sábado, 17 de marzo de 2018

Las malas novelas, excelentes fuentes de inspiración


Mario Szichman

   


Clint Eastwood ha criticado la tendencia de Hollywood a hacer la remake de buenos filmes. Pues generalmente, segundas partes nunca resultan buenas. Es preferible, en cambio, dice Eastwood, hacer el remake de malos filmes, a fin de mejorarlos.
Algo similar puede aplicarse a la narrativa. Cada vez que un escritor se siente deprimido por la falta de inspiración, debe buscar como infalible numen instigador alguna mala novela.
    No voy a recomendar ninguna mala novela en especial: son más numerosas que las estrellas en el cielo. Inclusive muchas de ellas, gracias a la academia, han sido regeneradas como buenas novelas. Cada lector debe escoger por su cuenta. Existen de todos los temas y para todos los gustos.
Sin embargo, una buena fuente de inspiración son las malas novelas donde el autor necesita expresar su opinión, y ridiculizar de tal manera los criterios de sus enemigos –generalmente otros literatos–  que termina ganando siempre la partida.


    Toda novela es conflicto. En las buenas novelas, el conflicto es entre personajes. En las malas novelas, entre el autor y sus personajes. Cuando el novelista es fabulosamente bueno, como en el caso de Dostoievski, los villanos suelen ser más lúcidos y contar con mayor capacidad de raciocinio que sus héroes. En Crimen y Castigo no es su protagonista Raskolnikov quien enuncia los mejores diálogos o lleva las de ganar. No, quien se roba los diálogos es Svidrigailov, un ser diabólico, un seductor de mujeres inocentes.
Por otra parte, no hay personaje más repulsivo, y al mismo tiempo más patético, que Marmeladov, el padrastro de Sonia, la prostituta. Marmeladov carece de toda virtud. Tras conseguir un empleo por simple caridad, usa el dinero de su primer salario para emborracharse, pese a que toda su familia se está muriendo de hambre.
Y sin embargo, no hay nada en la literatura que se asemeje al monólogo de Marmeladov cuando le explica a Raskolnikov en una taberna que “la pobreza no es un vicio, y tal vez la borrachera no es una virtud, pero mendigar sí es un vicio. En la pobreza todavía es posible retener la innata nobleza del alma. Eso es imposible cuando mendigamos. Un hombre que pide limosna no es expulsado de la sociedad con un garrote. No, es barrido con una escoba”.
Las explicaciones de Marmeladov nos repugnan por un lado, nos conmueven por el otro. Evocan el monólogo de Shylock en El mercader de Venecia. “¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos pasiones? ¿No se alimenta con la misma comida, no es lesionado con las mismas armas? … Si ustedes nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos causan daño ¿no buscamos venganza?”

REHUSAR LO EXPLÍCITO

Los grandes creadores nunca nos ofrecen un plato en bandeja. Estamos tan acostumbrados a los estereotipos, a las frases hechas, a tanta falsa racionalidad, que sólo cuando le torcemos el pescuezo a todo aquello que resulta políticamente correcto, podemos obtener algunos rayos de luz capaces de iluminar nuestra prosa. Por eso es imprescindible abrevar en las malas novelas. Pueden convertirse en una magnífica plataforma de producción de buenos textos.
En realidad, las obras maestras suelen ser pésimas influencias para un escritor en busca de inspiración. Y no estamos hablando de Anna Karenina, de Ilusiones Perdidas, o de El Proceso, sino de obras más populares. (Todavía existe el prejuicio de que, si una obra es popular, está afectada por alguna lacra).
¿Cuál es el propósito de querer superar a Emilio Salgari, a Rafael Sabatini, o a Alejandro Dumas? ¿Quién es capaz de crear personajes como Sandokan, Scaramouche o El conde de Montecristo? En cambio, una mala novela nos llena de esperanza. Sus personajes son inverosímiles, sus diálogos absurdos, sus episodios nebulosos.
Y es allí, donde impera el tedio, que  logramos insertar la aventura. Los ridículos personajes pueden convertirse en sublimes, apenas les aplicamos las contradictorias facetas que Dostoievski impone en cada uno de sus protagonistas. Y esa contradicción crece al emerger en los acartonados diálogos.
Es inevitable que en las malas novelas el autor intente imponer su opinión. El mal novelista, como las madres posesivas, impide a sus personajes llegar a la mayoría de edad. Puesto que son criaturas de su imaginación, deben acatar sus órdenes.
El mal novelista necesita enunciar tesis irrebatibles. Ya que ninguna tesis es irrebatible, la solución es convertir a todo aquel confrontado por el héroe en un balbuceante idiota. Pero hay una fácil solución para esa contrariedad. Basta con invertir la situación, y convertir al sabihondo (espejo del autor) en un solemne divulgador de tonterías.  Y, por último, hay una preciosa cantera que pueden explotar los escritores ansiosos por escribir buenas novelas: el injerto.

TRANSPLANTES


    
En líneas generales, los malos novelistas padecen el problema del injerto. Primero elaboran el injerto, y luego escriben una novela donde lo incrustan para que todo gire en torno a ese cuerpo extraño.
Tal vez el más famoso injerto de la literatura argentina es El Informe sobre ciegos, que Ernesto Sábato incorporó a su novela Sobre héroes y tumbas. Sábato ofreció numerosas y plausibles explicaciones sobre ese deplorable injerto. Inclusive muchos críticos quedaron convencidos de que ese cuerpo extraño era un brote natural de la novela.
Es cierto, todo escritor, en algún momento de su carrera, quiere copiar la hazaña de Dostoievski con El Gran Inquisidor, un capítulo increíble de Los hermanos Karamazov. Pero aun cuando ese relato por sí solo garantiza a Dostoievski varias inmortalidades, sigue siendo un injerto.
A veces, el injerto consiste en introducir, en medio de una narración convencional, alguna imposibilidad. Se trata de esas malas novelas donde, como en el tango de Discépolo, se coloca la biblia junto al calefón. Tal vez el autor quiere que coexistan Adolfo Hitler y Franz Kafka en la Viena del imperio austrohúngaro. O el zar Nicolás y Lenin en Suiza.
Eso conduce, de manera inevitable, a que el protagonista emprenda un viaje hacia el pasado, a fin de recuperar sus raíces. Es el famoso momento del descubrimiento, cuando el protagonista descubre que pese a haber nacido en una familia de clase media baja, tenía antepasados ilustres.
Esas malas novelas son pródigas fuentes de inspiración. Basta eliminar la hojarasca para que cualquier escritor pueda transformarlas en buenas novelas sin necesidad de cometer plagio, aunque, en la mayoría de los casos, devienen parodias.

EN CARNE PROPIA

Desde el año 2012, la profesora Carmen Virginia Carrillo es la editora de mis novelas. He descubierto que una de sus tareas más fatigosas es lidiar con muchos capítulos que me a mí me habían encantado. ¡Oh, esas frases solemnes, esas imágenes bruñidas, esas metáforas trascendentes!
Generalmente, los comentarios de mi editora a vuelta de correo electrónico suelen ser “eso sobra”, “eso me aburre”, “eso está muy largo”.  Afortunadamente, las recriminaciones son cada vez más parcas. Pues si una persona no aprende a través de un editor a eliminar lo accesorio, nunca podrá lograrlo.
Hemingway, que al parecer compartía muchas opiniones con la profesora Carrillo, dijo en cierta ocasión a un escritor en ciernes: “Primero escriba. Y luego, elimine de su texto todas las frases que a usted le parezcan geniales. Sólo el material que persista será publicable”.
Pero no hay que olvidar la otra parte: cada vez que un escritor se siente deprimido por la falta de inspiración, debe buscar como infalible numen instigador alguna mala novela.



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