martes, 27 de agosto de 2013

Margot Carrillo, Cubagua y la época dorada de la literatura venezolana



MARIO SZICHMAN


Para José Balza

     En dos pequeños condados del estado de Misisipí, entre 1929 y 1936, William Cuthbert Faulkner construyó el único territorio perdurable de la literatura norteamericana: el condado de Yoknapatawpha. Ahí están, para demostrarlo El sonido y la furia, Mientras agonizo, Luz de Agosto y ¡Absalom, Absalom!
   Entre 1953 y 1961, James Myers Thompson se mostró como un digno sucesor de Fiodor Dostoevski en sus novelas The Killer Inside Me, Savage Night, A Hell of a Woman y Pop. 1280. No hay nada en la literatura norteamericana que anticipe a Thompson. Y es improbable que Jim Thompson encuentre algún día sucesores.
     ¿Qué ocurrió para que esos genios fulguraran en menos de una década sin dejar secuelas? Seguramente, la sociología de la literatura pueda dar una plausible explicación.
     Sería necesario obtener una explicación similar para descubrir por qué entre 1922 y 1931, Venezuela vivió la edad dorada de su literatura, que coincidió con el auge y decadencia del Gomecismo. Pero lo cierto es que no hubo nada antes, nada después, que se asemeje a las perdurables obras forjadas en esa década. Los cuentos grotescos de José Rafael Carrera son de 1922, Ifigenia, de Teresa de la Parra, fue publicada en 1924, al igual que Áspero, de Antonio Arraíz. La torre del timón, de José Antonio Ramos Sucre, es de 1925. La llega en 1931, de la mano de Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, y Cubagua y La Galera de Tiberio, de Enrique Bernardo Núñez.
    En ese territorio de grandes textos, la escritura de Enrique Bernardo Núñez es muy especial. Sus dos novelas rehúyen la coherencia a la que aspiran las otras obras mencionadas. Se trata de novelas fragmentarias y mesiánicas. El realismo mágico es muy anterior a Gabriel García Márquez y a su precursor Alejo Carpentier: figura entero en Cubagua y en La galera de Tiberio.


     En su trabajo El sentido de la modernidad en Cubagua (Fondo Editorial SOLAR), Margoth Carrillo Pimentel trabaja justamente los elementos que convierten a la novela en una obra de ruptura que niega además toda síntesis. Es como si ese pasado mítico de una isla enriquecida en el siglo XVI con sus placeres de perlas, no pudiera confrontarse con ese presente miserable de comienzos del siglo XX, aunque los nombres de los protagonistas recurren en ambos tiempos.
     Otros narradores hubieran intentado la recapitulación. Enrique Bernardo Núñez prefirió dejar la obra abierta. Y de esa manera, transfirió al lector la tarea de enmendar esa especie de colcha de retazos empatados. Cuando Carrillo Pimentel dice que su acercamiento a Cubagua se ha convertido en un “acto recurrente, casi obsesivo”, no está haciendo retórica. Leer Cubagua nos enfrenta a dos momentos: el del sortilegio y el del exorcismo. Primero atrapa. Pero luego, cuando se la recuerda, el acto de la memoria parece ser el rechazo antes que la aceptación. Y librarse de su sortilegio resulta imposible.
    Enrique Bernardo Núñez construyó en base al pasado mítico una isla encantada, que el presente rechaza y desdeña. En manos de un escritor menos diestro, hubiéramos tenido una solución de compromiso. La obra podría haber sido algo diáfano, olvidable. Al no permitir la fusión el autor trocó a Cubagua en un acertijo, con su correspondiente casilla vacía.
     Hay muchas maneras de acercarse a Cubagua. La autora prefirió la de los inagotables interrogantes. Cubagua es una novela aluvional. Cada capa nueva sirve para urdir significados variables, para encubrir algunos de sus mitos. Y ni siquiera los mitos alcanzan desarrollo pleno. Enrique Bernardo Núñez tuvo al menos claridad para explicar su concepción: “Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un eco del tiempo pasado”, dijo el autor en su ensayo Bajo el samán. El escritor prefirió poner el oído en ese disímil eco del tiempo pasado. Y no fue tarea fácil. Porque, como también lo indicó el autor, narrar la verdad de un mundo –la verdad que percibe el autor de ese mundo, “significa por lo general afrontar serios peligros, y en ocasiones, la muerte misma”.
     Margoth Carrillo Pimentel ha logrado en El sentido de la modernidad en Cubagua transmitir con inteligencia, con lúcida elegancia, la belleza de un texto incomparable. La tarea del lector es responder a las inquietantes preguntas que multiplica.
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     Entrevista a Margoth Carrillo Pimentel:
    Mario Szichman: ¿Existe alguna razón para que se crearan en la década del veinte en Venezuela obras de tanta calidad? ¿Actuó la dictadura de Juan Vicente Gómez como un catalizador?
Margoth Carrillo Pimentel: – No creo que en ningún caso una persona que decida perpetuarse en el poder pueda llegar a ser un “catalizador” del arte o la literatura. No obstante, debemos reconocer el auge de escritores, publicaciones y actividades culturales que ocurrieron durante la época gomecista. Yolanda Segnini tiene un excelente estudio al respecto.
     M.S.: ¿Qué es lo que más te obsesiona de Cubagua?
    M.C.P.: –Quizá esa atmósfera poética que se percibe en la lectura de la novela. Enrique Bernardo Núñez supo tejer un relato en el que el juego con el tiempo, la historia o los personajes crean una incertidumbre, una cierta pérdida de la coherencia narrativa que termina sosteniéndose en frases, imágenes o figuras de una factura poética que, particularmente, me conmueve. Nila Cálice sigue siendo un acertijo para mí.
     M.S.: Hay como un sentido de precariedad, de propuestas inconclusas en varios de los libros de autores venezolanos que publicaron en la década del veinte del siglo pasado. Lo noto inclusive en Las lanzas coloradas. Al mismo tiempo, hay una audacia narrativa propia de las vanguardias. ¿Son esa precariedad, esa indeterminación, propias de una vanguardia literaria?
    M.C.P.: Te respondo con otra pregunta, dado que no tengo una respuesta definitiva: ¿acaso la “precariedad” que refieres puede ser un indicio de que estamos hablando de los inicios de la modernidad de nuestra narrativa? En lo que se refiere al tema de la indeterminación, no olvides que ese rasgo es particularmente moderno. Luego tu pregunta me lleva a pensar en la gestación de una modernidad que como tal, posee tanto aciertos como carencias.
     M.S.: ¿Hay alguna explicación para ese fenómeno de obras seminales que se produjeron en la década del veinte?
     M.C. P.: ¿“Una explicación”? No creo. Sí algunas consideraciones en lo que respecta al ambiente cultural venezolano de esa época. A los antecedentes de una publicación tan importante y universal como El cojo ilustrado; a las diversas ediciones que, en efecto, aparecieron en esa época de paradójica luminosidad en la literatura (no olvidemos el oscuro panorama que ofreció la dictadura y lo que llegó a ocurrir en la cárcel de La Rotunda). En fin, que, gracias a la producción literaria de ese momento, nuestras primeras décadas del siglo XX ofrecen otra memoria de la que todavía podemos enorgullecernos y soñar.

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