sábado, 27 de enero de 2018

Fin de siècle y pornografía


Mario Szichman




José María Vargas Vila ocupa un lugar muy especial en el imaginario narrativo latinoamericano. Así como nadie necesita leer Las Memorias de Giacomo Casanova para hacerse una idea de lo que es un Casanova, no hace falta haber leído a Vargas Vila para convocar con su nombre imágenes de galanes inescrupulosos, y de mujeres perdidas, de enfermedades vergonzosas y de suicidios a la luz del crepúsculo.
Cuando era un adolescente, detecté la abrumadora y equívoca fama de Vargas Vila en las librerías de viejo de la Plaza Lavalle, en Buenos Aires. Ignoro si Vargas Vila era publicado por la editorial Tor. Abundaban en mi infancia las editoriales que se encargaban de difundir a los clásicos en libros que crujían y se desmantelaban apenas uno intentaba revisar sus primeras páginas.
Las portadas de Tor solían ser inolvidables por lo malas. Además de inconfundibles, eran intercambiables. Un hombre afligido, sentado al borde de una cama, generalmente ataviado con pantalones y camiseta, apoyaba su mano derecha en los desordenados cabellos de su frente. Obviamente, meditaba. El hombre era observado en el background por una mujer disgustada y en paños menores. La portada servía para anunciar un manual destinado a combatir la impotencia.
La misma portada, exactamente la misma, anunciaba el título de alguna novela de Vargas Vila. Y eran tan numerosas esas novelas, que al cabo de un tiempo la editorial decidió prescindir de las portadas dedicadas al manual para combatir la impotencia y concentrarse en ilustrar la producción de Vargas Vila.

RECORDAR PARA NO OLVIDAR


Dudo que en la actualidad haya muchas personas interesadas en el escritor colombiano. Afortunadamente, existe una estupenda narradora que sí lo hizo: Consuelo Triviño Anzola. Y en La semilla de la ira logró dos objetivos: inmortalizar a Vargas Vila, permitiendo crear su retrato más perdurable, e incorporar además a la narrativa hispana un texto realmente bueno.
La maldición de Vargas Vila fue haber vivido en una época excesivamente interesante. En realidad, la bendición de Vargas Vila fue que Triviño Anzola consiguió ahondar en esa época eligiendo escasos, luminosos episodios de la vida del escritor.
La narradora crea una manera diferente de leer y de escribir la nueva narrativa hispana, en directa contradicción con ese desbocado avance hacia el precipicio del post-modernismo.
Nadie sabe en qué consiste concretamente ese post-modernismo pero algo tiene que ver con tramas inconclusas, personajes que hablan como si declamaran, viajes a las profundidades de uno mismo –y generalmente concluidos a la altura del ombligo– travesías insondables por muchas ciudades que el autor desconoce o sólo intuye en tarjetas postales, e incursiones en el sexo y la muerte enfundadas en plástico.
Claro que es posible escribir plausibles ficciones describiendo un territorio desconocido. Lo hicieron Edgar Rice Burroughs o Ray Bradbury, al describir Marte, y Julio Verne, al viajar al centro de la tierra. Pero es necesario previamente documentarse y no dejarse guiar por la magia del nombre o de los lugares que intenta visitar el personaje. A veces, es mejor esquivar aquello que ignoramos. Una de las facetas más perdurables de La cartuja de Parma es la renuencia de Stendhal a incursionar en el campo de batalla de Waterloo. Fabrizio del Dongo, el protagonista de la novela, prefiere transitar por sus alrededores.
La escritora aprovecha también para lidiar con una época capaz de convocar imágenes, e inclusive aromas: el fin de siècle en América y en Europa.

LA DECADENCIA FINAL

Por supuesto, hubo otras épocas decadentes. Pero ninguna otra pudo contemplar al mismo tiempo el exterminio de toda una generación durante la primera guerra, así como la abolición del vestuario y del aspecto físico de hombres y mujeres, y su reemplazo por algo no sólo nuevo, sino totalmente impensado.
En menos de treinta años pudo ridiculizarse un previo estilo de vida. Corsés y polisones, cinturas creadas en base a la tortura física de las mujeres, vestidos que rozaban el piso, traseros alzados, monóculos, rostros con barba y bigotes, sombreros de fieltro en forma de hongos, levitas para los días de semana, pasaron al basurero de la historia, para nunca más volver. Excepto en las producciones de la BBC de Londres.
Y esa es la época que narra Triviño Anzola a través de Vargas Vila. Y lo hace usando la primera persona del singular. Algo que, en el campo de la narrativa, es tan difícil de concretar, como escribir buena sátira. En otros campos, el narrador puede ser pedestre sin desentonar. Pero en la primera persona, como en la sátira, basta descender un peldaño para que la excelencia se derrumbe como un castillo de naipes. Y Triviño Anzola consigue hacerlo sin recargar las tintas. (Es muy difícil no pecar por exceso apenas un escritor se ceba en la primera persona).


Y en esa primera persona ¿Cuánto hay de Vargas Vila, cuánto de Triviño Anzola? Sin tratar de dividir las cargas, un formidable personaje obtiene su pedestal como arquetipo de una cierta manera de ser intelectual en América Latina. Vargas Vila escribía  con iracundia. Las ciudades que detestaba, los pueblos que le caían “mal”, fueron delineados de manera indeleble a partir de su indignación. Basta analizar su desdén por Buenos Aires, una ciudad “grande, inmensa”, pero no “una gran ciudad”, o el desprecio por sus habitantes, que tenían siempre a flor de labios la palabra como, porque en Buenos Aires todo es 'como en París' o ´como en Roma´.
La tarea de la novelista no sólo involucra una mirada crítica. También arremete contra ídolos literarios, que en ocasiones devienen nulidades engreídas. Allí está la inquina de Vargas Vila contra intelectuales de su época, como Santos Chocano, o el “relamido cronista Gómez Carrillo, que siempre va detrás de una mujer y de una patria para vivir de ellas”, o contra Gabriela Mistral que “carece del don de la poesía”. (Triviño Anzola toma distancia de esas posturas del escritor. En un correo personal dijo que “se trata de consideraciones personales de Vargas Vila, misóginas, en el caso de Gabriela Mistral. Para mí fue muy divertido expresarme como si fuera él, recurriendo a cierta teatralidad muy propia del dandi”).
Sin importar la distancia que Triviño Anzola tomó de Vargas Vila, es obvio que quedó prendada de su héroe. Inclusive, a veces, dice que sintió “cierto pudor al parodiarlo”, como si de esta forma “le perdiera el respeto”.
La narrativa puede quedarse tranquila.  El protagonista de la novela emerge incólume del escrutinio. Un ser andrógino como Vargas Vila, que cobijó a un hombre mucho más joven que él y lo hizo pasar por su hijo, un hombre de afligida sexualidad en una época donde todavía el ideal de la mujer era con su pierna quebrada, y en casa, logra atrapar al lector, transportarlo a otra época, y hacer creíble tanto esa época como sus personajes.
Y en ese transcurrir, Vargas Vila también ha logrado recrear a su narradora. Hay un antes y un después en la escritura de Triviño Anzola. La semilla de la ira marca un rito de pasaje hacia novelas todavía más trascendentes. Con la elección del personaje de Vargas Vila ha creado un libro bueno que lejos de ser una sumatoria de libros buenos, es una obra trascendente e imprevista, inclusive para ella.
“Al terminar la novela”, nos dijo la autora, “sentí que no era yo quien hablaba, sino el propio Vargas Vila. Y eso me conmovió”.


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