sábado, 13 de enero de 2018

Malas y buenas novelas


Mario Szichman
Mark Twain

        ¿Es la escritura de malas novelas un arte o un oficio? Me inclino por el oficio. Pues si se trata de un arte, debe ser producto de la inspiración. Pero ¿qué sentido tiene inspirarse para escribir una mala novela? En cambio, si es una manera de ganarse la vida, es posible que algunas instituciones académicas enseñen a escribir malas novelas y cuenten con  planes de estudio, profesores, y asignaciones de tareas, aunque no se divulguen como academias. Pero que existen, existen. Pues los resultados están a la vista.
        Basta observar los estantes de cualquier librería, o las hileras de novelas en cualquier biblioteca de mediano tamaño, para advertir la proliferación de textos ominosos. Y en ese mundo paralelo poblado por recusados émulos de un Cervantes o de un Proust estoy seguro que figura el Don Quijote de las ficciones repudiables, y el retrato en negativo de A la búsqueda del tiempo perdido. Es solamente cuestión de explorar.
     Por supuesto, nadie busca sugestionarse para escribir malas novelas o invierte parte de sus ahorros para que lo adiestren en el ejercicio de lo deplorable. Es probable que esos prosistas hayan empezado transitando por la buena senda y en el camino entablaron amistad con malas compañías, hasta que concluyeron redactando malas novelas. Pues nadie es el mal puro. Antes de sus campañas de exterminio, Hitler fue un buen hijo. Amaba a su madre con una devoción que se acercaba al incesto.

¿ES POSIBLE SABER CUÁNDO UNA NOVELA ES MALA?

         Y eso nos conduce al núcleo del dilema. ¿Qué es específicamente una mala novela? ¿En qué se distingue una mala novela de una novela buena? ¿Existe una categoría llamada “novela buena” y otra clasificada como “novela mala”? Diariamente, a nivel mundial, se publican centenares de novelas. Y la gran mayoría, de acuerdo a los expertos de la industria, suelen ser novelas malas.
      Malísimas novelas se convierten en formidables best-sellers, en tanto maravillosas novelas pasan de inmediato a dormir el sueño de los justos. Stendhal vendió exactamente 57 ejemplares de Rojo y Negro. Por supuesto, luego las ventas empezaron a subir, pero varias décadas  después de su fallecimiento.
       Eso indicaría que un buen rasero para evaluar si una novela es mala consiste en aguardar el paso del tiempo. Paul Collins dice en su libro Banvard´s Folly (Editorial Picador, Nueva York, 2001) que más del noventa por ciento de la producción intelectual y artística de un ciclo histórico termina en el tacho de basura. Poemas, novelas, cuadros, que eran considerados en una época obras de genios, han desaparecido completamente del inventario de la humanidad.
    Si no fuese por Collins, nadie hubiera rescatado del olvido a personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus aparentes logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No solo eso: Tupper fue uno de los duendes inspiradores de Walt Whitman. El gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba.
     Trate el lector de encontrar un ejemplar Proverbial Philosophy de Tupper, y le resultará difícil. Y sin embargo, a mediados del siglo XIX, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos. Por esos mismos años, Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el cuerpo a su alma.
     Collins es otro ensayista que cree en la piadosa labor del tiempo para librarnos de la mala literatura, de la mala pintura, de la mala escultura. Pero entre tanto ¿cómo hacemos para extirpar la mala hierba?

LA LABOR DE LA PRINCESA MIAGKAYA

     Es allí donde ingresa el buen crítico literario, que recuerda a la princesa Miagkaya, la inmortal creación de Tolstoi. Si alguien desea conocer el genio de un escritor no debe buscarlo en los grandes personajes sino en aquellos seres que transitan apenas algunas páginas de un texto, y en ese corto tramo se hacen inolvidables.
     La princesa Miagkaya necesita apenas tres páginas de Ana Karenina para hacer imborrable su figura. En una escena, la princesa Myagkaya dice que Ana Karenina es “una mujer espléndida. No me gusta su esposo, pero ella me gusta mucho”.
      Cuando alguien le pregunta por qué no le gusta Alexei Karenin, el marido de Ana, considerado “uno de los escasos estadistas que existen en Europa”, la princesa responde: “Sí, mi esposo me dice lo mismo. Pero yo no lo creo. Si nuestros esposos no hablaran con nosotras, veríamos las cosas tal como son. Yo creo que Alexei Karenin es simplemente un idiota. Cuando me pedían que lo juzgara una persona inteligente me la pasaba todo el día buscando su talento, y me creía una idiota por no descubrirlo. Pero en el mismo instante en que pensé que Alexei era un idiota, todo se aclaró. Una de dos, o él es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un idiota…”
       Tengo gran confianza en los críticos que además admiro como autores. Ellos siempre conducen por la buena senda. Algunos de los ensayos de Borges, como su Arte de injuriar, o El escritor argentino y la tradición, además de tener una afable ironía, ayudan a extirpar la mala hierba.
      Me causa mucha gracia este comentario que hizo Borges tras leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”. Borges dijo que le provocaba curiosidad ese “curioso techo con un agujero en el medio”.

  Heinrich Heine 

      Heinrich Heine era otro formidable crítico. Y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional.
     Sin embargo, ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”. Y en sus ensayos literarios no temió siquiera arremeter contra Goethe, (“Goethe es un gran hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión). Pero en ese caso específico, Heine tuvo también la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de letras.
    Quien más se acercó a la definición de qué constituye una buena novela es Mark Twain, tras mostrar lo que era para él una mala novela: The Deerslayer, de James Fenimore Cooper.


      En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Mark Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato con un rotundo no. La novela, explicaba el autor de Huckleberry Finn, “Carece de inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas.  El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Aunque, si todo eso se descarta, lo que resta es arte. Eso hay que reconocerlo”.

LA TAREA DEL ALBAÑIL

     Exigimos a un albañil aquello que nunca nos atrevemos a pedirle a un escritor. Si un albañil, como los sabios de la Academia de Lagado, empieza a construir una vivienda por el techo, si sus paredes quedan torcidas, o los baños se inundan por un mal drenaje, o se levantan los pisos, de inmediato le entablamos juicio por incumplimiento de contrato.
     Sin embargo, no sancionamos a ese escritor cuyas tramas son absurdas, su sarcasmo pobre, su humor incómodo, sus dramas cursis, sus escenas de amor despreciables, sus personajes marionetas, y sus confusos diálogos enuncian tonterías afines a sus ideas.  
     Obviamente, el albañil es un profesional, que necesita acatar normas y procedimientos. Y el mal narrador es un amateur que ha descubierto una gran herramienta para salvarse de las críticas y hacer pasar gato por liebre: la mezcla de géneros.

LA NOVELA BIFRONTE

     Uno de los híbridos más exitosos, al menos a nivel de la academia, es la cruza entre el ensayo y la novela, pues puede funcionar de manera simultánea como drama y como parodia.
     Alfred Hitchcock le decía a Francois Truffaut que en la época del cine mudo era posible alterar totalmente el guión de un filme usando subtítulos. Como el actor sólo pretendía hablar y el diálogo aparecía de inmediato en la pantalla, se le podían poner en la boca cualquier cosa que al director se le antojara. Así se salvaron de la hoguera muchas malas películas.
    “Por ejemplo, si el drama había sido pobremente filmado y resultaba totalmente ridículo”, le dijo Hitchcock a Truffaut, “se le insertaban títulos cómicos y así la película se mudaba en sátira y lograba un gran éxito”.  
     En los últimos años he tenido ocasión de leer varias novelas bifrontes donde es imposible separar la ficción de la crítica literaria. Y el enlace es generalmente la sátira de textos. El ensayista se disfraza de narrador, y el narrador se ciñe en la trama del ensayo.
     En una de esas novelas el narrador, que es además un narrador, nos informa que ha escrito una novela de la cual no parece muy convencido de su calidad. Ya con el solo hecho de que el escritor se arriesgue a incluir la narración en su narración, y la desprecie, está amparado de la crítica. Con ese gesto, le advierte al crítico que, gracias a su ironía –la del autor– se ha distanciado del texto y puede juzgarlo con la misma eficacia que un crítico.
       Al trabajar el híbrido, el autor redime a su novela de lo que realmente es. La novela en sí está pobremente escrita,  y resulta muy aburrida. Se trata de una especie de guía turística donde invita a viajar por las mentes de los popes del postmodernismo.
     Pero al insertar la noción de parodia, el autor consigue que el híbrido funcione no como un fracaso, sino como una parodia del fracaso. El elemento clave es el injerto de la palabra parodia. Así el autor se adelanta al juicio del crítico, que podría considerar la novela un fracaso ausente de toda parodia.
Como esa mujer cuyas piernas delgadas revelan que no tendría por qué haber engordado, excepto si se tiene en cuenta que era la única manera de ampararse de su sexualidad, el mal novelista se recubre de las capas de grasa de diferentes textos y de la noción de parodia a fin de bloquear la penetración del crítico o del lector.
       Por supuesto, apostar a la parodia cuando se trata de un mal texto, enfrenta otros peligros. Pues, como decía el profesor Kendall en Savage Night de Jim Thompson, la parodia “no puede existir fuera de la enrarecida atmósfera de la excelencia. La parodia es excelente o no es nada”. En el caso particular de la novela a la que aludo, la parodia es nada.
     Pero, inclusive las malas parodias se salvan pues siguen perteneciendo al reino de la parodia. Y otorgan al autor una puerta de escape adicional: minimizar el aporte que requiere hacer de su texto. El resto existe gracias a la veneración de sus discípulos (uno deja de ser maestro cuando se rodea de discípulos) y a las caritativas almas de la academia, que nunca califican nada de mediocre.
       Afortunadamente, hay varias herramientas para desbrozar la mala novela de la buena. Una, la más segura, es acudir a los clásicos y comparar sus novelas con aquellas que leemos en la actualidad. Después de leer Crimen y castigo de Dostoievski; Ilusiones perdidas de Balzac; Bouvard y Pecuchet, de Flaubert; Rojo y Negro de Stendhal; La guerra y la paz, de Tolstoi; Huckleberry Finn, de Mark Twain, los relatos de Kafka, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, El astillero, de Onetti, cualquier relato de Flannery O´Connor, Luz de agosto, de Faulkner, y todo, absolutamente todo Jim Thompson, nos podemos dar una idea de la buena literatura.
      Hemingway se vanagloriaba de poseer un artefacto para descubrir malas novelas: se trataba de “Un buen detector de m..., y a prueba de golpes”.
Faulkner usaba un método indirecto para ayudar al lector a encontrar buenas novelas. En una entrevista publicada en The Partisan Review explicaba que “El propósito de cada artista es atajar el movimiento, que es la vida, por medios artificiales y retenerlo en su inmovilidad, para que cien años después, cuando un extraño lo observe, vuelva a actuar, puesto que es vida. Ya que el hombre es mortal, la única inmortalidad que resulta posible para él es dejar detrás algo que es inmortal pues siempre se mueve”.
      Basta leer cualquier novela buena antes mencionada para verificar la aserción de Faulkner. En todas ellas, los personajes reviven y se mueven, son agobiados por pasiones que los zarandean como muñecos. A veces fracasan, en otras ocasiones triunfan tras sobrellevar increíbles peripecias. Suelen comenzar generalmente como perdedores, y terminan triunfando, o al menos, derrotando sus propias debilidades y carencias.
        Tras cerrar las páginas de cualquiera de esas novelas, algo ha cambiado en nosotros, algo que nos purifica de muchas dolencias, reales o imaginarias. (Balzac, en su lecho de muerte, no pedía la visita de su médico de cabecera, sino del médico que aparecía en una de sus novelas) y nos brinda optimismo y esperanzas, como toda gran tragedia.
        La última instancia a la que puede acudir el lector ante un texto que le disgusta y que sin embargo la mayoría aprueba de manera incondicional, es el coraje de sus convicciones, y la defensa de su desencanto.
       También puede apelar al saludable escepticismo de la princesa Miagkaya.

 Una de dos, como hubiera dicho la terrible princesa, “O Alexei Karenin es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un idiota...”

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