sábado, 31 de marzo de 2018

La compasión del corredor de fondo. “Los hombres de barro” (La alternativa de Harry)


Mario Szichman


“En esta grandiosa época, que yo conocí
cuando era así de pequeña; que
volverá a ser pequeña siempre y cuando
quede tiempo suficiente para ello...
En esta grandiosa época no esperen de
mí más palabras, excepto aquellas
 destinadas a evitar que el silencio
sea mal interpretado”.

Karl Kraus




En Rogue Male, Geoffrey Household narra la historia de un hombre que intenta asesinar a Adolf Hitler, y es capturado por los guardias del líder nazi. El protagonista es torturado hasta quedar reducido prácticamente a pulpa, y luego arrojado por un barranco para que muera. Afortunadamente, cae en medio de un lodazal, que atempera el impacto de la caída del cuerpo.
Pero el barro no sólo sirve para evitar su muerte. El barro se convierte primero en su placenta, luego en su caparazón. Y así el protagonista logra renacer a partir de sus heridas.
Los principales personajes de la novela de José Ruivary Hombres de Barro (La alternativa de Harry), desde ese improbable héroe que es Harry Vegas, hasta sus secuaces, subordinados y superiores, parecen compartir esa cualidad incierta del protagonista de Rogue Male. Se trata de seres a medio camino entre la carne y su disolución total.
El barro parece constituir su elemento, del mismo modo en que el clima de Piura parece amasarlos en el lodo. Todos ellos luchan, ¡Y cómo luchan! Y aunque están condenados al fracaso, al menos una cualidad los destaca: nunca se resignan.
           
UNA NARRATIVA JADEANTE

No conozco muchos novelistas que pongan tanta carne, tanta piel, y tantos huesos para explicar un proyecto de fracaso político. El aprismo en el Perú, como otros movimientos populistas en América Latina, ha surgido entero de la cabeza de un caudillo y ha sido enjaezado luego en el llano –y especialmente en la clandestinidad– con arrebatos teóricos de una izquierda que ha olvidado la elegancia polémica de un Marx, de un Bielinsky, de una Rosa Luxemburgo, o de un Gramsci, y se ha hecho acrítica y mesiánica.
Ruivary brinda tres dimensiones a un dirigente medio del aprismo como Harry Vegas, recubre de carne y hueso sus consignas políticas, y lo equipa con la densidad y el peso específico del deseo.
El escritor emprende una tarea difícil de explicar y ardua de concretar: trabajar con un ser humano que es además portavoz de contradictorias ideas y sentimientos.
Adornado con lemas que luce como si fueran abalorios, el cuerpo del protagonista lucha en ese interminable two-way pull del que hablaba el grande entre los grandes Jim Thompson. Como el novelista boliviano Luis Minaya Montaño, quien en El cadáver de Leonardo logró hacer surgir a un personaje inolvidable de las ruinas de un proyecto político –en este caso, el Movimiento Nacionalista Revolucionario–  Ruivary consigue en Hombres de Barro dar vida a esas creaciones de los doctores Frankenstein que son nuestros políticos autóctonos, incompetentes para conocerse a sí mismos, ineptos para aprender, con una personalidad escindida entre sus anhelos de justicia, sus desmesurados deseos de poder, su saqueo del erario público, y una realidad improbable de alterar.
En uno de sus momentos de franqueza, Harry Vegas reconoce: “¡Estamos fregados, caracho! ¿Qué hacemos, pues? Nos hemos dormido y ahora es tarde para reinstaurar el orden. La gente opina que no tiene necesidad del gobierno del APRA. Muchos están convencidos de que los apristas hemos traído la corrupción en lugar de la libertad. Y claro, nos vilipendian. Lo peor de todo, es que nosotros hacemos muy poco o nada por combatir a nuestros enemigos. ¿Qué diablos nos está pasando? A lo que parece, nos estamos yendo al infierno a pasos agigantados”.

LA COMPASIÓN DEL CORREDOR DE FONDO

 Sería muy fácil condenar a todos esos personajes en bloque, enviarlos directamente al basurero de la historia. Pero Ruivary necesita entender. Su sagacidad de novelista necesita entender. Y para eso penetra en la mente y en los actos de seres que se siguen viviendo como puros, que intensifican su esmero a medida que se hunden en la corrupción. (Cuando una sociedad se hace más corrupta, decía Marcel Proust, más se refinan sus modales).
Un mal novelista nos haría creer que los seres malos se sienten malos, y por eso actúan como malvados. Un novelista como Ruivary sabe algo más: que la maldad se tiñe del color del cristal con que se mira. Cuando a Albert Speer, ministro de Armamentos de Adolfo Hitler, le cuestionaron su pasado nazi, éste respondió: “Es difícil saber que uno está frente al demonio, especialmente si el demonio nos apoya afectuosamente la mano en el hombro”.
No hay hipocresía, y apenas cinismo, en los personajes que pueblan Hombres de Barro. Tal vez indignación, porque la vida les ha jugado una mala pasada. Quizás envidia, por la buena suerte de los otros. Y un soterrado anhelo de probidad hasta en el más malévolo.
Tampoco existe una elegante lógica en las tribulaciones del protagonista, o de su compañera, Chela. Pero, al igual que otros personajes que pueblan el relato, es posible identificarse con sus exploraciones y traspiés.
“Si (Harry Vegas) pudiera `verse´”, escribe Ruivary, “se vería como un sujeto todavía sin domesticar por completo y en permanente trance de arrojarlo todo por la borda a poco que se lo pida el cuerpo y se aburra de la política y sus circunstancias”. Uno teme en esos comentarios la presencia de un autor intentando suplir las carencias de su personaje. Pero Ruivary tiene la astucia de dar un giro inesperado a esas aserciones.
Con humilde sabiduría, el autor también incurre en los tanteos y tropiezos de sus malhadados héroes.

LA LECTURA Y OTRAS SORPRESAS

Leemos por placer, o leemos por obligación.
Leemos como niños, o lo hacemos como académicos.
Leemos con la fruición con que lo hacía Silvio Drodman Antier, el protagonista de la novela de Roberto Arlt El Juguete Rabioso, a quien un viejo zapatero andaluz había iniciado “en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca”, o leemos porque las obras han sido escogidas para atiborrar algún curriculum universitario.
Nos sumergimos en la lectura, o la mantenemos a distancia, observando la prosa con objetividad e indiferencia. Y después, mucho después, descubrimos que esos textos que leemos como si volviéramos a la infancia, que nos absorben y nos hacen olvidar el entorno cotidiano, han sido construidos por arquitectos y ejecutados por albañiles.
Pues la sencillez, la pasión, la capacidad de inspirar empatía en el lector, son producto de una tarea agobiadora. (Kurt Vonnegut me dijo en el curso de una entrevista: “No hay una tarea más engorrosa y endiablada que la de escribir con sencillez”).
Tropezar con un buen texto siempre despierta alegría. Y encontrar buenos textos es una tarea cada vez más difícil. Pues nos brinda temor reclamarle a un escritor lo que le exigimos al más humilde de los artesanos.
Si un albañil se comportase como ese ingenioso arquitecto de la Academia de Lagado inventado por Jonathan Swift, que construía viviendas a partir del techo, “acatando la práctica de “esos dos prudentes insectos, la abeja y la araña”, lo pondríamos de inmediato en la calle.
Pero nada de eso le pedimos a un escritor. De ahí que abunden esas estructuras narrativas que tiemblan como casuchas de lata cuando pasa cerca un tren elevado, o esos diálogos inverosímiles emplazados en las novelas para indicar que el autor es quien posee las mejores réplicas.
Estoy seguro de que si la mayoría de los escritores que plagan nuestro horizonte cultural aprendieran simplemente de las destrezas de un albañil, contaríamos con más novelas y relatos de primera agua.
Ruivary es uno de esos albañiles, construyendo sus escenas, sus conflictos, sus personajes, sus diálogos, ladrillo tras ladrillo. Nada está puesto al azar en Hombres de Barro. Ruivary permite a sus personajes vivir sus propias vidas. Es como si nos hiciera caer por una puerta trampa y nos transportase a un mundo diferente, mientras pasa a un discreto segundo plano. No le interesa dar a conocer sus puntos de vista: sólo los puntos de vista de los personajes inmersos en conflictos casi insolubles.

PERSONAJES EN BUSCA DE UN AUTOR

William Faulkner dijo en un interesante intercambio de cartas con Malcom Cowley que la mayor tentación de un autor es obligar al protagonista a sustentar sus ideas propias. Y ese es también su mayor fracaso. 
Faulkner indicaba a Cowley que él no hablaba por sus personajes: permitía que sus personajes hablasen por sí mismos. Y Northrop Frye decía por su parte que a nadie se le ocurrió mencionar que Julio César o Ricardo III hablaban por boca de Shakespeare.  Es importante ese sesgo, pues de lo contrario, el autor se convierte en un tirano que prefiere escuchar su voz, a permitir que los demás hablen con sus propios sentimientos.
Tal vez aquello que despierta tanta admiración en Jim Thompson es que nunca pone distancias con sus personajes. Ni desprecia a sus villanos, ni los hace hablar como villanos. Los villanos de Jim Thompson parecen seres buenos e incomprendidos, animados de razonamientos plausibles y de una gran indignación moral.
Ruivary pertenece a ese linaje. Y acepta las consecuencias. Pues, para bien o para mal, las mejores razones no son siempre esgrimidas por personas virtuosas.
Hombres de Barro es un fresco de la sociedad política peruana a fines de la década de los ochenta, cuando el gobierno aprista, en uno de sus numerosos momentos de escasa popularidad, intentó enfrentar la acción de la guerrilla y los narcotraficantes, la embestida de los militares y el sabotaje de poderosos grupos empresariales en un país sumido en la pobreza y sobrenadando en la corrupción.
El panorama es narrado por Ruivary con mano maestra:

“En el inmenso revoltijo humano ha desaparecido la personalidad individual. Las criaturas y los objetos son sumidos, aquilatados, hasta conformar una masa compacta. Luces, chisporroteos, alharacas y estruendos musicales invaden todos los rincones de la ciudad. Los blancos, zambos, mestizos, cholos, negros, delincuentes, gentes honestas, pobres, miserables y ricos, blanquiñosos patojos, aserranados, vendedores y compradores, repartidores de cielos y conjuradores de infiernos, congregados en los aledaños de la avenida Grau y la Plaza de Armas, representan la vida en sí misma, sin más aditamentos”.

Seguramente el lector se devorará esta novela, tal como lo ha hecho este prologuista. Entonces ¿para qué escribir un prólogo?
Bear with me, como suelen decir en estas tierras. Si me tienen un poco de paciencia, les daré una explicación.
Las buenas novelas nunca se leen: se releen. Sólo una segunda o una tercera lectura revelan sus marcas de agua, su escritura secreta, la forma en que han sido redactadas. En ocasiones, ni una vida alcanza para descifrarlas. (Muchos profesores norteamericanos deben a ese feliz hecho la oportunidad de contar con un tenure, un empleo de por vida en una universidad).
A veces, los años nos proponen nuevas lecturas, privilegian ciertos personajes que en una primera lectura habíamos ignorado.
Hombres de Barro exige más de una lectura. Aunque su ritmo es endiablado, requiere que el lector se siente a la vera del camino, y tome aliento para reflexionar sobre esos extraños, marginales personajes. Como lo hace el propio Harry Vegas, en uno de sus momentos de mayor lucidez. 
“Todos somos un poco la materia de la noche”, piensa Harry Vegas. “Hasta el último piurano forma parte del espectáculo o de la locura. Mi gente está loca y se deja engañar, creyendo que le espera un futuro menos deplorable”.
La final desesperanza de Harry no es compartida por este lector. En el crisol de los personajes elaborados por Ruivary, hay numerosos futuros, distintas maneras de equivocarse, pero también de cambiar y de mejorar. En su irónico anticlímax (“Una historia irrelevante, con un final estúpido", piensa Harry Vegas. “Un final sin dramatismos ni crispaciones. Garúa que llega y en vez de humedecer la tierra se evapora en el aire”") el novelista ha sembrado las semillas de nuevos avatares, anticipando una nueva saga a punto de desplegarse.
Y eso me lleva a hacer una apuesta: es bien sabido que las olas literarias llegan y se van. Surgirán en los próximos años múltiples celebridades, con novelas absolutamente olvidables. Y mientras los famosos se vayan hundiendo en el olvido, apuesto a que una novela como Hombres de Barro, sencillamente perdurará.
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Hombres de Barro fue publicada en marzo de 2018 por la editorial CELYA de Toledo, España.



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