Mario Szichman
William Faulkner concibió la que es, quizás, su mejor novela, The Sound and the Fury –aunque le rozan
los talones Light in August y Absalom, Absalom, y apenitas un poco más
atrás The Wild Palms– con una imagen
fotográfica. La imagen era la de los embarrados calzones de una niña subida a
un árbol. Luego, la cámara se desplazaba hacia una ventana en la cual la niña
podía observar a través de la ventana el velatorio de su abuela en un cuarto de
la mansión donde residía. La niña informaba a sus hermanos, quienes se hallaban
al pie del árbol, de lo que estaba ocurriendo.
“Y entonces advertí el simbolismo de los calzones embarrados”, dijo
Faulkner a su entrevistadora, Jean Stein Vanden Heuvel. “La imagen fue
reemplazada por otra de una muchacha sin padre, sin madre, que descendía por
una cañería a fin de huir del único hogar que tenía, un hogar donde nadie le
había ofrecido amor, afecto, comprensión”.
Faulkner siempre trabajó con emociones elementales. Solía decir, cuando lo
acusaban de usar tramas sensacionalistas en que abundaban encuentros amatorios
y asesinatos, que “El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de
este mundo”. No hay muchas victorias en el mundo de Faulkner, quien como
orgulloso sureño siempre padeció la derrota de su estirpe y de su clase social
en la guerra civil de 1861-1865, pero sí los pequeños triunfos de seres como
Dilsey, la criada de The Sound and the
Fury, que hace el bien sin exigir recompensas a cambio, o el agente viajero
V.K. Ratliff, uno de los protagonistas de The
Hamlet, o Lena, la espléndida muchacha de Light in August, que va a buscar a su novio para que provea de
apellido a su futuro hijo.
¿Cómo consiguió Faulkner hacer relucir la bondad en medio de tanta maldad,
de tanto crimen? Recuerdo que cuando
entrevisté a Kurt Vonnegut, un gran escritor norteamericano, le pregunté
justamente por el tema de la maldad. Vonnegut sobrevivió como prisionero de
guerra al bombardeo de Dresde, en Alemania. La aviación aliada lanzó bombas
incendiarias, y 135.000 personas murieron incineradas. Fue, el más catastrófico
bombardeo de los aliados contra la población civil. Hubo más muertos que en
Hiroshima.
¿No era la experiencia de Dresde un triunfo de la maldad? Le pregunté al
escritor. Y Vonnegut me respondió: “Aunque los villanos abundan, no representan
el sector principal de una población. Usted sabe, recibo mucha correspondencia,
presuntamente porque muchos me consideran un ser simpático. Hace poco una mujer me escribió una carta
preguntándome si valía la pena traer un hijo a este mundo terrible. Yo le
contesté que sí, que la vida vale la pena de ser vivida justamente por la
cantidad de santos con que se tropieza. Y se los puede encontrar de manera
inesperada. En el ejército, en un hospital, casi en todas partes. Se trata de
gente virtuosa, amable, fuerte –no necesariamente religiosa–, tan
increíblemente decente y justa, que resulta muy apasionante encontrarla”.
Cuando empecé a escribir Eros y la
doncella, mi novela sobre la Revolución Francesa, mi imagen fotográfica fue
la de la guillotina, el benigno instrumento que venía a suplantar la tortura en
el potro, la quema de los condenados en aceite hirviendo, o la decapitación con
una espada, un proceso tan doloroso como el garrote vil usado por la
Inquisición en España, y que no consiste en matar a nadie a garrotazos; es
mucho más cruel. Ignoro por qué la guillotina fue bautizada como la doncella.
Había otra doncella aún más feroz. Era una escultura de madera que se abría por
la mitad. El prisionero era introducido en ella. Su parte interior estaba
tachonada por los extremos con filosas espadas. Una vez cerrada esa peculiar
doncella, el prisionero moría de docenas de apuñalamientos simultáneos.
La guillotina ni siquiera me pertenecía. Viajaba airosa, cubierta por
lonas, en la proa de un bergantín. Pertenecía al incandescente prólogo de El siglo de las luces de Alejo
Carpentier.
Pensé que si existía en mi novela una doncella, debía existir también su
prometido. ¿Y quién mejor que el Incorruptible Maximiliano Robespierre, el
líder jacobino que tras enviar a todos sus enemigos al cadalso, concluyó
decapitado por su amante?
Según indico en mi prólogo a la novela, la doncella fue la homicida más
democrática de la historia: “Estilizada como una escuadra de carpintero,
escueta como un atril, virtuosa como un altar”
“Bajo el rasero de la doncella murieron los culpables y los inocentes.
Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre
había sido mal pronunciado. Murieron los involucrados en conspiraciones, y
aquellos que quedaron involucrados en conspiraciones por frecuentar casas de
conspiradores, o casas aledañas a los conspiradores, o por sonreír a los
conspiradores, o por mostrarse inmutables ante los conspiradores. Murieron en
la misma hornada los familiares de conspiradores, los criados de conspiradores,
y los vecinos de conspiradores.
Fueron reducidos por la doncella aquellos cuya justificada detención los
condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía
sospechosos y los condenaba al cadalso. La doncella nunca rehusó carne alguna”.
En mi proyecto de novela figuraba la maldad, en pleno desarrollo, pero
¿Dónde estaba la contraparte? Pues yo también creo en la bondad humana, aunque
todo régimen autocrático o tiránico trata de amedrentarnos negando su
existencia.
Tuve que transitar por los varios círculos del infierno que fue París y
algunos departamentos del interior de Francia durante el Reino del Terror, y encontré
almas generosas, seres que optaron por marchar al cadalso a fin de salvar a sus
hijos o a quienes militaban en su misma facción política. El Precursor
Francisco de Miranda, quien combatió en tres revoluciones, fue uno de esos
héroes. Estuvo en varias ocasiones a punto de ser guillotinado por negarse a
ser un patriota cooperante. Aguardó la muerte con enorme decencia, y se salvó de
pura casualidad.
NUNCA SE CONOCE
EL COMIENZO
Empecé a trabajar en Eros y la doncella
a partir de una figura que nunca pude incorporar a la narración. Algo le había
mencionado a mi editora, Carmen Virginia Carrillo, de mi deslumbramiento por
una figura menor de la Revolución Francesa, el girondino Jacques Antoine
Dulaure, quien escribió un eximio trabajo sobre los cultos fálicos de la
antigüedad. Varios sociólogos y científicos sociales saquearon el libro de
Dulaure, copiaron páginas enteras, sin mencionarlo.
Supongo que me fascinó el ensayista porque su trabajo analizaba otra forma
más en que se perpetúa nuestra especie. Incorporar a Dulaure a la narración,
tras una reciente muerte en la familia, era una manera de apostar a la vida.
La profesora Carrillo me alentó a que explorara las posibilidades literarias
del personaje, pero Dulaure resultó la casilla vacía de Eros y la doncella, siendo reemplazado por las grandes figuras de
la Revolución. Espero retomar algún día su figura. En cambio, tropecé con una
serie de villanos, algunos memorables, otros incalificables.
Eso no indica que el régimen reemplazado por la Gran Revolución fuese
mejor. La monarquía era una cloaca de privilegios. Como decía Karl Kraus, “Si
me dan a elegir entre dos males no elijo ninguno”. Y en ese sentido, creo haber
sido imparcial.
La novela fue escrita desde mi gran admiración por la Gran Revolución y mi
total ignorancia por sus crímenes. Cuando la concluí, ya no pensaba lo mismo de
sus protagonistas, o de sus actos. Aparte de Miranda, y de algunos personajes
secundarios, el único que se salvaba era Mirabeau, quien trató de encauzar la
Revolución por un sendero democrático. Mirabeau es un curioso personaje. Las
numerosas biografías que se han escrito sobre él no muestran su genio.
Afortunadamente, Victor Hugo escribió una corta crónica, unas cuarenta o
cincuenta páginas, que es una gema. Creo que fue el único ensayista capaz de
sintetizar la grandeza de Mirabeau, y de explicar sus logros. El resto de los
protagonistas son un fiasco total.
Una de mis recientes pasiones es analizar publicaciones del siglo
diecinueve en google.books. Harper´s
Magazine, The Saturday Review,
son insuperables revistas. Ignoro si el papel era más barato un siglo y medio
atrás, pero las columnas eran interminables, y los ensayos podían ocupar
decenas de páginas. Sus columnistas hacían críticas de libros que venían en
todos los idiomas europeos. Y uno de los temas favoritos era justamente la
Revolución Francesa, y la era napoleónica. Intelectuales de países conservadores
como Inglaterra o Estados Unidos estaban obviamente obsesionados con la Gran
Revolución, posiblemente asustados ante un contagio similar en sus naciones.
En líneas generales, si no había simpatías por esos telúricos movimientos
políticos, tampoco existía pánico. Pero sí la necesidad de entender el
desvarío. Era comprensible que un movimiento revolucionario intentara impedir
el triunfo del enemigo. Pero ¿qué explicación existía para el sadismo? Los
revolucionarios inventaron “bautismos republicanos”, donde se ahogaba a los
niños; o “matrimonios republicanos”, en que parejas eran atadas desnudas, en
ocasiones espalda contra otra espalda, en otras, vientre contra vientre, y
colocadas en barcazas con fondo falso donde se ahogaba a decenas de condenados
en una sola hornada.
En 1867 el ensayista alemán Heinrich von Sybel, publicó su Historia de la Revolución Francesa,
reseñada en The Saturday Review. (21
de marzo de 1868). Más allá de disquisiciones sobre los numerosos tópicos
abordados por von Sybel, o su metodología de trabajo, hay un párrafo de la
reseña dedicado a un aspecto de la Gran Revolución que no suele ser
excesivamente analizado: la profunda mediocridad de sus protagonistas. Algunos
de ellos eran directamente rufianes. Y otros, que eran seres civilizados en sus
hogares, se transformaban en monstruos de maldad en la arena pública.
Cuando Madame Roland, la musa de los girondinos, dijo que los jefes
revolucionarios se definían por su “universal mediocridad”, dio en el clavo.
Aunque, según comentaba el encargado de la reseña, la acusación se extendía a
la propia Madame Roland. (No la traté con mucha piedad en Eros y la doncella, aunque sí a su desesperado marido, que se
suicidó tras su ejecución).
Von Sybel dijo que la Gran Revolución abrió las compuertas para
“oportunidades de causar daños, de las cuales no existían precedentes”. Los jefes revolucionarios no tenían grandeza,
“ni para el bien ni para el mal”, señalaba von Sybel.
Había algunas excepciones. Por ejemplo Georges Auguste Couthon, uno de los
líderes, junto con Robespierre y Louis Antoine de Saint Just durante el Reino
del Terror. En público, Couthon era conocido por la Ley del 22 de Prairial, que
incrementó de manera drástica la tasa de los condenados a muerte por presuntas
actividades contrarrevolucionarias. Pero Von Sybel descubrió que Couthon, en la
vida privada, era “un hombre afable, amistoso”.
También tenía sentido del humor. Era
un tullido que se desplazaba en una silla de ruedas. Cuando intentó ser
capturado por gendarmes, junto con Robespierre, se lanzó con su silla de ruedas
por una escalera, y no le quedó un hueso sano en todo su cuerpo. Tras mostrarle
a Robespierre sus tullidas piernas –el líder de los jacobinos agonizaba tras
haber intentado suicidarse disparando una pistola contra su boca que le
destrozó el paladar– Couthon preguntó cómo haría el verdugo Charles Henri
Sanson para acomodarlo en la báscula. “Tal vez Sanson comience cortando mis extremidades
inferiores”, le dijo a Robespierre. [i]
Pero, más allá de algunos individuos, los líderes del proceso cometieron
errores y excesos propios de enfermos mentales. Muchos de los crímenes de la
Gran Revolución podrían haber sido evitados, dijo von Sybel, “con un ordinario
sentido común, y con una virtud muy ordinaria”. Lamentablemente, en ambos lados
del espectro político, solo reinó la “insolencia, la violencia, y la codicia”.
La Gran Revolución no solo abrió las compuertas para avanzar en la defensa de
los derechos del hombre, también sirvió como catalizador de oportunidades de
lucro. “Los seres más vulgares quedaron asombrados de su éxito”, dijo el autor.
Como resultado, se “multiplicaron los crímenes y los errores”. Se creó una vida
pública, y otra secreta. La vida pública del heroísmo; la vida secreta del
latrocinio.
En su libro Mao´s Great Famine,
Frank Dikotter señala que el líder comunista chino Mao Tse Tung lanzó en 1958
su campaña El Gran Salto Adelante, cuyo propósito era superar la producción
industrial de Gran Bretaña en menos de quince años. La campaña concluyó cuatro
años más tarde. El ensayista asegura que “Al menos 45 millones de personas
murieron de manera innecesaria entre 1958 y 1962”.
De ese total, “entre un seis y un ocho por ciento de las víctimas fueron
torturadas hasta la muerte, o ejecutadas, al menos 2,5 millones de personas.
Otras víctimas fueron privadas de manera deliberada de comida, o murieron de
hambre”. Al mismo tiempo, hubo un enorme despilfarro de recursos económicos.
¿Cómo respondió el pueblo chino? “Mediante una encubierta oposición y subversión”.
Pero fue una rebelión de personas que no luchaban por una vida mejor, sino para
evitar la total desintegración de su sociedad. No hubo héroes en esa solapada
lucha por frenar la destrucción organizada por el estado. Lo único que querían
los chinos era sobrevivir. La mentira se adueñó de todos los sectores. “Las
cifras fueron alteradas”, dijo Dikotter. “La verdad fue ignorada. Y la gente
siguió muriendo”.
Sería tentador, dijo el autor, “glorificar la resistencia de personas del
común. Pero cuando la comida se acabó, la ganancia de un individuo fue la
pérdida de otro. Una vez los granjeros escondieron el grano, los trabajadores
que estaban fuera de las aldeas murieron de hambre. Cuando el obrero de una fábrica añadió arena
a la harina para aumentar su peso, otros comenzaron a masticar pedregullo. La
rutinaria degradación acompañó la destrucción en masa”.
Pienso en La Revolución Bonita que está asolando en estos años a Venezuela.
En seres que carecen de humildad, de comprensión, y en cambio cuentan con un
exceso de petulancia, de malos modales, de codicia, y de total desprecio por el
ser humano. Nada los frena en su intención de llevar al país al abismo. Pienso
que los ejemplos no sirven de mucho. La historia de pasados excesos, de
pretéritos desatinos es alterada para mostrar victorias donde solo hubo
torpezas. Pienso en seres humanos que siguen luchando, tratando de dar sentido
a sus vidas, solo preocupados por el bienestar de los demás, de su familia, de
sus vecinos. Pienso también que la bondad no es transferible. Cada uno de sus
portadores es único, excepcional, un ser que será recordado, pero difícilmente
emulado.
Y en el otro extremo del espectro, veo la malevolencia jactándose de su
impunidad, aprovechándose de la decencia, del decoro, de la honradez de quienes
en un régimen terminan siendo siempre las víctimas propiciatorias. Y no puedo
dejar de pensar que la maldad es inmortal.
[i] El día anterior, en la Convención,
Couthon había sido acusado de intentar convertir los cadáveres de los enemigos
de Robespierre en escalones para ascender al trono. Y Couthon respondió
señalando su silla de ruedas: “¡Oh, sí! ¿Así que mi intención era ascender al
trono? ¿Con estas piernas?”
Excelenre post Mario! Que relajante y divertido resulta leer un post como este mientras se toma un café de domingo. Y que cantidad de reflexiones. Pero pienso en esto... Roberto de Artois dijo una vez, en aquella Francia de reyes y coronas que el quería ser bueno, pero que debían ayudarle a serlo. Por lo que me pregunto: ¿Qué es la maldad sino el sucesivo fracaso de intentar ser bueno sin que nadie te ayude?
ResponderEliminarQuerido Gerardo: tu reflexión merece mucho más que un post. Creo que la bondad es activa, y el mal es pasivo. Uno debe actuar en el mundo para hacer el bien, pero es fácil dejarse arrastrar por el mal, ir con la corriente. La bondad, servir al prójimo, es realmente ir contra la corriente. Suele ser una elección de minorías. Marchar con la multitud, corear las consignas que nos ordenan los mandamases, es una actividad casi digestiva. Pero te voy a ofrecer una esperanza: hay más gente buena a nuestro alrededor, de lo que tú y yo nos imaginamos. Generalmente se trata de seres inconformes, ansiosos por mejorar. Insisto, son una minoría. Pero los omnívoros estados modernos saben que esos seres, en buena parte dispersos, son muchos más peligrosos que las masas sumisas. De todas maneras, como decía algún sabio del cual ahora no recuerdo su nombre (ya lo buscaré) "Solo la bestia aburrida necesita de engaños". Muchos años los seres humanos duermen sin culpa, y de pronto algo los hace despertar. Y esos seres dispersos, en minoría, consiguen, de alguna manera, que las montañas empiecen a moverse. Un abrazo, Mario
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