miércoles, 4 de noviembre de 2015

La bondad muere con su portador, pero la maldad es inmortal


Mario Szichman



William Faulkner concibió la que es, quizás, su mejor novela, The Sound and the Fury –aunque le rozan los talones Light in August y Absalom, Absalom, y apenitas un poco más atrás The Wild Palms– con una imagen fotográfica. La imagen era la de los embarrados calzones de una niña subida a un árbol. Luego, la cámara se desplazaba hacia una ventana en la cual la niña podía observar a través de la ventana el velatorio de su abuela en un cuarto de la mansión donde residía. La niña informaba a sus hermanos, quienes se hallaban al pie del árbol, de lo que estaba ocurriendo.  
“Y entonces advertí el simbolismo de los calzones embarrados”, dijo Faulkner a su entrevistadora, Jean Stein Vanden Heuvel. “La imagen fue reemplazada por otra de una muchacha sin padre, sin madre, que descendía por una cañería a fin de huir del único hogar que tenía, un hogar donde nadie le había ofrecido amor, afecto, comprensión”.
Faulkner siempre trabajó con emociones elementales. Solía decir, cuando lo acusaban de usar tramas sensacionalistas en que abundaban encuentros amatorios y asesinatos, que “El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo”. No hay muchas victorias en el mundo de Faulkner, quien como orgulloso sureño siempre padeció la derrota de su estirpe y de su clase social en la guerra civil de 1861-1865, pero sí los pequeños triunfos de seres como Dilsey, la criada de The Sound and the Fury, que hace el bien sin exigir recompensas a cambio, o el agente viajero V.K. Ratliff, uno de los protagonistas de The Hamlet, o Lena, la espléndida muchacha de Light in August, que va a buscar a su novio para que provea de apellido a su futuro hijo.
¿Cómo consiguió Faulkner hacer relucir la bondad en medio de tanta maldad, de tanto crimen?  Recuerdo que cuando entrevisté a Kurt Vonnegut, un gran escritor norteamericano, le pregunté justamente por el tema de la maldad. Vonnegut sobrevivió como prisionero de guerra al bombardeo de Dresde, en Alemania. La aviación aliada lanzó bombas incendiarias, y 135.000 personas murieron incineradas. Fue, el más catastrófico bombardeo de los aliados contra la población civil. Hubo más muertos que en Hiroshima.
¿No era la experiencia de Dresde un triunfo de la maldad? Le pregunté al escritor. Y Vonnegut me respondió: “Aunque los villanos abundan, no representan el sector principal de una población. Usted sabe, recibo mucha correspondencia, presuntamente porque muchos me consideran un ser simpático.  Hace poco una mujer me escribió una carta preguntándome si valía la pena traer un hijo a este mundo terrible. Yo le contesté que sí, que la vida vale la pena de ser vivida justamente por la cantidad de santos con que se tropieza. Y se los puede encontrar de manera inesperada. En el ejército, en un hospital, casi en todas partes. Se trata de gente virtuosa, amable, fuerte –no necesariamente religiosa–, tan increíblemente decente y justa, que resulta muy apasionante encontrarla”.
Cuando empecé a escribir Eros y la doncella, mi novela sobre la Revolución Francesa, mi imagen fotográfica fue la de la guillotina, el benigno instrumento que venía a suplantar la tortura en el potro, la quema de los condenados en aceite hirviendo, o la decapitación con una espada, un proceso tan doloroso como el garrote vil usado por la Inquisición en España, y que no consiste en matar a nadie a garrotazos; es mucho más cruel. Ignoro por qué la guillotina fue bautizada como la doncella. Había otra doncella aún más feroz. Era una escultura de madera que se abría por la mitad. El prisionero era introducido en ella. Su parte interior estaba tachonada por los extremos con filosas espadas. Una vez cerrada esa peculiar doncella, el prisionero moría de docenas de apuñalamientos simultáneos.
La guillotina ni siquiera me pertenecía. Viajaba airosa, cubierta por lonas, en la proa de un bergantín. Pertenecía al incandescente prólogo de El siglo de las luces de Alejo Carpentier.
Pensé que si existía en mi novela una doncella, debía existir también su prometido. ¿Y quién mejor que el Incorruptible Maximiliano Robespierre, el líder jacobino que tras enviar a todos sus enemigos al cadalso, concluyó decapitado por su amante?
Según indico en mi prólogo a la novela, la doncella fue la homicida más democrática de la historia: “Estilizada como una escuadra de carpintero, escueta como un atril, virtuosa como un altar”
“Bajo el rasero de la doncella murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Murieron los involucrados en conspiraciones, y aquellos que quedaron involucrados en conspiraciones por frecuentar casas de conspiradores, o casas aledañas a los conspiradores, o por sonreír a los conspiradores, o por mostrarse inmutables ante los conspiradores. Murieron en la misma hornada los familiares de conspiradores, los criados de conspiradores, y los vecinos de conspiradores.
Fueron reducidos por la doncella aquellos cuya justificada detención los condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía sospechosos y los condenaba al cadalso. La doncella nunca rehusó carne alguna”.
En mi proyecto de novela figuraba la maldad, en pleno desarrollo, pero ¿Dónde estaba la contraparte? Pues yo también creo en la bondad humana, aunque todo régimen autocrático o tiránico trata de amedrentarnos negando su existencia.
Tuve que transitar por los varios círculos del infierno que fue París y algunos departamentos del interior de Francia durante el Reino del Terror, y encontré almas generosas, seres que optaron por marchar al cadalso a fin de salvar a sus hijos o a quienes militaban en su misma facción política. El Precursor Francisco de Miranda, quien combatió en tres revoluciones, fue uno de esos héroes. Estuvo en varias ocasiones a punto de ser guillotinado por negarse a ser un patriota cooperante. Aguardó la muerte con enorme decencia, y se salvó de pura casualidad.

NUNCA SE CONOCE EL COMIENZO

Empecé a trabajar en Eros y la doncella a partir de una figura que nunca pude incorporar a la narración. Algo le había mencionado a mi editora, Carmen Virginia Carrillo, de mi deslumbramiento por una figura menor de la Revolución Francesa, el girondino Jacques Antoine Dulaure, quien escribió un eximio trabajo sobre los cultos fálicos de la antigüedad. Varios sociólogos y científicos sociales saquearon el libro de Dulaure, copiaron páginas enteras, sin mencionarlo.
Supongo que me fascinó el ensayista porque su trabajo analizaba otra forma más en que se perpetúa nuestra especie. Incorporar a Dulaure a la narración, tras una reciente muerte en la familia, era una manera de apostar a la vida.
La profesora Carrillo me alentó a que explorara las posibilidades literarias del personaje, pero Dulaure resultó la casilla vacía de Eros y la doncella, siendo reemplazado por las grandes figuras de la Revolución. Espero retomar algún día su figura. En cambio, tropecé con una serie de villanos, algunos memorables, otros incalificables.
Eso no indica que el régimen reemplazado por la Gran Revolución fuese mejor. La monarquía era una cloaca de privilegios. Como decía Karl Kraus, “Si me dan a elegir entre dos males no elijo ninguno”. Y en ese sentido, creo haber sido imparcial.
La novela fue escrita desde mi gran admiración por la Gran Revolución y mi total ignorancia por sus crímenes. Cuando la concluí, ya no pensaba lo mismo de sus protagonistas, o de sus actos. Aparte de Miranda, y de algunos personajes secundarios, el único que se salvaba era Mirabeau, quien trató de encauzar la Revolución por un sendero democrático. Mirabeau es un curioso personaje. Las numerosas biografías que se han escrito sobre él no muestran su genio. Afortunadamente, Victor Hugo escribió una corta crónica, unas cuarenta o cincuenta páginas, que es una gema. Creo que fue el único ensayista capaz de sintetizar la grandeza de Mirabeau, y de explicar sus logros. El resto de los protagonistas son un fiasco total.
Una de mis recientes pasiones es analizar publicaciones del siglo diecinueve en google.books. Harper´s Magazine, The Saturday Review, son insuperables revistas. Ignoro si el papel era más barato un siglo y medio atrás, pero las columnas eran interminables, y los ensayos podían ocupar decenas de páginas. Sus columnistas hacían críticas de libros que venían en todos los idiomas europeos. Y uno de los temas favoritos era justamente la Revolución Francesa, y la era napoleónica. Intelectuales de países conservadores como Inglaterra o Estados Unidos estaban obviamente obsesionados con la Gran Revolución, posiblemente asustados ante un contagio similar en sus naciones.
En líneas generales, si no había simpatías por esos telúricos movimientos políticos, tampoco existía pánico. Pero sí la necesidad de entender el desvarío. Era comprensible que un movimiento revolucionario intentara impedir el triunfo del enemigo. Pero ¿qué explicación existía para el sadismo? Los revolucionarios inventaron “bautismos republicanos”, donde se ahogaba a los niños; o “matrimonios republicanos”, en que parejas eran atadas desnudas, en ocasiones espalda contra otra espalda, en otras, vientre contra vientre, y colocadas en barcazas con fondo falso donde se ahogaba a decenas de condenados en una sola hornada.
En 1867 el ensayista alemán Heinrich von Sybel, publicó su Historia de la Revolución Francesa, reseñada en The Saturday Review. (21 de marzo de 1868). Más allá de disquisiciones sobre los numerosos tópicos abordados por von Sybel, o su metodología de trabajo, hay un párrafo de la reseña dedicado a un aspecto de la Gran Revolución que no suele ser excesivamente analizado: la profunda mediocridad de sus protagonistas. Algunos de ellos eran directamente rufianes. Y otros, que eran seres civilizados en sus hogares, se transformaban en monstruos de maldad en la arena pública.
Cuando Madame Roland, la musa de los girondinos, dijo que los jefes revolucionarios se definían por su “universal mediocridad”, dio en el clavo. Aunque, según comentaba el encargado de la reseña, la acusación se extendía a la propia Madame Roland. (No la traté con mucha piedad en Eros y la doncella, aunque sí a su desesperado marido, que se suicidó tras su ejecución).
Von Sybel dijo que la Gran Revolución abrió las compuertas para “oportunidades de causar daños, de las cuales no existían precedentes”.  Los jefes revolucionarios no tenían grandeza, “ni para el bien ni para el mal”, señalaba von Sybel.  
Había algunas excepciones. Por ejemplo Georges Auguste Couthon, uno de los líderes, junto con Robespierre y Louis Antoine de Saint Just durante el Reino del Terror. En público, Couthon era conocido por la Ley del 22 de Prairial, que incrementó de manera drástica la tasa de los condenados a muerte por presuntas actividades contrarrevolucionarias. Pero Von Sybel descubrió que Couthon, en la vida privada, era “un hombre afable, amistoso”.
También tenía sentido del humor.  Era un tullido que se desplazaba en una silla de ruedas. Cuando intentó ser capturado por gendarmes, junto con Robespierre, se lanzó con su silla de ruedas por una escalera, y no le quedó un hueso sano en todo su cuerpo. Tras mostrarle a Robespierre sus tullidas piernas –el líder de los jacobinos agonizaba tras haber intentado suicidarse disparando una pistola contra su boca que le destrozó el paladar– Couthon preguntó cómo haría el verdugo Charles Henri Sanson para acomodarlo en la báscula. “Tal vez Sanson comience cortando mis extremidades inferiores”, le dijo a Robespierre. [i]
Pero, más allá de algunos individuos, los líderes del proceso cometieron errores y excesos propios de enfermos mentales. Muchos de los crímenes de la Gran Revolución podrían haber sido evitados, dijo von Sybel, “con un ordinario sentido común, y con una virtud muy ordinaria”. Lamentablemente, en ambos lados del espectro político, solo reinó la “insolencia, la violencia, y la codicia”. La Gran Revolución no solo abrió las compuertas para avanzar en la defensa de los derechos del hombre, también sirvió como catalizador de oportunidades de lucro. “Los seres más vulgares quedaron asombrados de su éxito”, dijo el autor. Como resultado, se “multiplicaron los crímenes y los errores”. Se creó una vida pública, y otra secreta. La vida pública del heroísmo; la vida secreta del latrocinio.
En su libro Mao´s Great Famine, Frank Dikotter señala que el líder comunista chino Mao Tse Tung lanzó en 1958 su campaña  El Gran Salto Adelante, cuyo propósito era superar la producción industrial de Gran Bretaña en menos de quince años. La campaña concluyó cuatro años más tarde. El ensayista asegura que “Al menos 45 millones de personas murieron de manera innecesaria entre 1958 y 1962”.
De ese total, “entre un seis y un ocho por ciento de las víctimas fueron torturadas hasta la muerte, o ejecutadas, al menos 2,5 millones de personas. Otras víctimas fueron privadas de manera deliberada de comida, o murieron de hambre”. Al mismo tiempo, hubo un enorme despilfarro de recursos económicos.
¿Cómo respondió el pueblo chino? “Mediante una encubierta oposición y subversión”. Pero fue una rebelión de personas que no luchaban por una vida mejor, sino para evitar la total desintegración de su sociedad. No hubo héroes en esa solapada lucha por frenar la destrucción organizada por el estado. Lo único que querían los chinos era sobrevivir. La mentira se adueñó de todos los sectores. “Las cifras fueron alteradas”, dijo Dikotter. “La verdad fue ignorada. Y la gente siguió muriendo”.
Sería tentador, dijo el autor, “glorificar la resistencia de personas del común. Pero cuando la comida se acabó, la ganancia de un individuo fue la pérdida de otro. Una vez los granjeros escondieron el grano, los trabajadores que estaban fuera de las aldeas murieron de hambre.  Cuando el obrero de una fábrica añadió arena a la harina para aumentar su peso, otros comenzaron a masticar pedregullo. La rutinaria degradación acompañó la destrucción en masa”.

Pienso en La Revolución Bonita que está asolando en estos años a Venezuela. En seres que carecen de humildad, de comprensión, y en cambio cuentan con un exceso de petulancia, de malos modales, de codicia, y de total desprecio por el ser humano. Nada los frena en su intención de llevar al país al abismo. Pienso que los ejemplos no sirven de mucho. La historia de pasados excesos, de pretéritos desatinos es alterada para mostrar victorias donde solo hubo torpezas. Pienso en seres humanos que siguen luchando, tratando de dar sentido a sus vidas, solo preocupados por el bienestar de los demás, de su familia, de sus vecinos. Pienso también que la bondad no es transferible. Cada uno de sus portadores es único, excepcional, un ser que será recordado, pero difícilmente emulado.
Y en el otro extremo del espectro, veo la malevolencia jactándose de su impunidad, aprovechándose de la decencia, del decoro, de la honradez de quienes en un régimen terminan siendo siempre las víctimas propiciatorias. Y no puedo dejar de pensar que la maldad es inmortal.




[i] El día anterior, en la Convención, Couthon había sido acusado de intentar convertir los cadáveres de los enemigos de Robespierre en escalones para ascender al trono. Y Couthon respondió señalando su silla de ruedas: “¡Oh, sí! ¿Así que mi intención era ascender al trono? ¿Con estas piernas?”

2 comentarios:

  1. Excelenre post Mario! Que relajante y divertido resulta leer un post como este mientras se toma un café de domingo. Y que cantidad de reflexiones. Pero pienso en esto... Roberto de Artois dijo una vez, en aquella Francia de reyes y coronas que el quería ser bueno, pero que debían ayudarle a serlo. Por lo que me pregunto: ¿Qué es la maldad sino el sucesivo fracaso de intentar ser bueno sin que nadie te ayude?

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  2. Querido Gerardo: tu reflexión merece mucho más que un post. Creo que la bondad es activa, y el mal es pasivo. Uno debe actuar en el mundo para hacer el bien, pero es fácil dejarse arrastrar por el mal, ir con la corriente. La bondad, servir al prójimo, es realmente ir contra la corriente. Suele ser una elección de minorías. Marchar con la multitud, corear las consignas que nos ordenan los mandamases, es una actividad casi digestiva. Pero te voy a ofrecer una esperanza: hay más gente buena a nuestro alrededor, de lo que tú y yo nos imaginamos. Generalmente se trata de seres inconformes, ansiosos por mejorar. Insisto, son una minoría. Pero los omnívoros estados modernos saben que esos seres, en buena parte dispersos, son muchos más peligrosos que las masas sumisas. De todas maneras, como decía algún sabio del cual ahora no recuerdo su nombre (ya lo buscaré) "Solo la bestia aburrida necesita de engaños". Muchos años los seres humanos duermen sin culpa, y de pronto algo los hace despertar. Y esos seres dispersos, en minoría, consiguen, de alguna manera, que las montañas empiecen a moverse. Un abrazo, Mario

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