Mario Szichman
La revista literaria
Martín Fierro prosperó en la Argentina de la segunda década del siglo veinte.
Se caracterizó por su vanguardismo, su enfrentamiento a la solemne cultura
española de su época (se trata de un simple eufemismo: ¿Cuándo no ha sido
solemne la cultura española?) y por su
cáustico sentido del humor. Entre sus colaboradores figuraron Jorge Luis
Borges, Oliverio Girondo, Pablo Rojas Paz, Leopoldo Marechal y Conrado
Nalé Roxlo, amén de otras figuras famosas. Una destacada sección de la revista:
“Cementerio”, estaba dedicada a la exhibición de epitafios satíricos contra
amigos y enemigos (vivos). El más famoso de ellos fue dirigido contra el escritor
Jorge Max Rhode. Decía así: “Aquí yace Jorge Max Rhode, dejadlo yacer en paz,
así no nos xode, max”.
Burlarse de una persona
viva dándola por muerta es todavía una muestra de humor. Pero tomarla a la
chacota cuando ya ha cruzado este valle de lágrimas, es casi imposible. Y digo
“casi” porque a veces la pulla es consentida, en caso de que sea autorizada por
el difunto.
Desde comienzos de la
década del ochenta, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, el autor de
obituarios ha cambiado su perfil, no teme al desparpajo, y en muchos casos se
ha transformado en una celebridad, pues los obituarios se leen con más
asiduidad que las palabras cruzadas. Todo aquello relacionado con muertos
famosos despierta fuerte interés en los seres humanos. En su excelente novela Good as Gold, casi tan buena como Catch–22, Joseph Heller describe a un personaje cuyo máximo placer
es ver películas viejas, satisfecho de saber que sigue vivo, y que todos los
actores y actrices que atraviesan la pantalla en blanco y negro, siguen
muertos. Uno observa a Greta Garbo, a Barbara Stanwyck, a Joan Fontaine, a Cary
Grant, a Marlon Brando, en el esplendor de sus carreras, mostrando su
excepcional belleza y talento, y descubre, con pena, pero también con
admiración, que desde hace más de un siglo, los muertos famosos son inmortales,
y tan fantasmagóricos como sus imágenes perpetuadas en el celuloide, o en el
DVD.
En materia de
obituarios, hay dos escuelas en el mundo anglosajón: la británica y la
estadounidense. La primera es decididamente aristocrática y maliciosa, y suele
usar frases hechas que anuncian las debilidades de los biografiados. La segunda
es populista, conserva los buenos modales, y trata, en algunos casos, de
mencionar muertos que merecen ser reseñados por haber servido al prójimo de
manera cotidiana, no solo en campañas militares o electorales.
La ensayista
norteamericana Marilyn Johnson escribió un libro muy divertido sobre la ciencia
y el arte de los obituarios: The Dead
Beat: Lost Souls, Lucky Stiffs, and the Perverse Pleasures of Obituaries.
Johnson trabajó previamente en periódicos donde redactó noticias fúnebres.
Inclusive explica la técnica que siguió para hablar de los difuntos. La primera
frase es considerada la “lápida” del texto, donde se indica el nombre del
fallecido, y se anuncia su muerte. Luego viene “la mala noticia”, la forma en que ocurrió, “la canción y la
melodía”, donde se destaca el momento decisivo de la vida del biografiado, “la
marcha atrás”, el origen del sujeto, “la cronología desesperada”, los
principales eventos en su vida, algunas frases notables, y por último, “el bote
salvavidas”, la lista de sobrevivientes.
Si
se revisa la evolución del obituario, se podrá observar, dice Johnson, que en
tanto el siglo diecinueve se caracterizó en el mundo anglosajón por “la
extravagancia emocional”, la primera
mitad del siglo veinte fue una época “gris, polvorienta, deprimente”, para ese
género narrativo. Los obituarios eran obra de “periodistas amansados”, o de
“jóvenes reporteros que era necesario amansar”. Recién en los últimos 25 años
del siglo veinte el obituario fue reinventado “como una forma literaria,
repleto de personajes que parecían salidos de una novela picaresca”.
He aquí un ejemplo de
un obituario aparecido en un periódico de Londres a fines del siglo diecinueve:
“¡En el corto período de un año ella fue novia, querida esposa y compañera,
madre, y cadáver!”
Tras el interregno del
obituario redactado por los periodistas amansados, vino la época de bajarles
los humos a los ricos y famosos.
Escribiendo en The Guardian de Londres, Simon Garfield
dijo que el periodista inglés Hugh Massingberd definió el nuevo estilo de los
obituarios con sus columnas en el Daily
Telegraph, especialmente al reseñar “de una manera indecente”, la vida de
coroneles retirados. Cuando en el periódico se informaba que el difunto “había
ofrecido coloridos relatos de sus hazañas”, la conclusión era que se trataba de
un mentiroso patológico, indicó Garfield. Un ultraderechista o un nazi era
despedido con esta frase: “Su entusiasmo por los derechos humanos era arduo de
descifrar”, y alguien que se mostraba “afable y muy hospitalario a todas las
horas del día”, seguramente era un borracho.
Johnson añade este
ejemplo de un famoso personaje destruido por el siguiente obituario: “Con sus
ojos brillantes, siempre alertas… recordaba una rata benigna y encantadora”.
Pero en medio del
vitriolo, otros encargados de redactar obituarios aprendieron a brindar
homenajes al hombre y a la mujer del montón. Por ejemplo Jim Nicholson, reportero
del Daily News de Filadelfia, decidió rescatar de la muerte vidas de personas
comunes, “con el tipo de atención anteriormente reservada a los seres
eminentes”. La pregunta básica que marcó
su columna de obituarios fue la siguiente: “¿A quién vamos a extrañar más, a
nuestro político local o al cartero?”
Nicholson se
especializó en los “héroes de la vecindad”, un plomero, un maestro, una
bibliotecaria, “cada uno con sus caprichos y debilidades”. Hasta mencionaba su
marca particular de cigarrillos, o su pasión por las películas de horror.
Para que sus biografías
no quedaran tan tiesas como sus sujetos, Nicholson se aproximaba al difunto
“cuando todavía el cuerpo estaba tibio”. Por lo tanto, apenas se enteraba del
deceso de una persona interesante, sin importar su fama, contactaba de
inmediato a sus seres queridos. “Existe una ventana que se abre cuando se
interroga a los familiares”, explicaba el periodista. “Eso ocurre antes que las
personas adviertan que su papá, su amante, o su tío, ya no estarán entre ellos.
Cuando se abre esa ventana, la emoción no se diluye o distorsiona o cierra. Es
posible hablar de todo, inclusive de amoríos clandestinos”.
ELIGIENDO A LOS INMORTALES
En su nota Someone Dies. But That Is Only the Beginning,
Alguien fallece, pero eso es apenas el
comienzo, Arthur S. Brisbane, Public
Editor de The New York Times dijo que algunos lectores se enfurecen cuando
una persona considerada ilustre no es recordada en un obituario. Un día
Brisbane recibió un mensaje de Stuart Friedland, quien deseaba saber por qué su
padre, Jacob Friedland, no había sido recordado en las noticias fúnebres. Jacob
Friedland tenía bastantes méritos. Había sido un exitoso empresario, líder de
una comunidad y de una sinagoga en Staten Island, un filántropo, un veterano de
la guerra, coleccionista de arte, y además, había cumplido 100 años. ¿Y qué
personas habían sustituido a Jacob Friedland ese día en el obituario? Un
veterinario que intentó cometer un fraude en una carrera de caballos cambiando
el equino antes de la justa, “y una señora en Iowa que esculpía efigies de
vacas usando manteca como material”.
Brisbane explicó que el
criterio para incluir a una persona en un obituario nada tiene que ver con “los
virtuosos convencionales, sino con los famosos, los influyentes, los
excéntricos, y aquellos que pueden ser transformados en seres interesantes
gracias a la alquimia de la palabra impresa”.
Ahí estaba el caso del
obituario de la dama que esculpía vacas usando manteca. No era solo la extraña
elección de material por parte de Norma Lyon que la hacía tan interesante. La
dama había nacido en 1929, y sus tendencias artísticas, en la época en que
creció, abrían escasas sendas a su talento. Por lo tanto, se convirtió en la
escultura oficial de vacas fabricadas con manteca. Además, en una ocasión, creó
un gigantesco diorama de La última cena, en la Feria Estatal de Iowa, una de
las más famosas de Estados Unidos. Se ignora si las esculturas de Jesús y de
los doce apóstoles fueron esculpidas en manteca.
El libro de Johnson da
cuenta, además, de increíbles casualidades. Por ejemplo, dos padres fundadores
de Estados Unidos, John Adams y Thomas Jefferson, segundo y tercer presidentes
de Estados Unidos, fallecieron exactamente el mismo día, el 4 de julio de 1826,
que, por cierto, es el día de la independencia, exactamente 50 años más tarde
de firmar esa declaración. También murieron en un mismo día la princesa Diana y
la Madre Teresa, el líder del reino más pequeño del mundo, el papa Juan Pablo
II, en el Vaticano, y el líder del segundo más pequeño reino del mundo, el
príncipe Rainiero, en Mónaco.
Johnson admitió que en
algunos casos, cometió el error de enterrar a sus biografiados antes de tiempo,
por cierto una ocurrencia bastante extendida. En el 2003, The New York Times y The
Daily Telegraph mataron a la bailarina y actriz Katharine Sergaba,
anticipándose en dos años a su deceso. El periódico neoyorquino culpó del error
al diario londinense. The Daily Telegraph
lanzó una investigación, a fin de verificar el origen de la equivocación.
El caso más famoso de
matar a alguien antes de tiempo fue el del escritor Mark Twain. En realidad,
Samuel Langhorn Clemens fue dado por muerto en dos ocasiones. En 1897, un
periodista fue enviado a la vivienda del escritor, en Connecticut, pues se
creía que estaba agonizando. En realidad, era su primo quien se hallaba muy
enfermo. Poco después, Mark Twain informó del evento en el periódico The New York Journal. En la nota incluyó su famosa frase: The report of my death have been greatly
exaggerated, la noticia de mi muerte ha sido muy exagerada.
Diez años después, en
mayo de 1907, mientras el escritor viajaba en su yate, The New York Times publicó un artículo diciendo que la embarcación
se había perdido en el mar, con su ilustre trotamundos a bordo. En realidad, el
yate permaneció cerca de la costa durante un par de días debido a una espesa
niebla. Mark Twain falleció, esta vez de verdad, en 1910. Pero su vida estuvo
marcada por un extraño sino: nació con la aparición del cometa Halley, en 1835,
y falleció cuando el cometa reapareció en el cielo, 75 años más tarde.
Tal vez los obituarios
más interesantes son aquellos escritos en colaboración entre un staffer y el virtual difunto, en todos
los casos un ser famoso. Varios de los escritores que entrevisté en Nueva York,
entre ellos algunos muy conocidos, como Kurt Vonnegut o Ira Levin, me dijeron
que habían recibido en varias ocasiones llamadas telefónicas de periodistas de The New York Times, cuyo propósito era
actualizar su obituario. Ninguno de ellos se negó a las preguntas, pues The New York Times es, en muchas
ocasiones, la garantía más segura de eternidad, un poco como el Times de Londres. Dicen que ningún
personaje británico famoso está muerto de manera definitiva a menos su demise sea anunciada en un obituario del
Times.
Por lo general, la
experiencia de esos narradores con el encargado de anticiparse a su noticia
fúnebre combinaba el humor con una fuerte dosis de curiosidad. Se sentían
aliviados al descubrir que sus pecados y pecadillos no eran revelados. Se
mostraban desconcertados cuando les recordaban ciertos episodios de su vida que
habían confinado al desván de los recuerdos. Existía además algo inquietante en
trabajar a cuatro manos, a ambos lados de una pantalla de computadora, discutiendo
por anticipado su tránsito al más allá. Vonnegut, un fumador empedernido, que
consumía tres cajetillas diarias de cigarrillos, siempre pensó que moriría de
cáncer de pulmón. En una ocasión, según confesó en su excelente autobiografía Fates Worse than Death, intentó
suicidarse. Pero no con cigarrillos. En otra oportunidad, el cigarrillo estuvo
a punto de matarlo. Pero no por el tabaco. Un día se quedó dormido mientras
fumaba, el cigarrillo, encendido, cayó a una alfombra, hubo un incendio en su
dormitorio, y estuvo a punto de morir incinerado. Hubiera sido una cruel
ironía. Pues cuando tenía 20 años, y era un soldado en el ejército de Estados
Unidos, durante la segunda guerra mundial, fue capturado por los alemanes, y
obligado a trabajar en un frigorífico de Dresde. La ciudad fue destruida con bombas incendiarias, 135.000 personas
murieron calcinadas. Vonnegut salvó su vida protegido del calor por el material
aislante del frigorífico.
El recuerdo del
bombardeo de Dresde siempre lo acompañó. En 1947, dos años después de concluir
la guerra Vonnegut se fue a vivir a Schenectady, en Nueva York, y de inmediato se ofreció como
voluntario del departamento de bomberos en la localidad de Alplaus.
En su conversación con
el autor de su obituario, seguramente el escritor aventuró varias hipótesis
sobre su cercano fin. El cigarrillo y el fuego marcaron su vida.
Afortunadamente, ni el narrador ni el periodista acertaron en el diagnóstico
final. Una caída acabó con su vida, a los 84 años de edad. El mismo confesó que
no esperaba ni la longevidad ni una muerte piadosa, aunque logró ambas.
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