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miércoles, 24 de enero de 2018

Ese trastorno del libro imprevisto


Mario Szichman


           
En la industria editorial norteamericana, como en cualquier otra industria de esta nación, el personaje más importante es el intermediario. En este caso, su nombre es agente, y su apellido es literario. Y la misión del agente literario es actuar como un cancerbero, impidiendo a todo escritor en ciernes que cruce el umbral de una editorial, excepto sobre su cadáver.
En ese sentido, hay un libro que merecería ser un clásico de quienes han desistido de escribir. Su título es The First Five Pages, Las primeras cinco páginas, y su autor es Noah Lukeman, un agente literario que vive –o vivía– en Nueva York. (Los escritores frustrados suelen ser muy vengativos, y más de un agente literario ha tenido que cambiar su profesión, su domicilio y su aspecto físico para no ser linchado).
            La misión de Lukeman es rechazar manuscritos. Como indica en su introducción, “Los agentes y editores no leen manuscritos para disfrutar de ellos. Los leen… solamente con el propósito de descartarlos. Y créanme, ellos buscarán cualquier razón que puedan esgrimir” para desecharlos. El plan ostensible del libro de Lukeman es, por lo tanto, enseñar a los escritores novatos o veteranos cómo impedir a esos agentes literarios (entre quienes se incluye) el rechazo de sus manuscritos.

            LIBROS IMPOSIBLES DE PREVER

La contraparte al libro de Lukeman es Plot, de (un seudónimo). Antes de iniciar un nuevo proyecto narrativo, leo de punta a punta el libro de Dibell. Y nunca me ha decepcionado.        
Hay ciertos libros, en los territorios de la ficción o del ensayo, que se destacan de una manera muy particular. Proust decía que muchos lectores bostezan de aburrimiento cuando les hablan de un nuevo libro muy bueno. Imaginan algo así como un compuesto de todos los libros buenos que han leído previamente. Pero la magia de la escritura mejor es que no se trata de una adición.
“Un libro realmente bueno”, decía Proust, “es particular, imposible de vaticinar, y no consiste en la suma de todas las obras maestras anteriores. Es algo que no se obtiene tras asimilar perfectamente esa suma: está, ciertamente, fuera de ella”.
Gracias a ese trastorno del libro imprevisto, el canon literario se mantiene en equilibrio inestable. Proust es un ejemplo. A la búsqueda del tiempo perdido no es otra buena novela que viene a ocupar un lugar preciso en la historia de la literatura. Es una novela que reacomoda la narrativa.
Creo que era Brecht quien decía que había una manera de escribir previa a Proust, y otra posterior. (¿O tal vez fue Walter Benjamin?) ¿Y quién puede imaginar cómo sería la literatura moderna sin Faulkner o sin Kafka? Eso puede observarse de manera ejemplar en el narrador venezolano Guillermo Meneses, en la evolución que tuvo su prosa desde el costumbrismo de El mestizo José Vargas o La balandra Isabel llegó esta tarde, a los experimentos vanguardistas de sus novelas El falso cuaderno de Narciso Espejo y La máscara de Arlequín, o del cuento La mano junto al muro.

Guillermo Meneses

Meneses parecía una esponja a la hora de absorber nuevas ideas literarias y de transfigurar el vino viejo en odres nuevos, mostrando cómo cuando al perturbar la forma de un relato se lo transfigura abasteciendo a la temática con profundidad, y confiriendo tres dimensiones a personajes que carecían de humanidad.
Por supuesto, también puede ocurrir el fenómeno contrario. Julio Cortázar escribió cuentos perfectos al comienzo de su carrera. Pero luego, incurrió en novelas como Rayuela, o en 62 modelo para armar. Lamento ir contra el canon, pero creo que Cortázar perdurará por esos primeros cuentos, y que las novelas que he mencionado son muy coquetas, deplorables, y con exigua eternidad[i].

LIBROS AL MARGEN

Se han escrito muchísimos libros sobre la Antártida. Pero nada supera The Ice, a Journey to Antarctica, de Stephen J. Pyne. Antes de leerlo, creía que la Antártida era una vasta llanura blanca. Es como decir que Crimen y Castigo es la historia de un estudiante pobre que asesina a una usurera. Tras leer The Ice, entendí la fascinación por el hielo de Poe, de Melville y de Lovecraft, y por qué fueron capaces de construir relatos tan minuciosos de esos paisajes blancos, que parecen un retrato en negativo de bosques medievales.
Lo mismo ocurre con esa maravilla de libro que es The Gnostic Gospels, de Elaine Page, un análisis de los tres primeros siglos de la cristiandad, y del rol que desempeñaron las mujeres al comienzo de ese movimiento religioso.
Pero The Gnostic Gospels es mucho más. Permite explicar el dogma de muchas revoluciones, lo absurdo de algunas de sus premisas, y la función que cumple el hereje como chivo expiatorio.
La primera herejía condenada por el naciente cristianismo fue la presencia de la mujer en los rituales. Era un sacrilegio que las mujeres cumplieran la misma tarea que los hombres en el ejercicio del sacerdocio. Luego vinieron otras herejías. Fueron condenados como herejes todos aquellos que cuestionaban las premisas de los ortodoxos. El atributo principal de los ortodoxos era que atesoraban la verdad.
“El credo”, dice Pagels, “exige que los cristianos consideren a Dios un ser perfecto, quien, sin embargo, ha creado un mundo que incluye dolor, injusticia y muerte. O que Jesús de Nazaret fue concebido por una virgen, y que, tras ser ejecutado por Poncio Pilatos, emergió tres días después de la tumba”.
La autora se pregunta por qué la iglesia cristiana “no sólo acepta esos asombrosos puntos de vista sino que además los establece como la única verdad de la doctrina cristiana”.
El libro de Pagels se puede aplicar a toda doctrina donde el líder es un autócrata, y permite entender los mitos creados tras la muerte del presidente de Venezuela Hugo Chávez. Los racionalistas, que se burlan de los aspectos más cómicos y absurdos de la evangelización de Chávez, pueden descubrir en el ensayo de Pagels la manera en que esos mitos perduran tercamente, sin importar el grado de anomalía que autorizan. Hasta ahora, Chávez no se ha acercado a ningún ser humano convertido en pajarito y gorjeándole consejos en su oreja. Pero sí al presidente de Venezuela Nicolás Maduro[ii].

LA BIBLIA DEL ESCRITOR

Soy un fanático de los self-help books, los libros de auto ayuda. Y especialmente, aquellos relacionados con mi profesión. Desde que llegué a Estados Unidos he adquirido docenas de libros donde enseñan cómo escribir todo tipo de novelas (mainstream fiction, novelas históricas, novelas policiales, y novelas de aventuras), o cómo organizar un plot, o argumento.
Como indicaba antes, el mejor de esos libros que intenta enseñarnos a escribir novelas es Plot, de Ansen Dibell. Si alguien es incapaz de aprender a escribir una buena novela pese a seguir los consejos de Dibell, nunca lo podrá hacer.
Otra de las ventajas del libro de Dibell es que no brinda consejos para ofrecer el manuscrito a las editoriales. Pues esas guías prácticas para escribir y publicar –incluyo al libro de Lukeman– abundan en muy buenas recomendaciones para pulir el texto, no aburrir al lector con abundancia de adjetivos y adverbios, no importunarlo con largas descripciones, diálogos o personajes trillados, situaciones incomprensibles o escenas extraídas de telenovelas.
Si no fuera por la parte deprimente, esos libros serían perfectos. La parte deprimente es que todos esos textos incluyen consejos para vender el manuscrito. Página tras página de la parte final de esos manuales son tan lúgubres como un obituario. Pues, al parecer, no es fácil vender un manuscrito. En realidad, es un trabajo exclusivamente para Sísifo, que empujaba la roca hasta la cumbre de una montaña, y cuando le faltaba un tramo corto para concretar el ascenso, la roca se soltaba de sus manos y volvía a rodar hasta el fondo del valle.

FABRICANDO SERES DE LA NADA

El libro de Dibell prefiere convocar la parte optimista: la creación. En primer lugar, sin importar los desórdenes del texto, el autor debe concentrarse en el objetivo de crear una trama, y controlarla. La novela traza un camino que hay que seguir. Hay que diseñar su principio y su fin, erigir una topografía y colocar personajes en ella. Esos personajes deben hacer un viaje de hallazgo, o de conquista, y tropezar con dificultades  casi imposibles de superar.
No hemos avanzado mucho desde la tragedia griega, the great daddy de todas las tramas. Nuestros antepasados, que eran más astutos que nosotros, no intentaban ser originales. Se dedicaban en cambio a copiar fórmulas exitosas.
En vez de imaginar a Shakespeare como un iluminado, debemos percibirlo como un copista talentoso. Todas sus obras las plagió de las tramas de libros históricos. Cualquier novelista venezolano puede crear gran variedad de historias simplemente acudiendo a las crónicas de Eduardo Blanco Venezuela Heroica, especialmente si sabe desbrozar la paja del trigo, pues algunos de los relatos son escasamente confiables. Pero la pasión, los grandes conflictos, el peso de la historia, se encuentran en esas crónicas, coexistiendo con personajes de increíble fascinación.

SOLO APASIONA LA DIFICULTAD

Los clásicos tenían una virtud: sabían to cut to the chase, ir directo al grano. Todo aquello que hacía fácil la vida al personaje era eliminado. Todo personaje secundario que no sirviera a la trama principal, resultaba anulado. Todo aquello que parecía anodino, era apuntalado a través de la exageración.
El melodrama, tan vilipendiado en nuestra época, era la levadura de los mejores escritores del siglo diecinueve. Victor Hugo, Balzac, Dostoievski, Eugenio Sue, Dickens, nos ponían a llorar hasta dejarnos exhaustos. Oscar Wilde, comentando la trama de The Old Curiosity Shop, de Dickens, dijo que “Se necesita un corazón de piedra para no reprimir la carcajada ante la descripción de la muerte de la pequeña Nell”.
No hay mejor guía que Dibell en la excursión entre el primer esbozo de una novela, y su versión final. Por supuesto, Dibell creía que el apetito del escritor viene comiendo. No hay que aguardar el arribo de la inspiración. La inspiración proviene de la escritura, del trabajo cotidiano, de la persistencia. A algunos les lleva muchos años escribir una novela. No suelen ser los mejores.
Faulkner escribió la mayoría de sus obras maestras en algunas semanas. Y eso incluye The Sound and the Fury y Wild Palms. Balzac escribió todas sus novelas en escasos días o semanas. A veces, en un día. Aseguraba que una noche de amor era un libro menos que podía incorporar a La Comedia Humana.
Dostoievski demoró menos de dos años en escribir Crimen y Castigo. Y en el ínterin, arrojó a las llamas buena parte de la primera versión. Robert Louis Stevenson escribió Doctor Jekyll and Mr. Hyde en tres días. Su esposa quedó en tal estado de shock tras leer el relato, que le ordenó quemar el manuscrito. Stevenson obedeció el mandato. Debía estar muy enamorado. Uno o dos años más tarde, incursionó en la manufactura del mismo relato. Y demoró otros tres días en finalizarlo.

LA PARTE MÁS DIFÍCIL

Y después de tanto esfuerzo, y de tanto placer, y de tantas noches sin dormir, llega finalmente para el autor, la hora de su mayor triunfo: la conclusión del manuscrito, y el momento de la verdad: venderlo.
Y todas esas guías prácticas de que hablábamos al principio, y que parecen guías prácticas para no vender libros, ofrecen un consejo muy sádico: no desfallecer.
Hay como una especie de goce en narrar las desventuras de Fulanito, que envió copias de su manuscrito a doscientas o trescientas editoriales y todas ellas le devolvieron el manuscrito con un rejection slip, una nota de rechazo. (La devolución del manuscrito está sujeta a esta condición: que el remitente lo haya enviado con un SASE, siglas de “self-addressed stamped envelope,” esto es, con sobre franqueado a nombre del despachante. Por lo tanto, apenas la editorial o el agente literario recibe el manuscrito y descubre el sobre con el SASE, veloces como una saeta lo devuelven al remitente. Así no necesitan pagar gastos de reenvío).
            Por supuesto, entre millares de fulanitos que nunca logran publicar sus manuscritos, hay uno o dos que cruzan la barrera, y se convierten en escritores famosos. O que deciden publicar los libros por su cuenta. Y algunos de ellos son autores nada desdeñables. Mark Twain era uno de ellos. Howard Fast se vio obligado a hacerlo cuando lo pusieron en la lista negra de las editoriales por pertenecer al partido Comunista.
De todos modos, no son ejemplos útiles. Tanto Mark Twain como Howard Fast eran ya famosos autores cuando decidieron publicar libros por su cuenta. Por cierto, fueron castigados de inmediato con el desdeñoso rótulo de “autores de Vanity Press” (publicaciones autofinanciadas por alguien que no ha pasado por las horcas caudinas de las editoriales).
¿Cómo lograron esos dos escritores publicar sus primeros trabajos? Obviamente, no enviaron sus textos a trescientas editoriales para que se los rechazaran. No, ambos se iniciaron como periodistas. Algunos de sus colegas habían publicado libros. Y esos colegas los conectaron con editores. Esto es, aprovecharon el indispensable contacto personal.
Basta ver lo ocurrido con Faulkner. Su primer manuscrito, Soldier´s Pay, encontró un editor gracias a su amigo, Sherwood Anderson, el excelente narrador de Winnesburg, Ohio. Según contó Faulkner luego, Anderson le propuso un trato: “Si no tengo que leer tu manuscrito, le rogaré al editor que te lo acepte”.
            Por supuesto, eso elimina muchos intermediarios. ¿De qué valdría la profesión de agente literario si los autores pueden comunicarse directamente con los editores?
Es por eso que libros de auto ayuda como The First Five Pages parecen tener como propósito ayudar de manera exclusiva a sus autores, sean agentes literarios, editores o autores que escriben ese tipo de manuales.
Resulta claro que ninguno de ellos siguió los consejos que prodigan en sus libros. Especialmente a la hora de cruzar la barrera y contactarse con editores eludiendo a los agentes literarios.
            En su libro How to Write Mysteries, la novelista Shannon O´Cork recomienda aceptar con coraje los rejection slips. Pero ella nunca debió sufrir esos rechazos, pues se casó con Hillary Waugh, un excelente y famoso narrador de policiales, y Grand Master de la organización Mystery Writers of America.
Los contactos de Waugh en las editoriales abrieron el camino a los manuscritos de su esposa, que por cierto es muy buena narradora.
En cuanto a Lukeman, el agente literario que anuncia como su misión en la vida rechazar manuscritos, nunca ha enfrentado hostiles agentes literarios. Su libro The First Five Pages está dedicado, entre otras personas, a su madre, quien “mostró mi primer (terrible) novela a su agente cuando yo tenía 16 años, y ha respaldado mi escritura con igual fervor desde entonces”.
Eso indicaría que la madre de Lukeman era una escritora, y que el agente literario de la madre en su caso no ejerció su principal tarea de rechazar manuscritos. Aceptó en cambio leer una novela de un adolescente de 16 años que no tenía ciertamente el genio de Rimbaud. Al parecer, el trato personal, y la amistad, siguen imperando en todas partes, inclusive en el país de los intermediarios.



[i] Hay dos metamorfosis en el escritor, una marcada por las leyes del mercado, y otra por su evolución interna. Cuando el escritor va cambiando de estilo porque se siente insatisfecho con sus textos, es casi seguro que el resultado será bueno, como lo demuestra Meneses, o también Manuel Puig. Pero cuando el mercado dicta las órdenes,  la evolución es reemplazada por la mutación. Y las costuras se notan.
[ii] Tertuliano decía: “Creo porque es absurdo”.

miércoles, 25 de mayo de 2016

El oficio de escribir

Mario Szichman


Varios estantes de mi biblioteca están dedicados a libros de How to do: How to Write Mysteries, o cómo escribir novelas románticas, o de ciencia ficción, o guiones para cine. Antes de comenzar a escribir una novela, releo varios de esos libros, y especialmente Plot, de Ansen Dibell. Siempre encuentro nuevas ideas, y especialmente, la manera de llevarlas a cabo para que el relato tenga un redondo final.   
El octavo capítulo de Plot (Patterns, Mirrors and Echos), es el retablo de las maravillas, obra de una gran creadora. Pues los modelos, espejos y ecos de una narración, “el considerable aunque sutil poder de la recurrencia”, crean la diferencia entre una obra discreta y una buena obra.  
Los antiguos maestros conocían muy bien esa técnica, enlazando personajes diametralmente opuestos, como en Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson, en William Wilson, de Edgar Allan Poe, o en El Doble de Fiodor Dostoievsky. Un ser humano con dos sensibilidades, dos cuerpos –uno sano, el otro maltrecho, uno, un dechado de virtudes, otro incapaz de respetar siquiera a un niño– terminan convergiendo o simplemente asignando todos sus pecados a un solo responsable.
¿Por qué es tan atractiva la figura del doble? Por su ambigüedad: es difícil saber dónde termina el bien y comienza el mal. Y ¿cómo se consigue ese efecto? A través de los espejos y de los ecos. En algún momento de los textos antes mencionados, la parte buena debe confesar sus maldades, exponer la tentación de infringir las normas sociales.
En un buen texto, todo posee resonancia. Aquello que ocurre con los dobles de la literatura también sucede con grupos más amplios; cada uno refleja sus conflictos a través del diálogo o de la acción.  
Cuando el lector abre un texto literario, nada sabe de los personajes, del lugar que habitan, de los trances o peligros que deben afrontar. El buen narrador nos permite avanzar en el conocimiento a través del diálogo y de la descripción. Creo que cuando más austera es la descripción, más impacto posee un relato. Por supuesto, ciertas descripciones son inolvidables, porque en breves trazos configuran un personaje. Borges citaba con devoción la imagen que creaba Stevenson del viejo marinero de La isla del tesoro, con su “sabre cut across one cheek, a dirty, livid white” (el sablazo que cruzaba una mejilla, de un sucio, lívido blanco). Pero en general, las novelas no tienen que estar muy amuebladas,  como aconsejaba Willa Cather, una gran narradora norteamericana.
            El contexto en que se mueven los personajes se va aclarando a medida que transcurre el relato perfilando sus actitudes, y reiterándolas, señalando sus preocupaciones, e insistiendo en ellas, aunque desde diferentes ángulos. Como indica Dibell, la primera vez que un personaje dice “¡No!”,  el lector le presta escasa atención. Cuando más adelante el personaje dice “¡No, no!”, en el mismo setting, el lector atiende al énfasis, y el conflicto se profundiza.  
Dentro de ese juego de espejos y de ecos, siempre surge la variable, que, por cierto, es la base del folklore de muchos pueblos: la regla de tres: “Uno es un incidente”,  nos recuerda Dibell, “dos, es un modelo; tres, es el episodio que quiebra el modelo”. Como en el cuento de los tres cochinitos. El primero construye una vivienda de paja, el segundo, una de ramas, y solo el tercero logra burlar al lobo cuando erige una casa de ladrillos.

EL ARTIFICIO DE LA PALABRA

Nadie hace literatura realista, cine realista, o teatro realista. Construye escenarios donde coexisten seres humanos que son paradigmas proporcionados por los autores desde tiempo inmemorial. Se trata de individuos tan arquetípicos que han permitido el surgimiento de uno de los mejores géneros de la creación artística: la parodia.
Ninguno de esos individuos circula por la vida cotidiana, que es la cosa más aburrida del mundo. Al ser humano no le interesa tropezar con su vecino en novelas, películas, o en el teatro. El Willy Loman de La muerte de un viajante, la obra de Arthur Miller, no es cualquier viajante de comercio; es una figura trágica. En ciertos momentos, recuerda a un personaje de Shakespeare.  
La novela Gone Girl, de Gillian Flynn, describe a un matrimonio de jóvenes yuppies, Nick y Amy Dunne, que trabajan en empresas periodísticas neoyorquinas, hasta que la crisis financiera de 2009 los deja sin empleo forzándolos a reducir drásticamente sus anhelos de fama y de dinero. La pérdida de status los constriñe a iniciar una nueva vida en North Carthage, Misurí, lugar de origen de Nick, que, para ambos, representa el infierno en la tierra. Un día, la esposa, Amy, desaparece como por encanto. Su esposo se convierte en el principal sospechoso de su desaparición. A poco de andar, el único futuro que aguarda a Nick es ser ejecutado con una inyección letal.  
Más que el final de la historia, interesa ver la manera en que Gillian Flynn crea una novela de gran suspenso, de esas que no se pueden abandonar hasta la última página, en base a elementos trillados y escasamente atractivos. Tanto Amy como Nick son average people, más apropiados para una telenovela que para una novela de gran calidad. ¿Cuál fue el toque de genio de la narradora? Introducir el Mal, con mayúsculas, en el cuerpo de una atractiva ama de casa. En cierta manera, recuerda ese experimento en horror titulado The Bad Seed  (la mala semilla), de William March. La novela se transformó en un éxito de taquilla al ser llevada al cine, en 1956. Contaba la historia de una adorable niñita, rubia, con pecas, Rhoda, (Patty McCormack), que era además una asesina.  
Como nota al margen, al final del filme, seguramente a pedido de algún organismo de censura, hubo que agregar un post–epílogo en el cual Nancy Kelly, quien interpretaba a la madre de la asesina, sentaba a la niña sobre sus rodillas, y le daba una zurra por portarse mal. Teniendo en cuenta que el “portarse mal” de Rhoda consistía en por lo menos dos asesinatos, y que la madre había decidido matar a su hija para que no siguiera haciendo daño –sucumbiendo en el intento– ese post-epílogo debe haber sido una de las farsas más macabras en la historia del cine.  
Pero el melodrama y el gran guignol siguen siendo excelentes especias a la hora de aderezar un plato insípido. Flynn decidió inyectar en una pareja más o menos normal un poderoso instinto homicida, acompañado de un gran sentido del humor, y de un infalible oído para detectar frases hechas, y todo aquello que se conoce como corny: cursi, sensiblero, trillado.   
Glynn exageró episodios, ocultó datos, fue desenmascarando las verdades por trocitos, llevó a los lectores de sorpresa en sorpresa, revelando luego que algunas de las verdades eran descaradas mentiras. Además, usó el juego de los espejos y de los ecos para transfigurar a los protagonistas en permutables doctores Jekyll y señores Hyde.  
Amy llena su universo de mentiras para destruir a su esposo. Nick responde con otras mentiras alternativas. El vigor de la narración es, en buena parte, resultado de lo similares que son los cónyuges en su conducta, en sus instintos, en su desprecio por el prójimo. Si Nick emerge algo mejor en el desdichado final, es porque carece de la energía y de la diabólica inventiva de Amy. Todo lo que se le ocurre a Amy para acabar con la existencia de su esposo podría alimentar diez novelas policiales, aunque con una diferencia. Las novelas policiales están habitadas por femme fatales; en cambio, la protagonista de Gone Girl es apenas una mujer más, aunque con cierto espíritu envidioso y muy posesiva. Con esos elementos, llevados al paroxismo, Glynn creó una novela de fenomenal tensión.

LA CONFECCIÓN DE UN MANUSCRITO

Algunos novelistas suelen quejarse de que en algún momento de su narración, la trama se afloja, y desconocen cómo ponerle fin. ¿No es una pérdida de tiempo y de dinero ponerse a escribir una novela ignorando la manera de hacerla avanzar y de que tenga un buen final? Basta leer Plot de Ansen Dibell o The Art of Dramatic Writing, el extraordinario ensayo de Lajos Egri, para aprender a cubrir todas las etapas de la confección de un manuscrito.  
¿Qué tal si un arquitecto, o un albañil, ignoran los materiales necesarios para construir una vivienda? preguntaba Egri en su libro. Para el escritor, los materiales son el plan de la trama, seguido de los personajes encargados de glosarla y del conflicto. ¿Cuál es el propósito de la trama en Rey Lear?: “Demostrar que la confianza ciega conduce a la destrucción”, indicaba Egri. ¿Cuáles son los personajes de esa obra de teatro? Las tres hijas del monarca. Dos de ellas lo halagan, lo inducen a despojarse de la corona, y luego lo degradan y lo hunden en la insania. La tercera, Cordelia, es exilada del reino por su honestidad, que incluye revelar las maquinaciones de sus hermanas.   
El escritor debe saber, antes de comenzar su tarea, cuál será el final. Después de al menos un par de milenios de obras de teatro y de novelas, hay un robusto andamiaje para no perderse en callejones sin salida. Un famoso ejemplo es Caleb Williams, la novela de William Godwin, padre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein. En la introducción a Caleb Williams, Godwin explicó que primero pensó en la trama como “una ficción de aventuras, que debía distinguirse de alguna manera por un interés muy poderoso. En la cacería de esa idea, inventé primero el tercer volumen del relato, luego el segundo, y finalmente, el primero”. La trama debía basarse “en una serie de aventuras de huida y de persecución: el fugitivo, temiendo perpetuamente ser abrumado con las peores calamidades, y el perseguidor, prevaleciendo siempre, gracias a su ingeniosidad y recursos”.
Godwin también reconoció en la introducción, que abrevó de manera abundante en otros autores. “Pues todos nosotros estamos obligados a explorar las entrañas de la mente y del motivo, y a trazar los reencuentros y pugnas que se pueden registrar entre uno y otro hombre en el diversificado escenario de la vida humana”.  
Esos reencuentros y enfrentamientos de los que hablaba Godwin representan el conflicto mencionado por Egri, o esos espejos o ecos a los que alude Dibell.  
Generalmente, cuando se reducen los personajes antagónicos, la narración adquiere más fuerza. Con Jekyll y Hyde, con William Wilson y su alter ego, con el doble de Dostoievski, asistimos al enfrentamiento del cuerpo escindido. Godwin no pertenecía todavía a esa época (Caleb Williams fue publicada en 1794).  El  protagonista necesitaba un antagonista fuera de su cuerpo, y su implacable perseguidor, el señor Falkland, es uno de los más complejos villanos de la narrativa moderna. Godwin logró humanizarlo, quizás de manera inconsciente, al decidir contar la historia al revés, partiendo por el final. A medida que fue desandando los pasos, el narrador pudo crear un villano muy peculiar, un ser que había nacido bueno, honesto, orgulloso, y al cual uno de sus vecinos, un canalla de verdad, lo había hostigado de todas las maneras posibles y arruinado la vida de otros seres humanos. Desconfiando de la equidad de los magistrados, Falkland decidía tomar la justicia en sus propias manos.  
Recién mucho más tarde, Godwin trajo al escenario a Caleb Williams, un joven muy instruido, pero ignorante de la naturaleza humana. Caleb Williams es contratado para trabajar en la mansión de Falkland, y descubre el crimen. Su empleador lo admite, y amenaza a su empleado con asesinarlo si revela su secreto.
A partir de ese instante empieza la odisea del protagonista, que debe huir de la mansión, y tropezar con dificultades crecientes. Falkland es como un tirano omnipresente, que frustra todas las tentativas de Caleb Williams por librarse de su persecución.

¿POR DÓNDE EMPEZAR?

Siempre me fascinó el narrador policial Mickey Spillane, creador del detective Mike Hammer. Spillane venía de la venerable y prolífera escuela del pulp, una narrativa pespunteada por brillantes diálogos, mujeres sensuales, hombres codiciosos, policías no muy brillantes, y cuya columna vertebral era una trama intrincada y veloz.
El modelo del pulp vino en todas las variedades, pero hasta ahora no he leído una sola novela de ese subgénero que resulte aburrida, carezca de ironía, o de por lo menos un personaje inolvidable. Después de todo un narrador “de segunda” como Day Keene, (para mí es de primerísima fila), es capaz de usar como uno de sus protagonistas a un cubano–estadounidense como Miguel Tomás José Guido Laredo, un trapecista que ha perdido una pierna en Playa Girón, y le añade como pareja a Paquita, que es muda. Mientras Miguel trata por todos los medios de evitar que Paquita lo vea vestirse “y le ofrezca una prueba visual de que está casada con la mitad de un hombre”, su esposa debe comunicarse escribiendo en un anotador sus sentimientos y preocupaciones. Las maravillas que logra Keene con esa pareja tan despareja, y que tanto se ama, son imposibles de alcanzar en una novela convencional.   
Spillane sabía cómo crear diálogos –algunos de ellos han sido imitados hasta el cansancio en parodias como Airplane– o inventar situaciones inverosímiles sin que el lector lo cuestionara. En una de sus novelas, tras perpetrarse un crimen en un salón de fiestas, los doscientos cincuenta sospechosos eran dejados en libertad de inmediato, luego que Mike Hammer decidía, sin explicación alguna, que ninguno de ellos podría haber cometido el asesinato.   
Pero Spillane sabía algo más: cómo imaginar sorprendentes finales para que el lector  siguiera comprando sus relatos. Como el resto de los creadores del pulp, nunca tuvo problemas para cerrar un relato con broche de oro. Conocía el oficio como nadie.
“La primera frase de una novela”, era la consigna de Spillane, “vende el resto de la narración. Y la última frase de la novela, ayuda a vender la novela siguiente”.