Mario Szichman
Un amigo mío,
talentoso, pero de un talento muy desordenado, me dijo en cierta ocasión que
buena parte de los problemas que padecían los protagonistas de Ibsen era
resultado del pésimo servicio sanitario. “Si alguien hubiese solucionado el
grave problema de plomería que padecía Noruega en el siglo diecinueve”, decía
mi amigo, “no existirían obras de teatro como Casa de muñecas o Un enemigo del
pueblo”.
En el teatro
universal el drama siempre ha librado una lucha a muerte con la tragedia y la
tragedia ha emergido victoriosa, pues trabaja con mitos primordiales, con la
transgresión. El drama suele basarse en conflictos contemporáneos que
rápidamente quedan anticuados. Se puede escribir un drama sobre la liberación
sexual, pero la infidelidad conyugal suele culminar en tragedia.
Ibsen escribía
excelentes dramas, pero nunca se asomó a la tragedia. Y por eso algunas de sus
obras resultan hoy anacrónicas. Y no es sólo un problema de plomería. Tiene que
ver con la deplorable costumbre de algunos buenos escritores de adoctrinar a
sus espectadores o lectores. George Steiner escribió un luminoso trabajo
mostrando la superioridad de Dostoievski sobre Tolstoi. A Dostoievski no le
caían muy bien los teóricos o los
esclarecidos. Como buen reaccionario le repelían aquellos iluminados
especímenes que deseaban reformar la sociedad olvidando en la ecuación los
seres humanos que la conformaban. Algunos de los personajes más odiosos de la
literatura de Dostoievski se reiteran hoy en los políticamente correctos, y en
los hipócritas de profesión. Pero Tolstoi, aunque sí incurrió en la tragedia
(¿Hay acaso una escena comparable al suicidio de Ana Karenina en toda la
historia de la literatura?) tenía
también cierta propensión a dictar lecciones de moral. Era un machista
esclarecido que explicaba, con buenos razonamientos, por qué el lugar de la
mujer era en el hogar y por qué su tarea, además de preparar una suculenta
mesa, consistía en procrear múltiples vástagos. Afortunadamente, Tolstoi
conocía muy bien el vendaval y la ceguera de la pasión. En cambio Ibsen
recuerda a esos maridos ingleses que, según la frase de Stendhal, cuando se
sienten afiebrados por la pasión salen a trotar, a fin de hacer fluir por las
piernas el ardor que reside en otra parte del cuerpo.
LEY Y TRAGEDIA
El legislador
francés Alfred Nacquet propuso en 1884 aflojar los lazos conyugales mediante
una modernización de la ley de divorcio. El escritor Emile Zola dijo que ese
proyecto de ley ponía en peligro varias tramas de sus novelas.
En fecha
reciente Nicholas White publicó “French Divorce Fiction: From the Revolution to
the First World War”, y en una crítica a ese libro la ensayista Rosemary Lloyd
recordó en el Times Literary Supplement los avatares que sufrió la ley de
divorcio en Francia desde la Gran Revolución de 1789 hasta comienzos del siglo
veinte. Recién en 1975 el parlamento francés decidió aceptar el divorcio por
mutuo consentimiento, más de dos siglos después de que los miembros de la
Asamblea Nacional aprobaran una ley con las mismas características. Ya con
Napoleón, la cohabitación de un hombre con una mujer, algo confinado a la
esfera privada, pasó a la tutela del estado. Pero en definitiva, quien se
encargaba de supervisar la sexualidad del otro miembro de la pareja era el
marido. El hombre podía divorciarse sin problemas, y negarle el divorcio a su
esposa. Cuando Napoleón fue derrotado en 1815 en Waterloo y retornaron los
Borbones, el divorcio quedó prácticamente abolido. La mujer quedó esclavizada
al hombre.
De esa manera,
dice Lloyd, “durante el siglo diecinueve el adulterio se convirtió en el tema
predominante de la literatura francesa, por no decir de la vida francesa”.
En cierta forma,
podría considerarse a Nacquet el demiurgo de nuevas tramas narrativas. Su
proyecto de ley permitió a Guy de Maupassant crear el personaje de Bel Ami,
quien prospera en materia financiera gracias a los matrimonios en serie. Pero además, la forma en que estaba redactada
la ley exigía a los cónyuges revelar sórdidos secretos ante un magistrado, a
fin de conseguir el divorcio. Esos relatos de crueldad o de adulterio
alimentaban las prensas de los periódicos y las galeradas de las novelas. Tal
vez no todos los relatos eran verdaderos, pero eran indispensables para obtener
la sanción de divorcio en los registros judiciales. Y ese tipo de confesión
sigue teniendo gran popularidad tanto en programas de televisión como en los
tabloides.
Si bien la trama
de la llamada “novela del adulterio” produjo muchas obras maestras, empezando
por Madame Bovary, poco se ha explorado otra vertiente de ese fenómeno: la
circulación de las amantes en el mundo de Balzac y de Stendhal. Así como para
Von Clausewitz la guerra era la continuación de la política por otros medios,
Balzac asociaba la rotación de amantes con el aumento del lucro o del poder por
otros medios. Y Stendhal, mucho más romántico y menos cínico que Balzac, debió
aceptar que la amante podía convertirse en una forma de ascenso social. En
ninguna parte se ve más claro que en esa incomparable confesión titulada
Recuerdos de egotismo.
Por cierto,
existe la contrapartida de esa mirada amable al adulterio: la del crimen
pasional, algo que afecta a nuestros países y a España como si fuera una plaga.
Siempre he dicho que el ex presidente del gobierno español José Luis Rodríguez
Zapatero podía tener muchos defectos, pero contaba con una gran virtud: su
incansable lucha contra la violencia doméstica. La idea de que la mujer forma
parte de la propiedad inmobiliaria del hombre no ha cambiado mucho en nuestras
comunidades durante los últimos siglos.
Un magnífico
trabajo de John Biggs, “The Guilty Mind,” publicado en 1955, sigue teniendo hoy
tanta o mayor vigencia que en el momento en que salió de imprenta. Biggs, un
juez que era enemigo de la pena de muerte, y que creía en medidas humanitarias
para tratar al criminal, señalaba la diferencia entre el asesinato comercial y
el crimen pasional. El asesinato comercial, decía Biggs, era difícil de descubrir y de castigar. Daba
como ejemplo la ciudad de Chicago durante la época de la Prohibición, cuando,
de más de setecientos homicidios cometidos por asesinos profesionales, se logró
condenar a menos de diez. Pero en el crimen pasional los perpetradores “eran
capturados y condenados con facilidad”. Las autoridades policiales hablaban de
“casos de familias”, y la causa del crimen solía ser, “una pasión avasallante”.
Biggs mencionaba un estudio de E. H. Sutherland donde se analizaban trescientos
veinticuatro casos de mujeres asesinadas por sus esposos, sus padres, sus
hermanos, sus amantes o sus pretendientes.
La reacción de
la prensa y del público en esos casos era exigir la aplicación de la pena de
muerte, pues la suponían una buena manera de disuadir a los homicidas. Pero
Biggs rechazaba esas propuestas basándose en fuentes policiales y de la
fiscalía de varios estados norteamericanos. Cuando un hombre está cegado por la
pasión, decía Biggs, no vacilará en matar al ser amado, sin importarle si lo
condenarán a cadena perpetua o a la silla eléctrica. Ese tipo de crimen es
compulsivo. El criminal no piensa en las consecuencias. Un miembro de la
oficina del fiscal de Filadelfia le dijo a Biggs que había procesado muchos
casos de homicidio de cónyuges, y en cada uno de los casos, “el asesinato se
hubiera llevado a cabo inclusive si un policía hubiera estado presente”.
Hay atavismos
que no pueden ser superados ni siquiera con buenas medidas sanitarias, mejores
oportunidades de trabajo, la equiparación del salario o programas educativos.
En esos casos, Dostoievski conocía el corazón humano mucho mejor que Ibsen.
En este artículo nuestro muy querido y apreciado escritor Mario Szichman, nos expone con gran ingenio, ironía y humor, los vínculos existentes entre literatura y realidad. Las sociedades cambian profundamente y sin embargo las pasiones y desenfrenos de los hombres se constituyen en auténticos caminos escabrosos del mundo real y la literatura, en especial cuando la realidad, muchas veces, supera la ficción. Gracias Mario, por tu nota incisiva y polémica.
ResponderEliminarY gracias a ti, querida Libertad, por tus reflexiones. Cada día estoy más convencido que la gran narrativa se construye sobre la pasión y lo asocial. El progreso ha mejorado la plomería en algunas ciudades, pero el corazón humano sigue siendo tan primitivo como en el primer día de la creación. El amor y la destrucción, como el sexo y la muerte, siguen siendo nuestras puertas de entrada y de salida de este mundo.
ResponderEliminarGracias también, por tu enorme generosidad.