martes, 16 de junio de 2015

“Me muero por conocerlo”: Cuando el autor de obituarios tropieza con su biografiado


Mario Szichman



La revista literaria Martín Fierro prosperó en la Argentina de la segunda década del siglo veinte. Se caracterizó por su vanguardismo, su enfrentamiento a la solemne cultura española de su época (se trata de un simple eufemismo: ¿Cuándo no ha sido solemne la cultura española?)  y por su cáustico sentido del humor. Entre sus colaboradores figuraron Jorge Luis Borges,  Oliverio Girondo,  Pablo Rojas Paz, Leopoldo Marechal y Conrado Nalé Roxlo, amén de otras figuras famosas. Una destacada sección de la revista: “Cementerio”, estaba dedicada a la exhibición de epitafios satíricos contra amigos y enemigos (vivos). El más famoso de ellos fue dirigido contra el escritor Jorge Max Rhode. Decía así: “Aquí yace Jorge Max Rhode, dejadlo yacer en paz, así no nos xode, max”.
Burlarse de una persona viva dándola por muerta es todavía una muestra de humor. Pero tomarla a la chacota cuando ya ha cruzado este valle de lágrimas, es casi imposible. Y digo “casi” porque a veces la pulla es consentida, en caso de que sea autorizada por el difunto.  
Desde comienzos de la década del ochenta, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, el autor de obituarios ha cambiado su perfil, no teme al desparpajo, y en muchos casos se ha transformado en una celebridad, pues los obituarios se leen con más asiduidad que las palabras cruzadas. Todo aquello relacionado con muertos famosos despierta fuerte interés en los seres humanos. En su excelente novela Good as Gold,  casi tan buena como Catch–22, Joseph Heller describe a un personaje cuyo máximo placer es ver películas viejas, satisfecho de saber que sigue vivo, y que todos los actores y actrices que atraviesan la pantalla en blanco y negro, siguen muertos. Uno observa a Greta Garbo, a Barbara Stanwyck, a Joan Fontaine, a Cary Grant, a Marlon Brando, en el esplendor de sus carreras, mostrando su excepcional belleza y talento, y descubre, con pena, pero también con admiración, que desde hace más de un siglo, los muertos famosos son inmortales, y tan fantasmagóricos como sus imágenes perpetuadas en el celuloide, o en el DVD.  
En materia de obituarios, hay dos escuelas en el mundo anglosajón: la británica y la estadounidense. La primera es decididamente aristocrática y maliciosa, y suele usar frases hechas que anuncian las debilidades de los biografiados. La segunda es populista, conserva los buenos modales, y trata, en algunos casos, de mencionar muertos que merecen ser reseñados por haber servido al prójimo de manera cotidiana, no solo en campañas militares o electorales.  
La ensayista norteamericana Marilyn Johnson escribió un libro muy divertido sobre la ciencia y el arte de los obituarios: The Dead Beat: Lost Souls, Lucky Stiffs, and the Perverse Pleasures of Obituaries. Johnson trabajó previamente en periódicos donde redactó noticias fúnebres. Inclusive explica la técnica que siguió para hablar de los difuntos. La primera frase es considerada la “lápida” del texto, donde se indica el nombre del fallecido, y se anuncia su muerte. Luego viene “la mala noticia”,  la forma en que ocurrió, “la canción y la melodía”, donde se destaca el momento decisivo de la vida del biografiado, “la marcha atrás”, el origen del sujeto, “la cronología desesperada”, los principales eventos en su vida, algunas frases notables, y por último, “el bote salvavidas”, la lista de sobrevivientes.
            Si se revisa la evolución del obituario, se podrá observar, dice Johnson, que en tanto el siglo diecinueve se caracterizó en el mundo anglosajón por “la extravagancia emocional”,  la primera mitad del siglo veinte fue una época “gris, polvorienta, deprimente”, para ese género narrativo. Los obituarios eran obra de “periodistas amansados”, o de “jóvenes reporteros que era necesario amansar”. Recién en los últimos 25 años del siglo veinte el obituario fue reinventado “como una forma literaria, repleto de personajes que parecían salidos de una novela picaresca”.
He aquí un ejemplo de un obituario aparecido en un periódico de Londres a fines del siglo diecinueve: “¡En el corto período de un año ella fue novia, querida esposa y compañera, madre, y cadáver!”  
Tras el interregno del obituario redactado por los periodistas amansados, vino la época de bajarles los humos a los ricos y famosos.
Escribiendo en The Guardian de Londres, Simon Garfield dijo que el periodista inglés Hugh Massingberd definió el nuevo estilo de los obituarios con sus columnas en el Daily Telegraph, especialmente al reseñar “de una manera indecente”, la vida de coroneles retirados. Cuando en el periódico se informaba que el difunto “había ofrecido coloridos relatos de sus hazañas”, la conclusión era que se trataba de un mentiroso patológico, indicó Garfield. Un ultraderechista o un nazi era despedido con esta frase: “Su entusiasmo por los derechos humanos era arduo de descifrar”, y alguien que se mostraba “afable y muy hospitalario a todas las horas del día”, seguramente era un borracho.
Johnson añade este ejemplo de un famoso personaje destruido por el siguiente obituario: “Con sus ojos brillantes, siempre alertas… recordaba una rata benigna y encantadora”.
Pero en medio del vitriolo, otros encargados de redactar obituarios aprendieron a brindar homenajes al hombre y a la mujer del montón. Por ejemplo Jim Nicholson, reportero del Daily News de Filadelfia, decidió rescatar de la muerte vidas de personas comunes, “con el tipo de atención anteriormente reservada a los seres eminentes”.  La pregunta básica que marcó su columna de obituarios fue la siguiente: “¿A quién vamos a extrañar más, a nuestro político local o al cartero?”
Nicholson se especializó en los “héroes de la vecindad”, un plomero, un maestro, una bibliotecaria, “cada uno con sus caprichos y debilidades”. Hasta mencionaba su marca particular de cigarrillos, o su pasión por las películas de horror.
Para que sus biografías no quedaran tan tiesas como sus sujetos, Nicholson se aproximaba al difunto “cuando todavía el cuerpo estaba tibio”. Por lo tanto, apenas se enteraba del deceso de una persona interesante, sin importar su fama, contactaba de inmediato a sus seres queridos. “Existe una ventana que se abre cuando se interroga a los familiares”, explicaba el periodista. “Eso ocurre antes que las personas adviertan que su papá, su amante, o su tío, ya no estarán entre ellos. Cuando se abre esa ventana, la emoción no se diluye o distorsiona o cierra. Es posible hablar de todo, inclusive de amoríos clandestinos”.

ELIGIENDO A LOS INMORTALES

En su nota Someone Dies. But That Is Only the Beginning, Alguien fallece, pero eso es apenas el comienzo, Arthur S. Brisbane, Public Editor de The New York Times dijo que algunos lectores se enfurecen cuando una persona considerada ilustre no es recordada en un obituario. Un día Brisbane recibió un mensaje de Stuart Friedland, quien deseaba saber por qué su padre, Jacob Friedland, no había sido recordado en las noticias fúnebres. Jacob Friedland tenía bastantes méritos. Había sido un exitoso empresario, líder de una comunidad y de una sinagoga en Staten Island, un filántropo, un veterano de la guerra, coleccionista de arte, y además, había cumplido 100 años. ¿Y qué personas habían sustituido a Jacob Friedland ese día en el obituario? Un veterinario que intentó cometer un fraude en una carrera de caballos cambiando el equino antes de la justa, “y una señora en Iowa que esculpía efigies de vacas usando manteca como material”.
Brisbane explicó que el criterio para incluir a una persona en un obituario nada tiene que ver con “los virtuosos convencionales, sino con los famosos, los influyentes, los excéntricos, y aquellos que pueden ser transformados en seres interesantes gracias a la alquimia de la palabra impresa”.
Ahí estaba el caso del obituario de la dama que esculpía vacas usando manteca. No era solo la extraña elección de material por parte de Norma Lyon que la hacía tan interesante. La dama había nacido en 1929, y sus tendencias artísticas, en la época en que creció, abrían escasas sendas a su talento. Por lo tanto, se convirtió en la escultura oficial de vacas fabricadas con manteca. Además, en una ocasión, creó un gigantesco diorama de La última cena, en la Feria Estatal de Iowa, una de las más famosas de Estados Unidos. Se ignora si las esculturas de Jesús y de los doce apóstoles fueron esculpidas en manteca.
El libro de Johnson da cuenta, además, de increíbles casualidades. Por ejemplo, dos padres fundadores de Estados Unidos, John Adams y Thomas Jefferson, segundo y tercer presidentes de Estados Unidos, fallecieron exactamente el mismo día, el 4 de julio de 1826, que, por cierto, es el día de la independencia, exactamente 50 años más tarde de firmar esa declaración. También murieron en un mismo día la princesa Diana y la Madre Teresa, el líder del reino más pequeño del mundo, el papa Juan Pablo II, en el Vaticano, y el líder del segundo más pequeño reino del mundo, el príncipe Rainiero, en Mónaco.
Johnson admitió que en algunos casos, cometió el error de enterrar a sus biografiados antes de tiempo, por cierto una ocurrencia bastante extendida. En el 2003, The New York Times y The Daily Telegraph mataron a la bailarina y actriz Katharine Sergaba, anticipándose en dos años a su deceso. El periódico neoyorquino culpó del error al diario londinense. The Daily Telegraph lanzó una investigación, a fin de verificar el origen de la equivocación.
El caso más famoso de matar a alguien antes de tiempo fue el del escritor Mark Twain. En realidad, Samuel Langhorn Clemens fue dado por muerto en dos ocasiones. En 1897, un periodista fue enviado a la vivienda del escritor, en Connecticut, pues se creía que estaba agonizando. En realidad, era su primo quien se hallaba muy enfermo. Poco después, Mark Twain informó del evento en el periódico The New York Journal.  En la nota incluyó su famosa frase: The report of my death have been greatly exaggerated, la noticia de mi muerte ha sido muy exagerada.  
Diez años después, en mayo de 1907, mientras el escritor viajaba en su yate, The New York Times publicó un artículo diciendo que la embarcación se había perdido en el mar, con su ilustre trotamundos a bordo. En realidad, el yate permaneció cerca de la costa durante un par de días debido a una espesa niebla. Mark Twain falleció, esta vez de verdad, en 1910. Pero su vida estuvo marcada por un extraño sino: nació con la aparición del cometa Halley, en 1835, y falleció cuando el cometa reapareció en el cielo, 75 años más tarde.
Tal vez los obituarios más interesantes son aquellos escritos en colaboración entre un staffer y el virtual difunto, en todos los casos un ser famoso. Varios de los escritores que entrevisté en Nueva York, entre ellos algunos muy conocidos, como Kurt Vonnegut o Ira Levin, me dijeron que habían recibido en varias ocasiones llamadas telefónicas de periodistas de The New York Times, cuyo propósito era actualizar su obituario. Ninguno de ellos se negó a las preguntas, pues The New York Times es, en muchas ocasiones, la garantía más segura de eternidad, un poco como el Times de Londres. Dicen que ningún personaje británico famoso está muerto de manera definitiva a menos su demise sea anunciada en un obituario del Times.
Por lo general, la experiencia de esos narradores con el encargado de anticiparse a su noticia fúnebre combinaba el humor con una fuerte dosis de curiosidad. Se sentían aliviados al descubrir que sus pecados y pecadillos no eran revelados. Se mostraban desconcertados cuando les recordaban ciertos episodios de su vida que habían confinado al desván de los recuerdos. Existía además algo inquietante en trabajar a cuatro manos, a ambos lados de una pantalla de computadora, discutiendo por anticipado su tránsito al más allá. Vonnegut, un fumador empedernido, que consumía tres cajetillas diarias de cigarrillos, siempre pensó que moriría de cáncer de pulmón. En una ocasión, según confesó en su excelente autobiografía Fates Worse than Death, intentó suicidarse. Pero no con cigarrillos. En otra oportunidad, el cigarrillo estuvo a punto de matarlo. Pero no por el tabaco. Un día se quedó dormido mientras fumaba, el cigarrillo, encendido, cayó a una alfombra, hubo un incendio en su dormitorio, y estuvo a punto de morir incinerado. Hubiera sido una cruel ironía. Pues cuando tenía 20 años, y era un soldado en el ejército de Estados Unidos, durante la segunda guerra mundial, fue capturado por los alemanes, y obligado a trabajar en un frigorífico de Dresde. La ciudad fue destruida  con bombas incendiarias, 135.000 personas murieron calcinadas. Vonnegut salvó su vida protegido del calor por el material aislante del frigorífico.
El recuerdo del bombardeo de Dresde siempre lo acompañó. En 1947, dos años después de concluir la guerra Vonnegut se fue a vivir a Schenectady,  en Nueva York, y de inmediato se ofreció como voluntario del departamento de bomberos en la localidad  de Alplaus.
En su conversación con el autor de su obituario, seguramente el escritor aventuró varias hipótesis sobre su cercano fin. El cigarrillo y el fuego marcaron su vida. Afortunadamente, ni el narrador ni el periodista acertaron en el diagnóstico final. Una caída acabó con su vida, a los 84 años de edad. El mismo confesó que no esperaba ni la longevidad ni una muerte piadosa, aunque logró ambas.




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