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domingo, 26 de enero de 2014

Morir en vivo y en directo Eternizarse algunas décadas adicionales





Mario Szichman



Me hice antiperonista cuando tenía siete años de edad. No se puede estafar a un niño de manera impune.  Nací en Buenos en 1945. El año en que Adolfo Hitler se suicidó en Berlín, y en que el peronismo llegó para quedarse. Siete años después, el 26 de julio de 1952, mis padres me llevaron a ver una pelicula de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Yo amaba a esos cómicos, me divertían sus aventuras. Toda la semana previa a la función hablé con mis amigos del gran, incomparable evento. La película era proyectada en un cine con una inmensa sala. Cuando llegamos con mis padres y mi hermana, el cine estaba repleto de espectadores. Primero pasaron un documental de Sucesos Argentinos. Los ciudadanos de todo país afligido por autócratas o dictadores en las décadas del cuarenta o del cincuenta deben recordar esos noticiosos oficialistas.

En España existía el documental de No–Do, que exaltaba las obras del generalísimo Francisco Franco. Los españoles habían rebautizado a Franco como “El galán de No-Do”. El galán de Sucesos Argentinos se llamaba Juan Domingo Perón. A excepción de los granaderos a caballo, el cuerpo insignia de las fuerzas armadas argentinas, el documental se dedicaba a reseñar las actividades de “El primer trabajador de la Argentina”, especialmente la inauguración de obras bautizadas con su nombre, o con el de su esposa, María Eva Duarte de Perón.

Hospitales, fábricas, ciudades, gasoductos, llevaban el nombre de uno u otro miembro de la pareja presidencial. Presumo que había otros próceres en la Argentina –habitualmente, los próceres preceden a las patrias– pero resulta más económico bautizar la infraestructura con uno o dos nombres a lo sumo. Algo tiene que ver con la producción en serie.

Recuerdo que en un excelente cuento de Rodolfo Walsh, un antiperonista ingresaba a un baño público, y usando una birome, lo rebautizaba como “Meoducto Presidente Perón”.

Finalmente, el documental de Sucesos Argentinos arribó piadosamente a la palabra Fin. Han pasado numerosas décadas desde esa jornada, pero todavía recuerdo la tensión nerviosa, el júbilo en la sala, el cese de todo murmullo, cuando con fanfarrias se anunció en la pantalla el título del filme protagonizado por Los Cinco Grandes del Buen Humor. Uno tras otro, se sucedieron en flashes los nombres de Guillermo Rico, Rafael (El Pato) Carret, Juan Carlos (El Flaco) Cambón, Jorge Luz, y Zelmar Gueñol. Y cuando ya los nombres de los actores habían sido reemplazados por los del guionista y miembros del cuerpo técnico, y antes que se accediera al nombre del director, llegó la catástrofe, lo impensado: se escuchó como el raspar de una púa sobre un disco de vinyl (sí, existió una época dorada sin audiocasettes) la gigantesca pantalla del cine adquirió una enfermiza, amarillenta luminosidad, y cesó la proyección de la película. Luego de algunos segundos de estupor y de murmullos, apareció en el centro del escenario un señor arrastrando un micrófono de pie, y nos informó que se cancelaba la función porque “A las veinte y venticinco, la señora había pasado a la inmortalidad”.

Dos o tres personas comenzaron a llorar. El resto de los espectadores pareció  resignado al fallecimiento de Eva Perón. En el pensamiento colectivo primaba la idea de que no somos nada. Además, la enfermedad de La Señora (existía sólo una Señora en toda la Argentina) era conocida desde hacía algunas semanas. Recuerdo las misas cotidianas donde se oraba por ella.

Luego vinieron los funerales, los más grandes de que se tenga memoria en la Argentina. También los más prolongados, y los más tristes y lluviosos.



LOS FUNERALES DEL PAPÁ GRANDE



La muerte de Eva Perón, tan bella, tan joven, ha conmovido a muchos intelectuales y escritores. El musical Evita es una demostración de su repercusión mundial. Pero creo que contribuyó a su leyenda el destino del cadáver luego de la momificación realizada por el médico español Pedro Ara. Tres años después de la muerte de Evita, la Revolución Libertadora derrocó a a Perón, y alguno de sus jefes tuvo la luminosa idea de robar el embalsamado cadáver de la difunta, y esconderlo, para que no se convirtiera en objeto de culto. De esa manera, se acrecentó la figura de Evita como objeto de culto, tras añadirse el sacrilegio de escamotear sus restos mortales.

Las peripecias sufridas por el cadáver de Eva Perón han creado un subgénero literario-ensayístico en la Argentina. El ataúd en el que se hallaban sus restos tuvo distintas escalas en Europa y concluyó enterrado en un cementerio de Milán. En la lápida ya no era Evita, sino María Maggi de Magistris, una viuda italiana emigrada a la Argentina. Durante dos décadas, se ignoró su destino.

Fue también Rodolfo Walsh quien escribió una obra maestra, el cuento titulado Esa mujer, aludiendo a esas peripecias.

El trajinado deambular de Eva Perón no es tan insólito como se presume. Sólo la excepción confirma la regla. El “Auto–icon”, el cuerpo parcialmente momificado del famoso filósofo británico Jeremy Bentham se encuentra en exhibición en una vitrina del University College of London, desde el año 1850. Nadie ha intentado sustraerlo. Pero eso es infrecuente.

El problema de mantener un cadáver famoso por encima de la tierra causa problemas. Por alguna extraña razón, siempre hay algún maniático o alguna corporación militar que necesitan apoderarse de ese cadáver. El cuerpo de Abraham Lincoln fue robado en una ocasión. Y los restos del Libertador Simón Bolívar fueron exhumados y examinados por el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez, aunque nunca se explicó el propósito. 

El cadáver de Lenin reposa en un panteón situado en la Plaza Roja de Moscú desde hace más de ocho décadas. Cuando los nazis invadieron la Unión Soviética, Stalin ordenó trasladar el cuerpo a Tyumen, Siberia, para que no fuera confiscado por los invasores.

La odisea de ese traslado está narrada en un extraordinario libro, Lenin´s Embalmers, escrito por Ilya Zbarsky y Samuel Hutchinson. El cadáver del líder revolucionario fue custodiado por  Boris Zbarsky, uno de los embalsamadores originales de Lenin, y por su hijo Ilya (el co-autor del libro Lenin’s Embalmers).

Boris Zbarsky salvaguardó el cadáver durante 30 años. Su hijo, otros veinte. Ambos se aferraron al cadáver de Lenin, glosando la letra de un tango, “Como abrazados a un rencor”. Fue lo único que les permitió sobrevivir a las purgas de Stalin.

Por cierto, en ese lapso ocurrió algo extraordinario con el cadáver de Lenin: empezó a vender salud. Ilya Zbarsky envió un informe al Kremlin en 1945, señalando: “La condición del cadáver ha mejorado de manera considerable”. 

Luego de la caída de la Unión Soviética, Ilya logró acceder a los archivos de la KGB, y descubrió que tanto él como su padre habían sido condenados a muerte por actividades antisoviéticas. Pero la sentencia fue suspendida. Al margen del informe contra ambos, Stalin escribió, de su puño y letra: “No deben ser tocados hasta que se encuentren substitutos”. Resultó imposible encontrar embalsamadores capaces de mejorar el aspecto de un muerto.


En 1953 falleció José Stalin, el sucesor de Lenin. También su cadáver fue momificado. Pero no por Boris Zbarsky, ni por su hijo Ilya. Boris estaba preso, en tanto Ilya había sido destituido de su cargo de embalsamador. Stalin localizó finalmente a un técnico capaz de mejorar el aspecto de un muerto: Sergey Mardashev. Nunca imaginó que esa persona se encargaría de aderezarlo para la eternidad. O de divulgar sus defectos. Mardashev quedó muy desconcertado al encontrarse con el cadáver de Stalin. El líder soviético aparecía en las fotos con el rostro de un galán de cine. En realidad, tenía la cara estropeada por la viruela, y debía someterse diariamente a sesiones de maquillaje. Las revelaciones de Mardashev cayeron como un balde de agua fría entre los admiradores de Stalin.

Hasta 1961, Stalin reposó a un metro de distancia de Lenin. Pero luego, el proceso de desestalinización ordenado por Nikita Kruschev envió su momia a un sitio desconocido. He visto muchas fotos siniestras, cercanas a la pornografía, pero no creo que una sola de ellas supere la imagen de esos dos cuerpos reposando para la eternidad.

En años recientes, tras la caída de la Unión Soviética, empezaron a multiplicarse las voces exigiendo que Lenin, el padre fundador del estado soviético, descanse realmente en paz, alejado de la Plaza Roja. Eso ocurrirá en algún momento no muy lejano, y Lenin deberá liar sus bártulos.



JULIO ES EL MES MÁS CRUEL



Julio es pleno invierno en Buenos Aires. Y la mayoría de los días del velorio de Evita, o llovió, o el cielo emergió encapotado. La ciudad se detuvo. El país se detuvo. Allí comprobé que no todas las muertes son iguales. En mi novela Los judíos del Mar Dulce, uno de sus protagonistas, Natalio, el más antiperonista de la familia Pechof (contreras les llamaban a los opositores) hace este cálculo: “Si a cada velorio van unas cuarenta personas y al de Evita fueron más de un millón y medio, su muerte equivale a la de treinta y siete mil quinientos difuntos”.

Creo que en esa ocasión, no fue Natalio Pechof quien habló, sino el autor. El autor abrió la boca no desde su madurez de escritor, sino desde el rencor de su infancia. Bueno, hay que disculpar a ese niño que consideraba más interesante contemplar a cinco cómicos en la pantalla, que un funeral interminable. Pues no se puede estafar a un niño de manera impune.

Siempre me han causado desconcierto los avatares de la eternidad. Cambian los gobiernos, se revisa la historia, y en muchos casos es difícil mantener la ficción de un inmortal que ha sido eternizado en vida. En cambio otras vidas, que muchos imaginaron serían sepultadas por su muerte, persisten en marcar nuestros destinos.

Simón Bolívar murió despreciado, perseguido, solitario. De Francisco de Miranda ni siquiera se han podido recuperar los restos. Murió en la fortaleza de La Carraca, en Cádiz, y esa fortaleza fue luego destruida por las aguas. Y sin embargo, ambos siguen guiando a generaciones de venezolanos y de latinoamericanos. La historia suele ser cruel. Pero la mayoría de las veces muestra su sabiduría.