MARIO SZICHMAN
Para José Balza
En dos pequeños condados del estado
de Misisipí, entre 1929 y 1936, William Cuthbert Faulkner construyó el único
territorio perdurable de la literatura norteamericana: el condado de
Yoknapatawpha. Ahí están, para demostrarlo El sonido y la furia, Mientras agonizo,
Luz de Agosto y ¡Absalom, Absalom!
Entre 1953 y 1961, James Myers
Thompson se mostró como un digno sucesor de Fiodor Dostoevski en sus novelas
The Killer Inside Me, Savage Night, A Hell of a Woman y Pop. 1280. No hay nada
en la literatura norteamericana que anticipe a Thompson. Y es improbable que
Jim Thompson encuentre algún día sucesores.
¿Qué ocurrió para que esos genios
fulguraran en menos de una década sin dejar secuelas? Seguramente, la
sociología de la literatura pueda dar una plausible explicación.
Sería necesario obtener una
explicación similar para descubrir por qué entre 1922 y 1931, Venezuela vivió
la edad dorada de su literatura, que coincidió con el auge y decadencia del
Gomecismo. Pero lo cierto es que no hubo nada antes, nada después, que se
asemeje a las perdurables obras forjadas en esa década. Los cuentos grotescos
de José Rafael Carrera son de 1922, Ifigenia, de Teresa de la Parra, fue
publicada en 1924, al igual que Áspero, de Antonio Arraíz. La torre del timón,
de José Antonio Ramos Sucre, es de 1925. La llega en 1931, de la mano de Las
lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, y Cubagua y La Galera de Tiberio, de
Enrique Bernardo Núñez.
En ese territorio de grandes textos,
la escritura de Enrique Bernardo Núñez es muy especial. Sus dos novelas rehúyen
la coherencia a la que aspiran las otras obras mencionadas. Se trata de novelas
fragmentarias y mesiánicas. El realismo mágico es muy anterior a Gabriel García
Márquez y a su precursor Alejo Carpentier: figura entero en Cubagua y en La
galera de Tiberio.
En su trabajo El sentido de la
modernidad en Cubagua (Fondo Editorial SOLAR), Margoth Carrillo Pimentel
trabaja justamente los elementos que convierten a la novela en una obra de
ruptura que niega además toda síntesis. Es como si ese pasado mítico de una
isla enriquecida en el siglo XVI con sus placeres de perlas, no pudiera
confrontarse con ese presente miserable de comienzos del siglo XX, aunque los
nombres de los protagonistas recurren en ambos tiempos.
Otros narradores hubieran intentado
la recapitulación. Enrique Bernardo Núñez prefirió dejar la obra abierta. Y de
esa manera, transfirió al lector la tarea de enmendar esa especie de colcha de
retazos empatados. Cuando Carrillo Pimentel dice que su acercamiento a Cubagua
se ha convertido en un “acto recurrente, casi obsesivo”, no está haciendo
retórica. Leer Cubagua nos enfrenta a dos momentos: el del sortilegio y el del
exorcismo. Primero atrapa. Pero luego, cuando se la recuerda, el acto de la
memoria parece ser el rechazo antes que la aceptación. Y librarse de su
sortilegio resulta imposible.
Enrique Bernardo Núñez construyó en
base al pasado mítico una isla encantada, que el presente rechaza y desdeña. En
manos de un escritor menos diestro, hubiéramos tenido una solución de
compromiso. La obra podría haber sido algo diáfano, olvidable. Al no permitir
la fusión el autor trocó a Cubagua en un acertijo, con su correspondiente
casilla vacía.
Hay muchas maneras de acercarse a
Cubagua. La autora prefirió la de los inagotables interrogantes. Cubagua es una
novela aluvional. Cada capa nueva sirve para urdir significados variables, para
encubrir algunos de sus mitos. Y ni siquiera los mitos alcanzan desarrollo
pleno. Enrique Bernardo Núñez tuvo al menos claridad para explicar su concepción:
“Nombres, personas, cosas, ruinas, soledades, venían a ser como un eco del
tiempo pasado”, dijo el autor en su ensayo Bajo el samán. El escritor prefirió
poner el oído en ese disímil eco del tiempo pasado. Y no fue tarea fácil.
Porque, como también lo indicó el autor, narrar la verdad de un mundo –la
verdad que percibe el autor de ese mundo, “significa por lo general afrontar
serios peligros, y en ocasiones, la muerte misma”.
Margoth Carrillo Pimentel ha logrado
en El sentido de la modernidad en Cubagua transmitir con inteligencia, con
lúcida elegancia, la belleza de un texto incomparable. La tarea del lector es
responder a las inquietantes preguntas que multiplica.
––-0––
Entrevista a Margoth Carrillo
Pimentel:
Mario Szichman: ¿Existe alguna razón
para que se crearan en la década del veinte en Venezuela obras de tanta
calidad? ¿Actuó la dictadura de Juan Vicente Gómez como un catalizador?
Margoth Carrillo Pimentel: – No creo
que en ningún caso una persona que decida perpetuarse en el poder pueda llegar
a ser un “catalizador” del arte o la literatura. No obstante, debemos reconocer
el auge de escritores, publicaciones y actividades culturales que ocurrieron
durante la época gomecista. Yolanda Segnini tiene un excelente estudio al
respecto.
M.S.: ¿Qué es lo que más te obsesiona
de Cubagua?
M.C.P.: –Quizá esa atmósfera poética
que se percibe en la lectura de la novela. Enrique Bernardo Núñez supo tejer un
relato en el que el juego con el tiempo, la historia o los personajes crean una
incertidumbre, una cierta pérdida de la coherencia narrativa que termina
sosteniéndose en frases, imágenes o figuras de una factura poética que,
particularmente, me conmueve. Nila Cálice sigue siendo un acertijo para mí.
M.S.: Hay como un sentido de
precariedad, de propuestas inconclusas en varios de los libros de autores
venezolanos que publicaron en la década del veinte del siglo pasado. Lo noto
inclusive en Las lanzas coloradas. Al mismo tiempo, hay una audacia narrativa
propia de las vanguardias. ¿Son esa precariedad, esa indeterminación, propias
de una vanguardia literaria?
M.C.P.: Te respondo con otra
pregunta, dado que no tengo una respuesta definitiva: ¿acaso la “precariedad”
que refieres puede ser un indicio de que estamos hablando de los inicios de la
modernidad de nuestra narrativa? En lo que se refiere al tema de la
indeterminación, no olvides que ese rasgo es particularmente moderno. Luego tu
pregunta me lleva a pensar en la gestación de una modernidad que como tal,
posee tanto aciertos como carencias.
M.S.: ¿Hay alguna explicación para
ese fenómeno de obras seminales que se produjeron en la década del veinte?
M.C. P.: ¿“Una explicación”? No creo.
Sí algunas consideraciones en lo que respecta al ambiente cultural venezolano
de esa época. A los antecedentes de una publicación tan importante y universal
como El cojo ilustrado; a las diversas ediciones que, en efecto, aparecieron en
esa época de paradójica luminosidad en la literatura (no olvidemos el oscuro
panorama que ofreció la dictadura y lo que llegó a ocurrir en la cárcel de La
Rotunda). En fin, que, gracias a la producción literaria de ese momento,
nuestras primeras décadas del siglo XX ofrecen otra memoria de la que todavía
podemos enorgullecernos y soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario