Mario Szichman
En fecha reciente leí
una entrevista que le hicieron a un autor latinoamericano. Me interesó por su
profusión de frases trilladas. Decía que él releía de manera constante a varias
de las figuras más importantes de la narrativa de América Latina, no sé si para
fortalecer o espolear su inspiración.
Siento más simpatía por
el autor que busca su influencia en otras culturas. Juan Rulfo estaba cautivado
por autores como Knut Hamsun, Bjørnstjerne Martinius Bjørnson, Selma Lagerlöff,
o Haldór Laxness. Decía que le gustaba la literatura nórdica “porque da la
impresión de un ambiente brumoso, neblinoso... Me gusta mucho lo triste, lo
triste y lo opaco. Entonces, todos los escritores nórdicos me interesan”.
Filtrar el romance de la Revolución Mexicana por el cernidor de narradores
escandinavos revela la originalidad de Rulfo.
El gran escritor
argentino Roberto Arlt se nutría indistintamente de Emilio Salgari y de Fiodor
Dostoievski. Jorge Luis Borges podría haber prescindido de toda la literatura
latinoamericana, de no haber sido porque admiraba a algunos poetas como Pablo
Neruda, José Hernández, y Rubén Darío. Nunca mostró excesivo interés por los
narradores de su terruño, y cuando quería expresar su admiración por algún
novelista o cuentista, enfilaba sus baterías hacia los ingleses.
Si un escritor o un
poeta se siente cómodo con su cultura, es un mal augurio. Es como esos seres
que afirman haber disfrutado de una infancia feliz, o que en las fiestas bailan
con la hermana. No hay cultura que resulte perfecta.
El ser humano vive
siempre del contraste y de la comparación. Nos cuesta aceptar lo nuevo, el
desafío, la extravagancia, lo incomprensible. Pero la única cultura que
prospera es la trashumante. ¿Qué hubiera ocurrido con Joyce de haberse quedado
en Dublin, o a Vladimir Nabokov de persistir en Rusia?
Recuerdo un episodio de
la serie de televisión The Twilight Zone.
Era la historia de una mujer recluida en un hospital. Se consideraba un
monstruo. La mujer rogaba que le hicieran una operación de cirugía estética para
mejorar su rostro. En la escena final le quitaban el vendaje de la cara, y
sonreía feliz al observar en el espejo su parecido con las sonrientes
enfermeras, todas ellas seres atroces.
En la literatura, como
en las relaciones amorosas, la endogamia conduce fácilmente al incesto, y sus
frutos dejan mucho que desear. Preguntaba Cervantes al disculparse por su
presunta aberración narrativa: “¿Qué podía engendrar el estéril y mal cultivado
ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo”? Claro está, Cervantes contaba con otras
influencias más allá de las novelas de caballería, pues era muy versado en la
cultura europea de su época. Además, tenía un extraordinario sentido del humor,
y el humor consiste en descentrar, dar un paso al costado, detectar el ridículo
en cada gesto solemne, cuestionar el lenguaje, tomar en broma al poderoso, y de
paso eludir a los Torquemada cuya paranoia les permite dar siempre en el clavo
y descubrir con lucidez la clara amenaza a sus investiduras en la más inocente
de las bromas.
Aunque intentemos
aferrarnos a nuestro suelo y a nuestro pasado, es muy difícil que podamos
permanecer muchos años en el mismo lugar. El siglo veinte, lo que va del siglo
veintiuno, está plagado de inmigraciones, de traslados en masa de poblaciones.
Los gobiernos no suelen ser muy generosos con sus habitantes. Un día descubren
que un sector de la población es peligroso, y lo obligan a emigrar.
En estos días dos
titulares en The New York Times hacen
mención a los continuos éxodos. Según las Naciones Unidas, “casi 60 millones de
personas están siendo desplazadas de sus hogares alrededor del mundo, debido a
conflictos y persecución”. De esa cifra, 14 millones huyeron de sus países en
el 2014. El segundo titular alude a una posible deportación en masa de
haitianos que viven en la República Dominicana. Algunas organizaciones de
derechos humanos dijeron que el gobierno de Santo Domingo parece a punto de
iniciar una “limpieza étnica”. Y si la
cosa se demora, no es por falta de ganas de los administradores, sino debido a
problemas logísticos.
Cada uno habla de la
feria según le ha ido en ella. Tengo mi origen en una familia trashumante,
proveniente de Rusia y de Polonia, que se comunicaba inicialmente en idisch.
(Había muchas palabras rusas y polacas en el repertorio, especialmente a la
hora de contar chistes subidos de tono). Los Szichman y los Szylder llegaron a
Buenos Aires en la década del treinta del siglo pasado y en general se ubicaron
en los confines de la clase media. También produjeron varios profesionales.
Reseñé sus peripecias en Los judíos del
Mar Dulce, en La verdadera crónica
falsa, y en A las 20:25 la señora
pasó a la inmortalidad. La única cenicienta que perdura de esa época es La verdadera crónica falsa. Las otras
dos fueron corregidas y editadas –a través de una bella tarea de orfebrería–
por la profesora Carmen Virginia Carrillo. No sé si alguna vez reeditaré La verdadera crónica falsa, pese a que
con su nombre original, Crónica Falsa,
y un larguísimo subtítulo, inició la trilogía del Mar Dulce. (Está inspirada en
el libro Operación Masacre, de
Rodolfo Walsh, y narra, en parte, los fusilamientos de un grupo de militares y
civiles peronistas en los basurales de José León Suárez, en junio de 1956).
El título de esta nota
es ¿Cuántas vidas vive un autor? Y lo pienso a raíz de los proyectos literarios
que surgen en el transcurso de una vida. Algunos se concretan, otros se olvidan
en un archivador. Me apasionan las novelas que tienen como tema el peregrino
del tiempo, porque en definitiva, esa es la tarea de muchos escritores. De una
u otra manera, como en el relato de Alejo Carpentier, todos necesitamos
emprender un viaje a la semilla. ¿Qué encuentra el escritor maduro al recorrer
su pasado? En ocasiones, ni siquiera puede vislumbrar su verdadero rostro.
¿Cuántos de sus futuros pudo prever? ¿Qué encrucijadas torcieron su destino?
Algunos consideran la
escritura un proyecto de vida. Pero los temas que aparecen no son siempre un
plan preconcebido: depende del sitio desde el cual se observa. Tal vez uno de
los problemas es la pulcritud. Dostoievski es más atildado en Los hermanos Karamazov que en Crimen y Castigo. Pero, excepto por el
relato de El gran inquisidor, nada
supera la odisea del estudiante Raskolnikof, o sus desventuras tras asesinar a
una usurera. Quizás Dostoievski hubiera producido algo inclusive superior a Los hermanos Karamazov de haberse dejado
llevar por la exuberancia. Pero no todas las edades de un hombre autorizan la
desmesura. Cuando nos acercamos al final de nuestra vida buscamos más el
respeto que el exceso, los galardones a la polémica. Es más fácil pelearnos con
media humanidad cuando tenemos toda la vida por delante. Después, hay que ser
amables con los institutos y con esos seres tediosos, los académicos, pues garantizan,
además de una producción aburrida, una módica inmortalidad. (Recuerdo a un
intelectual argentino que conocí en mi juventud, y que escribió una novela muy
divertida. Luego se convirtió en ensayista. Ahora está abrumado por las órdenes
al mérito que ha recibido a lo largo de una carrera especializada en el
galimatías lingüístico y en el caos mental. Seguramente la academia le reserve
un lugar, una vez logre autenticar los diplomas que asegura poseer).
Quizás una estrategia
alterna sea revisar una experiencia narrativa desde otro ángulo. ¿Qué ocurre si
el protagonista es transformado en público, y el espectador pasa al primer
plano?
En esa obra maestra que
es la introducción a Melmoth The Wanderer,
Chris Baldick dice que el protagonista de la novela de Charles Maturin, lejos
de representar el carácter central, es un ser marginal. “Al igual que los
terratenientes irlandeses de su época, se trata de un villano ausente”, dice
Baldick.
Melmoth no solo es
invisible para los lectores, señala el ensayista, “con frecuencia es invisible
o infrecuente inclusive para los personajes de la historia. Es un Fausto del
rumor, y su existencia está construida, en gran parte, en base a informes,
presunciones, y a su reputación. Parece funcionar como un susurro fuera del
escenario. El temor de su inminente llegada suele ser más enérgico que su
presencia real. Las partes más poderosas de la novela son, por cierto, aquellas
marcadas por la ausencia de Melmoth”.
En vez de concentrar la
desesperación en Melmoth, dice Baldick, el autor consigue dispersarla de manera
más concluyente entre distintos personajes.
¿Qué hubiera ocurrido
de haber convertido Dostoievski el texto de El
gran inquisidor en la parte central de Los
hermanos Karamazov? En su versión actual, es como una intromisión en la
trama. Inclusive su eliminación no afecta la estructura de la novela. Recuerda
esos relatos que introducía Cervantes en Don
Quijote, y que nada aportaban al argumento.
Hace poco, buscando
bibliografía para un nuevo proyecto, descubrí Replay, una extraordinaria novela de Ken Grimwood. Es la historia
de un hombre de 43 años que muere de un ataque al corazón en medio de una banal
discusión con su esposa. Y resucita. Y retorna a la adolescencia. Y vuelve a
morir. Cada vez que revive, su experiencia es más enriquecedora, y más
traumática. Habla con seres que vio morir en su futuro, puede pronosticar
eventos, ganar muchísimo dinero en la bolsa, alterar su vida. Pero anticiparse
al futuro no siempre ofrece sabiduría, la experiencia no ennoblece su vida, o
dignifica sus afectos. El presagio es siempre vaticinio de la adquisición de
bienes materiales, nunca de una vida distinta.
Renacemos, nos
recreamos, con cada nueva experiencia. Nos descentramos cuando enfrentamos un
nuevo territorio y lidiamos con propuestas de nuevas lecturas. En nuestro país
de origen nos sentimos soberanos; devenimos intrusos en otras tierras.
Atravesamos el espejo, como la Alicia en el relato de Lewis Carroll, y del otro
lado todo es diferente. Pasamos a ser personajes extraños.
El autor vive varias
vidas, pero ninguna de ellas es una nota al pie. Es central en su desarrollo,
en su aprendizaje de la comedia humana (la única comedia interesante que
podemos vivir). Le otorga la facultad de volverse tan flamante como en el día de
su nacimiento. Cada viaje a cada una de sus vidas es otra vida. Releer de
manera constante a los mismos autores, aferrarse a sus textos, puede llevar al
empobrecimiento intelectual. No podemos eternizarnos en la adolescencia cuando
tantas marcas se imprimen en nuestro rostro. De ahí la persistencia del viajero
del tiempo.
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