domingo, 28 de junio de 2015

No hay orígenes, sólo precursores


Mario Szichman



En Pierre Menard, autor del Quijote, Jorge Luis Borges alude a la obra “subterránea… interminablemente heroica…impar” de un ficticio intelectual francés que intentó recrear el Quijote palabra por palabra.  Es uno de los textos de Borges más placenteros e irónicos, y el simple análisis de sus propuestas es para abastecer muchos libros de ensayos. Es, también, un relato cuyo inicio abunda en tropiezos.
Sé que más de un admirador de Borges sufrirá al menos dos hemorragias al leer estas objeciones, y no faltará quien intente retarme a duelo, pero no estamos en el territorio del santoral, sino de la crítica literaria, y también la imperfección forma parte del arsenal del escritor.  
El Pierre Menard consta de dos relatos yuxtapuestos. Entre la primera frase: “La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil breve enumeración” hasta el corolario donde se describe esa obra “en su orden cronológico”, circula un envarado relato. A partir de ese momento brilla el genio de Borges al informarnos de la tarea titánica e inconclusa de Menard: “No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes”.
La hazaña intelectual de Menard, sugiere Borges, es muy superior a la de Cervantes. Después de todo, el narrador español “no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención”. En cambio Pierre Menard había “contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”. Escribir el Quijote a principios del siglo diecisiete, dice Borges, “era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote”. Implícitamente, el devenir del tiempo ha ido transformando esa novela en un artefacto. Previamente, fue “un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo”.
Un ejemplo: Cervantes escribe en el noveno capítulo de la primera parte del Quijote:
“... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.
   Escrita en el siglo diecisiete… “por el ´ingenio lego´ Cervantes, esa enumeración”, dice Borges, “es un mero elogio retórico de la historia”.
Menard, en cambio, escribe:
“... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”.
El contexto, indica Borges, cambia complemente el significado:
“La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas”.
Con su Pierre Menard, Borges invirtió las reglas de la creación literaria. Uno supone que Don Quijote es la culminación y parodia de un género narrativo, las novelas de caballería. En realidad, toda faena de creación es siempre una obra inaugural, constituye una trama creada por la cultura de una época. No solo nos dice cosas: también le hacemos decir cosas. Menard, contemporáneo de William James, moderniza en ocasiones las preocupaciones filosóficas de Cervantes, en otras demuestra su caducidad. El lenguaje, en su decrepitud, adquiere nuevas connotaciones, o se traslada al territorio de los especialistas. Basta revisar un diccionario de términos históricos para verificar cómo una simple palabra adquiere tonalidades, y muchas veces se carga de emoción, o propone eufemismos arduos de discernir.  
Toda obra es A work in progress, parte de una cadena inagotable de significaciones. Géneros completos consisten en reparar edificios mal diseñados, como esos urdidos por los genios de la Academia de Lagado, construidos a partir del techo.
Un modelo que ha prosperado gracias a su mal ensamblaje es la novela de terror creada en Inglaterra entre 1760 y 1840, que cuenta con una nutrida descendencia en el mundo anglosajón. En The Literature of Terror, un ejemplar ensayo de David Punter, se muestra cómo los principales novelistas de habla inglesa, de ambos lados del Atlántico, desde Robert Louis Stevenson, Oscar Wilde, H.G. Wells, Bram Stoker, hasta Henry James, Isak Dinesen, William Faulkner, James Purdy, William  Burroughs, y Thomas Pynchon, han usufructuado esa amorfa especie a fin de crear algunas de sus obras más perdurables.
Punter cita al ensayista Robert Kiely, quien dice que en la narrativa gótica, “la confrontación y el colapso no son simples temas de ficción sino problemas estructurales y estilísticos”. De acuerdo a Kiely, esa narrativa “prospera como una planta parásita en estructuras cuya única fuente de subsistencia es la ruina”. Se trata de un armazón “intrínsecamente malogrado”, con una visión del mundo “imposible de asimilar en esa forma”. Una de las razones, dice Punter, es que la novela gótica tiene sus orígenes en la poesía y en el teatro, y el trasvasamiento de su pragmática a otro medio siempre deja algo que desear. Especialmente si se toma en cuenta que entre los temas que se incluyen figuran el incesto, la violación y la necrofilia.
El tabú descentra el relato, obliga, en la mayoría de los casos, a prescindir de un narrador omnisciente y racional. El protagonista forma parte del desorden de este mundo, es un pecador que en su afán de encubrir sus transgresiones, o redimirse de ellas, va forjando alegorías que interfieren con otras. El temor a revelar la infracción obliga a cubrir el texto con sucesivas capas de relatos animados por distintos y discrepantes voceros.  
Tal vez la obra maestra de esa aproximación indirecta al pecado y la culpa imposibles de extinguir es Absalom, Absalom! de Faulkner. La novela empieza como un relato de una anciana dama que intenta transmitir una historia de codicia y atropellos a un joven recién instalado en el mundo. Pero, a medida que progresa la narración, se expanden los relatores, y cada uno brinda su parcial e inverosímil examen del crimen primordial.  Chris Baldick alude a esos sedimentos acumulados indicando que se trata de una “topografía imaginativa” donde coexiste “una superficie convencional” y “un acto de violencia oculto en las profundidades”. De esa manera, el texto “imparte al mítico crimen una resonancia especial, al mismo tiempo que corroe o perturba las certidumbres morales”.
No todos los géneros se nutren de sus propios desechos, o prosperan en el generoso territorio de lo dicho a medias. Algunos utilizan experiencias previas para despojarlas de incidentes y darles una trascendencia ausente en el original. Es lo que ocurre con El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, inspirado en un episodio real, el caso Picaud, o con Papillon, de Henri Charriere, cuya base es el relato Guillotina seca, de René Belbenoit. En ambos casos, la realidad se agota en la anécdota.
El caso que inspiró a Dumas fue el de Francois Picaud, un zapatero que en 1807, en París, propuso matrimonio a una dama, Marguerite de Figoreux. Cuatro amigos de Picaud, envidiosos de su suerte, decidieron jugarle una mala pasada, y lo denunciaron ante la policía, acusándolo de ser un agente inglés. (Era la época en que los británicos, y Napoleón Bonaparte, decidían el destino del mundo). Picaud fue arrestado y pasó siete años en confinamiento solitario en el castillo de Fénestrelle. Tras la caída de Napoleón fue liberado, e inició su horrenda venganza contra los cuatro amigos que arruinaron su vida. Su ajuste de cuentas fue más devastador que el de Edmundo Dantés.
En cuanto a Charriere, si bien es posible que parte de sus peripecias se hayan inspirado en el libro de Belbenoit, logró convertir sus aventuras y escapes en prisiones de la Guayana francesa en una épica de la sobrevivencia humana y de la compasión. (Basta recordar el episodio con los leprosos).

Tanto Dumas como Charriere, compartieron parte de los avatares de Pierre Menard, resolvieron, como dijo Borges, “adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre”, acometieron “una empresa complejísima y de antemano fútil” y dedicaron “sus escrúpulos y vigilias” a repetir “un libro preexistente”.

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