Mario Szichman
El
primer nombre de Robinson Crusoe era Robinson Kreutznaer, nacido en el año 1632
en la ciudad de York. Su padre era un extranjero proveniente de Bremen. Pero,
luego de un tiempo, y debido a la "la habitual corrupción de palabras en
Inglaterra, escribimos nuestro nombre como Crusoe", explica el más célebre
naúfrago de la historia.
En
su brillante trabajo Acts of Naming: the
Family Plot in Ficton, Michael Ragussis explora la función del nombre en la
narrativa moderna. Pues el nombre, dice el autor, “se otorga, se encuentra, se
revela, o se conquista”. También es posible despojar a una persona de su
nombre, ocultarlo, o prohibirlo. Un nombre puede mudarse en objeto de calumnia.
(En estos días se discute en Israel un proyecto de ley para prohibir el uso de
la palabra “nazi” como insulto). Un nombre puede ser ensuciado, y una persona
puede pasar a la historia no con su nombre verdadero, sino con otro ficticio. Los
jefes de la Revolución Bolchevique son recordados por sus seudónimos. León
Trotsky se llamaba inicialmente Lev Davidovich Bronshtein, José Stalin había sido bautizado como Ioseb
Besarionis Dzugashvilli, Lenin era conocido como Vladimir Ilyich Ulyanov antes de pasar a la
clandestinidad.
También
el cambio de status político puede obligar a un personaje a encubrir su
celebridad con un seudónimo. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, muchos
dirigentes nazis debieron rebautizarse, entre ellos Josef Mengele, quien hacía
experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
Mengele
buscó refugio en la Argentina y disponía no de uno, sino de siete alias: Fritz
Ulmann, Fritz Hollmann, Helmut Gregor, G. Helmuth, Ludwig Gregor, Wolfgang
Gerhard y, el más extraño de todos, José Mengele, casi como una invitación a
ser reconocido e identificado. Pero, inclusive los otros seudónimos parecen
haber sido elegidos por un ser irracional. Se usa un seudónimo generalmente
para no ser descubierto por alguien que puede causarnos daño, ya se trate de un
cómplice, o de un juez. El ser humano se caracteriza por dejar huellas en todas
sus transacciones. Cuando Josef Mengele estaba vivo era frecuente que una
persona de distinción colocara monogramas en sus camisas. De ahí que cualquier
delincuente de alcurnia obligado a usar un apodo adoptara nombres acordes con
sus iniciales. El único seudónimo que le podía resultar útil a Mengele era el
más obvio y delator, el de José Mengele. Los otros lo obligaban a arrojar a la
basura sus camisas con monogramas. Además, a quien primero debían causar
confusión era al portador. Se repiten en sus alias Fritz y Gregor, y Helmut
parece una obsesión con sus transliteraciones: Helmuth, Hollmann, Ulmann.
En
ese sentido, resulta interesante ver cómo un novelista maneja un protagonista
con los atributos de Mengele. No hay peor enemigo del narrador que un personaje
con varios nombres. Quien resolvió en parte la dificultad fue Marc Behm en su
excepcional novela The Eye of the
Beholder, el único relato policial metafísico donde el detective es un
émulo de Dios.
Behm
nos cuenta la historia de un investigador privado que ha perdido todo contacto
con su hija, tras un difícil divorcio. Veinte años después, empieza a sospechar
que su hija se ha transformado en una asesina depredadora, que enamora hombres,
a veces a mujeres, y tras sus asesinatos les roba el dinero, reanudando su
cacería de víctimas en otra ciudad, siempre con un nuevo seudónimo y una peluca
de diferente color.
Pero
los seres humanos necesitan aferrarse a un pasado, a un hábito, a algo que les
ofrezca permanencia. Los hábitos de la asesina son el coñac, la lectura del
horóscopo, devorar peras, dejar descansar sus puños en las caderas cada vez que
improvisa un nueva vida, y revisar Hamlet
de manera constante. El detective, en lugar de entregar a la asesina a la
justicia, la protege como buen padre que es, y cuando la acecha es para librarla
de los obstáculos sembrados por sus perseguidores.
Behm nos
dice que la mujer tiene más de veinte seudónimos, pero como es un sabio
narrador siempre acude a los props [i]
para que el lector siga la trama sin dificultad. Si nos muestra una desconocida,
de inmediato nos pone al tanto de sus antecedentes, ya sea porque relee Hamlet, bebe coñac, o deja descansar sus
puños en las caderas. (El prop del
detective es resolver palabras cruzadas).
ENALTECER
Y DIFAMAR
El
nombre propio puede también marcar el ascendiente social, como se observa en
los monarcas, especialmente cuando al nombre se añade el número. El más
despreciable rey de España se llamaba Fernando Séptimo. (Los reyes no tienen
apellido). Cuando la aristocracia industrial de Estados Unidos quiere afirmar
su situación dinástica, también numera a los herederos. Debe existir ya un
Henry Ford Tercero o Cuarto.
Por
supuesto, en ciertos contextos, el nombre sirve para anular al individuo.
Ragussis menciona la proclividad de las familias puritanas a designar a sus
hijos con nombres que remiten a esencias, como Experience, Preserved, Wait, Thanks, Desire, Unite and Supply, More
Mercy, Relieve, Believe, Reform, Deliverance, Strange.
De
esa manera, denominar es también encarcelar a la persona en una alegada virtud,
e impedirle salir del cascarón. (Los
anarquistas solían bautizar a sus hijos con nombres como Libertad, Esperanza, o
Gratitud).
Y en
esa necesidad de otorgar un nombre que nos va a perseguir toda la vida, muchos
anhelos son truncados de raíz. Posiblemente los puritanos que nombraban a sus
hijos usaban la técnica de esos ganaderos que aplican el monograma de su
hacienda al anca de sus reses con un hierro candente. Niños que se llamaban Reform, Believe, Deliverance, Mercy, Unite
and Supply, sólo podían convivir con niños cuyos padres también eran
puritanos. De lo contrario, la vergüenza los hubiera abrumado. (Los niños no
son muy amables con todo aquel que viste de manera extraña o que porta un
nombre extraño).
Resulta
sugestivo que el nombre propio sea ajeno a su portador. Otros se lo han
impuesto. Y en ese gesto, el ser humano queda tan prisionero de su enunciación
como de su cuerpo o de su entorno social. Como señala J. Miller en su
introducción a Bleak House, el nombre propio “separa a la persona designada de su
intolerable individualidad y la asimila en un sistema de lenguaje”.
[i] Los “props” son objetos usados por los
actores para consolidar su personalidad, e incluyen desde bastones, libros,
vasos y revólveres hasta abanicos. Son, un poco, como la varita mágica del
prestidigitador, y sirven para apuntalar una escena.
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