Mario Szichman
Hay libros que se ubican en los márgenes
y desde allí cuestionan el saber establecido. Ocurre con La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn,
con Introducción a la historia, de
Marc Bloch, con la Sociología del gusto
literario, de Levin L. Schucking. Simbolizan, en el campo del ensayo, el
equivalente de las novelas de Lawrence Sterne, de Gustave Flaubert o de Marcel
Proust, que parecen proclives a desarticular la estructura narrativa.
En Tristram
Shandy, Sterne cuenta en el inicio no la infancia del héroe, sino el
orgasmo de sus padres y la gestación. En Bouvard
y Pecuchet Flaubert usa el background de 1.500 libros no como un tributo al
progreso del saber humano sino para reírse de la estupidez que abunda en todas
las ramas del conocimiento. Y Proust dedica más de tres mil páginas a describir
las tribulaciones de un escritor en ciernes que nunca encuentra tiempo para
escribir una novela.
Kuhn usa una piqueta similar para acabar
con la idea de que progresamos en materia científica a medida que transcurren
los siglos. Según el ensayista, las nuevas teorías desechan el avance alcanzado
en las teorías antiguas y empiezan a partir de cero con otras premisas,
posiblemente erradas, aunque englobadas en un sistema coherente.
Bloch considera el análisis de la
historia tan dudoso como las fábulas o las parábolas religiosas, y Schucking declara
que no hay arte sin el financiamiento de los mecenas (los Borgia, durante el
Renacimiento, el estado benefactor, en la actualidad). Sin ese respaldo
económico, sugiere Schucking, toda obra maestra puede quedar perfectamente
desconocida algunas centurias o milenios, como los dibujos en las cuevas de
Altamira.
A esa pléyade de escritores en los
márgenes pertenece James C. Scott con su libro Seeing Like a State. La traducción del título es difícil.
Literalmente, sería Ver, o examinar, como un estado. La idea es que desde las alturas del poder la
realidad se observa de una manera esquemática, ignorando al ser humano excepto
para vigilarlo y tomar control de su vida. Tal vez el subtítulo ofrezca una
idea mejor: “Cómo ciertos esquemas para mejorar la condición humana han fracasado”.
Hay un solo problema en el libro de
Scott: su dispersión. Con cada uno de sus capítulos podría haber escrito un
libro. Y esos tomos hubieran poseído la misma o inclusive mayor contundencia
que el producto final. Pues en ocasiones Scott se disemina en múltiples avenidas,
y en excesivas notas al pie.
La idea central de Seeing Like a State es la siguiente: la llamada “ingeniería social”
suele planificar para el desastre[i]. Ya se
trate de una ciudad –Brasilia es el modelo perfecto de una pesadilla
urbanística– o de la naturaleza. La colectivización de las tierras en Ucrania
durante la época de Stalin no sólo privó a cientos de miles de propietarios de
sus tierras, sino que condenó a millones de personas a espantosas hambrunas.
DE LE CORBUSIER A BRASILIA
El arquitecto Charles-Édouard Jeanneret, más conocido como Le Corbusier, amaba
la geometría sencilla de los grandes espacios. Curiosamente, sus colosales creaciones
nunca encontraron financiamiento. Eran demasiado austeras, parecían destinadas
exclusivamente para la meditación. En esos diseños, solo el factor humano era
prescindible.
Por suerte Le Corbusier era muy admirado por el arquitecto brasileño Oscar
Niemeyer, y su inspiración contribuyó a la creación de Brasilia, la ciudad de
la segregación espacial, donde todo está separado de todo, y la única esperanza
de sobrevivir es salir huyendo de sus predios a toda velocidad.
El sitio donde fue construido Brasilia era el sueño de un urbanista como
Le Corbusier, pues estaba totalmente vacío. Al presidente brasileño Juscelino
Kubitschek, quien convirtió a la ciudad en su prioridad máxima, le gustaba el terreno
seleccionado para su emplazamiento, pues se trataba de una tabla rasa en la
Meseta Central del estado de Goiás, a mil kilómetros de Río de Janeiro. En esa
zona Kubitschek podría prescindir de compromisos “ortopédicos”. La agencia
encargada de planificar su construcción controlaba toda la tierra. No había que
demoler favelas usando la piqueta del progreso, o exterminar a indígenas.
La planificación fue ejemplar. Por un lado había viviendas, sólo
viviendas. Por el otro lado se erigieron oficinas públicas, ministerios,
asambleas legislativas, y numerosos mausoleos dedicados a labores burocráticas.
En un sector estaban las actividades recreativas, y en el otro los medios de
transporte. Era esencial que ninguna actividad contaminase otra. Si existe una
palabra que define a Brasilia es “segregación”. Cada parte, dice Scott, debía estar
“espacialmente segregada, como insistía Le Corbusier”. Y ya que la única
función de Brasilia es de índole administrativa, la planificación fue bastante
simple.
Pero además, Kubitschek y Niemeyer querían que Brasilia se convirtiese en
“una utopía factible”, en la visión que debía encarnar el futuro del país. Por
lo tanto, era imprescindible barrer bajo la alfombra “los hábitos, tradiciones
y prácticas del pasado brasileño o de sus grandes ciudades”. Como el San
Petersburgo que ordenó construir el zar Pedro el Grande, Brasilia debía remodelar
al ciudadano, desde su carácter hasta sus hábitos personales. El súbdito que llegase
a Brasilia debería olvidarse de su previa vida social, de sus diversiones, o de
su trabajo. Brasilia impondría en todos sus residentes una capa de modernidad.
Todos serían hombres nuevos y mujeres flamantes.
Un modelo de la nueva urbe creada por Niemeyer, es La Plaza de los Tres
Poderes. He aquí la descripción
de Scott:
“… ¡Qué plaza!
Esa
vasta, monumental plaza, flanqueada por la Explanada de los Ministerios, es de
tal escala, que inclusive empequeñece un desfile militar … En comparación, la
Plaza Tien—an –Men de Pekín, o la Plaza Roja de Moscú, son íntimas, acogedoras.
La única manera de tener una idea de la plaza … es desde el aire. Si un amigo desea
encontrarse con otro en esa plaza, es como intentar encontrarlo en el medio del
Desierto de Gobi. Y si finalmente encuentra a su amigo en la plaza, no hay nada
que puedan hacer juntos”. Scott dice que la única función que desempeña esa
plaza es como “centro simbólico del estado”, y la solitaria actividad que favorece
es la de los empleados dirigiéndose de un ministerio a otro.
Brasilia recuerda un poco esos paisajes urbanos futuristas diseñados en
filmes como Blade Runner, donde el traslado
consiste en huir de lugares. Mientras en una plaza tradicional confluyen las
residencias, el comercio y la administración, convirtiéndola en un vital sitio
de paseo y de ocio, la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia representa la
ausencia de vida. Todo aquello que existe en La Puerta del Sol de Madrid, en el
“centro” de Buenos Aires, en Times Square de Nueva York, en los anchos
bulevares de París, brilla por su ausencia en Brasilia. Los hombres nuevos y
las mujeres flamantes son almas en pena que deambulan por áreas gigantescas.
En Brasilia, dice Scott, “no existen los espacios públicos informales,
carentes de estructura: los cafés al aire libre, las esquinas, los parques
pequeños, las plazas vecinales”. Todo espacio que debería servir para la
recreación se ha convertido en “un espacio muerto”.
Planificar “desde arriba” no es monopolio de los
autócratas, sino de una mentalidad estatista que precede a la Revolución
Francesa. Scott menciona lo que ocurrió en Prusia durante el siglo dieciocho,
cuando ingenieros forestales intentaron crear madera para usos exclusivamente
comerciales.
“El anhelo era crear bosques
perfectamente legibles”, dice Scott. “Se plantaron árboles de la misma edad y
de la misma especie. Los árboles crecían en líneas rectas, en espacios llanos,
rectangulares, libres de toda clase de arbustos y de cazadores furtivos”. Pero,
el plan contravenía a la naturaleza, que ama la mezcla de especies, y a la
sociedad, que tiene usos destinados a los arbustos y a las hierbas que
prosperan a su alrededor. En el lapso de un siglo, la naturaleza se vengó. Esos
bosques tan higiénicos, tan libres de toda contaminación, se infectaron de
muerte y fueron flagelados por toda clase de plagas.
Tal como indicaba Arthur Korn, la
historia construye la ciudad, no a la inversa. Y el ser humano crea y recrea el
planeta todos los días de su vida. Pero el estado, y especialmente el estado
gendarme, reformula todo en base a estrictas exigencias de intervención y acecho.
Los grandes bulevares de París diseñados por el barón Haussman no fueron
inventados para que los parisinos ensancharan el recorrido de sus paseos, sino
para que las piezas de artillería pudieran desplazarse sin problemas a la hora de
ametrallar a los obreros durante las insurrecciones.
[i] Excluimos todo aquello que tiene que ver con
la salud pública, la medicina, o la “revolución verde”, que ha contribuido a
resolver problemas alimenticios.
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