Mario Szichman
El novelista ruso Vladimir
Nabokov decía que la escritura de Jorge Luis Borges le recordaba un pórtico
griego: “Usted atraviesa el umbral”, le comentó Nabokov a un periodista, “y
detrás no hay absolutamente nada”.
Siempre he tenido una
sensación similar con Ragtime, la
magnífica novela de Edgar Lawrence Doctorow, quien falleció en julio pasado en
Nueva York, a los 84 años de edad.
Como inspiración para trazar
un gigantesco fresco narrativo, Ragtime
es insuperable. Creo que la genialidad de Doctorow consiste en haber recreado
una época histórica: los comienzos del siglo veinte en Nueva York, combinando
figuras de la ficción con personajes históricos. Sin embargo, al superponerlos,
los personajes históricos pasan al primer plano, en tanto, las familias de la
ficción que transitan sus páginas son borrosos, bidimensionales ecos del
pasado.
Hasta la manera en que
Doctorow articula sus vidas, obliga a esos seres a servir de trasfondo. Por una
parte está la familia anglosajona de Padre, Madre, El Niño, el Abuelo, y el
Hermano Menor de la Madre. Por el otro lado, la familia judía de Mame (mamá)
Tate (papá) y la Niña Pequeña. Solo los seres históricos tienen nombre y apellido.
Apenas otro personaje de la ficción: un músico negro, Coalhouse Walker Junior,
es galardonado con nombre y apellido, pues ocupa un lugar central en la trama,
impulsa la novela, y proporciona el melodrama necesario para transportarla
hacia su final. Sin embargo, la tragedia de Coalhouse Walker Junior es menos
apasionante que los personajes secundarios.
Coalhouse Walker Junior
aparece recién en la página 128 de una novela, que en su versión hardcover tiene 270. El músico negro
quiere que la policía de New Rochelle, en las afueras de Nueva York, arreste a
un grupo de bomberos que tras obligarlo a detener su vehículo, un flamante
Ford, Modelo T (flamante en la primera década del siglo veinte), le causaron
daños. También exige una compensación monetaria. En el curso del litigio, el
músico negro se convierte en líder de una rebelión durante la cual mueren una
docena de personas, incluida la compañera de Coalhouse, y finalmente el músico.
El plot se basa en un texto muy prestigioso, la novela corta Michael Kohlaas, de Heinrich von Kleist,
un poeta y narrador alemán. Doctorow no ocultó el antecedente (Kohlaas/
Coalhouse). Hay abundantes paralelos entre ambas figuras. Kohlaas es un
comerciante en caballos. A comienzos del siglo dieciséis, varios hombres armados detienen su
marcha cerca de un castillo en Dresde,
Alemania, y le exigen que costee el peaje si desea continuar su marcha. Kohlaas
ha pasado en muchas ocasiones anteriores por el mismo sitio, sin que le
exigieran pago alguno. Por lo tanto, deja en prenda a dos de sus caballos y decide
hacer un reclamo ante la justicia. Kohlaas retorna al lugar al cabo de un
tiempo, y descubre que sus caballos han sido maltratados. Furioso por la injusticia, inicia una rebelión en la cual
mueren muchos de sus partidarios, y finalmente Kohlaas. Tanto en el caso de
Kohlaas, como en el de Coalhouse, solo se reivindica la causa que hizo detonar
la rebelión. Los caballos que originaron la disputa, el Ford, Modelo T dañado
por los bomberos de New Rochelle, son
devueltos en buen estado.
Michael Kohlaas es
uno de los grandes monumentos de la literatura alemana. La búsqueda de justicia
por parte del protagonista tiene una trágica resonancia, pues posee un orgullo
casi satánico, y la fragilidad de los justicieros, e ignora cuándo es necesario
detenerse.
Pero en Ragtime, el personaje de Coalhouse es un afterthought, una ocurrencia tardía. No solo porque recién emerge
en la segunda parte de la novela, sino porque parece un injerto narrativo.
Hay muchas formas de escribir
novelas, y si son buenas, siempre triunfan. Uno de los grandes clásicos de la
literatura es Tristram Shandy, de
Laurence Sterne. Es imposible imaginar el Ulises
de James Joyce sin Tristram Shandy. La
novela rompe todas las reglas del género. En la época de Sterne, era habitual
que las novelas comenzaran con la infancia del héroe. En Tristram Shandy, la novela comienza cuando el héroe reposa en el
útero materno. Un capítulo completo está dedicado a describir el ascenso por
una escalera. En mitad de la narración, la novela muestra una página en blanco,
sin esclarecimiento alguno. Poco más adelante, en otra página, aparece la
contraportada, aunque la narración continúa. (Además, Tristram Shandy es muy escatológica y divertida). Ragtime también es un triunfo de la
narrativa moderna, aunque las herramientas de esa narrativa son distintas a las
que permitieron a Sterne elaborar su obra.
En varias ocasiones, Doctorow
intentó explicar la técnica que usó para crear Ragtime. “Cuando uno trabaja bien”, indicó en una oportunidad, “se
genera en su entorno una especie de campo magnético. Y cualquier cosa que
necesita el autor, está al alcance de la mano”.
Otra vez, dijo: “En primer lugar, hay que inventar algo. Luego, siempre
se consigue una fuente encargada de corroborar la invención o, en su defecto,
una mentira”. Para el narrador, todo posee el mismo peso específico: “el reportaje,
la confesión, el mito, la leyenda, el sueño, la alucinación, y la habladuría de
los pobres locos en la calle”.
El novelista mencionó su deambular
por las bibliotecas, el hallazgo de manuales que parecían carecer de toda utilidad
y, sin embargo, pasaron a constituir parte importante de su texto, por ejemplo,
un libro dedicado al sistema de trolebuses en los Estados Unidos.
Pero es evidente que la novela
se escribió a partir de personajes históricos emplazados en situaciones
absurdas, o tragicómicas. Es difícil encontrar en la narrativa estadounidense
una novela donde lo efímero ocupe un lugar tan importante, y en que el gesto posea tanta relevancia.
Cualquier escritor interesado en el pasado sabe que no hay ficción capaz de
superar el contexto de un evento histórico, su riqueza, su incertidumbre, sus
inexplicables comienzos y finales.
En su libro El Congreso de Verona, François Rene De
Chateaubriand, el autor de Memorias de
Ultratumba, menciona sus vínculos con la monarquía española durante y
después de la invasión de Napoleón a la península ibérica. Pero hay un episodio
fugaz, que el autor no explica, y parece destinado a una novela. El año era el
1808, una época en que, por alguna extraña razón, las cabezas desfilaban de perfil,
seccionadas por setos, rocas, o balaustradas, con el propósito de enunciar
encuentros casuales entre famosos personajes. El escenario preferido era el
seto, que facilitaba enmarcar jardines de palacios. De un lado del seto estaba
Chateaubriand, el testigo imprevisto que algún día sería famoso. Del otro lado,
célebres personajes cuyas cabezas flotantes intercambiaban banalidades. En esa
ocasión, Chateaubriand vio desfilar por uno de los setos las cabezas de
Napoleón y de su hermano José, el rey de España. El ensayista no hace alusión
alguna al diálogo entablado. Estaba más interesado en el elemento teatral.
La función del seto –casi como
la función del aparte en el teatro– tiene profuso desempeño en Ragtime. Presumo que Doctorow se
divirtió como nunca en su vida cuando mostró a Sigmund Freud recorriendo Nueva
York acompañado por sus discípulos Jung y Ferenczi, y por los “jóvenes
freudianos” Ernest Jones y A.A. Brill. Doctorow exhibe su maestría con los
detalles. “Todos hablaron en torno a Freud, arrojando continuas miradas hacia
él, a fin de evaluar su estado de ánimo”.
En determinado momento, Freud necesita ir a hacer sus necesidades.
“Todos tuvieron que ingresar a un restaurante de productos lácteos y ordenar vegetales
con crema agria, para que Freud pudiera ir al baño”, dijo Doctorow. Luego, tras
retornar a su amada Viena, el fundador del psicoanálisis le comentó a Ernest
Jones: “Estados Unidos es una equivocación, una gigantesca equivocación”.
Harry Houdini, el famoso
ilusionista y artista de la fuga, ocupa también algunas páginas de Ragtime y brilla realmente por su
presencia. Doctorow superpone personalidades mezclando situaciones, y de esa
manera, la llegada de Freud al coloso del Norte acaba con el manifiesto amor de
los hijos por las madres. Houdini estuvo destinado, “junto con (el cantante) Al
Jolson, a ser uno de los últimos, desvergonzados, amante de su madre, un
movimiento generado en el siglo diecinueve, y que incluyó a Edgar Allan Poe,
John Brown, Abraham Lincoln, Y (el pintor) James McNeill Whistler”. Si bien la recepción a Freud en Estados
Unidos fue al comienzo poco auspiciosa, señaló Doctorow, el psicoanalista
vienés “logró finalmente vengarse, y pudo verificar que sus ideas comenzaban a
destruir la sexualidad en América para siempre”.
Freud, Houdini, son apenas dos
de los seres de carne y hueso que respiran en Ragtime. También están la famosa anarquista Ema Goldmann,
protagonista de numerosas luchas sindicales, Evelyn Nesbit, una especie de
precursora de las diosas del sexo que luego recalaron en Hollywood, por cuyo
amor, el millonario Harry K. Thaw asesinó a un famoso arquitecto, Stanford
White. Indicó Doctorow que “aunque los periódicos consideraron el homicidio de
White El Crimen del Siglo, era apenas
el año 1906, y aún faltaban noventa y cuatro años para que concluyera”.
También se incluye en el
relato a los multimillonarios John Pierpont Morgan y Henry Ford, y al
presidente William Howard Taft, que pesaba 150 kilos cuando asumió el cargo en
1909. Era la época, indicó Doctorow, en que “un hombre que transportaba delante
de él un enorme estómago, era considerado en la flor de la vida”, en tanto el
pantagruélico consumo de alimentos, constituía “un sacramento del éxito”.
El otro trasfondo lo
constituyen los cientos de miles de inmigrantes que llegaron a Estados Unidos a
comienzos del siglo veinte, y tuvieron grandes problemas para ser incorporados
a la sociedad, así como la proliferación de los enfrentamientos entre
proletarios y policías, secundados por rompehuelgas de la agencia de detectives
Pinkerton.
Todas las calamidades que
afectaban a la sociedad norteamericana parecían provenir de los inmigrantes que
arribaron de Italia y de Europa oriental. “Ellos eran despreciados por los
neoyorquinos. Eran sucios, analfabetos… carecían de honor, trabajaban por una
bicoca. Robaban, se emborrachaban, violaban a sus propias hijas. Se mataban
entre ellos de manera casual. Entre aquellos que más los despreciaban”, decía
Doctorow, “la mayoría pertenecían a la segunda generación de irlandeses, cuyos padres
habían sido acusados de los mismos crímenes”.
Es difícil percibir a Doctorow
urdiendo la trama de Ragtime a partir
de su episodio central, la afrenta sufrida por Coalhouse Walker Junior a manos
de bomberos racistas. Quizás la novela de Von Kleist pesó durante mucho tiempo
en su imaginación, pero solo emprendió vuelo una vez el escritor erigió la
periferia.
Fue una época tumultuosa en
Estados Unidos. En realidad ¿qué época no ha sido tumultuosa en los Estados
Unidos? Pero poseía un ingrediente, que luego se fue perdiendo: un desaforado
patriotismo. El Padre, uno de los personajes de ficción en Ragtime, ha hecho una fortuna confeccionando banderas, gallardetes,
y fuegos artificiales. “El patriotismo”, indicó el autor, “era un sentimiento
confiable a comienzos del 1900”, aunque “a través de los Estados Unidos, el
sexo y la muerte apenas si podían distinguirse entre sí”.
El país era la tierra de la
gran promesa. Nadie podía prever que en el curso de ese siglo los jóvenes
norteamericanos participarían en dos guerras mundiales, en la guerra de Corea,
en la guerra de Vietnam, en invasiones a díscolas naciones situadas al sur del
río Bravo.
La Pax Americana duró apenas
algo más que un suspiro. En la época de Theodor Roosevelt y de Taft, existía el
mito de que Estados Unidos era infranqueable. El mito ha desaparecido. Basta
ver lo ocurrido a comienzos del siglo veintiuno tras la destrucción de las
torres gemelas en el World Trade Center.
¿Podrá un sucesor de Doctorow recrear un siglo más tarde algo similar a Ragtime? No es descartable, pues en el
campo de la narrativa, la fragilidad suele mover montañas.
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