Mario Szichman
Quizás el aviso más famoso en
la historia de Estados Unidos fue escrito por John Caples. Es muy largo para
nuestra época, donde los comerciales duran escasos segundos, pero hay que tener
en cuenta que fue creado en 1926, antes que la televisión invadiera los hogares
norteamericanos.
El titular era el siguiente: “They
Laughed When I Sat Down At the Piano But When I Started to Play! …” (¡Ellos se rieron cuando me senté frente
al piano, pero una vez empecé a tocar una melodía!…) El anuncio ha sido analizado hasta el cansancio en
seminarios de empresas de publicidad por sus cualidades narrativas.
En primer lugar, es la eterna
lucha, aunque más civilizada, entre David y Goliat. Jack, el protagonista de la
historia, es un wimp, un hombre sin
carácter que enfrenta a un galán llamado Arthur quien, además de poseer
numerosas virtudes, es un eximio pianista. Luego que Arthur deslumbra a su
audiencia con la pieza musical The Rosary,
el debilucho de Jack decide “hacer su debut”. Para el asombro de todos sus
amigos, se dirige al piano, “con burlona dignidad, saca un pañuelo de seda de
su bolsillo, y quita el polvo a las teclas del piano”.
Por supuesto, la concurrencia
se desternilla de risa con los aspavientos de Jack. Todos están convencidos de que
es incapaz de tocar una sola nota en el piano. Una bella muchacha le pregunta a Arthur, el
Goliat de turno, si Jack es capaz de interpretar una melodía.
“¡Por supuesto que no!”
asegura Arthur. “Pero vamos a ver qué hace. Esto va a ser muy bueno”.
Y de repente, Jack empieza a
tocar el piano. “De inmediato, un tenso silencio conmovió a los invitados. La
risa murió en sus labios como por arte de magia”. Jack informa: “Ejecuté los
primeros acordes de la inmortalidad melodía de Beethoven Serenata a la luz de la luna. Oí ahogados gritos de asombro. Mis
amigos se habían quedado sin aliento, hechizados”.
Por supuesto, tras una
abrumadora ovación, todos los asistentes quieren averiguar cómo Jack concretó
el milagro. ¿Durante cuantos años estudió? ¿Quién fue su maestro?
Jack confiesa: “nunca en la
vida he visto a mi maestro. Y hasta hace muy poco, era incapaz de tocar una
sola nota”.
Arthur, su rival, un eximio
pianista, le da a Jack el espaldarazo final: “Usted nos está tomando el pelo”,
le dice. “Puedo asegurar que viene estudiando el piano desde hace años”.
Es el momento en que Jack
confiesa que sus aptitudes como pianista las adquirió en un curso por
correspondencia de la Escuela de Música de Estados Unidos. Al parecer, la
escuela “tiene un nuevo método simplificado que enseña a tocar cualquier
instrumento en escasos meses”.
Caples, el autor del famoso
anuncio, revolucionó la publicidad en Estados Unidos con una serie de úkases
que todavía hoy son respetados. El primero, que los avisos deben ser serios:
“Solo la mitad de las personas que habitan este país tienen cierto sentido del
humor”, solía decir a sus alumnos. “Los avisos inteligentes no suelen vender
productos”. El segundo consejo era que debían usarse “palabras capaces de ser
entendidas por un niño de la escuela primaria”, pues “el estadounidense
promedio posee la mentalidad de un adolescente de 13 años”.
Pero si se analiza el aviso de
Caples, y su tremenda repercusión, se verá que hizo una apuesta muy sencilla, y
muy sabia. En muy escasas ocasiones el ser humano apuesta por el matón de la
escuela. Los espectadores que amaban a Charles Chaplin nunca mostraron simpatía
por su enorme enemigo, Trompifai. Chaplin representaba la justicia, y Trompifai
la prepotencia. Se trata de una lucha tan antigua como el hombre, y con
infinitas variantes, aunque el núcleo persiste,
y se reitera en toda clase de novelas. ¿Alguien desea que triunfen los
enemigos del conde de Montecristo o de D´Artagnan, o que sea humillado Jack
Reacher, el protagonista de las novelas de Lee Child?
Lo interesante del caso, como
en el anuncio de Caples, es verificar que la narrativa nunca parte de cero. La
experiencia del escritor surge siempre de textos preexistentes, de un conflicto
central. La literatura comunal es la principal fuente. Cuando más lejano es el
eco, más profundo es el impacto. Basta observar lo ocurrido con la novela corta
Michael Kohlhaas, del autor alemán
Heinrich von Kleist, que se basa en un hecho real, la fanática búsqueda de
justicia por parte de Hans Kohlhase. La
historia pareció languidecer durante un siglo, pero Franz Kafka la recuperó en
una de sus lecturas, señalando que “no podía pensar en esa obra sin que se le
soltaran las lágrimas o le brotara el entusiasmo”. Luego, vino la gran novela de E. L. Doctorow Ragtime, uno de cuyos protagonistas se
llama “Coalhouse Walker.” Doctorow señaló que su bella novela “es un homenaje
deliberado” a la historia recreada por Kleist. (Por cierto, en la primera frase
de la novela Perfume, del escritor
alemán Patrick Süskind, se rinde homenaje al comienzo de Michael Kohlhaas).
Cuando hago referencia a estos
datos es porque me fascina haber descubierto, tras algunas décadas en el
oficio, que la originalidad es una pérdida de tiempo. En primer lugar, es
incomprensible. El escritor acata una tradición. Algunos lo aceptan, otros lo
rechazan. ¿Se creía muy original James Joyce al escribir Ulises? Él conocía muy bien Tristram
Shandy, de Lawrence Sterne, que parece una de sus principales influencias.
¿Surgió Don Quijote de la nada? No, Cervantes
se limitó a copiar, y a burlarse de decenas de novelas de caballería. Cuando
Jonathan Swift escribió Los viajes de
Gulliver, o Daniel Defoe su Robinson
Crusoe, las editoriales estaban saturadas de relatos de viajeros y de
naufragios.
¿En qué consiste el enorme
talento de Edgar Allan Poe? En haber devorado decenas de novelas y cuentos de
horror, escritas por algunos de sus mejores practitioners.
No podemos imaginar a H.P. Lovecraft sin una meticulosa lectura de Poe. O a William Faulkner sin un vasto
conocimiento de la literatura gótica del sur de Estados Unidos.
Algún crítico señaló que no
hablamos sino que somos hablados por la literatura. En estos días estaba revisando el internet
para ver si hay programas que ayudan a un escritor a redactar novelas.
Afortunadamente, hay muchos que son gratuitos. Uno de ellos, yWriter me fascinó, no porque intente a
usarlo en el futuro, sino porque permite al escritor organizar su texto. Una
novela es un rompecabezas de escenas, capítulos, personajes, situaciones, y
escenarios. El narrador usa bloques de escritura, y los va ensamblando, tal como
hace un arquitecto con una vivienda. En ocasiones, el ensamblaje brinda obras
maestras como The Sound and The Fury,
de Faulkner. (Insisto en el título en inglés porque la traducción al español o
suena horrenda, como en El ruido y la
furia, o es incorrecta, como En el
sonido y la furia). No solo la lectura de la novela es fascinante. También deslumbra
revelar su mecanismo de relojería. No ocurre lo mismo con el Ulises, de Joyce. Muchos cuestionaron
ese primer capítulo, entre ellos Stuart Gilbert, uno de los mejores críticos
del texto.
Examinar el tutorial de yWriter es divertido y apasionante. Acaba con muchos malentendidos
y fantasías. No hay sitio para la inspiración en ese programa; el genio no
encuentra espacio alguno para desplegar sus artilugios. La sinopsis de las
escenas es el preludio a la narración. ¿Debe ser la escena divertida o trágica?
¿Cuál es el nivel de diversión aceptable? ¿Qué cuota debe asignarse a la
tragedia? ¿Pertenece a la trama, o corresponde a una intriga secundaria?
¿Cuántos personajes hay que asignar a la escena? ¿En qué momento es necesario
introducir el erotismo? ¿Cuáles son los antecedentes de la heroína, o del
galán?
Obviamente, buena parte de la
estructura parece sacada de guiones cinematográficos. ¿Qué tiene de malo? Hace
dos siglos, la mayoría de las tramas eran extraídas de obras teatrales. En
ambos casos, el escritor tiene el respaldo de una copiosa tradición que le
permite trasvasar el vino viejo en odres nuevos. Pues, en definitiva, la tarea
de narrar es pedirles palabras prestadas a los demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario