jueves, 28 de noviembre de 2013

El primer realista mágico






Mario Szichman

     Antes que Enrique Bernando Núñez, Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez fueran incluidos en el género que la academia bautizó como realismo mágico, el caballero Antonio Pigafetta describió mujeres que eran fecundadas por el viento y pigmeos cuyas orejas eran más largas que todo su cuerpo, “de tal manera que cuando se acuestan una les sirve de colchón y otra de manta”.
     Pigafetta participó en una de las expediciones más famosas del Renacimiento, la liderada por Fernando de Magallanes. La expedición partió de Sevilla el 10 de agosto de 1519. Su tripulación original constaba de doscientos treinta y siete hombres. Tres años y catorce mil cuatrocientos sesenta leguas después, los expedicionarios habían ganado apenas un día de vida, al dar la vuelta completa al mundo, navegando siempre del este al oeste, pero habían perdido a doscientos veinte de sus compañeros que sufrieron diversa suerte. Según narró Pigafetta en su Primer viaje en torno del globo, algunos escaparon de la escuadra al llegar a la isla de Timor, otros fueron condenados a muerte por los crímenes que habían cometido,  y el resto “perecieron de hambre”.
     El navegante llegó a Valladolid el 9 de septiembre de 1522. Allí presentó a la sacra majestad de don Carlos Quinto “Algo más grato a sus ojos que el oro o la plata”: un libro,  “escrito de mi mano, en que día por día señalé todo lo que nos sucedió durante el viaje”.
En la segunda parte del Don Quijote el caballero andante se entera que está circulando por toda España un libro titulado Don Quijote de la Mancha. Varias décadas antes Pigafetta nos informa que ha entregado a su majestad Carlos Quinto un libro, que realidad no ha concluido de redactar. En ese libro piensa reflejar día por día sus incidentes, entre ellos, la entrega futura de ese libro, todavía inconcluso, al emperador de Alemania. El libro se convierte en una cinta de Moebius, confundiendo el pasado y el porvenir, transformándose en una obra abierta que calca el itinerario del autor, quien al final de su viaje retorna al punto de partida.
     Pigafetta también es un Quijote avant la lettre. Mallarmé decía que el mundo existe para terminar en un libro. El caballero de la triste figura, movido por las aventuras que ha descubierto en los libros, se nutre de un ideal y sale a desfacer entuertos en las tierras de España. La idea es compartida por Pigafetta.
“Por los libros que yo había leído”, le informa el aventurero a su protector Felipe de Villers Lisle–Adam, “y por las conversaciones que tuve con los sabios que frecuentaban la casa de un prelado, supe que navegando por el océano se veían cosas maravillosas y me decidí a asegurarme por mis propios ojos de la veracidad de todo lo que se contaba para a mi vez contar a otros mi viaje, tanto para entretenerlos como para serles útil y lograr al mismo tiempo un nombre que legase a la posteridad”.  Para Pigafetta ser inmortal significaba confeccionar un volumen y que su apellido quedara impreso en la portada.

EL RETO

     La verdadera elocuencia se ríe de la elocuencia. Pigafetta comienza así el relato de una hazaña que, junto con el viaje de Colón a América trastornó los mapas, la astronomía, la economía y la historia de Europa: “El capitán general Fernando de Magallanes había resuelto emprender un largo viaje por el océano, donde los vientos soplan con furor y las tempestades son muy frecuentes. Había resuelto también abrirse un camino que ningún navegante había conocido hasta entonces; pero se guardó muy bien de dar a conocer su atrevido proyecto por temor a que se intentara persuadirle”.
     Como otros navegantes del Renacimiento, Pigafetta está con un pie en la historia y el otro en la leyenda. Muchos suponían que el fin del mundo existía, y nadie quería caer en sus profundidades. Pero, a diferencia de otros cronistas, que sólo veían lo que esperaban ver e ignoraban o rechazaban aquellos aspectos de la vida de los nuevos territorios para los que no estaban preparados, Pigafetta mostró las dos caras de la moneda. No sólo observó a otros pueblos: también aceptó sus miradas. No era un ser enardecido por la cruz o por la espada, sino un aventurero toscano impulsado por el afán de lucro. La amplitud de su criterio, su pericia política, eran condiciones indispensables en un fructífero comercio. De ahí su mirada amable y desprejuiciada sobre todas las cosas que observó. De ahí, también, su cruel objetividad.
     En el Primer viaje en torno del globo hay para todos los gustos. Edgar Poe posiblemente hubiera querido incluir en sus Aventuras de Arthur Gordon Pym el relato de la hambruna que afrontaron los marinos de Magallanes en el océano Pacifico, obligados a consumir galletas convertidas en polvo mezclado con gusanos y de “un hedor insoportable por estar empapado en orines de rata”. (Las ratas pasaron a ser un costoso manjar: “se pagaba medio ducado por cada una de ellas”). Y Kafka aparece íntegro en la visita que hace Pigafetta al rey de Borneo. Como el guardián del relato Ante la ley, como el Klamm de El Castillo, los cortesanos sirven de polea de transmisión entre el pueblo y el monarca, hierático como una estatua, encerrado en una habitación “con un niño y mascando betel”.
    Si alguien intentaba decir algo al rey, informa Pigafetta, “Podíamos dirigirnos a un cortesano, quien lo diría a un cortesano de categoría superior, quien lo diría al hermano del gobernador, que estaba en la salita, el cual, por medio de una cerbatana colocada en un agujero del muro expondría nuestras peticiones a uno de los oficiales principales cerca del rey, quien quizás se lo transmitiría”.
     El Kafka que escribió en La muralla china  “Nuestro país es tan enorme que ninguna leyenda se aproxima a su grandeza”, habría aprobado con entusiasmo esta descripción: “Cerca del palacio del rey están sus cuatro principales ministros, en las cuatro fachadas orientadas a los cuatro puntos cardinales. Cada uno da audiencia a todos los que de esa parte vienen”. El rey “no está nunca visible para nadie, y cuando quiere ver a los suyos se hace llevar sobre un pavo real hecho con mucho arte y ricamente adornado acompañado de seis mujeres vestidas exactamente como él. De ese modo, no se le puede diferenciar de ellas.
     El palacio “está rodeado de siete murallas. En cada recinto hay diariamente de guardia diez mil hombres que se relevan cada doce horas. Cada recinto da a una puerta, y cada puerta tiene su guardián. En la primera hay un hombre con un gran látigo en la mano, en la segunda, un perro, en la tercera, un hombre con una maza de hierro, en la cuarta otro con un arco y flechas, en la quinta, otro con una lanza, en la sexta un león y en la séptima, dos elefantes blancos… Se emplea al menos un día para recorrer el palacio por fuera”.
     El resto de la descripción recuerda el relato de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan. “Hay cuatro salas donde los ministros hablan al rey; en la primera, las paredes, la bóveda y el pavimento están adornados de bronce, en la segunda, con plata, en la tercera, con oro, y en la cuarta, con perlas y piedras preciosas”.        
     El Rulfo de Diles que no me maten encuentra su precursor en ese piloto Juan Serrano, herido y agarrotado por los indios, que pide a su compadre Juan Carvajo que lo canjee por mercancías. “Juan Serrano siguió implorando la compasión de su compadre”, narra relata Pigafetta, “diciendo que en cuanto nos hiciésemos a la vela le asesinarían. Viendo al fin que sus lamentaciones eran inútiles, lanzó terribles imprecaciones rogando a Dios que el día del juicio final hiciera dar cuenta de su alma a Juan Carvajo, su compadre”.
     En medio del esplendor de las cortes y de la violencia, Pigafetta encuentra momentos de amable esparcimiento. Además de esa raza de pigmeos de Arucheto que no tienen más de un codo de alto, y cuyas largas orejas les sirven de colchón y de manta, o de las mujeres de Ocolora, a las que fecunda el viento, están los lascivos adolescentes de Java, que cuando se enamoran de una mujer “se atan cascabelitos entre el glande y el prepucio, y van así bajo las ventanas de su querida, a la que excitan con el tin tín de los cascabeles”.
    Finalmente, un historiador podría analizar la carga del hombre blanco, su brutalidad y mesianismo. Al fracasar en el bautismo de algunos indígenas de Zubu, los expedicionarios de Magallanes, irritados por la insistencia de los nativos en preferir a sus dioses verdaderos, queman la aldea y plantan una cruz, denunciando así la idolatría. Y luego, en una muestra de involuntario humor, Pigafetta dice que si los nativos hubieran sido moros, “Hubiésemos plantado una columna de piedra para representar la dureza de sus corazones”.
    Aunque la narración de Pigafetta está pautada por el afán de lucro (el único árbol que describe con la precisión de un botánico es uno muy rentable: el de la canela), tiene una asombrosa modernidad. Más que convocar novelas de aventuras, Primer viaje en torno del globo  hace pensar en escritores de nuestra época, conocedores de la opacidad del lenguaje y de las paradojas del oficio.

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