martes, 7 de enero de 2014

Los modos del exceso. La anulación de la metáfora





Mario Szichman


     Hay muchas clases de críticos literarios. En una época creía que los mejores eran los narradores convertidos en ensayistas. Siento una enorme admiración por David Viñas, por su trabajo Literatura argentina y realidad política (exclusivamente la primera edición, la publicada por Editorial Jorge Alvarez). Su análisis de la aristocracia porteña en el capítulo titulado “Niños y criados favoritos” es para esculpirlo en piedra. La sabia descripción de ese mundo pomposo y ridículo me dio la idea para la novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad.
Gore Vidal, y Norman Mailer son otros ejemplos de críticos literarios provenientes del campo de la narrativa que trasmutan el ensayo en obras de poderosa imaginación. Y por lo tanto, brindan herramientas al escritor para afinar en su prosa.
     Pero también la crítica literaria recopila genios, como los rusos Viktor Shklovski y Mijail Bajtin, o el alemán Erich Auerbach. Quien aún no haya abordado a esos gigantes, seguramente disfrutará de libros como Sobre la prosa literaria (Shklosvski), o los trabajos Problemas de la poética de Dostoievski o La imaginación dialógica (Bajtin) o Mímesis (Auerbach). La magia, en esos casos, consiste en hacer literatura de textos literarios. Ahí está el famoso texto de Shklosvski examinando las formas erradas de leer el Quijote en que incurrieron Dostoievski y Heine, cuando confundieron al barbero Nicolás con Sansón Carrasco. Sólo alguien como Shklosvski puede descubrir en ese error el modo de confección de la novela en la época de Dostoievski. Tal como señala, Dostoievski no captó el error de Heine “porque la tendencia del error correspondía a las leyes de la ulterior evolución de la novela”. En las ficciones de ese período “se procuraba que los personajes se hallasen presentes en toda la obra. Dos personajes similares se fusionaron al ser recordados”.
     También Bajtin nos abre nuevos horizontes cuando nos descubre la superioridad del estilo de Dostoievski sobre el de Tolstoi, indicando que ninguno de sus personajes está en condiciones de quedarse con la última palabra. En cuanto a Auerbach,  analiza en Mímesis la literatura occidental, desde la Biblia y la saga de Homero hasta Proust y Virginia Woolf, y el producto es tan espléndido como una gran novela. (La confrontación entre la Biblia y la saga homérica es posiblemente el mejor ensayo literario producido en el siglo veinte).
     En Estados Unidos, y durante las cuatro últimas décadas, hay un crítico literario que sobresale: Peter Brooks. Sus libros mejores, en mi opinión, son Reading for the Plot y The Melodramatic Imagination.  
     Basta leer en Reading for the Plot el análisis que hace Brooks de las reflexiones de Stendhal sobre “la imposibilidad de la comedia en 1836” para tropezar con un crítico excepcional. Esa simple idea se expande para abarcar una circunstancia histórica La Gran Revolución, y una de sus secuelas: el surgimiento de un público roto. Pues la gran comedia, como la elaborada por Moliere, necesita una audiencia unificada, que participe de un mismo código social, de similar conducta. Y sus integrantes deben ponerse de acuerdo no sólo en sus coincidencias sino también en sus discrepancias. ¿Qué es lo que está bien, y que es aquello considerado perverso o extravagante? Cuando la Revolución destruye dos entidades como la corte del rey, y el salón donde se reúnen los aristócratas, deviene la fragmentación. Brooks menciona una representación de El burgués gentilhombre, de Moliere, a la que asistió Stendhal en 1836, donde dos públicos enfrentados reaccionaron de manera muy diferente. En tanto un sector, constituido por aristócratas, se divirtió con las gaffes de Monsieur Jourdain (ese burgués fascinado al descubrir que todos los seres humanos hablan en prosa) el otro sector, constituido por una clase social de la burguesía en ascenso, mostró admiración por el personaje, sin advertir la ironía.
     En The Melodramatic Imagination Brooks analiza una de las formas artísticas más vilipendiadas y más creadoras que ha surgido en los tres últimos siglos. ¿Qué es el melodrama? Pregunta Brooks. Bueno, en primer lugar, es un género víctima de una mala reputación. La palabra melodrama se usa de manera peyorativa, pues convoca emociones muy fuertes, gran esquematismo, polarización moral, la acción de villanos desembozados, la persecución de seres decentes, gestos exagerados, y por supuesto, una abundante catarsis. Hay siempre algo muy histriónico en los personajes del melodrama. Posiblemente, por eso, ha recibido una fuerte dosis de vida a partir de la emergencia del cine. En realidad, la forma más perfecta de cine melodramático es el mudo. Pues la palabra incluye “melo”, música, y es ya indeleble la estampa del pianista al costado de la gran pantalla rubricando con sus acordes la acción de los personajes.

LAS FORMAS DEL EXCESO

     Brooks no elige para su crítica a los cultores más famosos del melodrama, como el prolífico Guilbert de Pixérécourt, considerado el fundador del género, sino a quienes aprovecharon algunos de sus elementos. Y aunque hace alusión pasajera a Charles Dickens, Eugenio Sue, Alejandro Dumas, Victor Hugo y Fiodor Dostoievski, se concentra en dos figuras, Honorato de Balzac – previsible– y Henry James –implausible– para explicar “las formas del exceso”.
     La escritura de James no parece prestarse al melodrama, al menos en sus novelas, aunque sí en sus novelas cortas (The Turn of the Screw) y en sus relatos (The Beast in the Jungle). En cambio Balzac es un producto del melodrama, el encargado de llevarlo más alto y más lejos. Y James, que al principio se acercó a la prosa de Balzac con cierta desconfianza, concluyó siendo uno de sus más grandes admiradores.
   Es curioso que Marcel Proust, un gran esteta, cuya prosa parecería enfilar hacia Flaubert, era un devoto de Balzac. Pero es que Flaubert era un realista, y Balzac era un iluminado. Todos conocen el camino por el que nos arrastra Flaubert (excepto en Bouvard y Pecuchet, para mí su obra maestra), pero Balzac siempre arrastra escritores por senderos impensados. Ignoro a donde hubiera ido a parar Faulkner conducido de la mano de Flaubert. Pero es impensable que su cuento A Rose for Emily o la primera parte de El sonido y la furia, hayan sido escritos sin sentir el respaldo de la desbocada imaginación de Balzac.
     En La piel de zapa, Raphael de Valentin ingresa a un casino para jugarse sus últimos ahorros, y el empleado que está en la recepción le pide su sombrero para guardárselo. El narrador se pregunta si no se esconde en ese simple gesto una parábola providencial o surgida de las Sagradas Escrituras, o un pacto diabólico, o si alguna autoridad superior ha ordenado retener todos los sombreros de los jugadores para medir sus cráneos y compilar una estadística muy instructiva sobre la capacidad craneal de todos aquellos dispuestos a suicidarse tras gastar hasta el último céntimo.
     En una simple visita a una tienda de antigüedades, Balzac convoca todo el saber y la arqueología de veinte siglos. En Papá Goriot describe La pensión Vauquer señalando que la propietaria “explica su casa, como su casa implica su persona. La robustez descolorida de la mujer es el producto de semejante vida, como el tifus es la consecuencia de las emanaciones de un hospital. Su vestuario compendia el salón, el comedor y eI jardín, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes”. En El lirio en el valle, el narrador observa la sonrisa forzada de la señora de Mortsauf y detecta en ella “la ironía de la venganza, la anticipación del placer, la intoxicación del alma, la furia de la decepción”.
     Los personajes de Balzac, en sus momentos definitivos, recuerdan a esos actores que ensayan paulatinamente sus accesos de ira para la explosión final.

LA ANULACIÓN DE LA METÁFORA

     Pero los modos del exceso no siempre son aconsejables cuando la realidad supera la imaginación melodramática. Y en ese sentido, también un buen crítico literario nos permite advertir en qué momento menos es más, y cuando el pudor debe reemplazar a la exageración.
     Eso se puede observar en una novela como Payback, del alemán Gert Ledig. Toda la novela transcurre en el curso de una hora, en julio de 1944. Varios bombarderos norteamericanos sobrevuelan una ciudad alemana, mientras en sus casas y en refugios, civiles alemanes aguardan la muerte. No hay declamación, no hay grandes gestos, todo transcurre como en sordina. Y el efecto es devastador.
Otra prueba son las novelas escritas sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y en los suburbios de Washington. Y aquí, de nuevo, es un crítico literario, no un narrador, quien se queda con la última palabra. El escocés Andrew O´Hagan, en un análisis del libro Falling Man, de Don DeLillo, publicado en The New York Review of Books (28 de junio de 2007) señaló la dificultad de usar metáforas para describir lo ocurrido ese día. Si la novela del gran DeLillo no alcanza la calidad de Libra, las razones deben atribuirse al tema. Cuando DeLillo describe el asesinato de John F. Kennedy, dijo O´Hagan, “ubica a los lectores en la esquina del cuarto del Depósito de Libros” donde Lee Oswald oprimió el gatillo de su rifle. El informe de la Comisión Warren que investigó el asesinato del presidente norteamericano parece un tedioso reporte al lado del vívido relato de DeLillo. Pero  Falling Man, es inferior al Informe de la Comisión del 11 de septiembre. “Basta abrir el informe en cualquier página”, indicó el crítico, “para encontrar una imponente descripción, segundo a segundo, de lo ocurrido esa mañana, y de los antecedentes de los piratas aéreos”. Cuando un escritor imaginativo señaló que el segundo avión en estrellarse contra la torre sur fue como un mensajero depositando una carta, cometió un error, dijo O´Hagan. “No, fue sencillamente como si un avión comercial se hubiese estrellado contra un rascacielos”. Y cuando la torre sur colapsó, no cayó como “un ascensor descendiendo a toda velocidad”, según dijo otro escritor. No, “colapsó como un edificio desplomándose en el suelo”. Los modos del exceso fracasaron en esa ocasión.
     “El 11 de septiembre”, señaló O´Hagan, “ofreció algunas breves horas en que los novelistas estadounidenses debieron limitarse a permanecer en sus casas, en tanto el periodismo les enseñó feroces lecciones en el uso de múltiples voces, de diferentes puntos de vista, de la estructura de la trama, del monólogo interior, de la presión de la historia, de la fuerza del silencio, y de lo siniestro. En realidad, mostró ese día, su propio arte al desnudo”.



2 comentarios:

  1. Excelente lección. Gracias Mario.

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué grato fue recibir tu mensaje, Fermín! Por cierto, la reseña de Andrew O´Hagan sobre Falling Man y otras novelas de Don DeLillo es impecable. O´Hagan es uno de mis más recientes hallazgos a nivel de la crítica literaria. Tiene la virtud de enseñar al narrador. Y además, escribe muy bien, y con gran pasión.

    ResponderEliminar