Mario Szichman
Consumar o no consumar. Ese parece el
dilema que afecta a varios filmes y novelas recientes.
Como en el caso del burgués
gentilhombre, nos cuesta aceptar que hablamos en prosa cargada de sexualidad. Para
muchos narradores es difícil, hasta incómodo, emplazar el erotismo en sus
textos. O advertir su necesidad.
Frank Capra, el gran director del cine
norteamericano, decía que parte de la magia de Hollywood consistía en el sexo.
Pero el sexo, señalaba Capra, “Es mental, esquivo, misterioso”. Nunca creyó que
las mujeres muy bellas fuesen sensuales. “Los hombres tratan de atraer la
atención de ese tipo para exhibir su propia libido”, decía el director de cine.
“Pero cuando realmente se enamoran de una mujer, no silban a su paso, sufren”.
Por cierto, la recatada actitud de Capra
le jugó en una ocasión una mala pasada. En cierta ocasión, uno de sus
asistentes le pidió que le otorgara una entrevista a una mujer muy bella, una
actriz desconocida con grandes posibilidades. Capra se reunió con la mujer.
“Tenía gran cantidad de curvas”, admitió el director, “pero era incapaz de
comunicarse”. Además, lucía un traje sastre marrón y un sombrero negro, de ala
ancha, que mermaba su atractivo. Capra le agradeció a la mujer su visita, y le
explicó a su asistente que la mujer no tenía un gran porvenir. Para Capra “la
sensualidad implica clase”. De esa manera, se perdió la posibilidad de
contratar a Marilyn Monroe. (En ciertas circunstancias, la sensualidad puede
ser un asunto póstumo. Las crónicas de Hollywood dicen que tanto Marylin como su
amiga, Jane Russell, otra “bombshell” con la que compartieron cartelera en Los caballeros las prefieren rubias,
tuvieron dificultades al comienzo de sus carreras para ser invitadas a salir
por sus compañeros de trabajo. Las consideraban feas).
Capra recordaba que su comedia más
“sexy”, It Happened One Night, que
lanzó al estrellato a Clark Gable y a Claudette Colbert, no registraba una sola
escena de amor. Ni siquiera los protagonistas se tocaban las manos. “El sexo
estaba en la mente de sus protagonistas”, dijo el director. “Eso ofrecía a la
audiencia más excitación que si los protagonistas se hubieran revolcado en el
heno. Pues el deseo es la clave, no la consumación. Interesa más la cacería que
la captura de la presa”.
Capra se sentía muy inquieto cuando
debía filmar escenas eróticas. Decía que eran “tan embarazosas que causaban
risa”. Por lo tanto, era mejor dejarlas libradas a la imaginación de la
audiencia.
Alfred Hitchcock era otro director que soslayaba
las explícitas escenas de amor, del mismo modo en que rehuía a las actrices
insinuantes, pues decía que tenían el sexo pintarrajeado en la boca. Cuando
Hitchcock finalmente se decidió a filmar una escena erótica, en Frenzy, el resultado fue realmente
embarazoso.
MENOS
ES MÁS
Comentando en The New Yorker la reciente película Labor Day, protagonizada por Kate Winslet y Josh Brolin, el crítico
Anthony Lane señala que el sexo parece haber desaparecido de las películas del
“mainstream”. Es como si la industria de la pornografía hubiera ocupado todos
los espacios asignados a la carne, obligando a los directores “serios” a
recurrir nuevamente al arte de la sugestión. Es por eso que cuando finalmente
los protagonistas de Labor Day van a
la cama, los espectadores no se enteran. Todo se hace a puertas cerradas, y
apenas se escuchan algunos murmullos. Para el espectador, dice Lane, es tan
erótico como si se hubieran puesto a jugar Scrabble.
Pero ¿es realmente necesario mostrar
seres desnudos en el ritual del amor? ¿Qué es mejor consumar o no consumar?
Pienso en una película que me fascinó, y que dividió al público en dos
sectores, entre quienes quedaron prendados de ella, y quienes la detestaron con
entusiasmo: Lost in Translation,
interpretada por Bill Murray y Scarlett Johansson.
Murray hace el papel de un cómico que
viaja a Tokio para grabar un comercial, y Johansson es la esposa de un
fotógrafo que no le presta mucha atención, insinuando que su marido es un
idiota fenomenal. Murray y Johansson se hacen amigos y florece una amistad que
tiene todas las apariencias de un romance. Inclusive van a la cama, pero
vestidos, y hablan de sus problemas con gran ternura. Nunca consuman el coqueteo.
Para los románticos, esa fue la perla de la corona. Quedaron fascinados.
Recuerdo que cuando vi la película todavía trabajaba en una agencia noticiosa.
Y una de mis compañeras me dijo que mientras estaba observando el filme, rezaba
para sus adentros: “Dios mío ¡que no se acuesten, que no se acuesten!”
Yo recé de manera parecida durante la
proyección de la película alineándome con Frank Capra y con Sofia Coppola, la
directora de Lost in Translation.
PUDORES
Mi primera novela es de 1967. La última,
inédita. la finalicé a fines de diciembre pasado. Nunca le presté gran
importancia a la sexualidad manifiesta. Soy un inocente recorriendo distraído
el minado territorio del erotismo. No soy un ingenuo, y sin embargo, mi prosa
trata de eludir el enlace de dos cuerpos. Lo más curioso del caso es que en mi
primera trilogía, la del Mar Dulce, la protagonista se llama Dora y es la
madama de un prostíbulo. Y en la segunda trilogía, la de la Patria Boba, sus
protagonistas son Francisco de Miranda y Simón Bolívar, dos pantagruélicos
Casanovas. Cuando escribía esas novelas, nunca me interesó mucho describir
escenas sexuales. Por el contrario, me parecía que la gran literatura solía eludirlas.
Aunque amo Gargantúa y Pantagruel y Don Quijote, novelas donde la sexualidad
nunca está encubierta, y abarca no solo a los seres humanos sino al reino
animal, como lo demuestra ese maravilloso episodio en que Rocinante, que
parecía tan tímido, de pronto quiere refocilarse con algunas jacas, me inclino por
narraciones más castas. Aunque ¿Dónde concluye la castidad y empieza el
desenfreno en esas apasionadas sagas llamadas Madame Bovary, La dama de las
camelias, La guerra y la paz, Ilusiones perdidas, El príncipe idiota o Anna
Karenina?
Recién en mi última novela publicada, Eros y la doncella puse la sexualidad en
primer plano, pero se trataba de una especie de imperativo categórico, dictado
por la inefable frase de William Faulkner: “El sexo y la muerte son la puerta
de entrada y salida de este mundo”. La novela transcurre durante el Reino del
Terror en Francia (1792-1793) y la muerte siempre convoca la sexualidad. Marcel
Proust indicaba en A la búsqueda del
tiempo perdido cómo el fallecimiento de un bebé es sucedido al cabo de un
año por un nuevo embarazo. El dolor de los progenitores por la pérdida parece
servir de incentivo para el reemplazo del niño muerto. (En la época en que
Proust escribió su saga la mortalidad infantil era una plaga). Y Robin Cross,
en Fallen Eagle, un eximio trabajo
sobre los últimos días de Adolfo Hitler, narra cómo tras la rendición de una
ciudad, se registró una enorme orgía colectiva, que se prolongó casi una
semana, en la que participaron soldados y sobrevivivientes de campos de
concentración. Tras la matanza, había como una necesidad de convocar una nueva
generación a la vida.
Es evidente que el Reino del Terror
despertaba en los fugitivos y en los prisioneros la necesidad de perpetuar su
especie. Tras Eros y la doncella he
seguido trabajando el tema de la sexualidad. Estoy muy al tanto de la necesidad
de mostrar los avatares del amor, y sus consecuencias. Pero al menos, en uno de
los textos, opté por el decoro. Es un texto que reseña una enorme tragedia
colectiva. Tal vez es el único, junto con Eros
y la doncella, donde tanto necesité el contrapeso del erotismo para impedir
que la narración fuese destruida por la banalidad del mal. Pues el erotismo
tiene una ventaja: se beneficia de cierta dosis de humor. Cuando estamos
enamorados somos capaces de cometer tonterías sólo plausibles en la gran
comedia. El amor nos humaniza, y humaniza nuestro entorno. A veces la tragedia,
con sus exigencias, nos pinta rostros crueles, transformándonos en seres
implacables. Mi texto intenta eludir la crueldad. Durante su redacción, descubrí
que a veces, no consumar es mejor que consumar.
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