Mario Szichman
Se han escrito centenares de libros
sobre el asesinato del trigésimo quinto presidente norteamericano. Pero, aunque
se han explorado nutridos aspectos de la personalidad de John Fitzgerald
Kennedy, incluidos sus numerosos encuentros amorosos, hay un detalle poco
explorado: un incidente sexual que lo inmovilizó y le impidió salvar la vida en
el atentado registrado en Dallas el 22 de noviembre de 1963.
Y si bien entre los centenares de
libros que se han escrito sobre el asesinato pululan toda clase de teorías, hay
escasas referencias a la influencia que tuvieron en ese crimen los acaudalados
habitantes de Dallas.
Tal como señaló el historiador James
Mcauley, el ambiente prefabricado en Dallas durante los días previos a la visita
de Kennedy favoreció el asesinato. Las “fuerzas vivas” de Dallas, dijo Mcauley,
nunca quisieron reconocer que esa era “la ciudad del odio”, una ciudad “que
deseaba la muerte del presidente”.
Cuatro diferentes asesores de Kennedy
le recomendaron no viajar a Dallas, pues temían que ocurriera algo grave. El
mismo Kennedy, pocos minutos antes de morir, dijo que había llegado a “The nut country”, el país de los
dementes.
Los magnates de Dallas consideraban a
Kennedy un comunista, un enemigo del estado. Horas antes de su arribo a Dallas,
la ciudad fue inundada de panfletos donde mostraban el rostro del presidente
con la siguiente inscripción: “Wanted for
Treason”, buscado por traición. Y el periódico The
Dallas Morning News publicó una solicitada a toda página donde la frase
“Bienvenido Señor Kennedy” tenía una orla fúnebre, como en los avisos de
obituarios.
El cantante de música country Jimmy
Dale Gilmore, dijo de la ciudad donde fue asesinado Kennedy: “Dallas es como un
millonario con el deseo de muerte en sus ojos… es un hombre rico que suele
creer en sus propias mentiras”.
Si bien Dallas no es la misma ciudad
de hace medio siglo atrás, señaló el historiador Mcauley, su tradición de
intolerancia persiste, y ha dejado en ella una indeleble marca, algo que nunca
afectó a Memphis o Los Angeles, “escenarios, no actores en los asesinatos en
1968 del reverendo Martin Luther King, o de Robert F. Kennedy”.
MISTERIOS QUE PERDURAN
Medio siglo después del asesinato de
Kennedy, todavía se discute, con bastante vehemencia, si su asesino, Lee Harvey
Oswald, actuó solo, o era un patsy,
un pelele usado por la ultraderecha norteamericana para encubrir a los
verdaderos asesinos. Al menos cualquiera que lea las crónicas periodísticas de
la época debe sospechar que hubo juego sucio en todo el episodio. De manera
casi milagrosa, y cuando llevaron a Oswald a declarar en una comisaría policial
de Dallas, emergió de las sombras Jack Ruby, un mafioso menor, le disparó con
su pistola desde corta distancia, y selló para siempre los labios del presunto
asesino. Horas después, y para terminar de sellar la ignominia, un comisionado
de policía de Dallas dijo que con el asesinato de Oswald ya había sido
totalmente esclarecido el homicidio de Kennedy (que nunca fue homicidio sino
magnicidio. Los jefes de estado merecen consideración especial).
A lo largo de los años, mientras
trabajaba en agencias noticiosas, reseñé varios libros que aludían al asesinato
de Kennedy. La enorme mayoría habían sido escritos por teóricos de la
conspiración. Pero ninguno de esos volúmenes era totalmente categórico en sus
conclusiones. Cuando un teórico de la conspiración construye una hipótesis, en
algún momento termina por ser descabellada o conduce a un callejón sin salida.
Quizás esa fue la inferencia del novelista Don DeLillo, quien utilizó ese
material como telón de fondo para su obra maestra Libra. En realidad, el
asesinato de Kennedy era muy novelesco para ser narrado en la categoría de non fiction. Lo que hizo DeLillo fue
acentuar la teoría de la conspiración dándole un twist: los conspiradores no asesinarían a Kennedy, fallarían en su
intento. El plan era darle un escarmiento al presidente tras fracasar en su
propósito de invadir Cuba y transformarlo en un equivalente del patsy encarnado por Oswald. Todo luciría
como una conspiración de las autoridades cubanas para librarse de su principal
enemigo. Y Kennedy, furioso por ese atentado contra su persona, redoblaría los
esfuerzos para acabar con Fidel Castro. Pero DeLillo, quien escribe como si en
vez de papel utilizase una plancha de cobre, y en vez de tinta, ácido, ha
creado imágenes indelebles, y una prosa tan candente como las mejores páginas
de William Faulkner. Es el mejor homenaje que pudo rendirle a un presidente que
ha ido perdiendo la mayor parte de sus míticos atributos.
EL LADO SOMBRÍO DE KENNEDY
Es posible que el gran periodista
Seymour Hersh, quien ganó un premio Pulitzer por develar la matanza de My Lai
en Vietnam, a comienzos de la década del setenta, haya sido el más eficaz en
destruir la leyenda dorada de Kennedy en su libro The Dark Side of Camelot.
Usando una abrumadora documentación,
Hersh exhibe a un presidente temerario e inescrupuloso, que estuvo a punto de
contribuir decisivamente a un holocausto nuclear durante la crisis de los
misiles con la Unión Soviética en octubre de 1962. Todo comenzó con el intento
de invasión a Cuba en abril de 1961, seguido de una evidente provocación del
gobierno de Washington contra la Unión Soviética: el emplazamiento de misiles
nucleares en Turquía que apuntaban a Moscú. El primer ministro de la Unión
Soviética, Nikita Kruschev, decidió responder a Kennedy y en julio de 1962
acordó con Fidel Castro la instalación de misiles nucleares en Cuba.
La crisis logró conjurarse a último
momento, luego de que la Unión Soviética aceptó desmantelar sus misiles en Cuba
a cambio de una promesa pública de Kennedy de cesar en sus intentos de invadir
la isla. Pero algo que no se reveló en ese momento fue un acuerdo secreto por
el cual Estados Unidos desmantelaría sus misiles nucleares emplazados contra la
Unión Soviética en Turquía y en Italia.
ACTUAR PRIMERO
Y PENSAR DESPUÉS
Kennedy tuvo una manera temeraria de
actuar tanto en el terreno político como en el sexual. Curiosamente, su frenesí
erótico habría contribuido a su muerte.
El periodista Hersh dice que Kennedy
podría haber salvado su vida en Dallas, de no ser porque tenía puesto un arnés
de metal que partía de su cintura y concluía en el cuello. El arnés tenía como
propósito mantener su cabeza alzada, tras una lesión sufrida cuando perseguía a
muchachas desnudas en la piscina de la Casa Blanca. En esa ocasión Kennedy dio un
traspié, y se lesionó la ingle, afectando su andar. Un ortopedista le puso
entonces el arnés para que pudiera caminar erguido. El arnés inmovilizó parte
de su cuello. Cuando Kennedy recibió el primer balazo en Dallas, su cabeza se
reclinó. Si no hubiera tenido el arnés, hubiera quedado tendido sobre las
faldas de Jacqueline, y el segundo balazo no hubiera encontrado su cabeza. El
arnés lo mantuvo firme para recibir el tiro de gracia.
Como Don Juan, Kennedy pareció
recibir un castigo divino, aunque en esa ocasión, no provino de una estatua.
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