Mario Szichman
Me hice antiperonista
cuando tenía siete años de edad. No se puede estafar a un niño de manera impune.
Nací en Buenos en 1945. El año en que
Adolfo Hitler se suicidó en Berlín, y en que el peronismo llegó para quedarse.
Siete años después, el 26 de julio de 1952, mis padres me llevaron a ver una
pelicula de Los Cinco Grandes del Buen
Humor. Yo amaba a esos cómicos, me divertían sus aventuras. Toda la semana
previa a la función hablé con mis amigos del gran, incomparable evento. La
película era proyectada en un cine con una inmensa sala. Cuando llegamos con
mis padres y mi hermana, el cine estaba repleto de espectadores. Primero
pasaron un documental de Sucesos
Argentinos. Los ciudadanos de todo país afligido por autócratas o
dictadores en las décadas del cuarenta o del cincuenta deben recordar esos
noticiosos oficialistas.
En España existía el
documental de No–Do, que exaltaba las obras del generalísimo Francisco Franco.
Los españoles habían rebautizado a Franco como “El galán de No-Do”. El galán de
Sucesos Argentinos se llamaba Juan
Domingo Perón. A excepción de los granaderos a caballo, el cuerpo insignia de
las fuerzas armadas argentinas, el documental se dedicaba a reseñar las
actividades de “El primer trabajador de la Argentina”, especialmente la
inauguración de obras bautizadas con su nombre, o con el de su esposa, María
Eva Duarte de Perón.
Hospitales, fábricas,
ciudades, gasoductos, llevaban el nombre de uno u otro miembro de la pareja
presidencial. Presumo que había otros próceres en la Argentina –habitualmente,
los próceres preceden a las patrias– pero resulta más económico bautizar la
infraestructura con uno o dos nombres a lo sumo. Algo tiene que ver con la
producción en serie.
Recuerdo que en un
excelente cuento de Rodolfo Walsh, un antiperonista ingresaba a un baño
público, y usando una birome, lo rebautizaba como “Meoducto Presidente Perón”.
Finalmente, el
documental de Sucesos Argentinos
arribó piadosamente a la palabra Fin.
Han pasado numerosas décadas desde esa jornada, pero todavía recuerdo la
tensión nerviosa, el júbilo en la sala, el cese de todo murmullo, cuando con
fanfarrias se anunció en la pantalla el título del filme protagonizado por Los Cinco Grandes del Buen Humor. Uno
tras otro, se sucedieron en flashes los nombres de Guillermo Rico, Rafael (El
Pato) Carret, Juan Carlos (El Flaco) Cambón, Jorge Luz, y Zelmar Gueñol. Y
cuando ya los nombres de los actores habían sido reemplazados por los del
guionista y miembros del cuerpo técnico, y antes que se accediera al nombre del
director, llegó la catástrofe, lo impensado: se escuchó como el raspar de una
púa sobre un disco de vinyl (sí, existió una época dorada sin audiocasettes) la
gigantesca pantalla del cine adquirió una enfermiza, amarillenta luminosidad, y
cesó la proyección de la película. Luego de algunos segundos de estupor y de
murmullos, apareció en el centro del escenario un señor arrastrando un
micrófono de pie, y nos informó que se cancelaba la función porque “A las
veinte y venticinco, la señora había pasado a la inmortalidad”.
Dos o tres personas
comenzaron a llorar. El resto de los espectadores pareció resignado al fallecimiento de Eva Perón. En el
pensamiento colectivo primaba la idea de que no somos nada. Además, la enfermedad
de La Señora (existía sólo una Señora en toda la Argentina) era conocida desde
hacía algunas semanas. Recuerdo las misas cotidianas donde se oraba por ella.
Luego vinieron los
funerales, los más grandes de que se tenga memoria en la Argentina. También los
más prolongados, y los más tristes y lluviosos.
LOS FUNERALES DEL PAPÁ
GRANDE
La muerte de Eva
Perón, tan bella, tan joven, ha conmovido a muchos intelectuales y escritores.
El musical Evita es una demostración
de su repercusión mundial. Pero creo que contribuyó a su leyenda el destino del
cadáver luego de la momificación realizada por el médico español Pedro Ara. Tres
años después de la muerte de Evita, la Revolución Libertadora derrocó a a
Perón, y alguno de sus jefes tuvo la luminosa idea de robar el embalsamado
cadáver de la difunta, y esconderlo, para que no se convirtiera en objeto de
culto. De esa manera, se acrecentó la figura de Evita como objeto de culto, tras
añadirse el sacrilegio de escamotear sus restos mortales.
Las
peripecias sufridas por el cadáver de Eva Perón han creado un subgénero
literario-ensayístico en la Argentina. El ataúd en el que se hallaban sus
restos tuvo distintas escalas en Europa y concluyó enterrado en un cementerio
de Milán. En la lápida ya no era Evita, sino María Maggi de Magistris, una
viuda italiana emigrada a la Argentina. Durante dos décadas, se ignoró su
destino.
Fue también Rodolfo Walsh quien escribió
una obra maestra, el cuento titulado Esa
mujer, aludiendo a esas peripecias.
El trajinado deambular de Eva Perón no
es tan insólito como se presume. Sólo la excepción confirma la regla. El
“Auto–icon”, el cuerpo parcialmente momificado del famoso filósofo británico
Jeremy Bentham se encuentra en exhibición en una vitrina del University College
of London, desde el año 1850. Nadie ha intentado sustraerlo. Pero eso es
infrecuente.
El problema
de mantener un cadáver famoso por encima de la tierra causa problemas. Por
alguna extraña razón, siempre hay algún maniático o alguna corporación militar
que necesitan apoderarse de ese cadáver. El cuerpo de Abraham Lincoln fue
robado en una ocasión. Y los restos del Libertador Simón Bolívar fueron exhumados
y examinados por el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez, aunque nunca
se explicó el propósito.
El cadáver de Lenin reposa en un panteón
situado en la Plaza Roja de Moscú desde hace más de ocho décadas. Cuando los
nazis invadieron la Unión Soviética, Stalin ordenó trasladar el cuerpo a Tyumen,
Siberia, para que no fuera confiscado por los invasores.
La odisea de ese traslado está narrada
en un extraordinario libro, Lenin´s
Embalmers, escrito por Ilya Zbarsky y Samuel Hutchinson. El cadáver
del líder revolucionario fue custodiado por
Boris Zbarsky, uno de los embalsamadores originales de Lenin, y por su
hijo Ilya (el co-autor del libro Lenin’s
Embalmers).
Boris
Zbarsky salvaguardó el cadáver durante 30 años. Su hijo, otros veinte. Ambos se
aferraron al cadáver de Lenin, glosando la letra de un tango, “Como abrazados a
un rencor”. Fue lo único que les permitió sobrevivir a las purgas de Stalin.
Por cierto,
en ese lapso ocurrió algo extraordinario con el cadáver de Lenin: empezó a
vender salud. Ilya Zbarsky envió un informe al Kremlin en 1945, señalando: “La
condición del cadáver ha mejorado de manera considerable”.
Luego de la
caída de la Unión Soviética, Ilya logró acceder a los archivos de la KGB, y
descubrió que tanto él como su padre habían sido condenados a muerte por
actividades antisoviéticas. Pero la sentencia fue suspendida. Al margen del
informe contra ambos, Stalin escribió, de su puño y letra: “No deben ser
tocados hasta que se encuentren substitutos”. Resultó imposible encontrar
embalsamadores capaces de mejorar el aspecto de un muerto.
En 1953
falleció José Stalin, el sucesor de Lenin. También su cadáver fue momificado.
Pero no por Boris Zbarsky, ni por su hijo Ilya. Boris estaba preso, en tanto
Ilya había sido destituido de su cargo de embalsamador. Stalin localizó finalmente
a un técnico capaz de mejorar el aspecto de un muerto: Sergey Mardashev. Nunca
imaginó que esa persona se encargaría de aderezarlo para la eternidad. O de
divulgar sus defectos. Mardashev quedó muy desconcertado al encontrarse con el
cadáver de Stalin. El líder soviético aparecía en las fotos con el rostro de un
galán de cine. En realidad, tenía la cara estropeada por la viruela, y debía someterse
diariamente a sesiones de maquillaje. Las revelaciones de Mardashev cayeron
como un balde de agua fría entre los admiradores de Stalin.
Hasta 1961,
Stalin reposó a un metro de distancia de Lenin. Pero luego, el proceso de
desestalinización ordenado por Nikita Kruschev envió su momia a un sitio
desconocido. He visto muchas fotos siniestras, cercanas a la pornografía, pero
no creo que una sola de ellas supere la imagen de esos dos cuerpos reposando
para la eternidad.
En años
recientes, tras la caída de la Unión Soviética, empezaron a multiplicarse las
voces exigiendo que Lenin, el padre fundador del estado soviético, descanse
realmente en paz, alejado de la Plaza Roja. Eso ocurrirá en algún momento no
muy lejano, y Lenin deberá liar sus bártulos.
JULIO ES EL
MES MÁS CRUEL
Julio es pleno invierno en Buenos Aires.
Y la mayoría de los días del velorio de Evita, o llovió, o el cielo emergió
encapotado. La ciudad se detuvo. El país se detuvo. Allí comprobé que no todas
las muertes son iguales. En mi novela Los
judíos del Mar Dulce, uno de sus protagonistas, Natalio, el más
antiperonista de la familia Pechof (contreras
les llamaban a los opositores) hace este cálculo: “Si a cada velorio van unas cuarenta personas y al de Evita
fueron más de un millón y medio, su muerte equivale a
la de treinta y siete mil quinientos difuntos”.
Creo que en esa ocasión, no fue Natalio Pechof quien
habló, sino el autor. El autor abrió la boca no desde su madurez de escritor,
sino desde el rencor de su infancia. Bueno, hay que disculpar a ese niño que
consideraba más interesante contemplar a cinco cómicos en la pantalla, que un
funeral interminable. Pues no se puede
estafar a un niño de manera impune.
Siempre me
han causado desconcierto los avatares de la eternidad. Cambian los gobiernos,
se revisa la historia, y en muchos casos es difícil mantener la ficción de un
inmortal que ha sido eternizado en vida. En cambio otras vidas, que muchos
imaginaron serían sepultadas por su muerte, persisten en marcar nuestros
destinos.
Simón
Bolívar murió despreciado, perseguido, solitario. De Francisco de Miranda ni
siquiera se han podido recuperar los restos. Murió en la fortaleza de La
Carraca, en Cádiz, y esa fortaleza fue luego destruida por las aguas. Y sin
embargo, ambos siguen guiando a generaciones de venezolanos y de
latinoamericanos. La historia suele ser cruel. Pero la mayoría de las veces
muestra su sabiduría.