miércoles, 31 de enero de 2018

La derogación de la risa. El miedo al ridículo


Mario Szichman



En esa Biblia del buen vivir que es Gargantúa y Pantagruel, Grangousier, el padre de Gargantúa, debe llorar por la muerte de su esposa, Gargamelle, durante el parto y celebrar al mismo tiempo la llegada de su primogénito. Es una escena inaugural que Mijail Bajtin denomina “de risa carnavalesca”. La muerte está preñada de vida, en tanto el útero materno anticipa la tumba.
Para Bajtin, la diferencia entre Dostoievski y Tolstoi está en esa imagen carnavalesca de la vida; imagen que impregna todas las producciones de Dostoievski, aún la más lúgubre, y que está acompañada por la eternidad que ofrece la reincidencia de los ciclos, y la ausencia de cierre. Dostoievski nunca hubiera podido escribir una novela como La muerte de Ivan Ilich, nos dice Bajtin. En la narrativa de Tolstoi existía el aislamiento, la consumación. El narrador enunciaba la última palabra al cerrar los ojos del protagonista. En cambio, toda novela de Dostoievski es una obra abierta, donde ninguno de sus personajes, o el autor, se queda con la palabra final.
El discurso queda siempre truncado. Múltiples voces lo cuestionan. El narrador forma parte de ese coro de voces, es apenas un veredicto entre otros.
Es curioso que un escritor tan reaccionario como Dostoievski, tan devoto de las verdades incuestionables de la iglesia ortodoxa rusa, de la indisputable autoridad del zar de todas las Rusias, haya sido en su prosa tan revulsivo en sus planteos, tan democrático en su visión. (Hay un dato que corrobora el planteo de Bajtin. Por la época en que Dostoievski escribió Crimen y Castigo, figuraba entre sus planes una fábula humorística de la cual quedó apenas un fragmento, “El sueño del tío”. Además, nunca abandonó la idea de escribir una versión rusa del Cándido de Voltaire, uno de los epígonos de la novela cómica).

ABRIENDO EL JUEGO


Fiodor Dostoievski

Dostoievski podría ser considerado el más antifilosófico de los grandes narradores europeos. Sólo Balzac se le puede comparar en su búsqueda de ontologías alternativas, de sistemas de pensamiento que hoy nos parecen festivos, simplemente porque la moda los ha sustituido con otros sistemas tan risibles, aunque menos divertidos. Ahí tenemos el caso de la frenología, con sus teorías de bultos cerebrales donde se agazaparía desde la estulticia hasta la suprema inteligencia, y que tanta fama alcanzó a mediados del siglo diecinueve.
Y es que todo sistema filosófico implica el dogmatismo. Aunque en alguno de ellos se otorga permiso al relativismo, es como un cauteloso salvoconducto que nunca debe ser tomado en cuenta. Gracias al dogmatismo filosófico, algunos sistemas políticos han causado tanto daño. Sólo la certeza ha condenado a tantos millones de personas al cadalso, o a los campos de trabajos forzados.
Para Bajtin, la risa carnavalesca de Dostoievski, aunque reducida, permite observar cómo organizó el mundo de sus personajes, la estructura de las imágenes, la trama de sus numerosas situaciones, inclusive el estilo verbal. Y la expresión decisiva de esa carcajada reducida, señala Bajtin, puede descubrirse en la perspectiva del autor.
“Esa posición excluye toda seriedad unilateral o dogmática, impide un solo punto de vista, un extremo polarizado de la vida o del pensamiento. Toda seriedad parcializada –en la vida o en el pensamiento– todo pathos carente de ecuanimidad es otorgado a los héroes de sus novelas. Pero el autor, encargado de enfrentarlos en el ´gran diálogo´ de la novela, deja el diálogo abierto y no instala punto final en la conclusión”. (Problems of Dostoevsky´s Poetics, University of Minnesota Press, 1984).

EL TERRITORIO DE LA ESPERANZA

El sentido carnavalesco del mundo se caracteriza justamente por la ausencia de desenlace. La muerte fecunda la resurrección, así como la vida contribuye a relativizar la muerte y a fortalecer la esperanza. 
Es sintomático que la risa, no la seriedad, abona el territorio para la ilusión. Permite relativizar el dogmatismo, desmantelar la idea de que algo es implacable y eterno.
Al mismo tiempo, resulta notable cómo, del Renacimiento a nuestra época, nuestros filósofos y nuestros escritores son cada vez más serios, más engolados, más implacables. El Renacimiento nos dio Don Quijote, Gargantúa y Pantagruel, La vida del Buscón, El Lazarillo de Tormes, el Falstaff de Shakespeare.  (No muchos se preguntan por qué el Shakespeare de las tragedias pudo crear tan inolvidables bufones). Fue en el Renacimiento cuando más amplia divulgación consiguieron las sátiras de Luciano, El elogio de la estulticia, de Erasmo, las obras de teatro de Plauto, y las comedias de Aristófanes. 
Cinco siglos más tarde, la cosecha de risas es bastante magra. Cándido, Las almas muertas, de Nikolai Gogol, The Pickwick Papers, de Charles Dickens, Catch 22 de Joseph Heller, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, seguramente La Metamorfosis[i], de Kafka, The Killer Inside Me y Pop. 1280, de Jim Thompson.
En nuestra modernidad escasean las carcajadas, abunda la solemnidad. ¿Qué ha ocurrido? Al parecer, el autor ha triunfado sobre sus personajes. La visión de Dostoievski ha sido desplazada por los declamadores de verdades. Nunca podemos descubrir qué personaje enuncia las ideas de Dostoievski. Pero conocemos al dedillo las opiniones de la gran mayoría de los escritores contemporáneos. Si sus opiniones quedasen limitadas a las entrevistas, sería tolerable, pero cuando esas opiniones reaparecen en sus novelas, existe un gravísimo problema: el autor ha propuesto un compromiso con el lector: interesarlo en la trama, en los personajes, en su devenir. Pero nunca le ha indicado que entre sus derechos figura el de quedarse con la última palabra. 
¿Por qué buena parte de los narradores actuales han perdido la capacidad de abandonar su trono y de reírse con el lector? (Por supuesto, muchos se ríen a costa del lector, o del oyente, pero eso también lo hacían Adolfo Hitler y Hugo Chávez). Tal vez porque el autor debe rendir cuentas a otras autoridades, ya se trate de académicos o de seres encargados de galardonar sus obras.

Es al menos una tesis sustentada por el novelista inglés Martin Amis, que por cierto escribió una novela de gran humor: Time’s Arrow. La idea de esa novela es brillante, y su ejecución, impecable.
La obra narra la vida de un ex médico nazi, desde su deceso hacia su infancia. En esa vida en reverso, el protagonista detalla la época en que hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
En su marcha hacia el pasado, prosperan los experimentos de eugenesia. En los crematorios, el humo se convierte en cadáveres, y los cadáveres se transfiguran en cuerpos y recuperan la vida. Se ponen muelas de oro en la boca de esos seres humanos, y cabello en sus cabezas. Las familias vuelven a reunirse, los judíos “retornan a la sociedad”, y los guetos desaparecen. El mundo nazi, finalmente, “empieza a tener sentido”.
Esa novela de Amis demuestra que hay que tener valentía y honestidad para apostar a la virtud curativa del humor en medio de una espantosa tragedia. Afortunadamente, Amis no es políticamente correcto. Su pacto con el lector es decir verdades, no ocultarlas, y tratarlo de igual a igual, no desde las alturas. Por eso se anima a decir otras verdades con respecto al estado actual de la literatura inglesa, europea, norteamericana.
Durante el Hay Festival, en Gales, en el 2010, Amis lamentó que se hubiera puesto de moda “la novela imposible de disfrutar”. Y si esas novelas se han puesto de moda, dijo, es porque ganan premios literarios, pues los miembros de los comités encargados de dar los galardones,  piensan, ´Bueno, si nadie las disfruta, y no son absoluto divertidas, deben ser serias´.  Como si la seriedad fuese garantía de calidad.
¿Cuál es la ventaja de la gravedad sobre la comicidad? Me imagino que tiene que ver con la trascendencia. Si alguien no hace reír a los demás, debe ser por la eficacia de su pensamiento. La risa está vinculada con la bufonería, con las regiones bajas del cuerpo, con nuestras actividades reproductivas y excretorias.
Martin Amis

Para Amis, todo comenzó con James Joyce y Samuel Beckett (en eso discrepo. Esperando a Godot, de Beckett, es una obra cómica). La seriedad de la empresa intelectual en el siglo XX podría estar vinculada con los horrores del nazismo.
Ya Theodor Adorno dijo que “era imposible  escribir poesía lírica tras Auschwitz”. Pero, para Amis, eso es un gran error. “Si se analiza a los grandes escritores del canon inglés, o del estadounidense”, señaló, “todos ellos eran festivos. Y la razón es que la vida es divertida. Sí, ya lo sé, es horrible, se cometen horrendas atrocidades. Pero todos sabemos que también es muy divertida. Esa es la naturaleza humana. Y la literatura debe reflejar el humor que impregna la vida”.
Lo sabía Dostoievski. Lo sabe Amis, pero lo ignoran muchos académicos o comités profesorales. O prefieren ignorarlo pues la seriedad es también autoridad, dominación, el control del otro. El ridículo puede acabar con acuerdos sociales o con gobiernos.
Lamentablemente, nuestra época ha marcado el triunfo de los rostros adustos, de esos que creen que la vida siempre concluye en la muerte.



[i] Pero para eso, es necesario leer el texto en voz alta. Sólo así La Metamorfosis nos deslumbra con su técnica teatral y su humor.

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