miércoles, 3 de junio de 2015

Extraños en tierra extraña: nazis y judíos en Buenos Aires

Mario Szichman



El escritor argentino David Viñas solía hablar de “manchas temáticas”. Nunca entendí bien el concepto, pero la sugerencia ayudaba a la imaginación de un narrador. Una de las posibilidades es que en toda narración hay núcleos derivados de previas escrituras. Retornamos a experiencias anteriores que quedaron inconclusas, y hacemos otro intento a fin de perfeccionarlas. En la mayoría de los casos se trata de un error. Cada obra debe poseer lozanía. Y si transitamos un territorio previamente recorrido, corremos el riesgo no solo de repetirnos, sino de rescatar eso que Emerson consideraba  “los restos marchitos de cosechas extrañas”[i].  
Hay, supongo, otra clase de manchas temáticas, vinculadas a la manera en que la rutina marca a un escritor. El escritor judío austríaco Stefan Zweig, quien nació en 1881 en Austria, y se suicidó junto con su esposa en 1942 en  Petrópolis, Brasil, convencido de que el nazismo  conquistaría el mundo, señalaba que el mundo de sus padres era un mundo inmóvil. Uno nacía y moría generalmente en el mismo lugar. Las gigantescas migraciones eran resultado de guerras mundiales, o de cataclismos políticos, y entre la derrota de Napoleón Bonaparte en Waterloo, en 1815, y fines del siglo diecinueve, había reinado una relativa paz.  

Mi familia, la paterna y la materna, emigró a la Argentina a comienzos de la década del treinta del siglo pasado. Aunque la guerra en Europa había concluido en 1918, hubo durante algunos años la esperanza de que las cosas podrían mejorar. La Gran Depresión de 1929 acabó con toda ilusión. Y tanto el fascismo en Italia como el nazismo en Alemania, mostraron la emergencia de un nuevo orden en el cual los judíos no tenían cabida.  
Esa numerosa familia –cuando mis abuelos estaban vivos, entre cincuenta y sesenta personas asistían a sus fiestas– era un increíble material para un novelista. Cada personaje tenía una historia que contar, y una personalidad que exhibir. Existía un solo peligro: los tíos, y tías, y primos y primas se sentían orgullosos del joven escritor en la familia, deseaban leer sus novelas, y algunos de ellos se mostraban horrorizados cuando se veían retratados con cierto sarcasmo. (Cuando me mudé a Venezuela aprendí la lección, y en la Trilogía de la Patria Boba describí a personas que habían muerto hacía un siglo y medio. Sus descendientes no mostraban gran preocupación por la manera en que describía a sus antepasados). Pero la historia, por alguna razón, siempre termina tendiendo celadas.

La comunidad judía de la Argentina es la segunda más grande de América después de la estadounidense. Ha tenido que padecer sus buenos brotes de antisemitismo, especialmente durante las dictaduras militares. Aún hoy se siente acosada.  
Basta ver lo que ocurrió en enero pasado con el fiscal Alberto Nisman, un profesional de origen judío. Tras acusar a la presidenta Cristina Fernández de intentar encubrir un acuerdo secreto con Irán para proteger a presuntos implicados en el atentado de 1994 contra un centro comunitario judío en Buenos Aires, en el que fueron asesinadas 85 personas, el fiscal apareció muerto. Al principio, la presidenta sugirió en su cuenta en Facebook que Nisman se había suicidado. El problema es que un día antes de su aparente suicidio, el fiscal había dicho a un periodista que “podía terminar muerto” a raíz de sus denuncias. Como suele suceder en la Argentina, donde todos saben que Nisman se suicidó, aunque todavía nadie sabe quién lo hizo, el caso nunca será resuelto. Proliferarán las teorías más absurdas, serán acorraladas toda clase de pistas, y ocurrirá lo sucedido con el centro comunitario judío. Veintiún años después del atentado, todo sigue en agua de borrajas.  
Hay países, o ciudades, o pueblos, que convocan más fantasmas literarios que otros. Durante muchos años, escuché a muchos escritores argentinos decir “Aquí no pasa nada”. Luego, en la Argentina empezó a pasar de todo, y quedó privilegiada como territorio de ficción. Especialmente Buenos Aires, que el ensayista Ezequiel Martínez Estrada rebautizó como “La cabeza de Goliat”. La Capital Federal sería la enorme cabeza, montada sobre un raquítico cuerpo. A diferencia de otros países de América Latina, que cuentan con desiguales polos de desarrollo (pienso en Colombia, que además de Bogotá tiene a Medellín, a Cali y a Barranquilla, o en Venezuela, que cuenta no solo con Caracas sino con Maracaibo, Barquisimeto, San Cristóbal, Mérida, y la Gran Sabana, o en México, que pese a su monstruoso Distrito Federal, tiene muchas áreas de gran desarrollo) no hay ciudad en la Argentina que pueda competir con Buenos Aires. Claro, están las provincias de Santa Fe –Rosario es una ciudad respetable– o de Córdoba, o de Mendoza, pero ninguna de sus ciudades es comparable a Buenos Aires. Y cuando el presidente Juan Domingo Perón, tras concluir la segunda guerra mundial, decidió acoger en la Argentina a “esos pobres muchachos”  integrantes de las tropas de asalto nazis, criminales de guerra de variada estirpe, no solo alemanes sino croatas, ucranianos, belgas, fascistas italianos y falangistas españoles, todos ellos terminaron en Buenos Aires. Al parecer, el resto era monte.
El periodista Neal Bascomb, en un libro extraordinario: Hunting Eichmann, narró las peripecias del criminal de guerra Adolf Eichmann en la Argentina, luego que consiguió la ayuda del obispo católico Alois Hudal, rector de la iglesia Santa Maria dell´ Anima, en Roma. Bascomb dijo que en 1948 Hudal, un nazi fervoroso, “Quien exhibía orgulloso su insignia dorada del partido Nazi”, le escribió a Perón  solicitándole visas para 5.000 alemanes y austríacos que “habían combatido al comunismo con valentía”. Uno de esos guerreros fue Adolf Eichmann, quien administró los campos de exterminio nazis.

Eichmann recibió en Génova un pasaporte de la Cruz Roja. La humanitaria organización extendía esos documentos  a refugiados de guerra que no habían podido obtener documentos de viaje de otra fuente, especialmente si tenían nombres y apellidos de funcionarios nazis. Eichman, transformado en Ricardo Klement, pudo viajar a Buenos Aires desde Génova a bordo del paquebote Giovanna C.
Eichmann no fue el único nazi que realizó ese viaje. Entre sus compañeros de travesía figuraba Wilhelm Mohnke, un general de las SS que había estado con Hitler en su bunker días antes del suicidio del Führer.   
Durante el primer día de navegación, Eichmann se ocultó en su austero camarote,  uno de los pobres y sórdidos lugares donde pasaría la siguiente década de su vida. A la mañana siguiente el comisario del barco organizó un encuentro para que los viajeros pudieran alternar entre ellos y reanudar, en algunos casos, viejas amistades. Parecía el sueño de un nazi hecho realidad. En la reunión aparecieron croatas de la Ustasi, rumanos de la Guardia de Hierro y belgas de Leon Degrelle, así como fascistas italianos y falangistas españoles. Cada uno se reunió con sus compatriotas en reducidos círculos; el sentimiento preponderante era la sospecha. La Argentina era un crisol de razas en el cual los foráneos detestaban mezclarse con otros foráneos.
Según la leyenda, Eichmann observó al general Mohnke quien rodeado de cuatro personas parecía describir el suicidio del Führer. Al menos en una ocasión, se puso el dedo índice en la sien e hizo el gesto de apretar el gatillo. Eichmann también intuyó que mencionaba a Blondi, la perra del Führer, pues extendió la mano derecha a la altura de su muslo, como para mostrar su alzada. Hitler había ordenado que mataran a la perra antes de suicidarse.
Eichmann no se instaló al principio en Buenos Aires. La empresa Capri, de capitales alemanes, lo contrató para que trabajara en Tucumán, una provincia situada a unos mil kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Le encargaron supervisar a un grupo de trabajadores criollos. Se aplicó a las tareas con entusiasmo, sobre todo cuando vio que había una línea férrea cercana. Siempre se consideró un genio para transportar gente por toda la Europa del Tercer Reich, pero pronto descubrió que los trenes de carga en Tucumán solo acarreaban cañerías y maquinaria pesada, en tanto los trenes de pasajeros transportaban personas que pagaban el boleto de su propio bolsillo para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa.
Al igual que muchos empleados de origen germano, Eichmann no sabía armar su hoja de vida. ¿Cómo explicar a un patrón los años en blanco? Finalmente todos los fugitivos se conformaban con empleos ubicados en la escala más baja de los salarios.
Las peripecias de Eichman en Tucumán, realmente un extraño en tierra extraña, son apasionantes, pero su retorno a Buenos Aires es épico. Imagine el lector que está recorriendo el Buenos Aires de la década del cincuenta, y en algún café del centro de la ciudad observa a Adolf Eichmann conversando con Joseph Mengele, el médico nazi que hacía experimentos con gemelos univitelinos, y sometía a sus sujetos a toda clase de horrendos exámenes con el propósito de corroborar sus teorías raciales.  

Joseph Mengele
Eichmann habló en varias ocasiones con Mengele, y sus diálogos deben haber sido muy esclarecedores. Luego, ambos salían a caminar por la bella ciudad, se internaban en la Plaza Francia, cada uno llevando una bolsita de papel encerado en cuyo interior había “pochoclo”, palomitas de maíz. Ellos comían las palomitas de maíz, y los granos duros eran arrojados a los pájaros. Una visión absolutamente idílica. Finalmente, Eichmann fue capturado por un comando judío gracias, por cierto, a otro judío, Lothar Hermann, que había quedado ciego tras recibir una feroz paliza de varios soldados alemanes y ser recluido en el campo de concentración de Dachau, acusado de intentar canjear marcos por francos al cruzar la frontera francesa. La manera en que Hermann detectó a Eichmann fue muy curiosa. Nick, el hijo de Eichmann, conoció a Sylvia, la hija de Hermann, en un baile, y frecuentó su casa, situada en los suburbios de Buenos Aires. Ignoraba que el padre de la joven era judío. En una ocasión, Nick dijo que su padre había sido un alto oficial de la Wehrmacht, las fuerzas armadas de Alemania, y en otra, que “habría sido mejor si los alemanes hubieran concluido su tarea de exterminar” a los judíos.  
Explorar la sórdida vida de Eichmann y de su familia en la Argentina contribuye a privar sus vidas de todo glamour. Analizar las banales circunstancias en que se descubrió su paradero, ayuda a destruir muchas fábulas acerca de las actividades de los servicios de inteligencia. (Lothar Hermann, el verdadero héroe de esta historia, pasó las de Caín, pues miembros de la comunidad judeo-argentina creían que era un agente provocador. Inclusive alguien llegó a insinuar que en realidad era Joseph Mengele. Solo fue reivindicado por las autoridades israelíes después de muerto).  
En mi caso, sin embargo, me sirvió para clausurar un ciclo. Comencé describiendo la vida de una familia judía, los Pechof, en mi Trilogía del Mar Dulce. Tres décadas más tarde, a través de una narración, observé a mi familia desde el otro lado del espejo. En esa ocasión, seguí la mirada de algunos nazis que coexistieron pacíficamente en el Buenos Aires de la Argentina Justicialista, sin tropezar con sus enemigos. Vivían en su propio mundo, librando sus pequeñas disputas. Había editoriales nazis, periodistas nazis, diarios nazis.  
Eichmann consiguió que un periodista, también nazi, le hiciera extensas entrevistas, que fueron publicadas tras su ejecución en la revista Life de Estados Unidos. En ocasiones, Eichmann admitió con franqueza que había participado en el exterminio de los judíos. Ofreció razones filosóficas y de índole política para justificar el genocidio. También explicó la justicia de su causa, y cómo había sido distorsionada por los enemigos de Alemania. (George Bernard Shaw dijo que había decidido ponerse a escribir obras de teatro no para explicar las razones de los hombres justos, sino para mostrar las disculpas de los villanos).
Creo que ahora entiendo un poco mejor la mención de David Viñas de las manchas temáticas. Toda persona que intente crear obras a partir de la nada, esto es, cualquier ser humano con inquietudes artísticas, inicia sus labores arrojando sus miradas en todas direcciones. Poco a poco va formando un corpus. Y luego llega el inevitable momento del ajuste de cuentas. La mancha temática permite apreciar un problema desde diferentes ángulos, pero nunca cierra un ciclo. Por suerte, para todos nosotros, la vida es siempre una tarea inconclusa. Lo otro es el preludio a la muerte.




[i] La espléndida cita de Emerson es la siguiente: “Quizás ha llegado el tiempo … en que el intelecto holgazán de este continente abrirá sus párpados de hierro y satisfará la esperanza aplazada del mundo con algo mejor que los esfuerzos de la capacidad mecánica. Nuestra época de dependencia, nuestro largo aprendizaje del saber de otros países, está a punto de terminar. Los millones de personas que a nuestro alrededor entran precipitadamente en la vida, no pueden alimentarse siempre de los restos marchitos de cosechas extrañas”.

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