miércoles, 9 de septiembre de 2015

Antes y después de la caída: Memorias del 11 de septiembre de 2001

 Mario Szichman



Soy un fanático de las novelas de Lee Child, el creador de ese caballero andante llamado Jack Reacher. Algunos amigos no entienden mi admiración por ese autor de mysteries. Claro está, no todas sus novelas son perfectas, y algunas situaciones son inverosímiles, pero podría decirse de Lee Child lo que The Saturday Review dijo de las novelas de James M. Cain: Nadie abandona una de ellas a mitad de camino.
Hace poco conseguí otra novela de Lee Child: Tripwire. (El título alude a esas placas de presión o cables trampa que hacen detonar un explosivo).   
Más allá de un villano muy interesante y de horrendo aspecto, Tripwire cuenta con un atractivo adicional: parte de la trama transcurre en Nueva York. Las oficinas del villano están ubicadas en The Trade World Center, las torres gemelas del Centro de Comercio Mundial destruidas el 11 de septiembre de 2001. (La novela fue publicada en 1999, dos años antes de los ataques).
Jack Reacher, quien viaja de Florida a Nueva York luego de trabajar como bouncer en un club nudista, protegiendo a las bailarinas de los zarpazos de los clientes, observa Manhattan desde la ventanilla del avión, especialmente “Las torres gemelas, el Empire State building, el Chrysler”, que para él es su favorito. (Coincido con Jack Reacher en su apreciación).
Luego, uno de los protagonistas se dirige a las torres gemelas, “la sexta ciudad más grande del estado de Nueva York. Más grande que Albany (la capital del estado). Apenas 16 acres de tierra, pero con una población diurna de 130.000 personas”.  
El personaje, un millonario venido a menos, sube en el ascensor al piso ochenta y ocho, y se dirige a las oficinas de un banquero con dudosos antecedentes, pues necesita un préstamo que podría salvarlo de la bancarrota. Child debe haber visitado las torres gemelas para ambientarse. Hay pormenores que hablan de un conocimiento de primera mano. Por ejemplo, que las puertas tenían una especie de mirillas rectangulares, y el vidrio estaba conectado a una alarma.
Esos detalles son propios de un narrador que no es neoyorquino. (Child es inglés). Recuerda lo que decía Jorge Luis Borges de los camellos en el desierto de Arabia: solo son mencionados por extranjeros. Un nativo del lugar nunca aludiría a ese animal, pues forma parte del paisaje.   
Otro extranjero se tomó el trabajo de fotografiar sistemáticamente el interior de la Torre Norte: Konstantiv Petrov. Había emigrado de Estonia, y en junio de 2001 consiguió un empleo como electricista en el restaurant Windows of the World, situado al tope de la torre. Petrov trabajaba en the graveyard shift, el turno del cementerio. (Era un horario parecido al que yo tenía en The Associated Press, de 11 de la noche, a 7 de la mañana).  
Además de electricista, Petrov era fotógrafo. Nick Paumgarten, periodista de la revista The New Yorker, destacó la calidad del trabajo de Petrov, su manera de mostrar “el vacío del Trade Center en la noche, así como las asombrosas panorámicas del amanecer”. En el verano de 2001, el inmigrante estonio logró tomar centenares de fotografías con su cámara digital, incluyendo oficinas, centros de mesa, escaleras, equipo de cocina, y accesorios de ascensores.
Erik Nelson, un documentalista, consiguió por casualidad las fotografías de Petrov en el 2013, mientras intentaba concluir un filme titulado “9/10: las horas finales”. (El 9/11 fue la jornada de los ataques. La costumbre, en Estados Unidos, es poner como fecha primero el mes, y recién después el día).  
Si bien Nelson consiguió numerosas fotos y clips de videos de la zona del día previo a los ataques, había escasas muestras del interior de los edificios. En cierto momento, pensó inclusive en abandonar el proyecto. Hasta que uno de los ayudantes del documentalista descubrió las fotos de Petrov en Fotki un sitio en el internet creado por Dmitri Don, un amigo del fotógrafo.  
Según Paumgarten las fotos, especialmente del restaurante Windows of the World, son “muy bellas, carecen de seres humanos, y se hallan inmersas en una premonitoria melancolía”. Es curioso, dijo el periodista, que el restaurante, “destruido en uno de los eventos más fotografiados de la historia, apenas haya sido fotografiado durante su existencia”. Quizás Petrov, intuyó que el área desaparecería hasta los cimientos, e intentó dejar un registro fantasmagórico. Paumgarten sugirió que Petrov habría vivido con el “propósito exclusivo” de tomar esas fotografías.
El día de los ataques, Petrov concluyó su turno como electricista a las 8:00 de la mañana, 46 minutos antes de que el primer Boeing se estrellara contra la Torre Norte. Tenía como costumbre, tras concluir su turno, dirigirse a la cafetería del restaurante y desayunar con los empleados que iniciarían el ritual matutino. Por alguna razón misteriosa, ese día alteró su rutina y se marchó directo a su apartamento. Bajó al garaje de la Torre Norte, subió a su carro, y partió. Minutos más tarde, el primer avión se estrelló contra uno de los rascacielos, y Petrov vio caer restos de escombros, pero no le dio mucha importancia, pues en Nueva York ocurren diariamente múltiples cosas inesperadas o inexplicables.  
Cuando llegó a su apartamento, encendió el televisor y vio las torres incendiadas, Petrov entró en pánico. Llamó al restaurante Windows of the World, y conversó con varios de sus amigos. Ninguno de ellos sobrevivió.  
Tampoco Petrov sobrevivió mucho tiempo a los eventos del 11 de septiembre. Un año más tarde, mientras manejaba una motocicleta, hizo una brusca maniobra y se estrelló en la autopista neoyorquina West Side Highway, muriendo en el acto.
¿Qué razones tuvo para cambiar su automóvil por la motocicleta? Nadie lo sabe. Sus amigos dicen que era un pésimo conductor, y que le gustaba manejar a gran velocidad. Además, era un gran bebedor, y tal vez se alcoholizó tras los eventos del 11 de septiembre.  
Al comienzo de un famoso programa de televisión, The Naked City, un locutor anunciaba: “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda”. Es increíble la cantidad de historias que ha engendrado la tragedia del 11 de septiembre de 2001. Cuando trabajaba en mi novela La región vacía, mi tarea más compleja fue desechar historias, debido a la abundancia de episodios, no solo siniestros, sino grotescos, y hasta humorísticos: la comedia y la tragedia humana alcanzaron su máxima expresión.
Por ejemplo, un pastor rogó a Dios que su hijo, muerto en las torres gemelas, apareciera en el vano de su puerta. Tras un día de oraciones, el cadáver de su hijo apareció en el vano de la puerta, transportado por dos camilleros de la policía. (No se trata de una leyenda urbana).  
De todos los incidentes que decidí descartar, había uno que no quería abandonar la novela. Ignoro si es trascendente, pero luego de muchas horas de insomnio, acepté excluirlo de La región vacía, aunque me cuesta olvidarlo. 
Cuando la novelista Lorrie Moore se enteró del ataque a las torres, se hallaba a mil quinientos kilómetros de distancia de Nueva York, en alguna parte de Asia. En su viaje de regreso a Estados Unidos intentó recordar si conocía a alguna persona que trabajara en las torres gemelas. Hasta que súbitamente le vino a la mente que quien trabajaba en el área no era un conocido, sino su hermano.  
No sólo eso, el hermano había estado en el lugar durante el previo ataque, en febrero de 1993. Pero la segunda vez el hermano de Lorrie Moore tuvo más suerte. Su oficina no estaba enclavada en las torres gemelas, sino a una cuadra de distancia. Cuando se estrelló el primer avión, el hombre se hallaba en la estación de subte del World Trade Center. Al emerger de la estación, comenzó a observar la constante caída de cenizas y a muchas personas que caminaban con cierta premura, pero sin mostrar pánico. Al estrellarse el segundo avión, se inició la evacuación de los edificios cercanos, y un ejército de empleados y trabajadores, uniformados por la ceniza proveniente de las torres incendiadas, del combustible de las aeronaves y del concreto calcinado, se alejaron de lo que rápidamente sería bautizado como Ground Zero. Entre esa multitud deambuló el hermano de la novelista.
El tránsito terrestre y subterráneo estaba paralizado. Por lo tanto, el hombre se fue caminando hacia su casa, en Queens, cruzando alguno de los numerosos puentes que unen a Manhattan con ese condado. Ocho horas demoró su travesía. Ocho horas en que junto con un ejército de fantasmas trató de llegar a su vivienda. El día anterior, esa vivienda era accesible en unos 40 minutos, si se trataba del subte, o en una hora y media, si viajaba en autobús.
Aunque en esa jornada todo fue inusitado, excepto la desesperación de los neoyorquinos por volver al calor de su hogar, lo que hizo el hermano de Lorrie Moore al día siguiente fue excepcional. El 12 de septiembre retornó a su oficina. Se ignora cómo lo hizo. El transporte público era casi inatrapable. Los horarios de trenes, de subterráneos y de autobuses, casi imposibles de discernir. Pero el hombre retornó a su oficina. Y se sentó en su escritorio durante dos horas.   
Ni un solo compañero apareció para secundarlo en labores inexistentes. Los edificios del World Trade Center seguían ardiendo y podía observarse la destrucción a través de las ventanas. El aroma dulzón de la carne muerta no sólo podía olfatearse, sino casi palparse. Sentir que ese aroma era reemplazado por el de la carne carbonizada parecía como una liberación. Y el hombre se quedó en la oficina, esperando no se sabe qué, tal vez, la resurrección de sus compañeros. Hasta que en algún instante intuyó que se estaba comportando como un robot, se levantó de su escritorio y se marchó.  
Pocos días después, el hermano de Lorrie Moore decidió recordar sus olvidados problemas bronquiales. Otro día, como acatando a una orden, su salud comenzó a declinar. A partir de ese momento, dijo su hermana, “La tos que lo afligía fue empeorando”.  Poco después, un médico le informó que le quedaban pocos meses de vida.  
Muchas veces una enfermedad es la forma más piadosa de marchar hacia la muerte; el hermano de Lorrie Moore se doblegó al mandato.
Como el joven Goodman Brown, el hombre comprobó que el mundo se había alterado. No, peor aún: el mundo en el que se levantaba y acostaba todos los días, el mundo que había conocido hasta el 11 de septiembre de 2001, había dejado de existir. Por lo tanto, tras observar un mundo reiteradamente irreconocible, eligió como alternativa cesar su contemplación.

  

 Katie Day Weisberger
 Antes de la caída de las torres en la primavera de 2001. 
The New York Times



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