Mario Szichman
Mark Twain
¿Es la escritura de malas novelas un arte o un oficio? Me
inclino por el oficio. Pues si se trata de un arte, debe ser producto de la
inspiración. Pero ¿qué sentido tiene inspirarse para escribir una mala novela? En
cambio, si es una manera de ganarse la vida, es posible que algunas
instituciones académicas enseñen a escribir malas novelas y cuenten con planes de estudio, profesores, y asignaciones
de tareas, aunque no se divulguen como academias. Pero que existen, existen. Pues
los resultados están a la vista.
Basta observar los estantes de cualquier librería, o las
hileras de novelas en cualquier biblioteca de mediano tamaño, para advertir la
proliferación de textos ominosos. Y en ese mundo paralelo poblado por recusados
émulos de un Cervantes o de un Proust estoy seguro que figura el Don Quijote de las ficciones
repudiables, y el retrato en negativo de A
la búsqueda del tiempo perdido. Es solamente cuestión de explorar.
Por
supuesto, nadie busca sugestionarse para escribir malas novelas o invierte
parte de sus ahorros para que lo adiestren en el ejercicio de lo deplorable. Es
probable que esos prosistas hayan empezado transitando por la buena senda y en
el camino entablaron amistad con malas compañías, hasta que concluyeron
redactando malas novelas. Pues nadie es el mal puro. Antes de sus campañas de
exterminio, Hitler fue un buen hijo. Amaba a su madre con una devoción que se
acercaba al incesto.
¿ES
POSIBLE SABER CUÁNDO UNA NOVELA ES MALA?
Y
eso nos conduce al núcleo del dilema. ¿Qué es específicamente una mala novela?
¿En qué se distingue una mala novela de una novela buena? ¿Existe una categoría
llamada “novela buena” y otra clasificada como “novela mala”? Diariamente, a
nivel mundial, se publican centenares de novelas. Y la gran mayoría, de acuerdo
a los expertos de la industria, suelen ser novelas malas.
Malísimas
novelas se convierten en formidables best-sellers,
en tanto maravillosas novelas pasan de inmediato a dormir el sueño de los
justos. Stendhal vendió exactamente 57 ejemplares de Rojo y Negro. Por supuesto, luego las ventas empezaron a subir,
pero varias décadas después de su
fallecimiento.
Eso
indicaría que un buen rasero para evaluar si una novela es mala consiste en aguardar
el paso del tiempo. Paul Collins dice en su libro Banvard´s Folly (Editorial Picador, Nueva York, 2001) que más del
noventa por ciento de la producción intelectual y artística de un ciclo histórico
termina en el tacho de basura. Poemas, novelas, cuadros, que eran considerados
en una época obras de genios, han desaparecido completamente del inventario de
la humanidad.
Si
no fuese por Collins, nadie hubiera rescatado del olvido a personas
injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como
sus aparentes logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del
siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry
Longfellow. No solo eso: Tupper fue uno de los duendes inspiradores de Walt
Whitman. El gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más
famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas
de Hierba.
Trate el lector de encontrar
un ejemplar Proverbial Philosophy de
Tupper, y le resultará difícil. Y sin embargo, a mediados del siglo XIX, Tupper
logró vender de Proverbial Philosophy
unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos. Por
esos mismos años, Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para
las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el cuerpo a su
alma.
Collins es otro ensayista que
cree en la piadosa labor del tiempo para librarnos de la mala literatura, de la mala pintura, de la mala escultura.
Pero entre tanto ¿cómo hacemos para extirpar la mala hierba?
LA LABOR DE LA PRINCESA MIAGKAYA
Es allí donde ingresa el buen crítico literario, que recuerda
a la princesa Miagkaya, la inmortal creación de Tolstoi. Si alguien desea
conocer el genio de un escritor no debe buscarlo en los grandes personajes sino
en aquellos seres que transitan apenas algunas páginas de un texto, y en ese
corto tramo se hacen inolvidables.
La princesa Miagkaya necesita apenas tres páginas de Ana Karenina para hacer imborrable su
figura. En una escena, la princesa Myagkaya dice que Ana Karenina es “una mujer
espléndida. No me gusta su esposo, pero ella me gusta mucho”.
Cuando alguien le pregunta por qué no le gusta Alexei
Karenin, el marido de Ana, considerado “uno de los escasos estadistas que
existen en Europa”, la princesa responde: “Sí, mi esposo me dice lo mismo. Pero
yo no lo creo. Si nuestros esposos no hablaran con nosotras, veríamos las cosas
tal como son. Yo creo que Alexei Karenin es simplemente un idiota. Cuando me
pedían que lo juzgara una persona inteligente me la pasaba todo el día buscando
su talento, y me creía una idiota por no descubrirlo. Pero en el mismo instante
en que pensé que Alexei era un idiota, todo se aclaró. Una de dos, o él es un
idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un
idiota…”
Tengo gran confianza en los críticos que además admiro como
autores. Ellos siempre conducen por la buena senda. Algunos de los ensayos de
Borges, como su Arte de injuriar, o El escritor argentino y la tradición,
además de tener una afable ironía, ayudan a extirpar la mala hierba.
Me causa mucha gracia este comentario que hizo Borges tras
leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el
primer techo que tuvo el gaucho”. Borges dijo que le provocaba curiosidad ese “curioso
techo con un agujero en el medio”.
Heinrich Heine
Heinrich Heine era otro formidable crítico. Y perdura fuera
de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de
buenas traducciones, pues su poesía es excepcional.
Sin embargo, ensayos como La
escuela romántica o Religión y
filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se
trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset
que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”. Y en sus ensayos
literarios no temió siquiera arremeter contra Goethe, (“Goethe es un gran
hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión).
Pero en ese caso específico, Heine tuvo también la generosidad de proclamar la
gloria del gran hombre de letras.
Quien más se
acercó a la definición de qué constituye una buena novela es Mark Twain, tras
mostrar lo que era para él una mala novela: The
Deerslayer, de James Fenimore Cooper.
En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary
Offenses, Mark Twain se preguntaba si The
Deerslayer era
una obra de arte, y respondía de inmediato con un rotundo no. La novela, explicaba
el autor de Huckleberry Finn, “Carece de inspiración. No tiene orden,
sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad.
Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras
demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El
humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh,
indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es
un crimen contra el lenguaje. Aunque, si todo eso se descarta, lo que resta es
arte. Eso hay que reconocerlo”.
LA TAREA DEL ALBAÑIL
Exigimos a un albañil aquello que nunca nos
atrevemos a pedirle a un escritor. Si un albañil, como los sabios de la
Academia de Lagado, empieza a construir una vivienda por el techo, si sus
paredes quedan torcidas, o los baños se inundan por un mal drenaje, o se
levantan los pisos, de inmediato le entablamos juicio por incumplimiento de
contrato.
Sin embargo, no sancionamos a ese escritor
cuyas tramas son absurdas, su sarcasmo pobre, su humor incómodo, sus dramas
cursis, sus escenas de amor despreciables, sus personajes marionetas, y sus
confusos diálogos enuncian tonterías afines a sus ideas.
Obviamente, el albañil es un profesional,
que necesita acatar normas y procedimientos. Y el mal narrador es un amateur que ha descubierto una gran
herramienta para salvarse de las críticas y hacer pasar gato por liebre: la
mezcla de géneros.
LA NOVELA BIFRONTE
Uno de los híbridos más exitosos, al menos a
nivel de la academia, es la cruza entre el ensayo y la novela, pues puede funcionar de manera
simultánea como drama y como parodia.
Alfred Hitchcock le decía a Francois Truffaut que en la época
del cine mudo era posible alterar totalmente el guión de un filme usando subtítulos.
Como el actor sólo pretendía hablar y el diálogo aparecía de inmediato en la
pantalla, se le podían poner en la boca cualquier cosa que al director se le
antojara. Así se salvaron de la hoguera muchas malas películas.
“Por ejemplo, si el drama había sido pobremente filmado y
resultaba totalmente ridículo”, le dijo Hitchcock a Truffaut, “se le insertaban
títulos cómicos y así la película se mudaba en sátira y lograba un gran
éxito”.
En
los últimos años he tenido ocasión de leer varias novelas bifrontes donde es
imposible separar la ficción de la crítica literaria. Y el enlace es
generalmente la sátira de textos. El ensayista se disfraza de narrador, y el
narrador se ciñe en la trama del ensayo.
En
una de esas novelas el narrador, que es además un narrador, nos informa que ha
escrito una novela de la cual no parece muy convencido de su calidad. Ya con el
solo hecho de que el escritor se arriesgue a incluir la narración en su
narración, y la desprecie, está amparado de la crítica. Con ese gesto, le
advierte al crítico que, gracias a su ironía –la del autor– se ha distanciado
del texto y puede juzgarlo con la misma eficacia que un crítico.
Al
trabajar el híbrido, el autor redime a su novela de lo que realmente es. La
novela en sí está pobremente escrita, y resulta
muy aburrida. Se trata de una especie de guía turística donde invita a viajar
por las mentes de los popes del postmodernismo.
Pero
al insertar la noción de parodia, el autor consigue que el híbrido funcione no
como un fracaso, sino como una parodia del fracaso. El elemento clave es el
injerto de la palabra parodia. Así el
autor se adelanta al juicio del crítico, que podría considerar la novela un
fracaso ausente de toda parodia.
Como esa mujer cuyas piernas delgadas revelan que no tendría
por qué haber engordado, excepto si se tiene en cuenta que era la única manera
de ampararse de su sexualidad, el mal novelista se recubre de las capas de
grasa de diferentes textos y de la noción de parodia a fin de bloquear la
penetración del crítico o del lector.
Por supuesto, apostar a la parodia cuando se trata de un mal
texto, enfrenta otros peligros. Pues, como decía el profesor Kendall en Savage Night de Jim Thompson, la parodia
“no puede existir fuera de la enrarecida atmósfera de la excelencia. La parodia
es excelente o no es nada”. En el caso particular de la novela a la que aludo,
la parodia es nada.
Pero, inclusive las malas parodias se salvan pues siguen
perteneciendo al reino de la parodia. Y otorgan al autor una puerta de escape
adicional: minimizar el aporte que requiere hacer de su texto. El resto existe
gracias a la veneración de sus discípulos (uno deja de ser maestro cuando se
rodea de discípulos) y a las caritativas almas de la academia, que nunca
califican nada de mediocre.
Afortunadamente, hay varias herramientas para desbrozar la
mala novela de la buena. Una, la más segura, es acudir a los clásicos y
comparar sus novelas con aquellas que leemos en la actualidad. Después de leer Crimen y castigo de Dostoievski; Ilusiones perdidas de Balzac; Bouvard y Pecuchet, de Flaubert; Rojo y Negro de Stendhal; La guerra y la paz, de Tolstoi; Huckleberry Finn, de Mark Twain, los
relatos de Kafka, El buen soldado Schweik,
de Jaroslav Hasek, El astillero, de
Onetti, cualquier relato de Flannery O´Connor, Luz de agosto, de Faulkner, y todo, absolutamente todo Jim
Thompson, nos podemos dar una idea de la buena literatura.
Hemingway se vanagloriaba de poseer un artefacto para
descubrir malas novelas: se trataba de “Un buen detector de m..., y a prueba de
golpes”.
Faulkner usaba un método indirecto para ayudar al lector a
encontrar buenas novelas. En una entrevista publicada en The Partisan Review explicaba
que “El propósito de cada artista es atajar el movimiento, que es la vida, por
medios artificiales y retenerlo en su inmovilidad, para que cien años después,
cuando un extraño lo observe, vuelva a actuar, puesto que es vida. Ya que el
hombre es mortal, la única inmortalidad que resulta posible para él es dejar
detrás algo que es inmortal pues siempre se mueve”.
Basta leer cualquier novela buena antes mencionada para
verificar la aserción de Faulkner. En todas ellas, los personajes reviven y se
mueven, son agobiados por pasiones que los zarandean como muñecos. A veces
fracasan, en otras ocasiones triunfan tras sobrellevar increíbles peripecias.
Suelen comenzar generalmente como perdedores, y terminan triunfando, o al
menos, derrotando sus propias debilidades y carencias.
Tras cerrar las páginas de cualquiera de esas novelas, algo
ha cambiado en nosotros, algo que nos purifica de muchas dolencias, reales o
imaginarias. (Balzac, en su lecho de muerte, no pedía la visita de su médico de
cabecera, sino del médico que aparecía en una de sus novelas) y nos brinda
optimismo y esperanzas, como toda gran tragedia.
La última instancia a la que puede acudir el lector ante un
texto que le disgusta y que sin embargo la mayoría aprueba de manera
incondicional, es el coraje de sus convicciones, y la defensa de su desencanto.
También puede apelar al saludable escepticismo de la princesa
Miagkaya.
Una de dos, como
hubiera dicho la terrible princesa, “O Alexei Karenin es un idiota, o la idiota
soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un idiota...”
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