miércoles, 29 de enero de 2014

La piqueta del progreso


Mario Szichman


Hay libros que se ubican en los márgenes y desde allí cuestionan el saber establecido. Ocurre con La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, con Introducción a la historia, de Marc Bloch, con la Sociología del gusto literario, de Levin L. Schucking. Simbolizan, en el campo del ensayo, el equivalente de las novelas de Lawrence Sterne, de Gustave Flaubert o de Marcel Proust, que parecen proclives a desarticular la estructura narrativa.

En Tristram Shandy, Sterne cuenta en el inicio no la infancia del héroe, sino el orgasmo de sus padres y la gestación. En Bouvard y Pecuchet Flaubert usa el background de 1.500 libros no como un tributo al progreso del saber humano sino para reírse de la estupidez que abunda en todas las ramas del conocimiento. Y Proust dedica más de tres mil páginas a describir las tribulaciones de un escritor en ciernes que nunca encuentra tiempo para escribir una novela.

Kuhn usa una piqueta similar para acabar con la idea de que progresamos en materia científica a medida que transcurren los siglos. Según el ensayista, las nuevas teorías desechan el avance alcanzado en las teorías antiguas y empiezan a partir de cero con otras premisas, posiblemente erradas, aunque englobadas en un sistema coherente.

Bloch considera el análisis de la historia tan dudoso como las fábulas o las parábolas religiosas, y Schucking declara que no hay arte sin el financiamiento de los mecenas (los Borgia, durante el Renacimiento, el estado benefactor, en la actualidad). Sin ese respaldo económico, sugiere Schucking, toda obra maestra puede quedar perfectamente desconocida algunas centurias o milenios, como los dibujos en las cuevas de Altamira.

A esa pléyade de escritores en los márgenes pertenece James C. Scott con su libro Seeing Like a State. La traducción del título es difícil. Literalmente, sería Ver, o examinar, como un estado.  La idea es que desde las alturas del poder la realidad se observa de una manera esquemática, ignorando al ser humano excepto para vigilarlo y tomar control de su vida. Tal vez el subtítulo ofrezca una idea mejor: “Cómo ciertos esquemas para mejorar la condición humana han fracasado”.

Hay un solo problema en el libro de Scott: su dispersión. Con cada uno de sus capítulos podría haber escrito un libro. Y esos tomos hubieran poseído la misma o inclusive mayor contundencia que el producto final. Pues en ocasiones Scott se disemina en múltiples avenidas, y en excesivas notas al pie.

La idea central de Seeing Like a State es la siguiente: la llamada “ingeniería social” suele planificar para el desastre[i]. Ya se trate de una ciudad –Brasilia es el modelo perfecto de una pesadilla urbanística– o de la naturaleza. La colectivización de las tierras en Ucrania durante la época de Stalin no sólo privó a cientos de miles de propietarios de sus tierras, sino que condenó a millones de personas a espantosas hambrunas.



DE LE CORBUSIER A BRASILIA


El arquitecto Charles-Édouard Jeanneret, más conocido como Le Corbusier, amaba la geometría sencilla de los grandes espacios. Curiosamente, sus colosales creaciones nunca encontraron financiamiento. Eran demasiado austeras, parecían destinadas exclusivamente para la meditación. En esos diseños, solo el factor humano era prescindible.
    Por suerte Le Corbusier era  muy admirado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, y su inspiración contribuyó a la creación de Brasilia, la ciudad de la segregación espacial, donde todo está separado de todo, y la única esperanza de sobrevivir es salir huyendo de sus predios a toda velocidad.

El sitio donde fue construido Brasilia era el sueño de un urbanista como Le Corbusier, pues estaba totalmente vacío. Al presidente brasileño Juscelino Kubitschek, quien convirtió a la ciudad en su prioridad máxima, le gustaba el terreno seleccionado para su emplazamiento, pues se trataba de una tabla rasa en la Meseta Central del estado de Goiás, a mil kilómetros de Río de Janeiro. En esa zona Kubitschek podría prescindir de compromisos “ortopédicos”. La agencia encargada de planificar su construcción controlaba toda la tierra. No había que demoler favelas usando la piqueta del progreso, o exterminar a indígenas.

La planificación fue ejemplar. Por un lado había viviendas, sólo viviendas. Por el otro lado se erigieron oficinas públicas, ministerios, asambleas legislativas, y numerosos mausoleos dedicados a labores burocráticas. En un sector estaban las actividades recreativas, y en el otro los medios de transporte. Era esencial que ninguna actividad contaminase otra. Si existe una palabra que define a Brasilia es “segregación”. Cada parte, dice Scott, debía estar “espacialmente segregada, como insistía Le Corbusier”. Y ya que la única función de Brasilia es de índole administrativa, la planificación fue bastante simple.
   Pero además, Kubitschek y Niemeyer querían que Brasilia se convirtiese en “una utopía factible”, en la visión que debía encarnar el futuro del país. Por lo tanto, era imprescindible barrer bajo la alfombra “los hábitos, tradiciones y prácticas del pasado brasileño o de sus grandes ciudades”. Como el San Petersburgo que ordenó construir el zar Pedro el Grande, Brasilia debía remodelar al ciudadano, desde su carácter hasta sus hábitos personales. El súbdito que llegase a Brasilia debería olvidarse de su previa vida social, de sus diversiones, o de su trabajo. Brasilia impondría en todos sus residentes una capa de modernidad. Todos serían hombres nuevos y mujeres flamantes.

Un modelo de la nueva urbe creada por Niemeyer, es La Plaza de los Tres Poderes. He aquí la descripción de Scott:

“… ¡Qué plaza! Esa vasta, monumental plaza, flanqueada por la Explanada de los Ministerios, es de tal escala, que inclusive empequeñece un desfile militar … En comparación, la Plaza Tien—an –Men de Pekín, o la Plaza Roja de Moscú, son íntimas, acogedoras. La única manera de tener una idea de la plaza … es desde el aire. Si un amigo desea encontrarse con otro en esa plaza, es como intentar encontrarlo en el medio del Desierto de Gobi. Y si finalmente encuentra a su amigo en la plaza, no hay nada que puedan hacer juntos”. Scott dice que la única función que desempeña esa plaza es como “centro simbólico del estado”, y la solitaria actividad que favorece es la de los empleados dirigiéndose de un ministerio a otro.

Brasilia recuerda un poco esos paisajes urbanos futuristas diseñados en filmes como Blade Runner, donde el traslado consiste en huir de lugares. Mientras en una plaza tradicional confluyen las residencias, el comercio y la administración, convirtiéndola en un vital sitio de paseo y de ocio, la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia representa la ausencia de vida. Todo aquello que existe en La Puerta del Sol de Madrid, en el “centro” de Buenos Aires, en Times Square de Nueva York, en los anchos bulevares de París, brilla por su ausencia en Brasilia. Los hombres nuevos y las mujeres flamantes son almas en pena que deambulan por áreas gigantescas.

En Brasilia, dice Scott, “no existen los espacios públicos informales, carentes de estructura: los cafés al aire libre, las esquinas, los parques pequeños, las plazas vecinales”. Todo espacio que debería servir para la recreación se ha convertido en “un espacio muerto”.

Planificar “desde arriba” no es monopolio de los autócratas, sino de una mentalidad estatista que precede a la Revolución Francesa. Scott menciona lo que ocurrió en Prusia durante el siglo dieciocho, cuando ingenieros forestales intentaron crear madera para usos exclusivamente comerciales.

“El anhelo era crear bosques perfectamente legibles”, dice Scott. “Se plantaron árboles de la misma edad y de la misma especie. Los árboles crecían en líneas rectas, en espacios llanos, rectangulares, libres de toda clase de arbustos y de cazadores furtivos”. Pero, el plan contravenía a la naturaleza, que ama la mezcla de especies, y a la sociedad, que tiene usos destinados a los arbustos y a las hierbas que prosperan a su alrededor. En el lapso de un siglo, la naturaleza se vengó. Esos bosques tan higiénicos, tan libres de toda contaminación, se infectaron de muerte y fueron flagelados por toda clase de plagas.

Tal como indicaba Arthur Korn, la historia construye la ciudad, no a la inversa. Y el ser humano crea y recrea el planeta todos los días de su vida. Pero el estado, y especialmente el estado gendarme, reformula todo en base a estrictas exigencias de intervención y acecho. Los grandes bulevares de París diseñados por el barón Haussman no fueron inventados para que los parisinos ensancharan el recorrido de sus paseos, sino para que las piezas de artillería pudieran desplazarse sin problemas a la hora de ametrallar a los obreros durante las insurrecciones.










[i] Excluimos todo aquello que tiene que ver con la salud pública, la medicina, o la “revolución verde”, que ha contribuido a resolver problemas alimenticios.

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