Mario Szichman
Para
Amy Kaminsky
Nací en Buenos Aires, en 1945, de padres
judíos. Parte de la familia de mi padre, los Szichman, logró llegar a la
Argentina antes de 1933, cuando cerraron las puertas de la inmigración[i].
El resto de los Szichman se quedó en Polonia. Era una época en que los pogrom sentían una atracción especial por los
judíos, del mismo modo en que la miel atrae a las moscas. Y ese segmento de la familia
Szichman desapareció en la guerra, posiblemente en campos de
concentración. Parte de la saga familiar
fue narrada en mi trilogía del Mar Dulce. En cuanto a mis ancestros maternos,
los Szylder, lograron llegar intactos a la Argentina. La familia Szylder estaba
constituida por mis abuelos y por nueve hijos, seis mujeres y tres varones.
Cuando los hijos mayores de mi abuela verificaron que con sus progenitores
había once bocas que alimentar, decidieron poner a mi abuela en un altar, para
que mi abuelo no pudiera alcanzarla.
Después de Estados Unidos, Argentina fue el
país de América que recibió más inmigrantes. Las primeras colonias judías se
asentaron en las últimas décadas del siglo diecinueve en la provincia de Santa
Fe, financiadas por un filántropo, el barón Hirsch.
Durante el siglo diecinueve los judíos de
Europa fueron afectados por los vaivenes de movimientos nacionalistas y de
emancipación, con distintos resultados. Hubo períodos en Francia, en Alemania,
en el Imperio Austrohúngaro, en que era posible para un judío –de clase media o
alta– asimilarse y borrar sus huellas. Algo muy diferente ocurría en Europa
oriental, especialmente en Rusia, donde el antisemitismo era una política
oficial de los zares. La idea del barón Hirsch consistía en matar dos pájaros
de un tiro transformando a los judíos en agricultores. La propaganda zarista
mostraba al judío como el eterno usurero que explotaba a las masas de las
grandes urbes.[ii]
La clase gobernante argentina, tras el
impulso inmigratorio que recibió en las últimas décadas del siglo XIX, se
empezó a aterrar cuando entre los inmigrantes empezaron a llegar anarquistas y
socialistas. Muchos de ellos eran judíos. Un anarquista judío, Simón Radowisky,
se convirtió en una especie de Anticristo cuando en 1909 asesinó con un
artefacto explosivo al entonces jefe de policía Ramón Falcón.
La relación de los judíos con las autoridades
argentinas nunca fue fácil. Tampoco voy a hacer un ensayo de sociología. Lo
cierto es que en la Argentina el antisemitismo estaba siempre presente,
custodiado por sectores de la iglesia y del ejército. Ser judío era incómodo.
Algunos intelectuales judíos directamente se cambiaron el nombre. El poeta y
ensayista César Tiempo se había llamado originalmente Israel Zeitlin. Otros
recortaban la puntita a la parte del apellido que sonaba a judío, en un remedo
de la circuncisión. El periodista Roberto Socol se había llamado inicialmente
Roberto Socolinski. Y muchos, aunque no renunciaron a su apellido, se hicieron
violentamente patriotas, y rehusaban aludir a su herencia judía. Uno de los más
famosos intelectuales judíos, Alberto Gerchunoff, escribió una serie de
sketches que podrían pasar por una especie de novela, y los tituló “Los gauchos
judíos”. Hay mucho de gaucho, y nada de judíos en sus personajes. Esos gauchos
hablan como si hubieran abandonado las páginas del Poema del Mio Cid para
ingresar directamente al libro de Gerchunoff.
Esa desmesurada necesidad de Gerchunoff de
ser más argentino que el Papa siempre me hizo rechinar los dientes. Pero sus
razones tendría, tal vez era su manera de navegar las aguas procelosas de la
política argentina. O mostrar que el judío no era ese personaje que pintaban
los antisemitas. Creo que la batalla de Gerchunoff era una batalla perdida.
BORRÓN Y CUENTA NUEVA
Crecí en Buenos Aires, y desde que tuve uso
de razón quise abandonar la Argentina porque me fascinaba el Mar Caribe. En
1967, cuando tenía 21 años de edad, inicié una nueva vida en Venezuela.
Descubrí que el Mar Caribe era de un azul intenso, como en las películas de
piratas protagonizadas por Burt Lancaster, y que ese azul no había sido creado
en un laboratorio cinematográfico. En
Venezuela aprendí a escribir, en Venezuela me convertí en periodista.
Regresé a Buenos Aires en 1971, viví allí
hasta 1975. Trabajaba en esa época en una agencia noticiosa llamada Inter Press
Service. En 1975 cinco de mis colegas fueron secuestrados por un escuadrón de
la muerte. Decidí retornar a Venezuela. Aunque no estaba metido con la
guerrilla, recordé el chiste que circulaba en Chile luego del golpe de estado
de Pinochet. Un conejo huía de Chile hacia el Perú, porque le habían informado
que el régimen de Pinochet estaba matando tigres. Un amigo le decía que era
irrazonable lo que hacía, pues sólo estaban matando tigres. Y el conejo le
respondía: “Es que los militares disparan primero y averiguan después”.
Nunca más volví a la Argentina. Pues hay dos
períodos cuando resulta difícil vivir: durante sus tétricas dictaduras, y
durante sus lúgubres democracias.
EL POR QUÉ DE UNA REESCRITURA
Si yo hubiera leído en 1970 una crónica
periodística que descubrí muchos años más tarde, mi novela Los judíos del Mar Dulce hubiera sido muy diferente. Creo que ni
siquiera la hubiera reescrito. Hubiera quedado bien la primera vez.
Publiqué la primera versión de Los judíos del Mar Dulce en 1971. La
escribí en Caracas. Creo que demoré alrededor de un año y medio. Mi
esquizofrenia política, histórica y lingüística se hallaba en todo su
esplendor. Además, era todavía muy joven, y necesitaba vengarme de muchas
personas vivas. Recuerdo que en el periódico El Nacional me hicieron un reportaje, tras ganar una mención en el
Concurso Casa de las Américas con mi novela Crónica
Falsa (1969). En esa ocasión dije que la literatura es un acto de amor, de
venganza, y de disciplina. Sigo creyendo fervorosamente que es un acto de
desenfrenado amor[iii] y de
férrea disciplina, pero no de venganza. No porque me he hecho más bueno, sino
porque la venganza tiene patas cortas. Existe el riesgo de que los seres de
quienes uno necesita vengarse tal vez no lean la novela. Y además, la necesidad
de vengarse cuenta con atributos muy precisos. Hay que describir los personajes
con eximio detalle para que sólo ellos puedan enterarse de los dardos
arrojados. Y eso siempre que el escritor tenga suerte. En cambio, el grueso de
los lectores tropezará con un aburrido galimatías y pronto abandonará la
novela. En definitiva, a la hora de conquistar lectores, la grandeza reditúa
más beneficios que la mezquindad.
¿En qué consistía mi esquizofrenia? Creo que
el trasplante de Buenos Aires a Caracas fue para mí como un terremoto anímico.
(También fue un terremoto real. Poco después de llegar a Caracas, en 1967,
cuando tenía 22 años de edad, se registró el devastador terremoto del
Cuatricentenario). Llegué a Caracas tras cumplir un año de servicio militar en
el Regimiento Tres de Infantería de Buenos Aires. Mis tareas de defender a la
patria contra el enemigo agazapado en las sombras (siempre había algún enemigo
agazapado en las sombras), me obligó a interrumpir mis estudios en la Facultad
de Derecho de Buenos Aires. Ahora, a tantos años de distancia, creo que los
militares me hicieron un inmenso favor. Aunque el servicio militar obligatorio
era una pérdida de tiempo y la idea que tenían los militares de servir a la
patria era obtener mano de obra gratis para ellos y sus esposas, pude conocer
muchos personajes que luego instalé en mis novelas. Y el ambiente del cuartel
permitía conocer a jóvenes de todas partes de la Argentina. El sistema de
castas se mantenía dentro del cuartel del mismo modo que en la sociedad civil.
Como yo era un joven de clase media, me destinaron a una oficina, donde no sólo
redactaba los informes de los oficiales, sino que, en mis ratos libres, tomaba
apuntes que pensaba usar en futuras novelas. En cuanto a los soldados
provenientes del interior del país, rebautizados por los arrogantes porteños
como “cabecitas negras”, eran los encargados de hacer las guardias, salir de
maniobras, y realizar toda clase de ejercicios físicos. Pero no necesito
explicar demasiado. Basta leer esa espléndida novela que es La ciudad y los perros de Mario Vargas
Llosa, para entender cómo funciona un ejército en América Latina.
De todas maneras, lo más importante en esa
etapa de mi vida fue abandonar los estudios de derecho. Para una persona que
sufre de dolor de cabeza apenas le muestran un formulario, estudiar códigos
civiles o penales resultaba absurdo.
LA CONFRONTACIÓN
Cuando llegué a Venezuela, era un joven muy
soberbio. Y para sumar el insulto a la injuria, tenía la arrogancia del
ignorante.
Recuerdo que antes de llegar a Venezuela pasé
por Colombia, donde conocí a Marta Traba, una excelente crítica de arte y
novelista. Marta era argentina, pero no porteña. Creo que era de Santa Fe. Y
tenía escasa simpatía por los porteños. Cuando la conocí, me expresó su rechazo
al modo de ser de los porteños. Cuando quise saber cómo era el modo de ser de los
porteños, me respondió: “Igualito al tuyo”.
Creo que mi contacto con los venezolanos,
especialmente su informalidad, me ayudó mucho a aflojar el cuerpo, y a perder
la presunción y la arrogancia. Pero la incursión en Venezuela me sirvió también
para dejar de ser provinciano. Y para comparar dos países. Mijail Bajtin dice
que la novela es, en buena parte, el producto de comparaciones. Puede tratarse
de analogías físicas: el alto y delgado Don Quijote, el bajo y regordete Sancho
Panza. O del cotejo de status. El príncipe frente al mendigo en la novela de
Mark Twain. O de la evaluación de culturas. Y Venezuela me proporcionó un
excelente laboratorio. No sólo pude comparar a los habitantes de Buenos Aires
con los habitantes de Caracas, sino también confrontar las comunidades judías
de ambos países.
Hasta que Hugo Chávez Frías introdujo, entre
otros venenos, el veneno del antisemitismo en Venezuela, la comunidad judía
venezolana prosperaba y era respetada. Hubo ministros judíos, como José Curiel,
políticos judíos, como Paulina Gamus, y por supuesto, guerrilleros judíos, como
Teodoro Petkoff, que ahora dirige el periódico Tal Cual, del cual soy corresponsal.
Si bien Venezuela me obligó a abandonar la
arrogancia, me forzó también al desparpajo. La solemnidad de Gerchunoff
afectaba mi cutis. Me causaba ronchas. Desde Caracas era más fácil analizar lo
que le ocurría a sectores de la comunidad judía argentina. Aunque no manejaba
muy bien el idisch, era el idioma que se usaba en mi casa. Por lo tanto, puse a
mis personajes a hablar en idisch. O al menos usé palabras en idisch que me
avergonzaba mencionar en castellano. (El novelista German García decía que para
mí el idisch era el idioma de la culpa). Y como observé en algunos
intelectuales judíos su desesperación por ocultar su origen, exageré en mis
novelas la impostura. Creo que llegué al punto de no retorno en A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad,
donde, para conseguir un certificado de defunción, la familia judía Pechof
decide transformarse en una familia de la rancia oligarquía argentina llamada
Gutiérrez Anselmi dotada hasta de blasones heráldicos y de criados manumitidos.
Pero la matriz de lo que terminó siendo la
trilogía del Mar Dulce está en Los judíos
del Mar Dulce. Es la novela que más dificultades me causó en su versión
original. Allí había dos o tres novelas distintas. Todavía no había digerido
bien a la familia Pechof. Mis deseos de venganza estaban a flor de piel. Y a
veces di en el clavo. Algunas personas de carne y hueso se sintieron
identificadas con mis personajes, y me quitaron el saludo. En cierta ocasión,
poco después de publicar la novela, el editor de una revista judía, creo que El Mundo Israelita, me llamó a su
despacho. Yo creí que era para hacerme una entrevista. No, era para informarme
que yo era un ignorante, que varias de las palabras en idisch que usaba en la
novela estaban mal escritas y que además era un antisemita por opinar de tal
manera sobre la comunidad judía. ¿Por qué en vez de seguir perdiendo el tiempo
escribiendo novelas no me dedicaba a hacer algo útil? [iv]
De todas maneras, aunque las críticas a Los judíos del Mar Dulce me parecían mal
orientadas, había algo del texto que no me convencía. En la novela estaba
presente mi profunda exasperación, un gran desenfado, una enorme necesidad de
exhibirme como un enfant terrible. Pero faltaba algo. Un principio organizador.
Una especie de andamiaje que sustentara el edificio narrativo. Pasé por un
proceso similar al que viví cuando escribí Eros
y la doncella. En principio, mi idea era usar como personaje central a Jacques
Antoine Dulaure, un convencionista de la Asamblea Nacional de Francia durante
la época de la Gran Revolución. Dulaure escribió un extraordinario libro sobre
los ritos fálicos de la antigüedad. Numerosos antropólogos del siglo diecinueve
lo copiaron descaradamente sin mencionar las fuentes. Pues bien, Dulaure nutre
las ideas eróticas de mis personajes, contamina a Danton, a Mirabeau, a
Francisco de Miranda. Pero si bien persiste el andamiaje, el personaje ha
cesado de existir. No hay una sola mención a Dulaure en Eros y la doncella[v].
Con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce me ocurrió algo
similar. Tal como mencioné al principio de este texto, una crónica periodística
me ayudó a reinventar la novela.
LA NECESIDAD DE ESTAR EN OTRA PARTE
Cuando Charles Chaplin
estrenó su película El Gran Dictador,
una parodia de Adolfo Hitler, fue citado a la Casa Blanca por el presidente
Franklin Roosevelt. Sin preámbulo alguno, Roosevelt le dijo a Chaplin:
“Charlie, tenemos un problema. Tu filme ha sido censurado e inclusive recibimos
una protesta diplomática”.
“¿De Alemania?” preguntó
Chaplin complacido.
“No, de Argentina”.
La información de Roosevelt
dejó a Chaplin muy intrigado. Sabía que Hitler estaba molesto por haber sido
ridiculizado en El Gran Dictador.
Pero al menos, el Führer había visto la película en dos ocasiones. E inclusive
se había reído en algunas de las secuencias. ¿Cuál era la razón para que el
gobierno argentino de esa época hubiese formulado una protesta diplomática?
Chaplin no había intentado burlarse de los gobernantes argentinos. Ni siquiera
conocía sus nombres.
El episodio me pareció alucinante.
Luego recordé la desesperación de los gobernantes argentinos por ubicar
nuevamente al país en el sitio que le corresponde en el concierto de las
naciones. Y enseguida evoqué un bello tango, una de cuyas frases dice: “No
cantes hermano, no cantes, que Moscú está cubierto de nieve”. (También creo que
en ese tango los lobos aúllan de hambre). ¿Qué razón existía para impedirle a
alguien cantar en Buenos Aires porque Moscú, que debe quedar en las antípodas, estaba
cubierto de nieve? ¿Qué clase de trauma ha causado Buenos Aires en algunos de
sus habitantes? ¿Por qué esa necesidad de estar siempre en otro lado, o meter
las narices en lo que no les importa? Afortunadamente, la novela es el detritus
de todo lo que no pueden amparar las ciencias humanas. Estoy seguro que no hay
disciplina alguna capaz de explicar por qué los gobernantes argentinos se ofendieron
ante la burla de Chaplin a Hitler, o por qué la presencia de nieve en Moscú era
razón suficiente para impedirle cantar a un porteño[vi].
Obviamente, en esos elementos hay algo muy propicio para la sátira. El escritor
no redacta tratados sociológicos. Se siente más cómodo con los brochazos, con
solitarios objetos. Toda la literatura rusa, según Dostoievski, surge de El capote de Gogol. (La cita es dudosa).
¿Qué sabemos de Dulcinea del Toboso, una de las grandes heroínas femeninas de
la literatura mundial? La única referencia que la muestra como un ser de carne
y hueso proviene de Sancho Panza, quien comenta que tenía buena mano para salar
puercos.
Escribir la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce a partir de la
crónica periodística que alude a Chaplin me ayudó a enderezar las cargas. Y me
dediqué a explotar esa veta. Por supuesto, luego debí imitar a los escultores
que realizan un vaciado en escayola. Eliminé el molde. No hay referencia alguna
en la novela a la indignación exhibida por los gobernantes argentinos ante la
burla de Chaplin contra Adolfo Hitler. Pero el episodio se transmutó en otros
que permitieron convertir a la novela en algo bastante delirante. Pues una
sociedad no se desliza por varios carriles a la vez. Generalmente enfila por
uno solo. Eso se traduce en la esclerosis de actitudes, en sus ritos funerarios[vii].
Y en la imagen que esa colectividad tiene de sí misma.
Es obvio que el reclamo de los gobernantes
argentinos de la década del cuarenta ante la Casa Blanca se basaba en la
certeza de que la Argentina era un país importante, y que le habían negado el lugar
que se merecía en el concierto de las naciones. El correlato de eso era que
muchos argentinos recordaban con nostalgia las épocas doradas en que la
Argentina había ocupado su lugar de importancia en el concierto de las naciones.
Y eso fue uno de los temas de la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce, una de sus “manchas temáticas”, como
hubiera dicho el escritor David Viñas.
Las distintas fundaciones de un país fiscalizan
el futuro de sus habitantes. Algo debe haber influido en los jamaiquinos el
hecho de que su padre fundador hubiese sido el pirata Henry Morgan. Creo que la
creación de Serbia surge de una derrota militar en el siglo catorce. ¿Cómo se
hace para remontar la creación de una etnia o de un país partiendo de una derrota?
En el caso de la Argentina, el mito era el
siguiente: Hubo
una época en que estuvimos a punto de ser lo que nunca logramos llegar a ser.
Eso no duró más de medio siglo. Los viajeros que visitaban la Argentina le
auguraban un vibrante porvenir. Algunos creían que estaba a punto de
convertirse en la Suiza de América, o en la Francia del Cono Sur. Uno de sus
principales balnearios estaba a punto de trocarse en el Biarritz de América
Latina. Tres de sus escritores, con un poco de suerte, podrían compararse algún
día con Anatole France, con H.G. Wells, o con Mark Twain.
Pero
la Argentina terminó convirtiéndose en el país que nunca fue. Aunque contaba
con todos los recursos materiales y con un excelente capital humano, algo
ocurrió que frustró su despegue. Y aunque tuvo varias épocas doradas, pues era
el país de las vacas y del trigo, nadie lo advertía mientras duraba la época
dorada. Recién cuando había pasado una época dorada, sus habitantes empezaban a
recordar con nostalgia ese periodo que no habían disfrutado un solo día
mientras había existido. Por el contrario, mientras había existido esa época
dorada, todos se habían quejado diciendo que era una época de m…[viii]
Tal
vez la mancha temática mayor en Los
judíos del Mar Dulce es describir justamente un país que nunca fue. Y a un
grupo de personajes que nunca llegan a ser lo que desearían ser. Son personajes
que se sienten siempre de paso, siempre viviendo en otra parte, como esa
entrañable amiga que desde Buenos Aires me da precisas indicaciones de los
restaurantes que están de moda en Nueva York, de las galerías que debo visitar,
de las tiendas que nos visten de prestigio.
A
veces pienso en ese maravilloso elemento literario que es la impostura. Tolstoi
la refleja como nadie. La aristocracia rusa se sentía profundamente avergonzada
del atraso en que vivía Rusia. Y por eso los nobles se comunicaban
exclusivamente en francés. Si alguien quiere descubrir parte de esa alienación,
le recomiendo el libro de Amy Kaminsky Buenos
Aires Tango, Argentina, Stories for a Nation. Hay un capítulo donde se
describe la amistad entre Virginia Woolf y Victoria Ocampo, la fundadora de la
revista Sur, que es absolutamente alucinante. Woolf estaba rodeada por los
altos muros de la aristocracia inglesa. En cambio Ocampo parecía vivir en la
estratósfera.
DEL
OTRO LADO DE LA PECERA
Tardé
alrededor de un año en escribir la nueva versión de la novela. No voy a
mencionar la participación creadora que tuvo en su reescritura la profesora
Carmen Virginia Carrillo. Lo hago exclusivamente a su pedido, no por mi
decisión. Me limitaré a recomendar un excelente trabajo de Alessandro
Baricco sobre Gordon Lish, el editor de
Raymond Carver.[ix]
Baricco, un generoso escritor, muestra las maravillas que puede lograr un buen
editor. Todo lo que dice Baricco de Gordon Lish se puede aplicar a la editora de
Los judíos del Mar Dulce y de mis
otras novelas. (¡Dios mío, todas las piruetas que hay que hacer cuando un
editor es tímido!) Básicamente, el principal problema del escritor es el
exceso. Pienso que menos es siempre más. De tres adjetivos, dos sobran. No hay
diálogo o descripción imprescindible. No hay novela de 500 páginas que no pueda
reducirse a 300 y que no mejore en esa mutilación. Norman Mailer decía de esa
maravilla de la literatura cómica que es Catch
22, de Joseph Heller, que se le podían eliminar 150 páginas sin que nadie
lo advirtiera. Sin un editor inteligente, una novela es, en muchos casos, un
relato a medio hacer.
Ahora
circulan dos versiones de Los judíos del
Mar Dulce. La primera ha sido incluida en libros de varios ensayistas,
especialmente en Estados Unidos. Me imagino que en estos momentos deben recordarme
con bastante odio, pues la segunda versión tiene poco que ver con la primera.
(Un consejo a los ensayistas: es mejor analizar escritores póstumos). De todas
maneras, me siento muy orgulloso de la segunda versión, en tanto siempre me
sentí muy incómodo con la primera. Además, en la primera versión reinaba la
iracundia y la exasperación. Creo que en la segunda versión no sólo conseguí
dotar a los personajes con una mirada más risueña sobre sus vidas. También les
brindé generosidad y un afecto que antes no sentía por ellos.
Entre
la iracundia y la sátira, elijo la sátira.
(La versión corregida de Los judíos del Mar Dulce, con edición al cuidado de Carmen Virginia
Carrillo, circula como libro electrónico en las más importantes librerías y
tiendas en línea de los Estados Unidos, entre ellas Amazon y Barnes and Noble).
[i] El entonces ministro de Relaciones
Exteriores, Carlos Saavedra Lamas, dijo que la Argentina “necesitaba
inmigrantes, no refugiados”.
[ii] Explicar ese fenómeno necesitaría varios libros. Tal vez el más
conciso y mejor es La cuestión judía,
de Abraham León.
[iii] Si alguien quiere escribir, debe hacerlo
porque ama el oficio. Si una persona escribe por obligación, o sufre cuando escribe,
es mejor que se dedique a otra tarea. Hay muchas emociones que despierta la
escritura, entre ellas la megalomanía, un orgullo desenfrenado, o pasiones muy
fuertes, de esas que causan un nudo en la garganta. A veces sentimos cólera por
el destino de ciertos personajes, o tristeza por no poder evitar la muerte de
otros. Pero la única emoción que le está vedada a quien se propone ser escritor
es padecer la escritura.
[iv] Mi único consuelo es que no he sido la única
víctima de esos castradores intelectuales que pululan en Buenos Aires. Cuando
Gabriel García Márquez quiso publicar una de sus novelas en Buenos Aires, si no
me equivoco, La Hojarasca, otro
editor argentino le recomendó que se dedicara a labores más afines a su
talento, como por ejemplo, la de picar piedras.
[v] ¿Es que estoy cometiendo con Dulaure la misma
injusticia que los antropólogos del siglo diecinueve?
[vi] Si necesito buscar
un buen restaurante en Nueva York no reviso los medios de prensa locales. Llamo
por teléfono a una entrañable amiga porteña. Aunque estuvo solamente dos veces
en Nueva York, y en cada ocasión por un plazo inferior a una semana, mi amiga
está más enterada de lo que ocurre en The
Big Apple que un neoyorquino que vivió aquí toda la vida. Y por una razón
muy simple: la permanencia en un lugar nos obliga a fundirnos con el paisaje,
adormece nuestros sentidos. En cambio, el turista está abierto a toda clase de
sensaciones y de nuevas experiencias. Es lo que dice Borges con respecto a la
ausencia de camellos en el Corán. Como para un árabe los camellos forman parte
de su vida cotidiana, no necesita mencionarlos. Sólo un viajero, que no está acostumbrado a ver ese
tipo de animales, destaca su presencia.
[vii] Cuando falleció el presidente Chávez, mi
instinto me hizo temer que se organizaran interminables funerales como los de
Eva Perón en la Argentina, y que Chávez fuese embalsamado. Afortunadamente,
prevaleció el clima tropical.
[viii] Me imagino que ahí entra la herencia
española. Recuerdo que durante la época de Franco circulaba el siguiente
chiste: Un hombre viajaba en un autobús, y mientras leía el periódico,
comentaba en voz baja: “¡Qué país de m...!” “¡Qué país de m...!” Un guardia
civil le ordenaba al hombre que se bajara del vehículo pues pensaba llevarlo
preso por insultar a la patria. El hombre le aseguraba que no estaba insultando
a España, sino a otro país. Y el guardia civil le respondía: “Usted no me
engaña. El único país de m… que existe en el mundo es España”.
[ix] El link es
http://confabulario.eluniversal.com.mx/el-hombre-que-reescribia-a-carver/
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