domingo, 1 de enero de 2017

Stefan Zweig y el mundo clausurado

Mario Szichman

Emil Ludwig
En la década del veinte del siglo pasado, dos grandes biógrafos y novelistas, Emil Ludwig y Stefan Zweig, alcanzaron vasta fama a nivel mundial. Ambos eran de origen judío. Ludwig se llamaba en realidad Emil Cohn. Había nacido en Breslau, en la actualidad, una ciudad polaca. Fue criado como un gentil, posiblemente porque su familia se resistía a vivir en un gueto. En cierta ocasión, Ludwig señaló: “Muchas personas han vuelto al judaísmo desde el surgimiento de Adolf Hitler. Pero yo he sido un judío desde el asesinato de Walther Rathenau” en 1922. “A partir de esa fecha, he puesto siempre énfasis en mi condición de judío”.

Stefan Zweig

Zweig nació en Viena, Austria. Su fama lo llevó a recorrer toda Europa entre el fin de la primera guerra y la llegada de Hitler al poder en 1933. Se codeó con las celebridades de su tiempo, y fue amigo personal de Sigmund Freud, Romain Rolland y Arthur Schnitzler. Escribió el libreto de la ópera La mujer silenciosa, con el famoso compositor Richard Strauss. Su biografía de la reina de Francia María Antonieta, guillotinada durante la Revolución Francesa, fue llevada al cine por Metro-Goldwyn-Mayer teniendo como actriz principal a Norma Shearer.
En tanto el background de Ludwig lo obligó a trabajar desde joven como periodista –fue corresponsal extranjero del Berliner Tageblatt en Viena y en Estambul durante la primera guerra mundial- Zweig, proveniente de una familia muy rica, pudo dedicarse desde joven a su tarea de escritor.
La celebridad mayor de Ludwig proviene de la biografía de Napoleón, aunque también escribió biografías de Simón Bolívar, Abraham Lincoln, y Bismarck. Pero por alguna extraña razón, el libro sobre Bonaparte tocó en muchos lectores una vena muy romántica. Ludwig convirtió al emperador de los franceses en una especie de superhombre, pese a su menguada estatura. Recuerdo a un amigo mío, que en su adolescencia solía usar chaleco debajo de su chaqueta, con el exclusivo propósito de apoyar su mano izquierda en un bolsillo de la prenda, imitando la pose favorita de Napoleón. 
Ludwig tenía una actitud más populista que Zweig en sus biografías y novelas, y una mayor claridad mental en relación al fascismo y al nazismo, movimientos políticos que repudió desde el comienzo. Entrevistó a Benito Mussolini, a Mustafá Kemal Atatürk, el fundador de la República de Turquía, y a José Stalin, entre otros temibles líderes. Existe un interesante detalle en la entrevista  a Stalin. El dictador soviético la censuró, y eliminó varios párrafos. Recién décadas más tarde, Grover Furr, profesor de la universidad de Montclair, en Canadá, logró restaurar el texto completo, en el cual Stalin decía: "No voy a intentar cambiar las mentes de aquellos que me consideran ´un zar cruel´ o ´un noble bandido´”. Por si las moscas, Stalin capitán decidió prescindir de esas posibles alusiones a su personalidad.
Ludwig nunca llegó en sus textos al nivel de Zweig. Carecía de esos matices que convertían a una celebridad en un ser humano. Basta leer Fouché de Zweig para comprobar la diferencia. Al trazar el épico y deleznable retrato del jefe de policía de Napoleón, uno de los seres más indignos de esa “resplandeciente galaxia de canallas”  que integraban el estado mayor de Bonaparte, según la sabia expresión de William Faulkner, el autor mostró su conocimiento del psicoanálisis, y de las personalidades escindidas. Fouché era un marido devoto, un padre ejemplar. Al mismo tiempo, era un homicida en serie, que ordenó durante la Revolución Francesa los “bautizos” y “casamientos” republicanos. (Consistían en transportar en barcazas a bebés o a cónyuges, y ahogarlos en un río). 
Otra diferencia entre Ludwidg y Zweig es que Ludwig fue siempre claro en su desafío al nazismo. En una carta abierta a The New York Times publicada el 21 de febrero de 1944, sugirió a los aliados explotar la propaganda antisemita de Hitler a fin de alentar la disensión entre los nazis y otros grupos en Alemania. “El fanatismo de Hitler contra los judíos puede ser explotado por los aliados”, escribió Ludwig. “Las tres potencias (Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética) pueden enviar una proclamación al pueblo alemán y al gobierno, amenazando que la ulterior matanza de judíos podría involucrar terribles represalias tras la victoria”.
Zweig fue muy cauteloso al lidiar con el Tercer Reich. Escribiendo en la revista New Yorker, Leo Carey recordó que el escritor rehusó hacer declaraciones contra el nazismo, o enfavor de causas judías. El escritor Klaus Mann, hijo de Thomas Mann, no logró que Zweigcolaborara en la publicación de emigrados que dirigía. En cierta oportunidad lo criticó por su decisión de “mantenerse objetivo, comprensivo, y justo, contra nuestro letal enemigo”. 
¿Cuáles eran las verdaderas razones de la actitud de Zweig? Recuerdo que en mi infancia judía, un sector de mis familiares, proveniente de Europa oriental, especialmente de Rusia, Ucrania y Besarabia, exhibía un genuino odio por todo lo que representaba el nazismo y el fascismo. También había dos o tres familias de origen judío, provenientes de Alemania y de Austria, que se negaban a juntarse con la chusma. Sus valores eran de la alta sociedad. Se negaban a hablar el idisch (un crítico dijo que en mis novelas de La trilogía del Mar Dulce, el idisch funcionaba “como el idioma de la culpa”). El interés de esos familiares lejanos era la Europa culta. Podían citar en francés, y leían a escritores franceses e ingleses.
La política nunca marcha al ritmo de la historia. Y el caso de Zweig lo refleja. Tanto él como la capa de judíos que lo rodeaba, consideraban el nazismo apenas un fenómeno. Pronto pasaría de moda, se ilusionaban, y ellos podrían volver a vivir como antes de la guerra. Argumentaban que Hitler era un advenedizo, como su elenco estable. Se negaban a aceptar que el nazismo reflejaba aspectos muy desagradables del pueblo alemán. (Es un poco como la barbarie chavista. Muchos creen que está muy lejos de representar a los venezolanos en su conjunto). Apenas el pueblo alemán reaccionara ante tanta depredación y mal gusto, indicaban,los judíos podrían retornar a sus hogares y a sus costumbres. La Alemania del Tercer Reich era una anomalía. Nada tenía que ver con el pueblo de Beethoven o de Rathenau. 
No trato de disculpar a Zweig, pero sí entender a un ser honesto, atribulado, que en su vida personal brindó toda clase de beneficios a otros intelectuales. A algunos los ayudó inclusive con dinero, y promovió las obras de otros con incansable generosidad.
Siempre me fascinó la autobiografía de Zweig The World of Yesterday, posiblemente su obra más reveladora. La terminó de escribir en 1942, exactamente un día antes de suicidarse con su esposa, en Petrópolis, Brasil. En ese libro, Zweig explicaba que había crecido en un mundo pretérito, donde los seres humanos nacían y morían en un reducido espacio. Eran bautizados en una iglesia o en una sinagoga, y enterrados en un cementerio situado a una distancia de no más de dos kilómetros de esos centros de oración. Era un mundo de nutridos ancestros. Y algunas familias, por supuesto de personas pudientes, solían exhibir sus árboles genealógicos. 
En esa aterradora década que incluyó la segunda guerra mundial (y que culminaría en 1945 con la devastación de Hiroshima y Nagasaki, en Japón) toda forma razonable de vida y muerte fue anulada. Los cementerios fueron reemplazados por fosas comunes, el cuerpo de los seres humanos fue utilizado en la producción de jabón, y la religión secular de las multitudes enardecidas sustituyó a las viejas formas de culto.
Zweig pudo transitar en la llamada “paz de veinte años”, entre la primera y la segunda guerra mundial, disfrutando de gran fama y de mucha admiración y a veces de maledicencia. Pero en un momento dado, el equilibrio se rompió. Abandonó el Viejo Mundo, se fue a vivir a Nueva York, y finalmente recaló en Brasil, con su segunda esposa, Lotte Altmann. 
El 22 de febrero de 1942, la pareja se dirigió al dormitorio de su vivienda en Petrópolis. Ambos se acostaron en la cama. Lotte se había puesto un quimono, Stefan hasta se había anudado una corbata en torno al cuello de su almidonada camisa. Murieron pocos minutos después, tras tomar una enorme dosis de barbitúricos.
En su nota de suicidio, Zweig lamentó que “mi propio lenguaje haya desaparecido de mi persona, en tanto mi casa espiritual, Europa, ha logrado destruirse por su cuenta”. 
Todos sus libros publicados en Alemania fueron destruidos en las hogueras alzadas por la juventud nazi. En el párrafo final de su nota, Zweig escribió: “¡Saludo a todos mis amigos! ¡Ojalá que puedan ver el amanecer, tras esta noche prolongada!  Soy demasiado impaciente, y he decidido anticipar mi partida”. 
Uno no puede imaginar un final similar para Ludwig. Creía que había que enfrentar al nazismo de manera directa. Nunca intentó atemperar sus convicciones. 

Cuando un mundo se derrumba, no todos reaccionan de la misma manera. Ludwig y Zweig podrían representar las dos caras de una misma moneda

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