Mario Szichman
El escritor argentino David Viñas solía hablar de “manchas temáticas”.
Nunca entendí bien el concepto, pero la sugerencia ayudaba a la imaginación de
un narrador. Una de las posibilidades es que en toda narración hay núcleos derivados
de previas escrituras. Retornamos a experiencias anteriores que quedaron
inconclusas, y hacemos otro intento a fin de perfeccionarlas. En la mayoría de
los casos se trata de un error. Cada obra debe poseer lozanía. Y si transitamos
un territorio previamente recorrido, corremos el riesgo no solo de repetirnos,
sino de rescatar eso que Emerson consideraba
“los restos marchitos de cosechas extrañas”[i].
Hay, supongo, otra clase de manchas temáticas, vinculadas a la manera en
que la rutina marca a un escritor. El escritor judío austríaco Stefan Zweig,
quien nació en 1881 en Austria, y se suicidó junto con su esposa en 1942 en Petrópolis, Brasil, convencido de que el
nazismo conquistaría el mundo, señalaba
que el mundo de sus padres era un mundo inmóvil. Uno nacía y moría generalmente
en el mismo lugar. Las gigantescas migraciones eran resultado de guerras
mundiales, o de cataclismos políticos, y entre la derrota de Napoleón Bonaparte
en Waterloo, en 1815, y fines del siglo diecinueve, había reinado una relativa
paz.
Mi familia, la paterna y la materna, emigró a la Argentina a comienzos de
la década del treinta del siglo pasado. Aunque la guerra en Europa había
concluido en 1918, hubo durante algunos años la esperanza de que las cosas
podrían mejorar. La Gran Depresión de 1929 acabó con toda ilusión. Y tanto el
fascismo en Italia como el nazismo en Alemania, mostraron la emergencia de un
nuevo orden en el cual los judíos no tenían cabida.
Esa numerosa familia –cuando mis abuelos estaban vivos, entre cincuenta y
sesenta personas asistían a sus fiestas– era un increíble material para un
novelista. Cada personaje tenía una historia que contar, y una personalidad que
exhibir. Existía un solo peligro: los tíos, y tías, y primos y primas se
sentían orgullosos del joven escritor en la familia, deseaban leer sus novelas,
y algunos de ellos se mostraban horrorizados cuando se veían retratados con
cierto sarcasmo. (Cuando me mudé a Venezuela aprendí la lección, y en la Trilogía
de la Patria Boba describí a personas que habían muerto hacía un siglo y medio.
Sus descendientes no mostraban gran preocupación por la manera en que describía
a sus antepasados). Pero la historia, por alguna razón, siempre termina
tendiendo celadas.
La comunidad judía de la Argentina es la segunda más grande de América
después de la estadounidense. Ha tenido que padecer sus buenos brotes de
antisemitismo, especialmente durante las dictaduras militares. Aún hoy se
siente acosada.
Basta ver lo que ocurrió en enero pasado con el fiscal Alberto Nisman, un
profesional de origen judío. Tras acusar a la presidenta Cristina Fernández de
intentar encubrir un acuerdo secreto con Irán para proteger a presuntos
implicados en el atentado de 1994 contra un centro comunitario judío en Buenos
Aires, en el que fueron asesinadas 85 personas, el fiscal apareció muerto. Al
principio, la presidenta sugirió en su cuenta en Facebook que Nisman se había suicidado. El problema es que un día
antes de su aparente suicidio, el fiscal había dicho a un periodista que “podía
terminar muerto” a raíz de sus denuncias. Como suele suceder en la Argentina,
donde todos saben que Nisman se suicidó, aunque todavía nadie sabe quién lo
hizo, el caso nunca será resuelto. Proliferarán las teorías más absurdas, serán
acorraladas toda clase de pistas, y ocurrirá lo sucedido con el centro
comunitario judío. Veintiún años después del atentado, todo sigue en agua de
borrajas.
Hay países, o ciudades, o pueblos, que convocan más fantasmas literarios
que otros. Durante muchos años, escuché a muchos escritores argentinos decir
“Aquí no pasa nada”. Luego, en la Argentina empezó a pasar de todo, y quedó
privilegiada como territorio de ficción. Especialmente Buenos Aires, que el
ensayista Ezequiel Martínez Estrada rebautizó como “La cabeza de Goliat”. La
Capital Federal sería la enorme cabeza, montada sobre un raquítico cuerpo. A
diferencia de otros países de América Latina, que cuentan con desiguales polos
de desarrollo (pienso en Colombia, que además de Bogotá tiene a Medellín, a
Cali y a Barranquilla, o en Venezuela, que cuenta no solo con Caracas sino con
Maracaibo, Barquisimeto, San Cristóbal, Mérida, y la Gran Sabana, o en México,
que pese a su monstruoso Distrito Federal, tiene muchas áreas de gran
desarrollo) no hay ciudad en la Argentina que pueda competir con Buenos Aires.
Claro, están las provincias de Santa Fe –Rosario es una ciudad respetable– o de
Córdoba, o de Mendoza, pero ninguna de sus ciudades es comparable a Buenos
Aires. Y cuando el presidente Juan Domingo Perón, tras concluir la segunda
guerra mundial, decidió acoger en la Argentina a “esos pobres muchachos” integrantes de las tropas de asalto nazis,
criminales de guerra de variada estirpe, no solo alemanes sino croatas,
ucranianos, belgas, fascistas italianos y falangistas españoles, todos ellos
terminaron en Buenos Aires. Al parecer, el resto era monte.
El periodista Neal Bascomb, en un libro extraordinario: Hunting Eichmann, narró las peripecias
del criminal de guerra Adolf Eichmann en la Argentina, luego que consiguió la
ayuda del obispo católico Alois Hudal, rector de la iglesia Santa Maria dell´
Anima, en Roma. Bascomb dijo que en 1948 Hudal, un nazi fervoroso, “Quien
exhibía orgulloso su insignia dorada del partido Nazi”, le escribió a
Perón solicitándole visas para 5.000
alemanes y austríacos que “habían combatido al comunismo con valentía”. Uno de
esos guerreros fue Adolf Eichmann, quien administró los campos de exterminio
nazis.
Eichmann recibió en Génova un pasaporte de la Cruz Roja. La humanitaria
organización extendía esos documentos a refugiados
de guerra que no habían podido obtener documentos de viaje de otra fuente, especialmente
si tenían nombres y apellidos de funcionarios nazis. Eichman, transformado en
Ricardo Klement, pudo viajar a Buenos Aires desde Génova a bordo del paquebote Giovanna C.
Eichmann no fue el único nazi que realizó ese viaje. Entre sus compañeros
de travesía figuraba Wilhelm Mohnke, un general de las SS que había estado con
Hitler en su bunker días antes del suicidio del Führer.
Durante el primer día de navegación, Eichmann se ocultó en su austero
camarote, uno de los pobres y sórdidos
lugares donde pasaría la siguiente década de su vida. A la mañana siguiente el
comisario del barco organizó un encuentro para que los viajeros pudieran
alternar entre ellos y reanudar, en algunos casos, viejas amistades. Parecía el
sueño de un nazi hecho realidad. En la reunión aparecieron croatas de la
Ustasi, rumanos de la Guardia de Hierro y belgas de Leon Degrelle, así como
fascistas italianos y falangistas españoles. Cada uno se reunió con sus compatriotas
en reducidos círculos; el sentimiento preponderante era la sospecha. La
Argentina era un crisol de razas en el cual los foráneos detestaban mezclarse
con otros foráneos.
Según la leyenda, Eichmann observó al general Mohnke quien rodeado de
cuatro personas parecía describir el suicidio del Führer. Al menos en una
ocasión, se puso el dedo índice en la sien e hizo el gesto de apretar el
gatillo. Eichmann también intuyó que mencionaba a Blondi, la perra del Führer,
pues extendió la mano derecha a la altura de su muslo, como para mostrar su
alzada. Hitler había ordenado que mataran a la perra antes de suicidarse.
Eichmann no se instaló al principio en Buenos Aires. La empresa Capri, de capitales alemanes, lo
contrató para que trabajara en Tucumán, una provincia situada a unos mil
kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Le encargaron supervisar a un grupo de
trabajadores criollos. Se aplicó a las tareas con entusiasmo, sobre todo cuando
vio que había una línea férrea cercana. Siempre se consideró un genio para
transportar gente por toda la Europa del Tercer Reich, pero pronto descubrió
que los trenes de carga en Tucumán solo acarreaban cañerías y maquinaria pesada,
en tanto los trenes de pasajeros transportaban personas que pagaban el boleto de
su propio bolsillo para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Al igual que muchos empleados de origen germano, Eichmann no sabía armar su
hoja de vida. ¿Cómo explicar a un patrón los años en blanco? Finalmente todos
los fugitivos se conformaban con empleos ubicados en la escala más baja de los
salarios.
Las peripecias de Eichman en Tucumán, realmente un extraño en tierra
extraña, son apasionantes, pero su retorno a Buenos Aires es épico. Imagine el
lector que está recorriendo el Buenos Aires de la década del cincuenta, y en
algún café del centro de la ciudad observa a Adolf Eichmann conversando con
Joseph Mengele, el médico nazi que hacía experimentos con gemelos univitelinos,
y sometía a sus sujetos a toda clase de horrendos exámenes con el propósito de
corroborar sus teorías raciales.
Joseph Mengele
Eichmann habló en varias ocasiones con Mengele, y sus diálogos deben haber
sido muy esclarecedores. Luego, ambos salían a caminar por la bella ciudad, se
internaban en la Plaza Francia, cada uno llevando una bolsita de papel encerado
en cuyo interior había “pochoclo”, palomitas de maíz. Ellos comían las
palomitas de maíz, y los granos duros eran arrojados a los pájaros. Una visión
absolutamente idílica. Finalmente, Eichmann fue capturado por un comando judío
gracias, por cierto, a otro judío, Lothar Hermann, que había quedado ciego tras
recibir una feroz paliza de varios soldados alemanes y ser recluido en el campo
de concentración de Dachau, acusado de intentar canjear marcos por francos al
cruzar la frontera francesa. La manera en que Hermann detectó a Eichmann fue
muy curiosa. Nick, el hijo de Eichmann, conoció a Sylvia, la hija de Hermann,
en un baile, y frecuentó su casa, situada en los suburbios de Buenos Aires.
Ignoraba que el padre de la joven era judío. En una ocasión, Nick dijo que su
padre había sido un alto oficial de la Wehrmacht, las fuerzas armadas de
Alemania, y en otra, que “habría sido mejor si los alemanes hubieran concluido
su tarea de exterminar” a los judíos.
Explorar la sórdida vida de Eichmann y de su familia en la Argentina
contribuye a privar sus vidas de todo glamour.
Analizar las banales circunstancias en que se descubrió su paradero, ayuda a
destruir muchas fábulas acerca de las actividades de los servicios de
inteligencia. (Lothar Hermann, el verdadero héroe de esta historia, pasó las de
Caín, pues miembros de la comunidad judeo-argentina creían que era un agente
provocador. Inclusive alguien llegó a insinuar que en realidad era Joseph
Mengele. Solo fue reivindicado por las autoridades israelíes después de
muerto).
En mi caso, sin embargo, me sirvió para clausurar un ciclo. Comencé
describiendo la vida de una familia judía, los Pechof, en mi Trilogía del Mar Dulce. Tres décadas más
tarde, a través de una narración, observé a mi familia desde el otro lado del
espejo. En esa ocasión, seguí la mirada de algunos nazis que coexistieron
pacíficamente en el Buenos Aires de la Argentina Justicialista, sin tropezar
con sus enemigos. Vivían en su propio mundo, librando sus pequeñas disputas.
Había editoriales nazis, periodistas nazis, diarios nazis.
Eichmann consiguió que un periodista, también nazi, le hiciera extensas
entrevistas, que fueron publicadas tras su ejecución en la revista Life de Estados Unidos. En ocasiones,
Eichmann admitió con franqueza que había participado en el exterminio de los
judíos. Ofreció razones filosóficas y de índole política para justificar el
genocidio. También explicó la justicia de su causa, y cómo había sido
distorsionada por los enemigos de Alemania. (George Bernard Shaw dijo que había
decidido ponerse a escribir obras de teatro no para explicar las razones de los
hombres justos, sino para mostrar las disculpas de los villanos).
Creo que ahora entiendo un poco mejor la mención de David Viñas de las manchas
temáticas. Toda persona que intente crear obras a partir de la nada, esto es,
cualquier ser humano con inquietudes artísticas, inicia sus labores arrojando
sus miradas en todas direcciones. Poco a poco va formando un corpus. Y luego
llega el inevitable momento del ajuste de cuentas. La mancha temática permite
apreciar un problema desde diferentes ángulos, pero nunca cierra un ciclo. Por
suerte, para todos nosotros, la vida es siempre una tarea inconclusa. Lo otro
es el preludio a la muerte.
[i] La
espléndida cita de Emerson es la siguiente: “Quizás ha llegado el tiempo … en
que el intelecto holgazán de este continente abrirá sus párpados de hierro y
satisfará la esperanza aplazada del mundo con algo mejor que los esfuerzos de
la capacidad mecánica. Nuestra época de dependencia, nuestro largo aprendizaje
del saber de otros países, está a punto de terminar. Los millones de personas
que a nuestro alrededor entran precipitadamente en la vida, no pueden alimentarse siempre de los restos
marchitos de cosechas extrañas”.
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