sábado, 10 de marzo de 2018

Hazte fama y échate a morir



Mario Szichman

Rufus  Griswold

Generalmente, tras su muerte, los personajes históricos y los artistas célebres ingresan en un cono de sombra, sin importar su gloria previa. La profesora Guadalupe Isabel Carrillo recordó en un muy buen ensayo sobre la novela de Gabriel García Márquez El general en su laberinto, el cuasi epitafio con que el gobernador de Maracaibo anunció la muerte de Simón Bolívar:
“Me apresuro a participar la nueva de este gran acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el opresor de la patria ha dejado de existir”.

Obviamente, Bolívar logró inmortalizarse pese a esa opinión desfavorable.

 Franz Kafka

En el terreno de la literatura han existido desconocidos en vida que lograron una sólida inmortalidad, como es el caso de Franz Kafka. En eso también influyó la época en que a Kafka le tocó vivir y morir, y su ubicación geográfica. Checoeslovaquia no era la perla más rutilante del imperio austrohúngaro. De haber vivido Kafka más cerca de Viena, es posible que hubiera sido famoso antes de morir. Pese a ello, Kafka pasará a la historia como uno de los grandes escritores del siglo veinte, junto con Marcel Proust y William Faulkner.

Muchas veces la guerra interrumpe la fama. El escritor polaco Witold Gombrowicz es obviamente una de las grandes figuras literarias del siglo XX, pero tuvo la mala suerte de que fue invitado a ir a la Argentina poco antes de estallar la segunda guerra mundial. Gombrowicz llegó a Buenos Aires cuando comenzó la guerra. Polonia fue invadida por los nazis (y también por los soviéticos). El escritor quedó convertido en un paria durante varios años de su vida literaria.
Luego, tras la guerra, estableció vínculos con expatriados polacos, y colaboró con publicaciones en París. Finalmente, en 1963, recibió una beca de la Fundación Ford, vivió un tiempo en Alemania y en Francia, en 1967 obtuvo el Prix International. Falleció en 1969, con una notoriedad bastante consolidada, en buena parte, gracias a su novela Ferdydurke.

El efecto inverso

En el 2001, Paul Collins publicó en la editorial neoyorquina Picador el libro Banvard´s Folly, la locura de Banvard. El título poco informa, pero el subtítulo lo dice todo: “Trece relatos de insigne oscuridad, famoso anonimato, y endemoniada suerte”.
Collins sustenta una tesis bastante sólida. Si se examinan los documentos de previas épocas, dice, sólo se tropieza con nombres olvidados. En tanto los primeros ejemplos citados son de creadores cuya fama se fue consolidando con los años, Collins lidia con aquellos cuya nombradía los abrumó en vida, y se desvaneció tras la muerte. Pues existe una fama creada por las maquinarias de publicidad, o por el curriculum universitario, y otra que perdura a pesar de esos artilugios.
Recuerdo que en una ocasión entrevisté al escritor norteamericano Kurt Vonnegut, uno de los escasos escritores de Estados Unidos, junto con Carson McCullers, Flannery O´Connor, Faulkner y Jim Thompson, cuya fama está asegurada de por muerte.
No hay una sola novela de Vonnegut que sea mala. A mí me gusta particularmente Mother Night. Sus relatos son de una perfecta ironía, especialmente los compilados en Welcome to the Monkey House. Además, era uno de los escasos escritores a los que se puede asignar el rótulo de sabios.
Sin embargo, Vonnegut estaba convencido de que, al menos en Estados Unidos, los únicos escritores que perdurarían eran quienes ingresaban en el curriculum universitario. Y me daba el ejemplo de lo que ocurría con el irlandés James Joyce, posiblemente, el escritor ilegible más ponderado por los académicos anglosajones.      
Ahora que también se incorporó al canon lacaniano, la inmortalidad de Joyce es seguramente inmortal. Invito al lector a leer el Finnegan´s Wake, y a ofrecer su opinión sobre el texto. (Por supuesto, el Ulises es comprensible, así como los cuentos de Dubliners y A Portrait of the Artist as a Young Man). Pero al canon literario le interesa la dificultad, no el placer de leer.

Las estaciones insufribles


Paul Collins
Cada época crea sus ídolos, y con el mismo placer los derriba. La tarea de Collins, y creo que muchos lectores le están agradecidos por su gentileza, es redimir del olvido a personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No sólo eso. Tupper fue uno de los inspiradores de Walt Whitman (el gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba).
Además de ser famoso, Tupper fue quizás el único poeta de la historia moderna que se hizo millonario gracias a sus versos. Según Collins, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos.
Estamos hablando de mediados del siglo XIX, en la época en que Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el alma a su cuerpo.

Edgar Alan Poe

Es posible que su temprana muerte, a los 40 años de edad, haya permitido a Poe acceder rápidamente al Parnaso literario. Su trágica historia personal y su alcoholismo, también contribuyeron. Pero una prueba de su genial talento es que su fama póstuma logró emerger a pesar del formidable maltrato a que lo sometió Rufus Griswold, su albacea literario. 
Cuando Poe falleció en 1849, Griswold, escudándose en el seudónimo de Ludwig, publicó un obituario de Poe donde decía: “Edgar Allan Poe está muerto. Falleció en Baltimore. Tal vez el anuncio desconcierte a muchos, pero muy pocos lo lamentarán”. A eso añadió una “memoria” de la vida de Poe, donde incluyó cartas falsas de su rival, con el único propósito de arruinar su reputación.  

Nada de eso ocurrió con Tupper. Sucedió algo mucho peor. A diferencia de Poe, señala Collins, Tupper cometió un crimen imperdonable para un poeta: “En lugar de optar por morir en su glamorosa juventud de un acceso de tisis, envejeció y se mantuvo desaforadamente vivo”.

Vivir para no contarla

Como resultado de su longevidad, Tupper se convirtió en un paria. Cuando los críticos querían enlodar a un nuevo genio, bastaba decir, “Me recuerda a Tupper”... Y “tupperiano” pasó al diccionario como una forma de insultar a todo mediocre poeta (por cierto, los poemas de Tupper no se reeditan desde hace más de un siglo).
Collins dice que Tupper comparte el Parnaso de nulidades engreídas con figuras tan glamorosas como él. He aquí un breve recuento:

–  Robert Coates. Se trata, posiblemente, del peor actor que haya transitado alguna vez un escenario. “Un hombre tan exento de talento y tan confiado en su capacidad”, dice Collins, “que creó una tradición teatral”.
Tal vez la performance más memorable de Coates fue en su papel de Romeo, cuando, antes de morir, tomó un pañuelo de su bolsillo, limpió cuidadosamente el suelo del tablado, se quitó su gorra, y la depositó en una almohada. Luego, murió ...
No, no exactamente. Inclusive en ese momento, el héroe no estaba totalmente convencido de que debía acceder al más allá. Por lo tanto, cuando uno de los espectadores gritó: “¡Vuelve a morir, Romeo!” el actor decidió acatar la sugerencia y “resucitó de manera milagrosa”, dice Collins. “Luego, se puso de pie, tomó otro trago del veneno, y volvió nuevamente a morir”.


–John Banvard. A mediados del siglo diecinueve, Banvard logró el título de “El más famoso pintor viviente del mundo”. Fue aclamado por Charles Dickens, Henry Longfellow y la reina Victoria.
Banvard se especializaba en gigantescos frescos, o “panoramas móviles”. El más famoso de ellos fue La Pintura de Tres Millas de Extensión, resultado de su navegación por el río Misisipí. La exhibición del panorama hizo de Banvard “El primer pintor millonario de la historia”. Pero cuando Banvard falleció, fue enterrado en un osario común, porque su familia no tenía dinero para pagar su entierro. Al poco tiempo, dice Collins, sus obras más famosas fueron destruidas. En recientes libros de referencia, no hay una sola alusión a su nombre.
Collins narra las historias de esos seres desdichados con simpatía y comprensión. Los quince minutos de fama de que gozaron todos ellos precedió en décadas la popular frase de Andy Warhol.
Como señala el autor, "cualquiera que revise los documentos de toda época pasada: diarios, contratos de venta, testamentos, tropezará únicamente con nombres olvidados".
Afortunadamente, Collins ha sido capaz de rescatarlos de su merecido anonimato en un libro de suave, mortífero humor.


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