Mario Szichman
Antes que Enrique Bernando Núñez,
Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez fueran incluidos en el género que la
academia bautizó como realismo mágico, el caballero Antonio Pigafetta describió
mujeres que eran fecundadas por el viento y pigmeos cuyas orejas eran más
largas que todo su cuerpo, “de tal manera que cuando se acuestan una les sirve
de colchón y otra de manta”.
Pigafetta participó en una de las
expediciones más famosas del Renacimiento, la liderada por Fernando de
Magallanes. La expedición partió de Sevilla el 10 de agosto de 1519. Su
tripulación original constaba de doscientos treinta y siete hombres. Tres años
y catorce mil cuatrocientos sesenta leguas después, los expedicionarios habían
ganado apenas un día de vida, al dar la vuelta completa al mundo, navegando
siempre del este al oeste, pero habían perdido a doscientos veinte de sus
compañeros que sufrieron diversa suerte. Según narró Pigafetta en su Primer
viaje en torno del globo, algunos escaparon de la escuadra al llegar a la isla
de Timor, otros fueron condenados a muerte por los crímenes que habían
cometido, y el resto “perecieron de
hambre”.
El navegante llegó a Valladolid el 9
de septiembre de 1522. Allí presentó a la sacra majestad de don Carlos Quinto
“Algo más grato a sus ojos que el oro o la plata”: un libro, “escrito de mi mano, en que día por día
señalé todo lo que nos sucedió durante el viaje”.
En la segunda parte del Don Quijote
el caballero andante se entera que está circulando por toda España un libro
titulado Don Quijote de la Mancha. Varias décadas antes Pigafetta nos informa
que ha entregado a su majestad Carlos Quinto un libro, que realidad no ha
concluido de redactar. En ese libro piensa reflejar día por día sus incidentes,
entre ellos, la entrega futura de ese libro, todavía inconcluso, al emperador
de Alemania. El libro se convierte en una cinta de Moebius, confundiendo el
pasado y el porvenir, transformándose en una obra abierta que calca el
itinerario del autor, quien al final de su viaje retorna al punto de partida.
Pigafetta también es un Quijote avant
la lettre. Mallarmé decía que el mundo existe para terminar en un libro. El
caballero de la triste figura, movido por las aventuras que ha descubierto en
los libros, se nutre de un ideal y sale a desfacer entuertos en las tierras de
España. La idea es compartida por Pigafetta.
“Por los libros que yo había leído”,
le informa el aventurero a su protector Felipe de Villers Lisle–Adam, “y por
las conversaciones que tuve con los sabios que frecuentaban la casa de un
prelado, supe que navegando por el océano se veían cosas maravillosas y me
decidí a asegurarme por mis propios ojos de la veracidad de todo lo que se
contaba para a mi vez contar a otros mi viaje, tanto para entretenerlos como
para serles útil y lograr al mismo tiempo un nombre que legase a la
posteridad”. Para Pigafetta ser inmortal
significaba confeccionar un volumen y que su apellido quedara impreso en la
portada.
EL RETO
La verdadera elocuencia se ríe de la
elocuencia. Pigafetta comienza así el relato de una hazaña que, junto con el
viaje de Colón a América trastornó los mapas, la astronomía, la economía y la
historia de Europa: “El capitán general Fernando de Magallanes había resuelto
emprender un largo viaje por el océano, donde los vientos soplan con furor y
las tempestades son muy frecuentes. Había resuelto también abrirse un camino
que ningún navegante había conocido hasta entonces; pero se guardó muy bien de
dar a conocer su atrevido proyecto por temor a que se intentara persuadirle”.
Como otros navegantes del
Renacimiento, Pigafetta está con un pie en la historia y el otro en la leyenda.
Muchos suponían que el fin del mundo existía, y nadie quería caer en sus
profundidades. Pero, a diferencia de otros cronistas, que sólo veían lo que
esperaban ver e ignoraban o rechazaban aquellos aspectos de la vida de los
nuevos territorios para los que no estaban preparados, Pigafetta mostró las dos
caras de la moneda. No sólo observó a otros pueblos: también aceptó sus
miradas. No era un ser enardecido por la cruz o por la espada, sino un
aventurero toscano impulsado por el afán de lucro. La amplitud de su criterio,
su pericia política, eran condiciones indispensables en un fructífero comercio.
De ahí su mirada amable y desprejuiciada sobre todas las cosas que observó. De
ahí, también, su cruel objetividad.
En el Primer viaje en torno del globo
hay para todos los gustos. Edgar Poe posiblemente hubiera querido incluir en
sus Aventuras de Arthur Gordon Pym el relato de la hambruna que afrontaron los
marinos de Magallanes en el océano Pacifico, obligados a consumir galletas
convertidas en polvo mezclado con gusanos y de “un hedor insoportable por estar
empapado en orines de rata”. (Las ratas pasaron a ser un costoso manjar: “se
pagaba medio ducado por cada una de ellas”). Y Kafka aparece íntegro en la
visita que hace Pigafetta al rey de Borneo. Como el guardián del relato Ante la
ley, como el Klamm de El Castillo, los cortesanos sirven de polea de
transmisión entre el pueblo y el monarca, hierático como una estatua, encerrado
en una habitación “con un niño y mascando betel”.
Si alguien intentaba decir algo al
rey, informa Pigafetta, “Podíamos dirigirnos a un cortesano, quien lo diría a
un cortesano de categoría superior, quien lo diría al hermano del gobernador,
que estaba en la salita, el cual, por medio de una cerbatana colocada en un
agujero del muro expondría nuestras peticiones a uno de los oficiales
principales cerca del rey, quien quizás se lo transmitiría”.
El Kafka que escribió en La muralla
china “Nuestro país es tan enorme que
ninguna leyenda se aproxima a su grandeza”, habría aprobado con entusiasmo esta
descripción: “Cerca del palacio del rey están sus cuatro principales ministros,
en las cuatro fachadas orientadas a los cuatro puntos cardinales. Cada uno da audiencia
a todos los que de esa parte vienen”. El rey “no está nunca visible para nadie,
y cuando quiere ver a los suyos se hace llevar sobre un pavo real hecho con
mucho arte y ricamente adornado acompañado de seis mujeres vestidas exactamente
como él. De ese modo, no se le puede diferenciar de ellas.
El palacio “está rodeado de siete
murallas. En cada recinto hay diariamente de guardia diez mil hombres que se
relevan cada doce horas. Cada recinto da a una puerta, y cada puerta tiene su
guardián. En la primera hay un hombre con un gran látigo en la mano, en la
segunda, un perro, en la tercera, un hombre con una maza de hierro, en la
cuarta otro con un arco y flechas, en la quinta, otro con una lanza, en la
sexta un león y en la séptima, dos elefantes blancos… Se emplea al menos un día
para recorrer el palacio por fuera”.
El resto de la descripción recuerda
el relato de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan. “Hay cuatro
salas donde los ministros hablan al rey; en la primera, las paredes, la bóveda y
el pavimento están adornados de bronce, en la segunda, con plata, en la
tercera, con oro, y en la cuarta, con perlas y piedras preciosas”.
El Rulfo de Diles que no me maten
encuentra su precursor en ese piloto Juan Serrano, herido y agarrotado por los
indios, que pide a su compadre Juan Carvajo que lo canjee por mercancías. “Juan
Serrano siguió implorando la compasión de su compadre”, narra relata Pigafetta,
“diciendo que en cuanto nos hiciésemos a la vela le asesinarían. Viendo al fin
que sus lamentaciones eran inútiles, lanzó terribles imprecaciones rogando a
Dios que el día del juicio final hiciera dar cuenta de su alma a Juan Carvajo,
su compadre”.
En medio del esplendor de las cortes
y de la violencia, Pigafetta encuentra momentos de amable esparcimiento. Además
de esa raza de pigmeos de Arucheto que no tienen más de un codo de alto, y
cuyas largas orejas les sirven de colchón y de manta, o de las mujeres de
Ocolora, a las que fecunda el viento, están los lascivos adolescentes de Java,
que cuando se enamoran de una mujer “se atan cascabelitos entre el glande y el
prepucio, y van así bajo las ventanas de su querida, a la que excitan con el
tin tín de los cascabeles”.
Finalmente, un historiador podría
analizar la carga del hombre blanco, su brutalidad y mesianismo. Al fracasar en
el bautismo de algunos indígenas de Zubu, los expedicionarios de Magallanes,
irritados por la insistencia de los nativos en preferir a sus dioses
verdaderos, queman la aldea y plantan una cruz, denunciando así la idolatría. Y
luego, en una muestra de involuntario humor, Pigafetta dice que si los nativos
hubieran sido moros, “Hubiésemos plantado una columna de piedra para
representar la dureza de sus corazones”.
Aunque la narración de Pigafetta está
pautada por el afán de lucro (el único árbol que describe con la precisión de
un botánico es uno muy rentable: el de la canela), tiene una asombrosa
modernidad. Más que convocar novelas de aventuras, Primer viaje en torno del
globo hace pensar en escritores de
nuestra época, conocedores de la opacidad del lenguaje y de las paradojas del
oficio.
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