Mario Szichman
En el psicoanálisis moderno, un concepto clave es el de la esquizofrenia.
Se habla de pensamiento “esquizofrenizante”, o de la madre o de la familia “esquizofrenizante”.
En el blog de Inés Tornabene Sigue al
conejo blanco, se da un buen ejemplo de un mensaje esquizofrenizante. Una
madre le dice al hijo: “Tienes que ser espontáneo”. El hijo “no tiene la opción
de ignorar el pedido materno, pero el mensaje es doble y de imposible
cumplimiento: si no es espontáneo, no cumple con el mandato, y si cumple con el
mandato de ser espontáneo, lo incumple por no ´ser espontáneo´, ya que obedecer
el mandato se contradice con ser espontáneo. El hijo queda atrapado”.
Por cierto, hay el chiste de una madre judía –dicen que algunas madres
judías son muy esquizofrenizantes– quien le regala a su hijo dos camisas. El
hijo, para complacer a la madre, se pone una de las camisas y se la muestra a
la progenitora, quien se limita a decir: “¿Cómo, la otra camisa no te gusta?” Pero
la práctica esquizofrenizante es mucho más perniciosa cuando se la utiliza como
forma de dominación política.
En 1984, la novela de George
Orwell (seudónimo de Eric Arthur Blair), las formas del discurso totalitario se
basan en buena medida en el doble mensaje. Los eslogans de la sociedad
descripta por Orwell son: “La guerra es la paz; la libertad es la esclavitud, y
la ignorancia es fortaleza”. Winston Smith, el protagonista de la novela, vive
en Londres, en 1984 –la novela fue publicada en 1949, cuatro años después de
finalizar la segunda guerra mundial y cuando era ya imposible ignorar las
atrocidades del estalinismo. Una de las primeras imágenes que anticipa Orwell al
lector es la de BIG BROTHER, el
hermano grande. Además, BIG BROTHER IS WATCHING YOU. El hermano
grande te vigila. La descripción que hace Orwell del rostro del
hermano grande corresponde con el de José Stalin. Y los ojos, como en la
iconografía chavista, siguen a cada ser humano a cualquier lugar que se dirige.
Es imposible escapar de esa mirada.
El mundo que habita Winston Smith es el de una interminable guerra, y peor
aún, el de una perdurable mentira. Está dividido en tres súper estados:
Oceanía, donde vive Winston Smith, Eurasia, dominada por Rusia, y Asia
oriental, que comprende China e Indochina.
Esos súper estados existen en cambiantes alianzas, y guerras frías. Ninguno
está en capacidad de destruir al otro; todos se benefician de las guerras
permanentes. Es una forma de mantener a sus sociedades eternamente sometidas, y
poseer excusas para no proveer a sus necesidades básicas. Todas ellas enfrentan
carestías por culpa de las guerras económicas lanzadas por el enemigo.
Un factor primordial es la automática negación de la verdad. Por ejemplo,
el enemigo de ayer es el amigo de hoy. Y ese amigo de hoy, que fue enemigo
ayer, es el eterno amigo. Y el enemigo de hoy, que fue el amigo de ayer, es el
imperecedero enemigo.
Los niños son transformados en patriotas cooperantes. Y su tarea es vigilar
y delatar a sus padres cuando observan la menor infracción. Son salvajes con
todo el mundo, excepto con EL HERMANO GRANDE, ante el cual se someten como
lacayos.
El ministerio del Amor es utilizado para adoctrinar y convertir a quienes
cometieron “crímenes de pensamiento”, esto es, razonaron de manera desfavorable
contra el gobierno, el Partido, o el Hermano Grande. Luego que los disidentes
son llevados al Cuarto 101, donde los torturan con sus peores pesadillas hasta
que se hallan dispuestos a traicionar a sus amigos, familiares y amantes, y
deciden convertirse en seres leales al Partido, se los ejecuta.
Y como contrapeso al adorable HERMANO GRANDE, está el odiado ENEMIGO
GRANDE, Emmanuel Goldstein, basado en Leon Trotsky, el principal rival de
Stalin en el Politburó soviético, hasta que fue expulsado de las filas del
partido Bolchevique y obligado a exiliarse en México. Allí fue asesinado en
1940 por el comunista español Ramón Mercader. Goldstein es un apellido
típicamente judío, y Trostky era de origen judío. Su verdadero nombre era Lev
Davidovich Bronstein.
Orwell no inventó nada. Las cotidianas diatribas de odio contra Emmanuel
Goldstein, constituían las cotidianas diatribas de odio contra Trostsky,
durante los años de las grandes purgas soviéticas de la década del treinta, cuando
fueron diezmados los principales cuadros del partido Comunista de la Unión
Soviética, así como la flor y nata de la oficialidad militar. Tras
interminables torturas, personajes como Zinoviev, Kamenev y Bujarin, que
desempeñaron importantes cargos en la nomenklatura soviética, fueron obligados
a confesar toda clase de crímenes, que no habían cometido. Luego, se los
ejecutó.
Stalin ordenaba eliminar a todos quienes podían cuestionar su mandato. Hasta ordenó ejecutar al embalsamador del
fundador del estado soviético, Vladimir Ilyich Ulyanov, alias Lenin. Tanto el
embalsamador como su hijo, lograron eludir la ejecución porque Stalin no
encontró reemplazantes. Substituir a enemigos políticos por obsecuentes era muy
sencillo. Pero la profesión de embalsamador tiene sus triquiñuelas. En tanto la
política suele ser una función de seres desechados de otras profesiones, el
embalsamador cumple una tarea insustituible: el muerto tiene que parecer como
si continuara vivo.
Permítame el lector un aparte. (Afortunadamente, los blogs permiten muchos
apartes). Si no estoy equivocado, el cadáver de Lenin reposa en un panteón
situado en la Plaza Roja de Moscú desde hace más de ocho décadas. Cuando los
nazis invadieron la Unión Soviética, Stalin ordenó trasladar el cuerpo a
Tyumen, Siberia, para que no fuera confiscado por los invasores. La odisea de
ese traslado está narrada en un extraordinario libro, Lenin´s Embalmers, escrito por Ilya Zbarsky y Samuel Hutchinson. El
cadáver del líder revolucionario fue custodiado por Boris Zbarsky, uno de los embalsamadores
originales de Lenin, y por su hijo Ilya (el co-autor del libro Lenin’s Embalmers).
Boris Zbarsky salvaguardó el cadáver durante 30 años. Su hijo, otros
veinte. Ambos se aferraron al cadáver de Lenin, glosando la letra de un tango, “Como
abrazados a un rencor”. Fue lo único que les permitió sobrevivir a las purgas
de Stalin.
Por cierto, en ese lapso ocurrió algo extraordinario con el cadáver de
Lenin: empezó a vender salud. Ilya Zbarsky envió un informe al Kremlin en 1945,
señalando: “La condición del cadáver ha mejorado de manera considerable”.
Luego de la caída de la Unión Soviética, Ilya logró acceder a los archivos
de la KGB, y descubrió que tanto él como su padre habían sido condenados a
muerte por actividades antisoviéticas, pero la sentencia fue suspendida. Al
margen del informe contra ambos, Stalin escribió, de su puño y letra: “No deben
ser tocados hasta que se encuentren substitutos”. Resultó imposible encontrar
embalsamadores capaces de mejorar el aspecto de un muerto.
LA ETERNIDAD
DURA POCAS DÉCADAS
Orwell falleció en 1950, a los 46 años de edad. No fue embalsamado, sino
enterrado en el cementerio de la iglesia All Saints', en Sutton Courtenay,
Oxfordshire.
En 1953 murió José Stalin, el sucesor de Lenin, a los 74 años de edad.
También su cadáver fue momificado. Pero no por Boris Zbarsky, ni por su hijo
Ilya. Boris estaba preso, en tanto Ilya había sido destituido de su cargo de
embalsamador. Stalin localizó finalmente a un técnico capaz de mejorar el
aspecto de un muerto: Sergey Mardashev. Nunca imaginó que esa persona se
encargaría de aderezarlo para la eternidad. O de divulgar sus defectos.
Mardashev quedó muy desconcertado al encontrarse con el cadáver de Stalin. El
líder soviético aparecía en las fotos con el rostro de un galán de cine. En
realidad, tenía la cara estropeada por la viruela, y debía someterse diariamente
a sesiones de maquillaje.
Hasta 1961, Stalin reposó a un metro de distancia de Lenin. Pero luego, el
proceso de desestalinización ordenado por Nikita Kruschev envió su momia a un
sitio desconocido. He visto muchas fotos siniestras, cercanas a la pornografía,
pero no creo que una sola de ellas supere la imagen de esos dos cuerpos
reposando para la eternidad.
Eric Arthur Blair, alias
George Orwell, perdurará. Al menos tanto como la memoria de
Stalin. Y perseverará como un buen recordatorio de la maldad política.
Especialmente por 1984, pero también
por la fábula Animal Farm, Rebelión en la granja. Las convenciones
del totalitarismo, aunque se disfracen
con las fórmulas del amor universal, siempre se inspiran en el cultivo del odio
a quienes rechazan las ordenanzas del líder, o se niegan a someterse de manera
sumisa.
La novela 1984 tiene muchos
momentos memorables. Uno de ellos, es cuando Winston Smith decide cometer la
primera transgresión: escribir un diario, con una antigua lapicera que sumerge
en tinta. Sabe que esa infracción puede conducirlo a la muerte. El solo hecho
de tener manchas de tinta en sus dedos es un indicio de que algo malicioso está
escribiendo. Es factible suponer que se trata de sus pensamientos secretos. Los
thoughcrimes, crímenes del
pensamiento, representan la peor clase de infracciones. Nadie puede pensar por
su cuenta en la sociedad liderada por EL HERMANO GRANDE.
A una transgresión sigue la otra. Hasta que Orwell describe una situación
que no se caracteriza por la violencia física, sino por un instante de
reflexión, y define claramente el suplicio de vivir en una sociedad
totalitaria.
Mientras Winston Smith está haciendo ejercicio frente a la pantalla de
televisión, pues el Partido necesita que todos sus miembros estén en buenas
condiciones físicas, recuerda que en una época Oceanía estuvo en guerra con
Eurasia, y en alianza con Asia Oriental.
“En ninguna proclamación pública o privada se reconocía que las tres
potencias se habían agrupado en otra época en diferentes líneas”, señala
Orwell. Sin embargo, de manera oficial, “ese cambio de aliados nunca había
ocurrido. Si Oceanía estaba en guerra con Eurasia, era obvio que Oceanía
siempre había estado en guerra con Eurasia. El enemigo del momento representaba
el mal absoluto, y por lo tanto, era imposible cualquier acuerdo pasado o
futuro”.
Winston Smith piensa que “lo más aterrador es que podría ser verdad. Si el
Partido podía poner su mano en el pasado y decir de ese evento: NUNCA OCURRIÓ,
eso, seguramente, era algo más aterrador que inclusive la simple tortura o la
muerte”.
El problema, dijo Orwell, es que “Si todos los demás aceptaban la mentira
impuesta por el Partido, si todos los registros narraban el mismo cuento,
entonces se incorporaba a la historia y se transformaba en verdad”. Era el fin
del individuo, el inicio del hombre masa, sin voluntad, carente de inteligencia
y de coraje. Era el advenimiento del reino de la sumisión. Pues el eslogan del
Partido era: “Quien controla el Pasado, controla el Futuro. Y quien controla el
Presente, controla el Pasado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario