Mario Szichman
Si San Petersburgo no hubiera
existido, Dostoievski la hubiera inventado. No existe Londres sin las miradas
de Charles Dickens y Arthur Conan Doyle. El único París que existe, para el
imaginario intelectual, es el que dibujó Balzac, trazó el barón Haussman y
explicó Walter Benjamin.
Las miradas de Carrillo parten y
se alejan de esas ciudades, en base a dos décadas claves: la de los cincuenta y
los sesenta, los años en que el peso de la historia, y el pasaje de la
periferia al centro (no sólo local, sino también internacional), comienza a
cambiar el rostro a esas urbes. La década del cincuenta es la de los déspotas
no ilustrados, pero con un gran sentido
de la urbanización. Es la década de Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, de Juan
Perón en la Argentina, de Manuel Odría en Perú, de Adolfo Ruiz Cortines, en
México. Esos gobernantes transitaron aguas procelosas: tres de ellos serían
derrocados, con excepción de Ruiz Cortines. Dos tendrían oportunidades de
regresar al poder: Odría y Perón. Todos ellos debieron afrontar una creciente
presión social, resultado de la emigración rural hacia las urbes. Pero aun así,
sus gobiernos estuvieron orientados hacia el pasado. Ni siquiera el populismo
del primer gobierno de Perón se parecerá, ni remotamente, a esa combinación de
populismo y bufonería que plaga hoy los gobiernos de Venezuela, Argentina, y
Ecuador, y que parece insinuarse en Perú.
Y la década del sesenta que
analiza Carrillo está marcada, de manera primordial, por la Revolución Cubana,
por las estrategias desde el poder y desde Estados Unidos para frenar su
divulgación. No hay novela importante en la América Latina de la década del
sesenta que no aluda, ya sea de manera primordial, o tangencial, a la
Revolución Cubana. Sin Revolución Cubana es difícil que haya existido País Portátil, de Adriano González León,
o Los hombres de a caballo, del
argentino David Viñas. Y posiblemente tampoco La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, con su magnífico
trasfondo de la Revolución Mexicana, o Yo:
el supremo, de Augusto Roa Bastos, más tardía, más alejada en la historia,
y que tiene como figura central a Gaspar Rodríguez Francia, el ilustrado
dictador paraguayo. Inclusive el cambio de temática de Julio Cortázar puede
rastrear su origen en la Revolución Cubana.
Como lo demuestra Guadalupe
Carrillo al analizar textos claves de las dos décadas antes mencionadas, la
brusca transición –de los cincuenta, cuando todavía la historia parece
transcurrir por carriles aceptados, ya sea aburridamente institucionales, o
monótonamente golpistas, a los sesenta, cuando por primera vez advertimos que
estábamos contemplando el abismo, y que el abismo nos devolvía la mirada– se
refleja en la percepción literaria de algunas ciudades.
Inclusive el discurso se
fragmenta. Si el argentino Eduardo
Mallea en La ciudad junto al río inmóvil,
o en sus Cuentos para una inglesa
desesperada, puede escribir de Buenos Aires como un conjunto orgánico
–todavía es posible olvidarse de la periferia, pues inclusive la periferia de
Mallea no es la del cabecita negra, el hombre del interior de Argentina que se
afinca precariamente en Buenos Aires, sino la periferia del orillero, el
compadrito del tango– las ciudades que analiza Carrillo en su libro se
fragmentan en entidades irreconciliables, copiando la disociación del discurso.
Todavía con Ezequiel Martínez Estrada podía aludirse a Buenos Aires como La cabeza de Goliat. Esa ciudad ha
desaparecido. Hay distintas Buenos Aires coexistiendo en un mismo territorio. Y
sin mezclarse. Y eso pese a que es la urbe paradigmática entre las ciudades de
la planicie, con su trazado que en ciertas partes de su casco recuerda a París.
En el resto de las ciudades analizadas por Carrillo la urbe deviene
palimpsesto, con más borraduras que signos legibles.
En ese sentido, y es la manera
que tiene la historia de vengarse de la historia, surgen como más legibles
Ciudad de México y Lima, que Buenos Aires o Caracas, pues el anclaje de la
historia que imponen sus pueblos aborígenes es demasiado denso, y es imposible
descartar sus hitos, desde sus catedrales en Ciudad de México, o los palacios
aztecas en extramuros, al Palacio de la Inquisición en Lima.
Tal vez Caracas deviene el
prototipo de la borradura. Su vertiginoso crecimiento, su decadencia durante la
devastación chavista, puede medirse en un slide
show de escasos minutos. Mientras los edificios van enfermando del mal de
la piedra, el verde de los cerros es reemplazado por ranchos.
Me fui de Caracas en 1980, y
retorné en dos ocasiones, en el 2000 y el 2004. Lo único que había de
blanquecino eran las cabelleras de mis amigos que abandoné cuando eran jóvenes.
Pero lo demás Caracas estaba marcada por la herrumbre del descuido. Cuando
llegué recién a Caracas, en 1967, viví en una pensión en la zona del Paraíso.
Ya no hay pensión, pues fue reemplazada por un tramo de carretera, pero ese
tramo de carretera se ha transmutado en uno más de los monumentos al abandono.
Con la transformación, con la
deformación, con el caos, esas ciudades de novela han obligado a los escritores
a cambiar su punto de vista o perecer. Y en la visión de los mejores de ellos,
específicamente en Garmendia y Ribeyro, la visión es minimalista, pero la
miseria, la desesperación, la cancelación del futuro, adquieren sus decibeles
máximos.
Carrillo muestra lúcidamente esa
evolución, de la coherencia al fragmento. Parecería como si la única verdad radicara
en el aguafuerte, un género olvidado un siglo hasta que lo recuperó Roberto
Arlt, y lo revisitaron Garmendia y Ribeyro.
Cada uno puede imaginar el San
Petersburgo de Dostoievski, el Londres de Dickens o de Conan Doyle, el París de
Balzac. Cien, doscientos años de historia, no van a poder cambiar su peso
específico, o eso que se llama particularidad.
Pero nuestras ciudades están en perpetuo estado de construcción. Y ya en
la segunda mitad del siglo XX comenzaron a padecer un constante estado de
destrucción. El libro de Carrillo refleja una instantánea de cuatro importantes
ciudades latinoamericanas. Quizás en algunos años más, el texto de Miradas a la ciudad, además de ser
estudiado por urbanistas y narradores, será visitado también por arqueólogos,
con el mismo celo con que dos siglos antes, naturalistas e historiadores
buscaron en Pompeya un pasado sepultado en la lava de un volcán.
Guadalupe Carrillo es doctora en
Letras por la UNAM. Profesora e investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de
México, en Toluca, México. Ha Lo
doméstico y lo cotidiano en la literatura femenina venezolana (UAEM,2003) y
Análisis del cambio social en las
culturas del Caribe, en coautoría con el doctor Edgar Samuel Morales Sales.
Entrevista con Guadalupe
Carrillo:
Mario Szichman ¿Puede darme dos rasgos
que diferencian a las cuatro ciudades mencionadas en su libro, y dos que las
hacen similares?
Guadalupe Carrillo: En la
introducción del libro recurrí a la clasificación que el antropólogo Darcy
Ribeiro hacía de los distintos pueblos
de América Latina. Hablaba de los llamados pueblos testimonio; eran
aquellos que por su gran herencia prehispánica, influyen todavía
en el modo de ser, en las expresiones culturales de esos países. Se refería
especialmente a México y Perú; porque las grandes culturas que les antecedieron
marcaron de forma indeleble lo que hoy vemos de ellos. Ribeiro también
mencionaba a los pueblos nuevos; aquellos que por razones de migración y por un
escaso componente prehispánico, fueron refundadas con la llegada de los extranjeros
que las repoblaron. Se trata de Caracas y Buenos Aires. A pesar de que Ribeiro
se refiere más bien al componente racial, sin embargo puede también,
tangencialmente, asumirse para clasificar a sus ciudades capitales.
El diseño arquitectónico de buena parte de
Buenos Aires es marcadamente europeo. Aquellos que descendieron de los barcos y
se instalaron en sus calles y avenidas, supieron también imponer su cultura.
Lima conserva igualmente la influencia española; la presencia de un barroco
hiperbolizado e imponente le da un tono de elegancia que recuerda su condición
de antiguo Virreinato. Ciudad de México también expresa la herencia europea y
el afrancesamiento que desde el porfiriato se le quiso imponer. Caracas con sus
rascacielos al estilo más bien norteamericano es la que podría resultar más
moderna –me refiero a la Caracas de los años que estudio en el libro-. El afán
perezjimenista del proyecto de nación, pretendía sobre todo mostrar una ciudad
capital cuya prosperidad se manifestase drásticamente.
La coincidencia de las cuatro
capitales es su carácter cosmopolita; su condición de megaciudades,
especialmente Ciudad de México y Buenos Aires, en la que el caos enseñorea sus
espacios públicos; donde el automóvil se hace imprescindible y las horas
invertidas en el tránsito vehicular parecieran inacabables. Una segunda
característica que las une son los grandes contrastes que observamos en ellas.
De los ranchitos del Estado Vargas, a la autopista de varios pisos. En Ciudad
de México los antiguos palacios del centro de la ciudad convertidos de
vecindades de familias hacinadas, a unas cuadras de majestuoso edificio de Bellas
Artes. Miraflores de Lima junto a barrios de clase baja. El barrio de la Boca…
M.S: ¿Existe alguna manera de
frenar la decadencia de nuestras ciudades?
G.C: Sí, existe. Creo que muchas de ellas han
sido motivo de preocupación de
gobernadores y alcaldes que han pretendido resolver los problemas
mayores como el caos vehicular, la inseguridad, la suciedad de muchos de sus
arrabales…sin embargo es evidente que se trata de una misión de conjunto en la
que están incluidos los ciudadanos que somos, muchas veces, quienes más
agredimos a nuestras ciudades.
M.S: No le pido que sea una
pitonisa, pero ¿cree que puede surgir una nueva narrativa urbana que refleje no
sólo la fragmentación sino la integración en ciudades como Caracas, Buenos
Aires, Lima y Ciudad de México?
Desde que las urbes se
convirtieron en habitación de millones de personas no se ha dejado de escribir
narrativa urbana; incluso se habla de una narrativa que exalta lo popular de
sus ciudades capitales y que es muy reciente. Sin embargo creo que esa
narrativa siempre expresará más la fragmentación que la integración. Ciudad de
México, por ejemplo, está dividida en colonias. Gran parte de sus habitantes
reduce su vida a la colonia en la que vive: el trabajo, el colegio de los
hijos…todo se busca alrededor de donde tenemos la casa habitación o el
departamento. Son mega ciudades que si bien no están desintegradas, sí
parecieran ser inasibles en su conjunto.
M.S: Víctor Hugo se quejaba de la
imposibilidad de describir París, debido a lo heterogéneo de su población, a
los estremecimientos de la historia. Pero luego Balzac demostró que eso era
posible. Si un narrador le pidiera consejos para escribir una novela que tenga
como eje alguna de las ciudades que usted menciona ¿qué aspecto le recomendaría
reflejar en cada una de ellas?
G.C: Creo que, en general, la
caracterización mayor de las ciudades capitales que se han extendido tanto y
que aglutinan a una población heterogénea es su centro. Las cuatro capitales poseen un centro lleno de
historia; cargado de significados y de raíces. Obviamente los centros también
se han desdibujado y han perdido sus fronteras, pero siguen gozando de una
amplia gama de elementos absolutamente urbanos que de alguna forman dibujan al
ciudadano.
Igualmente creo que el espacio
público es el mejor escenario para darle vida a esas ciudades que muchas veces
llevamos dentro y que brota en nuestro recorrido por ellas.
Este texto
fue publicado en Cuadernos Americanos, # 144. Nueva época. 2013. Centro de
Investigación sobre América Latina y el Caribe. UNAM. México.
Mil gracias, Mario, por tan bella reseña, además de lo bien que revela el talento de ese gran lector y escritor que eres. Gracias por tu solidaridad, por ser incondicional, virtud cada vez más escasa en nuestro mundo de competencias desmesuradas y mezquinas. Felicidades otra vez por el espacio del blog. Guadalupe.
ResponderEliminarQuerida Guadalupe:
ResponderEliminarGracias por tu bello comentario. Pero créeme, sólo soy incondicional ante el talento. Por lo demás, mi pluma está calentada en el infierno.