miércoles, 18 de mayo de 2016

Argentina: la carga del hombre blanco

Mario Szichman






Conocí a Amy K. Kaminsky en julio de 2012 en Cádiz, durante el Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. La profesora Kaminsky, catedrática de la Universidad de Minnesota, presentó en esa ocasión un excelente trabajo sobre el escritor argentino Edgardo Cozarinsky [i]. Ese Congreso contó con una serie de agradables eventos. También me permitió conocer a varias personas que, de amigos recientes, se convirtieron en amigos para siempre. Amy es una de ellas.
Su libro Argentina, Stories for a Nation (University of Minnesota Press, Minneapolis, 2008), es un real descubrimiento, una especie de gabinete de las maravillas. La autora observa a la Argentina y a los argentinos como un viajero del tiempo sometido a constantes sorpresas. Confronta su rutilante pasado con su magro presente, y nos recuerda, con persistencia, con fresca mirada, desde el extremo norte del mundo habitado, a una nación que, como a Brasil, siempre  le aguarda un brillante futuro incapaz de transformarse en realidad.
Ya desde el primer capítulo (Bartered Butterflies) surge la extrañeza que nos obliga a observar a la Argentina con nuevos ojos, a través de esa confrontación/ sumisión, entre Virginia Woolf, la gran dama de las letras inglesas, y Victoria Ocampo, la gran dama de las letras argentinas. Solo ese capítulo daría para más de un libro. ¿Qué veía Virginia Woolf en Victoria Ocampo? ¿Qué veía la intelectual argentina en la escritora inglesa? Al menos, sugiere Kaminsky, no era una relación entre iguales. Woolf nunca trató de ocultar su desdeñosa superioridad. En cierta ocasión, la autora de Mrs. Dalloway, le preguntó a Victoria Ocampo cómo eran las azules mariposas de las Pampas. La fundadora de la revista Sur se encargó de narrar  en sus memorias que para complacer a Woolf, “a quien idolizaba”, según Kaminsky, le regaló un set de mariposas ensambladas y enmarcadas, alimentando de esa manera “la fantasía que le permitiría ingresar” en el mundo de Woolf. Por supuesto, dice la ensayista, tras ese dificultoso ingreso en el jet set comandado por la escritora británica, Ocampo quiso mostrar el rostro oculto de la intelectualidad bonaerense. La Argentina de la revista Sur era un país de intelectuales con sensibilidad europea,  civilizados, y agrega Kaminsky, “blancos”.
Nadie desconoce la importancia de Sur en la cultura argentina, o, al menos, en uno de sus más importantes sectores. La cultura populista no pudo ni siquiera asomar las narices en ese panorama. Pero es curioso que el costado “británico” de esa cultura, pese a Jorge Luis Borges y a Eduardo Mallea, nunca arraigara con la firmeza de su costado francés. Basta ver el caso del psicoanalista francés Jacques Lacan, quien tiene más acólitos en cualquier esquina de Buenos Aires que en todo París. O la bibliografía que manejan algunos de sus más destacados intelectuales.
Y sin embargo, el contacto entre el intelectual de Buenos Aires y el europeo mantuvo los atributos de la relación entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf. Recuerdo que hace algunos años, una intelectual argentina me visitó en Nueva York, y me dijo algo que todavía me desconcierta: “En realidad, lo que yo quiero es que me adopten”, un poco siguiendo la pauta trazada por Victoria Ocampo en su relación con Virginia Woolf. Nunca escuché a un intelectual boliviano, peruano, colombiano o venezolano sentir el anhelo de que viniese el Hermano Mayor y le acariciase la cabeza.
Hace algún tiempo, la revista The Economist publicó un trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” Cuando alguien escribe de la Argentina desde afuera, siempre me da la impresión de que utiliza una sola mano. La otra la usa para rascarse la cabeza en señal de perplejidad. La Argentina parece estar marcada por compartimientos estancos, cada uno de ellos de alrededor de una década de duración. Se empieza bien, y luego llega la época de la inflación constante, y de los conflictos laborales. En los últimos años, a eso se ha sumado la necesidad de guardar los dólares bajo el colchón, pues, después del famoso “corralito” y el mayor default de la historia moderna, nadie tiene excesiva confianza en los bancos.
Y siempre, tras el “sinceramiento” de la economía, regresa la época de la absoluta falta de sinceridad. Es el momento en que los gobiernos se sueltan el moño y se encargan de alejar a la Argentina de su destino de grandeza, o del lugar que le corresponde por derecho propio en el concierto de las naciones.
            Quizás hay conflictos económicos que convocan la enfermedad mental y por eso abunda el psicoanálisis entre los miembros de la clase media. La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares tiene cierto pedigrí. Siempre se menciona la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayude a enfrentar el tóxico avance de la inflación. (Lo mismo está ocurriendo ahora en Venezuela).
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, la idea que el ciudadano alberga de su país, y que Kaminsky refleja en su libro.
Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina que ha saludado su bicentenario hundida en otra crisis económica.
La Argentina que Victoria Ocampo ofrecía a Virginia Woolf se podía congratular de íconos culturales. The Economist recordaba que en 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. (Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París). A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.  
Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.  
Tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina –inclusive más feroz que la de Augusto Pinochet– donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, y el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical.
Cada país tiene sus mitos, sus alegorías, sus frases hechas. Por alguna extraña razón, el presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, Civilización o Barbarie,  una magnífica novela disfrazada de libro histórico, pasó a la historia como el epítome del buen alumno. Dicen que iba todos los días a la escuela, y aquellas jornadas en que había terremotos, u otras catástrofes naturales, iba a la escuela en dos ocasiones.  Tal vez fue precursor de los intelectuales que deseaban ser adoptados.
Después están los mitos que aluden a las fuerzas telúricas o a su población, capaces de explicar por qué la Argentina está siempre marchando al abismo. Puede ser la extensión: “El drama del país es la extensión”, dicen algunos argentinos afligidos. No, contradicen otros, “El drama de la Argentina es la ausencia de brazos” –me imagino que adheridos al cuerpo. Pero, de acuerdo a la opinión de los economistas conservadores, el drama de la Argentina es que sobra gente.  
La cifra ideal de argentinos, según enunció en cierta ocasión el ministro de Economía de la dictadura militar José Martínez de Hoz, oscilaría en los catorce millones de habitantes, más o menos la población existente hace más de un siglo.  
La Argentina es al mismo tiempo un país infrapoblado y superpoblado. Aproximadamente la tercera parte de la población reside en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Toda esa zona está superpoblada. No cabe un alfiler. El resto del país está definitivamente infrapoblado, pero ¿quién va a querer colonizarlo, cuando todas las comodidades de la vida están emplazadas en la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires?  
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada dijo que la Argentina era como la cabeza de Goliat. Debajo de una cabeza inmensa habitaba un cuerpo raquítico, que se extendía desde Tierra del Fuego, en el extremo sur, hasta territorios colindantes con Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay.
Pero después de los mitos, las alegorías y las explicaciones, está el núcleo de tóxica fantasía: nada es lo que parece.
La Argentina del dólar débil frente al peso fuerte, de La belle époque y de su incómodo presente, se debate en esas dicotomías tan frustrantes para un ciudadano, tan ricas para un escritor.
Marcel Proust decía que “a medida que la sociedad se corrompe, las nociones de moralidad se van depurando”. Eso va acompañado por un fortalecimiento de la política del avestruz, ese ave estrutioniforme de la familia struthionidae, que no vuela, pero se la pasa corriendo, y suele meter la cabeza en un agujero tolerando así que otros le picoteen la parte más delicada de su anatomía.
Amy Kaminsky ha tratado de arrojar abundante luz sobre ese fenómeno. Logra  atrapar con gran minuciosidad y una bella prosa, esa relación desigual entre la Gran Esperanza Blanca que representó la Argentina hasta las primeras décadas del siglo veinte, y sus marcos de referencia, primero Europa, y luego Estados Unidos. Lo hace analizando novelas, memorias, la temática del tango, expresiones gráficas.
La autora nos recuerda, por ejemplo, que ya los franceses estaban muy alertas de esos parvenus que a comienzos del siglo veinte abandonaron las estancias para “echar una cana al aire” en París, o eran acompañados en los paquebotes por sus familias y por una vaca lechera. Se los conocía como rastacueros, pues sus fabulosas fortunas provenían “del cuero de vacas muertas”. Inclusive en el ensayo se hace mención a un bosquejo del joven Pablo Picasso donde aparece una pareja de rastacueros, que eran “un estereotipo reconocible”.
Argentina, Stories for a Nation, cubre un amplio panorama, que incluye historias de la “Guerra Sucia” durante la dictadura militar del general Jorge Rafael Videla, o el pertinaz antisemitismo que impregna a algunos sectores de la población.
La autora también nos recuerda que en la novela Argentina, de Dominique Bona, uno de sus protagonistas señala: “Señor, somos un país blanco. El único país perfectamente blanco al sur de Canadá”.
Los “blancos” son una ilusión de la aristocracia de Argentina, un país tan mestizo como el resto del continente. La exclusión de los resortes del poder de buena parte de sus habitantes que no son definitivamente “blancos”, refleja una sociedad muy clasista, y arrinconada en sus prejuicios.  (Y eso, pese a la constante presencia del peronismo, que más allá de su populismo y de sus desagradables secuelas, intentó incluir en su proyecto a una mayoría marginada).
No señores, la Argentina no es un país perfectamente blanco al sur de Canadá. Forma parte de un continente perfectamente mestizo que incluye ambos polos. Y quien no reconozca esa verdad, padecerá graves consecuencias. En Argentina, Stories for a Nation, se revelan buenas claves para entender a un país que en un momento de su historia perdió el rumbo.











[i] Las Actas del Congreso, con un excelente material informativo, contaron con la edición de la profesora Concepción Reverte Bernal y fueron publicadas por la Editorial Verbum, de Madrid,  en el 2013.

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