentos de asesinato. La otra parte, la que poco se revela, es la tarea curativa de un buen editor, su enorme capacidad de perdonar y reparar, y su capacidad creadora. Ah, y además, su incalculable aporte a que una narración adquiera tres dimensiones. 

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